El despacho privado era todo lo que debía ser un despacho privado. Largo y con luz suave, tranquilo, con aire acondicionado; las ventanas se hallaban cerradas y las persianas entreabiertas para evitar el resplandor del sol de julio. Las grises cortinas hacían juego con la alfombra, también gris. En un rincón, había una gran caja fuerte de color negro y plata, y un fichero que hacía juego con ella. Sobré una de las paredes, una enorme fotografía, coloreada, de un anciano de nariz como pico de ave, patillas y cuello palomita. La nuez, que sobresalía del cuello, parecía más protuberante que el mentón de muchos individuos. Al pie de la fotografía, una placa con la siguiente inscripción: Matthew Gillerlain, 1860-1934.
Derace Kingsley marchó con paso vivo a situarse detrás de ochocientos dólares de escritorio y plantó su espalda en una elevada silla de cuero. Eligió un cigarro de una caja de cobre y caoba, le cortó la punta y lo encendió con un voluminoso encendedor de mesa. Lo hizo tomándose su tiempo y sin importarle un rábano el mío. Cuando terminó se recostó en la silla, lanzó una bocanada de humo y dijo:
—Soy hombre de negocios. No me gusta perder el tiempo. Según su tarjeta, usted es un detective autorizado. Muéstreme su credencial.
Extraje mi cartera y le pasé varias. Las miró y las tiró de vuelta a través del escritorio. La envoltura de celuloide que contenía la copia fotográfica de mi licencia cayó al suelo y él ni siquiera se molestó en disculparse.
—No conozco a M’Gee —dijo—; conozco a Petersen. Le pedí me diera el nombre de un individuo de confianza para hacer cierto trabajo. Supongo que usted es ese hombre.
—M’Gee es el delegado en Hollywood de la oficina de Petersen —le dije—. Usted puede comprobarlo fácilmente.
—No es necesario. Sospecho que usted puede encargarse del asunto, pero cuidado con lo que hace. Y recuerde que cuando contrato a una persona, me pertenece. Hace exactamente lo que le digo y mantiene la boca cerrada.
O se va a paseo bien rápido, ¿está claro? Espero no ser demasiado rudo para usted.
—¿Por qué no dejar esa pregunta, por ahora, sin respuesta? —le dije.
Hizo una mueca y, me dijo secamente.
—¿Cuánto cobra?
—Veinticinco dólares por día más los gastos; ocho centavos por kilómetro que recorro en auto.
—Eso es absurdo —dijo—. Demasiado caro. Quince diarios únicamente. Es más que suficiente. Pagaré el kilometraje, dentro de lo que sea razonable, como están las cosas, pero nada de andar paseando.
Lancé una nubecita de humo y la disipé con la mano. No dije ni una palabra. Pareció sorprendido de que no hiciera comentarios. Se apoyó sobre el escritorio y me apuntó con el cigarro.
—Aún no le he contratado —dijo—, pero si lo hago, quiero que comprenda que el trabajo, es absolutamente confidencial. Nada de charlas: con amigos de la policía. ¿Queda entendido?
—¿Qué quiere usted que haga, señor Kingsley?
—¿Qué le importa? Usted hace toda clase de trabajos de investigación, ¿no es así?
—No toda clase. Sólo los completamente honestos.
Me contempló asombrado, la mandíbula apretada. Sus ojos grises tenían una mirada opaca.
—Entre otras cosas, no me ocupo de asuntos de divorcio —dije—, y exijo cien dólares de garantía a los desconocidos.
—Bien, bien —dijo con una voz que se volvió súbitamente suave—; bien, bien.
—Y en cuanto a ser demasiado rudo para mí —le dije—, la mayoría de mis clientes comienzan por empapar mi camisa con sus lágrimas, o por tratarme a ladridos para demostrarme quién es el amo. Pero, usualmente, terminan por ser muy razonables… eso, si es que todavía están vivos…
—Bien, bien —volvió a repetir con la misma voz suave, y continuó—: ¿Pierde muchos de sus clientes?
—No, si ellos me tratan bien —respondí.
—Sírvase un cigarro —me dijo.
Tomé uno y me lo metí en el bolsillo.
—Quiero que encuentre a mi mujer —dijo—; hace ya un mes que no sé nada de ella.
—Está bien —le contesté—, encontraré a su esposa.
Dio con ambas manos una palmada sobre el escritorio y me contempló fijamente.
—Creo que lo logrará —dijo. Luego, haciendo una mueca, continuó—: Hace por lo menos cuatro años que nadie me ha puesto en mi lugar en esa forma.
