Los reflejos de Gina trabajaban mucho más a prisa que los míos. Debe haber reconocido a Carlo por la descripción que le dí, en el momento en que lo vio. Metió la caja en la cartera y estaba de pie cuando Carlo apenas había recorrido la mitad de la sala.
Gina giró sobre sus talones y se lanzó hacia la puerta del dormitorio.
Gruñendo, Carlo dio un salto hacia adelante, sus gruesos dedos tratando de atraparla. Cuando pasó frente a mí, estiré el pie y le hice una zancadilla. Cayó de bruces cuan largo era, con los dedos aferrados a la blusa de Gina. Ella giró frenéticamente con su cuerpo. La tela delgada se rasgó en el hombro y ella quedó libre. No intentó dar la vuelta por la parte más larga de la habitación. Se lanzó dentro del dormitorio, dio un portazo y oí el ruido de la llave al correr.
El apartamiento estaba en el cuarto piso. No había salida desde el dormitorio, pero por lo menos la puerta era sólida. Carlo tendría una verdadera tarea para derribarla.
Todo esto pasó por mi mente mientras me levantaba de la silla en que estaba sentado.
Carlo todavía estaba en el suelo, maldiciendo. No cometí el error de atacarlo. Salté al otro extremo de la habitación hasta la chimenea y tomé un pesado atizador. Cuando volví ya estaba de pie.
Nos enfrentamos.
Se agachó, sus grandes manos estiradas hacia mí, sus dedos gruesos apretados. Tenía en su rostro una expresión que lo hacía parecer como algo escapado de la jungla.
—Está bien, cochino traidor —dijo con suavidad—. Ahora daré cuenta de ti.
Lo esperé.
Comenzó a avanzar despacio, girando ligeramente hacia la izquierda, sus ojos negros llenos de ira. Yo me volví un poco, listo para su ataque, el atizador en alto. Sabía que podía detenerlo si le daba un buen golpe en la cabeza.
Pero subestimé su agilidad. Conocía su rapidez pero no constaté su extraordinaria rapidez hasta que sorpresivamente se arrojó sobre mis rodillas.
Su hombro golpeó contra mi muslo mientras yo asentaba el atizador que cayó sobre la espalda, errando por milímetros la cabeza. Sentía como si una casa se hubiera desplomado sobre mí. Caímos juntos con tal violencia, que sacudió la habitación.
Solté el atizador y le di un puñetazo en la cara. No podía poner mucha fuerza en el golpe, pero le echó la cabeza hacia atrás. Dirigí otro golpe a su cuello, pero mi puño pasó por su cabeza cuando él lo esquivó. Carlo me dio un golpe en un lado del cuello que me dejó mareado.
Coloqué la mano debajo de su barbilla y me lo saqué de encima. Me dirigió un puñetazo a la cabeza. Lo evité con el brazo derecho, le disparé un puntapié en el pecho que lo tumbó contra el sillón que salió resbalando hasta el otro extremo de la habitación, volteando una mesa y una lámpara.
Estaba de pie esperando su acometida. Nos entrechocamos como un par de toros de lucha. Le dí un golpe en la mandíbula y él uno en las costillas que me provocó náuseas.
Retrocedió; su rostro estaba contorsionado con ira salvaje. Mostraba los dientes con una mueca horrible. Me tranquilicé y lo esperé. Cuando llegó disparé mi izquierda en su cara que le hizo retroceder la cabeza. Lo esquivé mientras me tiraba otro golpe que pasó raspando mi mandíbula. Le lancé un gancho sobre un lado de la cabeza, trayéndolo hacia adelante, tomándolo demasiado alto para hacerle daño. Se me acercó aplicándome un golpeteo en las costillas de cuatro golpes cortos que casi me quitan el aliento. Me separé de él y salté refugiándome detrás del sillón y cuando él venía hacia mí, le empujé el sillón, que dio al traste con su acometida.
Golpe por golpe, sabía que era mejor que yo. Él golpeaba con la fuerza de un martinete y cada vez que daba en el blanco, yo me debilitaba.
Comencé a retroceder. Él avanzó, la sangre le corría de la barbilla porque tenía el labio partido. Cuando se acercó le arrojé la izquierda. Mi puño le dio en la nariz, pero no lo detuvo. Se vino hacia mí. Su puño por encima del hombro explotó contra mi oído. Fue un golpe tremendo, y sentí que se me aflojaban las rodillas. Levanté las manos para proteger mi mandíbula y recibí otro golpe en el cuerpo. Caí.
