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Era una casa baja y ancha. Sus muros estucados se esfumaban bajo un hermoso tono pastel, alegrado con el verde opaco con que estaban pintando los marcos de las ventanas. El techo estaba recubierto de tejas verdes, redondas y toscas. La puerta de la fachada estaba enmarcada en mosaicos de variados colores y frente a ella sé hallaba un florido jardín, detrás de una baja pared estucada, sobre la que había una barandilla de hierro que la humedad de la playa comenzaba a corroer. Al costado izquierdo de la pared se encontraba un garaje lo suficientemente ancho para dar cabida a tres coches; la puerta, que se abría dentro del patio, daba a un camino de cemento que se extendía hasta una puerta lateral de la casa.

Colocada en uno de los postes de la entrada había una chapa de bronce que decía: Albert S. Almore, Médico.

Mientras estaba allí de pie, contemplando la casa a través de la calle, el Cadillac negro apareció ronroneando por la esquina y se deslizó por la calle en dirección a la casa. Redujo la marcha y comenzó a retroceder para entrar al garaje. Como mi automóvil se lo impedía, siguió hasta el final de la calle, dio vuelta en el espacio más ancho, frente a la reja, y regresó lentamente para introducirse en el tercio vacío del garaje.

El hombre delgado de las gafas negras recorrió la acera hasta la casa, llevando en la mano un maletín de médico. A mitad de camino acortó el paso para contemplarme. Yo proseguí hacia mi automóvil. Cuando él llegó a la casa extrajo una llave para abrir la puerta y mientras lo hacía se volvió para observarme nuevamente.

Entré en el Chrysler y me quedé allí fumando y tratando de decidir si valía la pena contratar a alguien para que le siguiera los pasos a Lavery. Decidí que no, por lo menos mientras los acontecimientos no cambiaran.

Las cortinas de una ventana, próxima a la puerta lateral por la que había entrado el doctor Almore, se movieron levemente. Una mano delgada las mantuvo apartadas hacia un costado y pude alcanzar a ver el reflejo de la luz de unas gafas; estuvieron apartadas un tiempo antes de que la misma mano las dejara caer a su primitiva posición.

Miré al otro lado de la calzada, en dirección a la casa de Lavery. Desde este ángulo podía ver la, entrada de servicio que daba a una escalera de madera barnizada’ que llevaba a un sendero de cemento y a otra escalera también de cemento que terminaba en el callejón.

Volví nuevamente la mirada a la casa del doctor Almore, preguntándome vanamente si éste conocería a Lavery y hasta qué punto. Probablemente se conocían, ya que sus casas eran las únicas de la manzana. Mientras miraba, las mismas cortinas que habían sido levantadas antes fueron descorridas completamente.

El segmento medio de la ventana de tres cuerpos que ellas cubrían no tenía celosías. Detrás, el doctor Almore estaba de pie mirando en mi dirección, con un aire de concentrada preocupación en su delgado rostro. Desprendí la ceniza de mi cigarrillo por la ventanilla del auto y él se volvió bruscamente y se sentó en su escritorio. Su maletín se encontraba allí, sobre el mueble, frente a él. Estaba sentado rígidamente, sus dedos tamborileando sobre la bruñida superficie del escritorio. Súbitamente extendió la mano hasta el teléfono, llegó a tocarle y volvió a retirarla indeciso. Encendió un cigarrillo y sacudió el fósforo violentamente, luego se levantó y se dirigió a grandes pasos hasta la ventana, desde donde se puso a mirar nuevamente en mi dirección.

Esto me resultaba interesante, aunque sólo fuera porque se trataba, de un médico. Los médicos, por regla general, son los seres menos curiosos de la humanidad. Aun como practicantes, tienen oportunidad de escuchar tantos secretos como para quedar hartos de ellos hasta el fin de su vida. El doctor Almore parecía interesado en mi persona. Más que interesado, molesto.

Me incliné pará llegar a la llave del contacto. En ese momento se abrió la puerta de la casa de Lavery y volví a retirarla, recostándome nuevamente contra el respaldo. Lavery recorrió rápidamente la acera de lajas, lanzó una rápida mirada hacia, la calle y se volvió para meterse por la puerta del garaje. Estaba vestido de la misma forma en que yo lo había visto. En su brazo llevaba una toalla y una alfombrilla marinera. La puerta del garaje se abrió ruidosamente, se oyó luego el abrir y cerrar de la portezuela de un automóvil, en seguida el jadeo de un motor que comienza a ponerse en marcha. El coche salió marcha atrás por el sendero hacia la calle, con el tubo de escape lanzando un cremoso humo blanquecino. Era un hermoso convertible pintado de azul, con la capota bajada, sobre la que se veía sobresalir la bruñida y oscura cabeza del conductor. Este se había puesto un par de gafas ahumadas, con patillas anchas y blancas. El convertible aceleró calle abajo, haciendo chirriar los neumáticos al doblar la esquina. Nada importante había en esto. El caballero Chistopher Lavery se dirigió hacia el borde del Pacífico, para tender su cuerpo al sol, y permitir que las chicas se deleitaran con un espectáculo que valía la pena no perderse.