No dije nada.
—Maldito sea —exclamó—, me gusta: mucho —se pasó una mano por su espesa cabellera oscura—. Hace un mes que desapareció. De una cabaña que tenemos en la montaña. Cerca de Punta del Puma. ¿Conoce Punta del Puma?
Le dije que conocía el lugar.
—La finca está a unos cinco kilómetros del pueblo —dijo—; de ella parte un camino privado. Está a orillas de un lago de propiedad particular: el lago del Pequeño Fauno. Hay allí una represa, que pusimos tres de nosotros para mejorar la propiedad. Soy propietario de la finca juntamente con otras dos personas. Es realmente grande, pero sin explotar, y no será explotada por algún tiempo. Mis amigos tienen cabañas como yo, y hay otra en la que vive un sujeto llamado Bill Chess, con su esposa. No paga alquiler, pues se encarga de vigilar el lugar. Es un veterano de la guerra, imposibilitado, que recibe una pensión. Eso es todo lo que hay allí. Mi mujer fue para mediados de mayo, vino dos veces a pasar el fin de semana; debía venir el 1 de junio para asistir a una fiesta, pero no lo hizo. No la he visto desde entonces.
—¿Qué hizo usted? —pregunté.
—Nada. Ni siquiera he ido allá —dijo y esperó; esperó a que yo preguntara el porqué.
—¿Por qué? —le pregunté.
Empujó la silla hacia atrás para poder abrir un cajón del escritorio, cerrado con llave. Extrajo un papel doblado y me lo pasó. Lo abrí y vi que era un telegrama. El cable había sido expedido en El Paso; su fecha 14 de junio a las nueve y diecinueve de la mañana. Estaba dirigido a Derace Kingsley, 965 Carson Drive, Beverly Hills, y decía:
Cruzo frontera obtener divorcio México. Me casaré con Chris. Buena suerte adiós.
Crystal.
Lo coloqué sobre el escritorio, mientras él me pasaba una gran fotografía en papel brillante, que mostraba a un hombre y una mujer sentados sobre la arena bajo un parasol. El hombre usaba un pantaloncito de baño y la dama, lo que parecía una muy atrevida malla de «piel de tiburón». Era una rubia esbelta, joven, bien formada y sonriente. El era buen mozo, moreno y vigoroso, con bien formadas espaldas y piernas, bruñidos cabellos negros y dientes blancos. Un metro ochenta de típico destructor de hogares, brazos para abrazar mujeres y cabeza desprovista de sesos. En una mano sostenía unas gafas negras y lucía ante la cámara una sonrisa fácil.
—Esa es Crystal —dijo Kingsley—, y ése es Chris Lavery. Ella puede quedarse con él y él con ella y juntos pueden irse al infierno.
Puse la fotografía sobre el telegrama.
—Bien, ¿cómo empezó el asunto? —le pregunté.
—No hay teléfono allí —dijo—, y no era nada importante el asunto por el cual debía venir; de manera que el telegrama me llegó cuando aún no estaba preocupado por su ausencia. El cable apenas me sorprendió. Hacía años que Crystal y yo estábamos distanciados. Ella vivía su vida y yo la mía. Tenía su propio dinero y en cantidad: alrededor de veinte mil dólares de renta por año, procedente de una participación en una corporación familiar que tenía arrendados valiosos yacimientos petrolíferos en Texas. Crystal se divertía por ahí y yo sabía que Lavery era uno de sus compañeros de diversión. Es posible que ese casamiento me sorprendiera un poco, puesto que ese tipo no es otra cosa que un cazadotes de profesión. Pero el cuadro parecía tan real… ¿me entiende usted?
—¿Y entonces?
—Nada ocurrió en las dos semanas siguientes. Luego el Hotel Prescott, de San Bernardino, se puso en contacto conmigo para hacerme saber que un Packard Clipper, registrado a nombre de Crystal Grace Kingsley y con mi dirección, continuaba guardado en el garaje sin que nadie lo reclamara y que deseaban saber qué debían hacer con él. Les contesté que continuaran guardándolo y les envié un cheque. Tampoco parecía haber allí motivo alguno de preocupación. Me figuré que Crystal se encontraba todavía ausente del Estado y que si habían viajado en auto, lo habrían hecho seguramente en el coche de Lavery. Sin embargo, anteayer me encontré con Lavery frente al Athletic Club, aquí en la esquina. Me dijo que no sabía dónde se encontraba Crystal.