Esperé que me rematara, pero él estaba demasiado ansioso por atrapar a Gina. Me dejó y cruzó la habitación. Dio un formidable puntapié a la puerta del dormitorio; el pie contra la cerradura. La puerta se rompió, pero la cerradura resistió.
Desde adentro de la habitación oí el ruido de un vidrio que se rompía y a Gina que pedía auxilio a todo pulmón a través del vidrio roto.
No sé cómo logré ponerme en pie. Sentía las piernas de goma. Tambaleando me adelanté cuando él daba otro puntapié a la puerta. Puse mis brazos en derredor de su cuello y lo arrastré hacia atrás. Le tenía la garganta apretada. Pero era como tener entre las manos un gato montés. Era demasiado fuerte para mí. Se quitó mi brazo del cuello, me dio un codazo en el cuerpo, se volvió y sus dedos se apretaron a mi garganta. Puse mis manos bajo su barbilla y presioné. Durante un momento largo permanecimos inmóviles; sus dedos hundiéndose en mi garganta, mis manos empujando lentamente su cabeza para atrás. Yo le hacía doler más que él a mí, de manera que aflojó yéndose hacia atrás; se puso de pie mientras yo me levantaba sobre las rodillas.
Tomó distancia y me arrojó un golpe. Lo vi venir, pero estaba demasiado cansado para poder evitarlo. Las luces explotaron ante mis ojos y me desmayé.
Estuve desmayado quizás durante tres o cuatro segundos. El ruido de la puerta del dormitorio que se rompía me hizo reaccionar, oí un grito desesperado y sabía que había llegado hasta Gina.
Tambaleante me puse de pie. Cerca de mí, en el piso, estaba el atizador. Lo tomé, vacilando atravesé la habitación y entré al dormitorio. Carlo tenía a Gina de espaldas en la cama. Una de sus grandes manos apretaba su cuello. Estaba de rodillas sobre ella. Gritaba:
—¿Dónde está? ¡Vamos, dámela, dámela!
Revoleé el atizador. Carlo se dio vuelta a medias, pero un poquito demasiado tarde. El atizador le dio en la parte superior de la cabeza. Su mano se deslizó del cuello de Gina. Él resbaló hacia un lado. Le di otro golpe. Cayó al piso.
Dejé a un lado el atizador, y pasando por encima de su cuerpo, me incliné sobre Gina.
—¿Te ha lastimado?
Me miró, su rostro estaba pálido. Trató de sonreír.
—No lo consiguió, Ed —dijo boqueando, luego volviendo la cabeza se puso a llorar.
—¿Qué está sucediendo aquí? —preguntó una voz. Miré por encima del hombro. Dos policías estaban en la puerta; uno de ellos tenía una pistola en la mano.
—Ahora no mucho —dije haciendo un esfuerzo para mantenerme erguido—. Este hombre entró a la casa y hubo lucha libre. Soy Ed Dawson del Western Telegram. El teniente Carlotti me conoce.
Al oír el nombre de Carlotti, los rostros de los policías se iluminaron.
—¿Quiere acusar a este hombre?
—Por supuesto. ¡Sáquenlo de aquí! Yo me arreglaré y luego iré a la policía.
Uno de los policías se inclinó sobre Carlo. Lo tomó por el cuello y lo puso de pie.
Yo ya conocía por experiencia el peligro de acercarme a Carlo y se lo advertí.
Carlo volvió a la vida. Su puño derecho se encontró con la mandíbula del policía, enviándolo contra el otro policía.
Carlo, ya de pie, me dio un revés en el rostro que me tendió en el lecho, y salió de la habitación.
El policía que tenía el arma en la mano, recobro el equilibrio, giró, levantó el arma y disparo.
Vi a Carlo trastabillar, pero llegó hasta la puerta cuando el policía volvió a disparar.
Carlo cayó sobre su manos y rodillas. Volvió la cabeza; su cara era una salvaje máscara de dolor y de furia. De alguna manera logró ponerse de pie y dio tres pasos vacilantes hacia el descanso al tope de la escalera.
El policía avanzó con lentitud hacia él.
Carlo pasó los ojos del policía a mí. Su rostro se contorsionó en un intento de sonrisa, sus ojos quedaron en blanco y sus rodillas cedieron. Rodó por las escaleras y aterrizó abajo con un ruido que sacudió el edificio.