Volví mi atención al doctor Almore. Estaba ahora con el teléfono en la mano, pero no hablaba: sostenía el auricular junto al oído mientras fumaba y esperaba. Súbitamente se inclinó hacia adelante, como lo hacen todos cuando el número marcado contesta; escuchó, dejó el receptor y escribió algo en un block que se encontraba frente a él. Colocó luego un grueso libro sobre el escritorio y lo abrió más o menos por la mitad. Mientras lo hacía dirigió una rápida miraba a través de la ventana, directamente al lugar donde se hallaba mi coche.

Encontró lo que buscaba en el libro, se inclinó sobre él y vaporosas nubecillas de humo comenzaron a elevarse desde sus páginas. Escribió algo más, dejó el libro a un lado, y volvió a apoderarse del teléfono. Marcó otro número, esperó, comenzó a hablar rápidamente, moviendo la cabeza y haciendo movimientos en el aire con su cigarrillo.

Cuando terminó la conversación colgó el auricular. Se recostó, la mirada abstraída sobre la superficie del escritorio, pero sin olvidar, de cuando en cuando, de observar por la ventana lo que ocurría afuera. Esperaba algo, y yo también esperaba como él, sin razón alguna. Los médicos hacen muchas llamadas telefónicas, hablan con muchas personas. Los médicos también miran a través de sus ventanas, muestran caras preocupadas, a veces nerviosismo. Los médicos tienen también sus problemas y éstos pueden hacerse visibles en su rostro y ademanes; son personas como las demás, nacidos para la aflicción, empeñados, como todos nosotros, en esa larga y dura brega que es la vida.

Pero existía algo en la forma en que este médico se comportaba, que me resultaba intrigante. Miré mi reloj, decidí que ya era hora de irme a comer algo, encendí un cigarrillo y no me moví.

Pasaron alrededor de cinco minutos. Luego, un sedán gris hizo chirriar los neumáticos en la esquina y avanzó calle abajo. Patinó al detenerse bruscamente enfrente de la casa del doctor Almore, tan bruscamente que la antena quedó balanceándose. Un hombre corpulento, de cabellos rubio ceniza, descendió del automóvil y se acercó a la puerta principal de la casa. Tocó el timbre y se agachó para encender un fósforo en el escalón superior. Volvió la cabeza y su mirada se dirigió rectamente hacia donde me encontraba sentado.

Se abrió la puerta y entró en la casa. Una mano invisible cerró las cortinas del despacho del doctor Almore impidiendo ver lo que pasaba en su interior. Quede sentado allí, contemplando el forro de las cortinas oscurecido por el sol. El tiempo continuó deslizándose lentamente.

Volvió a abrirse la puerta de la calle y el hombre corpulento bajó pesadamente los escalones y atravesó el portal de la entrada de la casa. Lanzó la colilla de su cigarrillo a lo lejos y se pasó los dedos por entre el pelo. Se encogió una vez de hombros, se acarició el mentón y comenzó a cruzar la calle diagonalmente. Sus pasos en la quietud del lugar sonaban claros y confiados. Las cortinas volvieron a descorrerse otra vez, y el doctor Almore quedó de pie junto a la ventana, observando.

Una manaza llena de pecas se apoyó sobre el borde de la ventanilla del Chrysler, al lado de mi codo. Una cara grande y surcada de profundas arrugas, apareció sobre ella. Los ojos del sujeto eran de un azul metálico. Me observó con intensidad y habló luego con voz áspera y profunda.

—¿Esperando a alguien? —preguntó.

—No sé —le contesté—. ¿Sí?

—Las preguntas las haré yo.

—Bueno —le dije—. Así que ésta es la respuesta a toda la payasada.

—¿Qué payasada? —me miró duramente, los ojos azules despojados de todo sentimiento amistoso.

Yo señalé con la punta, de mi cigarrillo la casa de enfrente.

—La nerviosa Nellie y el teléfono. La llamada a los polizontes, después de haber averiguado mi nombre en el automóvil Club, probablemente; corroborado luego en la guía telefónica. Bueno, ¿qué pasa?

—Muéstreme su carnet de conductor.

Le devolví la mirada.

—Ustedes siempre tan vivos. ¿O será que piensan que basta con hacerse los malos para que se les conozca?

—Si tuviera que enojarme, amigo, ya vería usted lo que sucedería.

Me incliné, encendí el contacto del coche y comencé a apretar el arranque. El motor se puso, en marcha y empezó a ronronear suavemente.

—Apague ese motor —rugió salvajemente y colocó un pie en el estribo.

Detuve el motor y me recosté contra el respaldo mirándolo tranquilamente.

—Maldito sea —dijo—, ¿quiere que le arranque de ahí y lo estrelle contra el pavimento?

Saqué mi cartera y se la pasé. El extrajo de su interior el sobre de celuloide y miró mi licencia de conductor, luego le dio la vuelta y miró la copia fotográfica de mi otra licencia que se hallaba detrás. La metió luego sin ninguna delicadeza en la cartera y me la devolvió. Su mano se hundió en el bolsillo y emergió con un distintivo azul y oro de policía.

