La calle Altair se encuentra en el borde de una Y que forma el extremo interno de un profundo cañón. Hacia el Norte se encuentra la curva fría y azul de la bahía que se extiende hacia la punta en dirección a Malibú. Hacia el Sur, sobre el camino de la costa, se encuentra la ciudad balnearia de Bay City.
Era una calle corta, de no más de tres o cuatro manzanas, en uno de cuyos extremos se alzaba la alta verja de hierro de una gran propiedad. Más allá de las brillantes puntas de la verja podían verse árboles y arbustos y entreverse un terreno cubierto de césped y la curva de un camino, pero la casa estaba a la vista. Hacia el otro lado de la calle Altair, el que daba hacia el interior, las casas eran grandes y bien cuidadas, pero las pocas y diseminadas cabañas del borde del, cañón no eran importantes. En la corta manzana que terminaba en la verja de hierro se encontraban solamente dos casas, una a cada lado de la calle y casi directamente enfrente una de otra. La más pequeña tenía el número 623.
Pasé con mi coche frente a ella, di la vuelta en el pavimentado semicírculo en que terminaba la calle y regresé para estacionar el vehículo frente al terreno contiguo a la casa de Lavery. Estaba construida en un terreno ligeramente inclinado; la puerta de la entrada estaba un poco bajo el nivel de la calzada, los dormitorios sobre los cimientos y con un garaje que parecía la tronera de la esquina de una mesa de billar. Una enredadera escarlata se encaramaba por el muro del frente y las lajas del camino de la entrada estaban bordeadas con musgo de Corea. La puerta era estrecha, con rejas, y terminaba en su parte superior por un arco con agudas puntas. Bajo la reja había una aldaba de hierro. Lo hice sonar fuertemente.
Nada sucedió. Oprimí el timbre de la puerta y oí cómo sonaba en un lugar no muy alejado del interior de la casa. Esperé en vano. Volví a dedicarme a la aldaba. Regresé hasta la acera y por ella hasta el garaje, levanté la puerta lo suficiente para ver que había allí un automóvil con ruedas de banda blanca y regresé a la puerta de la entrada.
Un impecable coupé Cadillac de color negro emergió del garaje de enfrente, retrocedió, dio la vuelta y pasó frente a la casa de Lavery, redujo la marcha y el hombre delgado y de gafas oscuras que lo conducía me lanzó una mirada penetrante, como para advertirme que yo nada tenía que hacer allí. Le obsequié la mirada acerada que guardo para esos casos y él siguió su camino.
Volví otra vez a martillear con la aldaba. Esta vez con éxito. La mirilla se abrió y a través de sus barras quedé mirando a un sujeto buen mozo de ojos brillantes.
—¿A qué viene todo este ruido? —dijo una voz.
—¿El señor Lavery?
—Sí, soy yo. ¿Qué pasa?
Metí una tarjeta por la mirilla. Una mano grande y morena la tomó. Los brillantes ojos castaños volvieron a mirarme y la voz dijo:
—Lo siento, pero no necesito ningún detective por ahora.
—Estoy trabajando para Derace Kingsley.
—Pueden irse los, dos al diablo —dijo, y la mirilla se cerró estrepitosamente.
Apoyé un dedo en el timbre y con la mano libre extraje un cigarrillo. Acababa de encender un fósforo en el marco de la puerta, cuando ésta se abrió violentamente y un hombre corpulento en pantalón de baño, sandalias de playa y albornoz blanco se me acercó con aire amenazador.
Quité el pulgar del botón del timbre y le sonreí.
—¿Qué le sucede? —le pregunté—. ¿Asustado?
—Toque otra vez ese timbre —dijo—, y le arrojaré de cabeza a la calle.
—No sea tonto —le dije—. Sabe perfectamente bien que voy a hablar con usted y que usted va a hablar conmigo.
Saqué el telegrama del bolsillo y lo puse delante de sus ojos brillantes. Lo miró de mala gana, se mordió los labios y bramó:
—¡Bueno, entre!
Mantuvo abierta la puerta mientras yo pasaba a su lado. Entré a una habitación oscura y agradable, con una costosa alfombra de color damasco, muelles asientos, varias lámparas de pantalla blanca, un gran combinado en un rincón, un diván largo y ancho, tapizado en lana clara de angora con dibujos en castaño oscuro, una chimenea con guardafuego de cobre y repisa de madera blanca. El fuego brillaba detrás del guardafuego, en parte oculto por un gran florero con ramas florecidas de manzano. Las flores estaban poniéndose amarillas en algunas partes, pero eran todavía bonitas. Sobre una mesita redonda de nogal había una botella de Vat 69 y en una bandeja vasos y un balde para hielo. La habitación llegaba hasta el fondo de la casa y terminaba en un arcada baja a través de la cual se veían tres estrechas ventanas y los últimos escalones de una escalera de hierro blanco.
