Poco después de las nueve, dejé el hotel Vesuvius y conduje el coche que había alquilado en Sorrento. Llegué al puerto algo después de las nueve y media. Dejé el coche estacionado bajo los árboles, y caminé hacia el puerto.
Todavía estaban holgazaneando tres o cuatro boteros próximos al apostadero de barcos y me acerqué a ellos. Le pregunté a uno si podía alquilar un bote a remo. Le dije que quería hacer ejercicio durante un par de horas, y que quería remar yo mismo.
El hombre me miró como si creyera que estaba loco, pero cuando comprendió que estaba dispuesto a pagar bien por su bote, aceptó el trato. Regateé con él durante diez minutos y por fin alquilé el bote por tres horas por cinco mil liras. Le di el dinero y él me llevó hasta el bote ayudándome a subir.
Era una noche hermosa, oscura, encendida de estrellas, y el mar estaba tan tranquilo como un estanque. Remé hasta perder de vista la tierra; entonces subí los remos y me quité la ropa. Me había puesto un pantalón de baño antes de salir del hotel, y así listo, volví a remar hacia la villa de Myra Setti.
Remé sin parar durante una hora antes de ver, en la distancia, una luz roja en el muro del puerto.
Dejé de remar, permitiendo que el bote vagara a la ventura. Sobre el puerto podía ver el perfil de la villa. Había luz en una de las habitaciones de la planta baja.
Comencé a remar otra vez, y finalmente llegué a las rocas sólo a algunos cientos de metros del lugar en que había encontrado a Helen. Rodeando el pie del acantilado, a otros trescientos metros más allá, estaba la villa de Myra.
Encallé el bote en la playa, empujándolo hacia arriba en la suave arena, asegurándome que la marea no se lo llevara. Entonces me zambullí en el mar y comencé a nadar hacia la villa.
El mar estaba templado y avanzaba con rapidez, teniendo cuidado de no hacer ruido. Silenciosamente nadé hasta el puerto manteniéndome fuera del círculo de la luz roja que se reflejaba en el agua quieta.
Había dos lanchas con poderosos motores ancladas en el puerto y un pequeño bote a remo. Me dirigí hacia la escalinata que llevaba a la villa. Nadaba con cautela, mirando el muro del puerto, con los oídos alertas para detectar cualquier ruido sospechoso. Fue una suerte que estuviera alerta, porque de pronto vi una pequeña chispa roja que trazaba un círculo en el aire y que luego caía en el mar apagándose con sibilante chisporroteo. Alguien en la sombra y a quien no podía divisar, acababa de arrojar una colilla de cigarrillo.
Caminé por el agua, sin hacer ruido. Ya estaba muy cerca del muro del puerto y vi una argolla de amarre justamente arriba de mi cabeza y, con cuidado, llegué hasta ella y la tomé. Me colgué de la anilla mirando en la dirección desde donde había llegado la colilla de cigarrillo.
Después de un minuto o poco más vislumbré la borrosa figura de un hombre sentado sobre un poste de amarre. Parecía estar mirando el mar. Se encontraba en el otro brazo de la bahía, a unos treinta metros más o menos de donde yo estaba y a igual distancia de la escalinata. Esperé. Después de cinco minutos, se puso de pie y caminó con lentitud a lo largo del brazo de la bahía hasta el otro extremo.
Pasó bajo la luz roja y pude verlo con claridad. Era alto y fuerte. Vestía una remera blanca, pantalones negros y una gorra de yachting echada hacia la nuca. Se apoyó sobre el muro dándome la espalda, y lo vi encender otro cigarrillo.
Me volví a meter en el agua nadando de pecho y en silencio hacia la escalinata. Con la mano en el último peldaño miré por encima del hombro. El hombre todavía seguía mirando las luces de Sorrento, con la espalda vuelta hacia mí. Salí del agua y con cautela subí la escalinata cuidando de permanecer a la sombra de los árboles. Volví a mirar, pero el hombre seguía inmóvil, mirando hacia otra parte.
Subí por la escalinata hasta que llegué a la terraza que dominaba el puerto. Ahí me detuve y levanté los ojos hacia arriba a la villa, a quince metros de mí.
Podía ver una gran ventana iluminada, sin cortinas. Allá arriba no había señales de vida, pero se oía la débil música de baile que llegaba de la radio o de un disco.
Siempre en las sombras, subí en silencio y con lentitud otros peldaños que me llevaron a una segunda terraza.