Kingsley me dirigió una rápida mirada y alcanzó una botella y dos vasos que estaban sobre el escritorio. Sirvió un par de tragos y empujó uno de los vasos hacia mí. Sostuvo el suyo contra la luz y dijo lentamente:
—Lavery aseguró que no se había marchado con Crystal, que hacía dos meses que no la veía ni sabía nada de ella.
—¿Usted le creyó? —pregunté.
Asintió con la cabeza, frunciendo el ceño, bebió su copa e hizo a un lado el vaso. Probé el mío. Era whisky escocés. No muy bueno.
—Sí, yo le creí —dijo—, y por cierto en eso me equivoqué. No fue porque pensara que es un sujeto digno de crédito. Lejos de ello. Fue porque es un hijo de perra que considera muy divertido seducir a las mujeres de sus amigos y jactarse luego. Sé que por nada del mundo habría perdido la oportunidad de pavonearse anunciándome que había conseguido que mi mujer huyera con él y me de jara, plantado. Conozco a esa clase de canallas ya éste en particular. Por un tiempo fue viajante nuestro y siempre andaba metido en dificultades. No podía hacer nada sin ayuda de la oficina. Aunque no consideráramos todo eso, está el cable de El Paso, que le mencioné. ¿Por qué causa podía pensar que valía la pena mentirme al respecto?
—Crystal podía haberle abandonado —expresé—. Eso lo hubiera herido en la parte más sensible: en su complejo de Casanova.
Kingsley se animó un poco, pero no mucho. Meneó la cabeza.
—Todavía creo bastante de lo que me dijo —comentó—. Usted tendrá que probar que estoy equivocado. Eso es parte de las razones por las cuales lo necesito. Pero hay también otro asunto, y muy molesto. Yo tengo aquí un buen puesto, pero es sólo un puesto. No puedo hacer frente a un escándalo. Lo perderé en menos de lo que se tarda en decirlo si mi mujer llega a tener algo que ver con la policía.
—¿Policía?
—Entre otras actividades —dijo Kingsley sombríamente—, mi mujer encuentra tiempo, de vez en cuando, para llevarse algunas cosas de las tiendas. Pienso que es solamente una especie de delirio de grandeza que la acomete cuando se ha dedicado bastante a la bebida, pero el caso es que eso sucede y que hemos tenido escenas bastante penosas en los despachos de algunos gerentes. Hasta ahora me las he arreglado para evitar que presenten denuncias, pero, si eso llega a suceder en otra ciudad, en donde nadie la conoce… —Kingsley levantó las manos y las dejó caer con un ruido sordo sobre el escritorio—. Bueno, eso podría terminar en la cárcel. ¿No es así?
—¿Le han tomado alguna vez las huellas digitales?
—No ha sido arrestada nunca —dijo.
—No es eso lo que quería decir. A veces, en las grandes tiendas, ponen como condición para no presentar denuncias por hurto, que se les permita tomar las huellas digitales. Eso asusta a las principiantes y ayuda a tener registrados a todos los cleptómanos. Cuando encuentran las mismas huellas digitales un determinado número de veces, toman medidas.
—Nada de eso ha ocurrido, que yo sepa —dijo él.
—Bien, pienso que entonces casi podemos descartar este aspecto por ahora —dije—. Si hubiera sido arrestada, la habrían revisado. Aun si la policía hubiera admitido un nombre supuesto, se habría puesto en contacto con usted. Además, ella hubiera empezado a pedir auxilio a gritos en cuanto se viera en aprietos —señalé el formulario blanco y azul del telegrama—. Y esto tiene ya un mes. Si hubiera sido arrestada por primera vez, se había librado con una reprimenda y una sentencia en suspenso.
Kingsley se sirvió otra copa para ayudarse a sobrellevar sus inquietudes.
—Usted me está haciendo sentir mejor —dijo.
—Hay otras muchas cosas que pueden haber sucedido —dije—: que ella se haya marchado con Lavery y luego se enojaran y se separaran; que se haya ido con algún otro hombre y decidiera enviar el cable para desviar las sospechas; que se haya ido sola o con otra mujer; que haya bebido más de la cuenta y esté ahora en un sanatorio reponiéndose; que se haya metido en un lío del cual no tenemos idea; que haya caído en una trampa…
—¡Dios, no diga eso! —exclamó Kingsley.
—¿Por qué no? Hay que tenerlo en cuenta. Tengo una idea muy vaga de la señora Kingsley: es joven, bonita, inquieta y atrevida; bebe y cuando lo hace realiza cosas peligrosas; es una persona a quien los hombres pueden embaucar fácilmente; pudo haberse entusiasmado con un extraño que resultó un sinvergüenza. ¿Tiene sentido esto?