Lavery cerró la puerta de golpe y se sentó en el diván. Tomó un cigarrillo de una caja de plata, lo encendió y me miró irritado. Me senté, frente a él y le devolví la mirada. Era tan apuesto como en la foto. Tenía un torso impresionante y muslos largos, ojos castaños, levemente grisáceos en la esclerótica. El pelo bastante largo y ligeramente rizado en las sienes. La piel morena no denotaba ningún signo de vida disipada. Era un hermoso animal, pero, para mí, nada más que eso. No me era difícil comprender que las mujeres perdieran la cabeza por él.
—¿Por qué no nos dice dónde está ella? —le dije—. De cualquier manera lo vamos a averiguar; pero si usted nos lo dice ahora se ahorrará un sinfín de molestias.
—Se necesita algo más que un detective para causarme molestias —dijo.
—No, no se necesita. Un detective privado puede molestar a cualquiera. Es tenaz y tiene infinita paciencia. Se le paga por su tiempo y él puede emplear ese tiempo tanto para molestarle a usted como para cualquier otra cosa.
—Mire —me dijo, inclinándose hacia adelante y apuntándome con el cigarrillo—: sé lo que dice ese telegrama, pero eso es una patraña. No fui hasta El Paso con Crystal Kingsley. No la veo desde hace mucho, bastante antes de la fecha de ese cable. No he tenido contacto alguno con ella. Ya se lo he dicho a Kingsley.
—Kingsley no tiene ninguna razón para creerle.
—¿Por qué había de mentirle? —inquirió sorprendido.
—¿Por qué no?
—Mire —dijo con vehemencia—, eso puede parecerle así a usted, pero es porque no la conoce. Kingsley no tiene ningún dominio sobre ella. Si a él no le agrada la forma en que se conduce, eso tiene su remedio. Esos maridos con aires de propietarios me dan náuseas.
—Si usted no fue a El Paso —le dije—, ¿por qué envió ella ese telegrama?
—No tengo la más leve idea.
—Permítame que lo dude —le dije. Señalé el montón de ramas de manzano de la chimenea—. ¿Recogió eso en el lago del Pequeño Fauno?
—Las colinas de estos alrededores están llenas de manzanos —dijo despectivamente, y luego continuó—: Estuve allí la tercera semana de mayo, si quiere saberlo. Supongo que es usted capaz de averiguarlo. Esa fue la última vez que la vi.
—¿No tenía intención de casarse con ella?
Lavery lanzó una bocanada de humo y comentó:
—He pensado en ello, sí. Es una mujer rica y eso es siempre útil. Pero es una forma demasiado penosa de conseguir dinero.
Asentí con la cabeza, pero no dije nada. El miró las ramas de manzano de la chimenea y se recostó hacia atrás para lanzar el humo a lo alto. Después de un momento, como yo permanecía aún sin decir nada, comenzó a ponerse nervioso. Echó una mirada a la tarjeta que le había dado y dijo:
—¿De manera que usted se alquila para revolver basura? ¿Se gana mucho con eso?
—Nada como para hacerse ilusiones. Un dólar aquí, otro allá…
—Y todos bastante mugrientos, ¿verdad?
—Mire, señor Lavery, no tenemos ninguna necesidad de pelear. Kingsley piensa que usted sabe dónde se encuentra su esposa, pero no quiere decírselo. Ya sea por ruindad o por delicadeza.
—¿Cuál de las dos cosas le gustaría más? —dijo sarcásticamente.
—No le importa, mientras consiga los informes que busca. A él no le importa qué es lo que usted y ella hacen, o dónde va usted, o si ella se va a divorciar o no. Sólo quiere estar seguro de que todo está como es debido y de que ella no está en aprietos.
Lavery pareció interesado.
—¿Aprietos? ¿Qué clase de aprietos? —saboreaba la palabra entre sus rojos labios como tomándole el gusto.
—Quizá usted no conoce el tipo de aprietos en que él piensa.
—Dígamelo —rogó sarcásticamente—. Me encantaría saber de alguna clase de lío del cual no hubiera tenido noticias.