Había un parche de sombra oscuro, proyectado por un naranjo, frente a la ventana iluminada. Me mantuve en la sombra seguro de que nadie podría verme, y miré la amplia sala lujosamente amueblada.
Había cuatro hombres sentados alrededor de una mesa en el centro de la habitación. Estaban jugando al póker. Más allá, recostada en un sillón, estaba Myra Setti. Leía una revista y fumaba; a su lado había una radio de la cual procedía la música de baile.
Miré a los hombres de la mesa. Tres de ellos eran hombres de tipo rudo, de los que se pueden ver todos los días en las películas de Warner Bros. Sus ropas eran llamativas, las corbatas espectaculares, sus rostros, tostados por el sol, eran duros, magros, malévolos. Fue el cuarto hombre el que retuvo mi atención. Tendría más o menos unos cincuenta años; corpulento, grueso y de piel oscura. Había visto demasiadas fotografías de él en los periódicos en el pasado para no reconocerlo. Sentí una pequeña ola de triunfo que me recorría el cuerpo. ¡Yo había tenido éxito donde toda la fuerza de la policía italiana había fracasado! Debí haber imaginado antes que esta villa inaccesible podía ser el escondite de Frank Setti, pero, en alguna forma, no había pensado que él estuviera aquí.
Los cuatro hombres estaban atentos a su juego de póker. Era fácil ver quién estaba ganando. Seis altas pilas de fichas estaban delante de Setti. Los otros tres apenas si tenían una ficha entre ellos. Mientras observaba, un hombre alto y magro arrojó sus cartas con un gesto de disgusto. Le dijo algo a Setti, quien le hizo una mueca lobuna, empujó hacia atrás la silla y se puso de pie. Los otros dos también arrojaron sus cartas y se recostaron en sus sillas protestando.
Setti miró a Myra y le dijo algo. Ella levantó los ojos, con expresión aburrida, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, luego volvió a mirar su revista.
El hombre alto se acercó a la ventana y la abrió. Yo me agaché contra el muro. El sonido de la música se oía más fuerte ahora.
—Jerry se ha atrasado —dijo el hombre alto, hablando por sobre el hombro a Setti.
Setti se levantó de la mesa, estiró sus macizas piernas y se acercó a la ventana.
—Vendrá —respondió—. Jerry es un buen muchacho. Viene de lejos. —Miró a Myra—. Quita esa maldita cosa, ni siquiera oigo mi voz.
Sin levantar los ojos de la revista, Myra apagó la radio.
Setti y el hombre alto se quedaron en la ventana escuchando. Yo también escuché. Me pareció oír el débil palpitar de un bote a motor en alguna parte en el mar.
—Ya viene —dijo el hombre alto—. Harry está allá abajo, ¿no es verdad?
—Es mejor que así sea —gruñó Setti. Se apartó de la ventana y salió de la habitación. Un momento después apareció en la terraza.
Comencé a traspirar. Sabía que si me encontraban aquí mi vida no valdría un cobre. Me cortarían el cuello y me arrojarían al mar. Mi escondite no era demasiado seguro. Si alguno se acercaba al naranjo con seguridad me verían. Era demasiado tarde ahora para salir de aquí. Me tendí chato, sin respirar, apretándome contra el muro de la terraza.
Setti se sentó en una de las mesas, como a quince metros de donde yo estaba. El hombre alto salió y se quedó mirando el mar.
—Aquí llega —dijo.
Myra apareció y se le reunió. Él señaló a la oscuridad.
—¿Lo ves?
—Lo veo —replicó ella. Puso sus manos en la parte superior del muro y se inclinó hacia adelante. Estaba tan cerca de mí que podía aspirar su perfume.
La luz roja del puerto se apagó y luego se encendió. Hubo una larga pausa. Setti prendió un cigarro. Myra y el hombre alto continuaban observando abajo, al mar. Yo estaba tan inmóvil que una lagartija, tomándome como parte del escenario, corrió por mi espalda desnuda.
Entonces oí los pasos de alguien que subía por los peldaños. Apareció un hombre, vistiendo una remera roja, pantalones negros y alpargatas. Era joven y rudo. Sonrió ampliamente a Myra al entrar a la terraza.
—Hola —elijo.
El aburrimiento de Myra se desvaneció. Le brindó una sonrisa deslumbrante.
—¡Hola, Jerry!
Éste cruzó hasta donde estaba sentado Setti y dejó caer en la mesa un paquete envuelto en tela impermeable.
—Hola, jefe. Aquí está.
Setti se reclinó y le sonrió.