El asintió.
—¿Cuánto dinero llevaba encima?
—Siempre le gusta llevar mucho. Tiene su propia cuenta bancaria. Podía haber tenido encima cualquier cantidad de dinero.
—¿Tienen hijos?
—No.
—¿Se encarga usted del manejo de sus negocios?
Negó con la cabeza.
—No tiene ninguno, excepto depositar cheques, retirar dinero y gastarlo. Nunca invirtió un centavo, y su dinero, por cierto, jamás me sirvió para nada, si eso es a lo que se refería usted —hizo una pausa y luego continuó—: No piense que no traté de intervenir: soy humano y no me resultaba divertido ver cómo se evaporaban veinte mil dólares al año sin ningún provecho, como no fuesen borracheras y aprovechadores del tipo de Chris Lavery.
—¿Tiene usted amigos en el Banco de su señora? ¿Podría conseguir el detalle de los cheques que ella ha librado en los últimos dos meses? .
—No me lo darán. Cierta vez traté de conseguir informes, pues tenía la sospecha de que estaba siendo objeto de un chantaje, pero se mostraron impenetrables.
—Podemos conseguir ese detalle —dije—, y quizá tengamos que hacerlo. Eso significaría recurrir a la oficina de personas desaparecidas. ¿Le importaría eso?
—Si no me importara, no le habría llamado —dijo.
Asentí, reuní mis documentos y me los metí en el bolsillo.
—Hay más ángulos en este asunto de los que se me ocurren en este momento —dije—. Empezaré por conversar con Lavery y luego me llegaré hasta el lago del Pequeño Fauno y averiguaré lo que pueda por allá. Necesito la dirección de Lavery y una nota para el hombre que tienen encargado en aquel lugar.
Sacó un block de papel de su escritorio, escribió algo y luego me pasó la hoja. Leí:
Estimado Bill:
El portador es el señor Philip Marlowe, que desea recorrer la propiedad. Le agradeceré que le enseñe mi cabaña y le ayude en todo cuanto sea necesario.
Suyo,
Derace Kingsley.
Doblé la hoja y la guardé en el sobre que él escribió mientras yo leía la nota. Le pregunté:
—¿Quiénes viven en las otras cabañas?
—Nadie en esta época del año. Uno de los hombres es empleado del gobierno en Washington y el otro está en Fort Leavenworth. Sus esposas están con ellos.
—Deme ahora la dirección de Lavery —le dije.
Fijó su mirada, abstraído, en algún punto por sobre mi cabeza y respondió:
—Es en Bay City. Podría encontrar su casa, pero no recuerdo exactamente la dirección. La señorita Fromsett puede proporcionársela, creo. No es necesario que le diga para qué la quiere, aunque se lo pregunte. Usted quería cien dólares, según dijo.
—Así es —le dije—; eso es justamente lo que dije cuando usted empezó a patearme.
Hizo una mueca. Me puse de pie y me quedé al costado del escritorio, mirándole. Luego de un momento le dije:
—Me imagino que no me habrá ocultado nada; ninguna cosa importante, ¿verdad?
Se miró los pulgares.
—No, no le estoy ocultando nada. Estoy preocupado y quiero saber dónde se encuentra mi mujer. Estoy muy preocupado, y si usted averigua cualquier cosa, quiero que me llame en seguida, a cualquier hora del día o de la noche.
Le dije que lo haría, nos estrechamos las manos y volví otra vez a la larga y fresca oficina y al lugar donde estaba elegantemente sentada la señorita Fromsett.
—El señor Kingsley me ha dicho que usted podría proporcionarme la dirección de Chris Lavery —le dije, y observé sus facciones.
Buscó muy lentamente una libreta de direcciones de cuero marrón y pasó sus hojas. Su voz era seca y fría cuando habló.
—La dirección que tenemos es calle Altair, número 623, en Bay City. Su teléfono es Bay City 12523. El señor Lavery hace más de un año que no está con nosotros. Puede que se haya mudado.
Le di las gracias y me dirigí hacia la puerta. Desde allí me volví a mirarla. Estaba sentada, muy quieta, con las manos cruzadas sobre el escritorio y la mirada perdida en el espacio. Un par de manchas rojas ardían en sus mejillas. Su mirada era remota y amarga.
Tuve la impresión de que el señor Chris Lavery no traía a su mente pensamientos agradables.