—Usted se está portando espléndidamente —le dije—. No tiene tiempo para hablar en serio, pero le sobra para las agudezas. Si piensa que tratamos de causarle un disgusto por haber cruzado con ella el límite del Estado, olvídelo.
—Usted tendría que probar que pagué el billete, o nada tendrá significado.
—El cable tiene que tener algún significado —dije obstinadamente (me parecía que eso lo había dicho ya demasiadas veces).
—Probablemente es una triquiñuela. Está acostumbrada a hacer a cada rato cosas de ese tipo. Todas tontas, algunas de ellas de mala fe.
—No veo por qué hizo ésta.
Sacudió descuidadamente la ceniza del cigarrillo, que cayó sobre el cristal de la mesa. Me dirigió una rápida mirada y apartó inmediatamente la vista.
—La dejé plantada —dijo lentamente— y ésa podría ser una de sus ideas para devolverme el golpe. Estábamos de acuerdo en que yo iría allí a pasar un fin de semana. No fui. Estaba… harto de ella.
Dije:
—Uh-huh —y le miré fijamente—. No me gusta mucho esa explicación. Me habría parecido mejor si me hubiera contado que se fueron juntos hasta El Paso, se disgustaron y cada uno se marchó por su lado. ¿No podría darle esa forma?
Se sonrojó vivamente debajo de su piel tostada.
—¡Maldito sea! —exclamó—. Ya le dije que no fui a ningún lado con ella. A ninguna parte. ¿Lo recordará?
—Lo haré cuando pueda creerle.
Se inclinó para adelante para apagar un cigarrillo, se puso de pie con un movimiento fácil, sin ninguna prisa, se ajustó el cinturón.
—Muy bien —dijo con voz clara y cortante—. ¡Váyase! ¡A tomar aire! Estoy harto de esta clase de interrogatorio. Está haciéndome perder el tiempo y usted perdiendo el suyo, si es que vale algo.
Me puse de pie y sonreí:
—No vale gran cosa, pero me pagan por lo poco que vale. ¿No podría ser, por ejemplo, que se haya encontrado en algún pequeño aprieto en alguna sección de una tienda… quizás en la sección de las medias o en la joyería?
Me miró cuidadosamente, frunciendo las cejas y contrayendo la boca.
—No le entiendo —dijo, pero su tono era el de una persona preocupada.
—Eso es todo lo que quería saber —dije—, y gracias por escucharme. ¡Ah!, y ya que estamos: ¿a qué se dedica usted desde que dejó a Kingsley?
—¿A usted qué diablos le importa?
—Nada. Pero por supuesto siempre puedo averiguarlo —le contesté, mientras me desplazaba un poco hacia la puerta, sin alejarme mucho.
—Por el momento no estoy haciendo nada —dijo fríamente—, espero de un momento a otro una designación en la marina.
—Le irá muy bien allí —le dije.
—Seguramente. Hasta la vista, entremetido. ¡Ah!, y no se moleste en volver. No estaré en casa.
Caminé hasta la puerta y forcejeé para abrirla. Estaba un poco pegada al umbral por la humedad proveniente de la playa. Cuando conseguí hacerlo, me volví para mirarle. Estaba de pie en el mismo lugar, con los ojos llenos de rabia contenida.
—Es posible que tenga que regresar —le dije—, pero si lo hago, no será para jugar a los payasos. Será porque habré descubierto algo que convendrá dejar bien aclarado.
—¿Así que todavía sigue pensando que miento? —dijo fuera de sí.
—Pienso que algo le preocupa. He visto demasiadas caras para no darme cuenta. Puede que eso no tenga nada que Ver con lo que me interesa. Pero si tiene que ver, es posible que se vea obligado a echarme otra vez de aquí.
—Será un placer —dijo—, y la próxima vez venga con alguien que le pueda llevar de regreso. Por si aterriza de cabeza y se le desparraman los sesos.
Luego, sin causa alguna que pudiera yo adivinar, escupió en la alfombra frente a sus pies.
Me chocó. Era como observar a alguien despojarse de un disfraz y ver debajo algo horrible, o como oír a una dama, aparentemente educada y llena de refinamientos, pronunciar de pronto las palabras más soeces.
—Hasta más ver, hermoso animal —le dije, y salí. Cerré la puerta de un golpe y marché por el camino de lajas hasta la calle. Me quedé en la acera, de pie, observando la casa de enfrente.