—Degarmo, teniente detective —se presentó con voz gruesa y brutal.

Celebro conocerle, teniente.

—Ahórreselo. Dígame ahora, ¿qué significa eso de espiar la casa del doctor Almore?

—No estoy espiando la casa del doctor Almore, y no tengo razón para hacerlo.

Volvió la cabeza para escupir. Parecía que era éste un día propicio para encontrar gente con esa atrayente costumbre.

—Entonces, ¿qué hace usted aquí? No nos gustan los entremetidos. Ya no queda ninguno, por estos barrios.

—¿No me diga?

—Pues es así. De manera que empiece a largar el rollo. A menos que quiera marchar a la comisaría para sudar la verdad bajo el brillo de los reflectores.

Me quedé callado.

—¿Le han contratado los parientes de ella? —preguntó súbitamente.

Negué con la cabeza.

—El último que lo intentó terminó bastante maltrecho.

—Apostaría que aquí hay algo interesante —le contesté—, si yo fuera capaz de adivinar. ¿Intentó qué?

—Trató de hincarle el diente —respondió suavemente.

—Lástima que no sé cómo —le dije—. Parece un hombre fácil de morder.

—Esa forma de hablar no le conducirá a nada —dijo.

—Está bien —le dije—. Vamos a dejar esto aclarado. No conozco al doctor Almore, nunca lo he oído nombrar, no tengo el más mínimo interés en él. Vine aquí para visitar a un amigo y estaba ahora contemplando el paisaje. Si alguna cosa más estoy haciendo, a usted le importa un comino. Si lo que le digo no le gusta, lo mejor, que puede hacer es ir a quejarse al oficial de guardia en la central.

El polizonte movió pesadamente el pie que tenía sobre el estribo y no pareció muy convencido.

—¿Me ha estado diciendo la verdad? —preguntó lentamente.

—La verdad.

—¡Caramba, el tipo ése debe de estar loco! —dijo súbitamente y miró por sobré el hombro en dirección a la casa—. ¡Debería ir a ver a un médico! —y se rió con una risa carente por completo de alegría. Retiró el pie del estribo y se pasó los dedos por el pelo.

—Márchese, desaparezca —dijo—. Manténgase fuera de nuestros dominios y evitará nuevos enemigos.

Apreté nuevamente el arranque. Cuando el motor comenzó a marchar suavemente, le pregunté:

—¿Cómo le va a Al Norgaard?

Se quedó mirándome sorprendido.

—¿Conoce a Al?

—Claro. Trabajamos juntos en un caso que hubo por aquí hace un par de años; cuando Wax era jefe de policía.

—Al se encuentra ahora en la Policía Militar. Quisiera estar allí yo también —dijo con amargura.

Comenzó a cruzar pesadamente la calle y luego, en mitad de ella, se volvió bruscamente.

—Márchese, rápido, antes de que cambie de idea —me espetó bruscamente, y siguió caminando hasta desaparecer por el portal de la casa del doctor Almore.

Coloqué mi coche en primera y comencé a alejarme. Mientras regresaba a la ciudad, los pensamientos bailaban una loca zarabanda en mi cabeza. Se movían sin orden ni concierto, caprichosamente, como las nerviosas y delgadas manos del doctor Almore prendidas a los bordes de las cortinas.

De vuelta en Los Ángeles, almorcé y me dirigí luego a mi oficina, en el edificio Cahuenga, para revisar mi correspondencia. Desde allí llamé a Kingsley.

—Vi a Lavery —le dije—. Fue tan brutal en sus expresiones como para hacerme pensar que hablaba con franqueza. Traté de sondearlo un poco, pero sin ningún resultado. Sin embargo, me gusta todavía la idea de que se separaron luego de una disputa y que él tiene la esperanza de que las cosas aún se puedan arreglar.

—Entonces debe de saber, dónde se encuentra Crystal —dijo Kingsley.

—Puede que sí, aunque no necesariamente. A propósito, me sucedió una cosa realmente curiosa en la calle de Lavery. Allí hay solamente dos casas. La otra pertenece a un doctor Almore.

Le relaté brevemente lo que había pasado.

Guardó silencio por un momento y luego preguntó:

—¿Es ése un médico llamado Alberto Almore?

—Sí.

—Fue el médico de Crystal durante un tiempo. Vino varias veces a mi casa cuando ella estaba… bueno, cuando había bebido de más. Me pareció muy inclinado a usar la jeringa hipodérmica. Su esposa… Espere un poco, pasó algo raro ahí. ¡Ah, sí!, se suicidó.

—¿Cuándo sucedió eso? —le pregunté.

—No recuerdo. Hace ya mucho tiempo. Nunca tuve relaciones de carácter social con ellos. ¿Qué se propone hacer ahora?

Le dije que me proponía ir hasta el lago, a pesar de la hora avanzada.

Me contestó que me sobraría tiempo, ya que en las montañas tendría una hora más de luz.

Le respondí que me alegraba de saberlo y colgué el receptor.