—Bien, toma asiento, muchacho. Jake, tráele una copa.
Jake fue a la sala. Myra se acercó y Jerry le tomó la mano.
—¿Puedo besar a su hija, jefe? —preguntó sonriendo a Setti.
—Hazlo —respondió Setti encogiéndose de hombros—. Si ella lo quiere, ¿por qué me voy a negar? ¿Has tenido algún inconveniente?
—Ninguno.
Myra y él se besaron, luego la sentó en sus rodillas y la rodeó con sus brazos.
—Este es un buen lugar para esconderlo —continuó— pero ¿cómo hará para llevarlo a Niza, jefe?
—Carlo se ha ocupado de eso —respondió Setti—. ¡Y ese es un muchacho listo!
El rostro de Jerry se endureció.
—Podría ser demasiado listo. —Miró a Myra—. ¿Lo has estado viendo últimamente, pequeña?
Los ojos de Myra se abrieron grandes e inocentes.
—¿A Carlo? ¡No seas tonto! ¿Para qué querría un mono como ese cuando te tengo a ti?
—Supongo que tienes razón —respondió Jerry, con el ceño fruncido. No parecía convencido—. Bien, cuidado, pequeña. Manténte apartada de él.
Setti se acomodó en su silla, sonriendo y escuchando.
—Tienes celos —dijo Myra, tocando el rostro a Jerry—. No tienes de qué tenerlos…
Jerry le palmeó el muslo y miró a Setti.
—Se ha conseguido un periodista para que lleve el material a Niza: Ed Dawson del Western Telegram —dijo Setti, riendo de oreja a oreja.
—¡Dawson! —Jerry se inclinó hacia adelante—. ¡Conozco a ese sujeto! Lo he visto en Roma. ¿Lo va a hacer?
—Esa es la idea. Carlo lo ha acorralado. No podemos errarle con un tipo como Dawson actuando como correo. Es lo más ingenioso que jamás haya hecho Carlo.
—¡Bien, por el amor de Dios! ¡Sí, de veras que estuvo listo!
Jake se acercó con un whisky y soda y se lo tendió a Jerry.
—Ven, muchacho. Tengo el dinero para ti. —Dijo Setti, poniéndose de pie—. ¿Vas a quedarte un rato?
—No tengo que volver hasta mañana a la noche.
Myra se bajó de las faldas de Jerry y pasó su brazo por el de él.
—No importa el dinero ahora, querido —dijo—. Vamos a mi habitación, quiero hablar contigo.
Jerry miró a Setti.
—¿No le importa, jefe?
Setti sonrió.
—¡Por supuesto que no! Myra está crecida y hace lo que quiere. El dinero está listo para ti cuando lo quieras. ¿En qué fecha será la próxima entrega?
—Dentro de tres semanas. Ya está arreglado.
Llevando su vaso, Jerry siguió a Myra al interior de la villa. Jake se quedó mirándolos ceñudo.
—Carlo le clavará un cuchillo a ese tipo uno de estos días —dijo.
Setti rio.
—¡Olvídalo! Deja que Myra se divierta. Si quiere tener dos amigos, que los tenga. —Arrojó lo que quedaba de su cigarro por encima de la terraza—. Pon el paquete en la caja fuerte, Jake. Carlo no lo necesita hasta el jueves. Tú lo llevarás a Roma el miércoles a la noche… ¿entendido?
Jake gruñó. Recogió el paquete envuelto en tela impermeable y los dos entraron a la villa.
Tan pronto desaparecieron, me puse de pie. Aquí estaba mi oportunidad. Si el paquete no llegaba a manos de Carlo el jueves, entonces yo no tendría que llevarlo a Niza. Sólo había una manera de resolver esto. Tenía que volver a prisa a Sorrento y alertar a Grandi.
Bajé las gradas hacia el puerto, teniendo cuidado de no hacer ruido. Llegué a los últimos peldaños, podía ver la luz roja en el muro del puerto, y me detuve en las sombras, buscando al hombre llamado Harry.
No había señales de él. Vacilé. ¿Dónde estaba? No me atrevía a deslizarme al agua hasta saber dónde estaba el hombre. Mis ojos buscaban en las oscuras sombras. Miré a ambos costados del puerto. No veía señales de él.
Entonces, de pronto advertí una respiración suave detrás de mí. Un frío me corrió desde la nuca por la espalda. Había dado media vuelta cuando un brazo musculoso y velludo me tomó por el cuello y me apretó la garganta, y una rodilla huesuda se hundió en mi espina dorsal.