Carlo me estaba esperando en el Club Pasquale. Estaba bebiendo vino y fumando un cigarro. Me saludó con la mano mientras atravesaba el salón vacío para reunirme con él.
—Usted me dijo que si yo lo ayudaba usted, me ayudaría —le dije—. Bien, aquí tiene la oportunidad.
Echó para atrás la silla y soltó una bocanada de humo al techo mientras escuchaba con los ojos entrecerrados lo que yo le explicaba con respecto a Sarti.
—El viejo Chalmers me encargó que pusiera un detective privado a trabajar en la investigación del pasado de su hija —continué—. No me imaginé que Sarti profundizara tanto. Me ha encontrado a mí.
Carlo me miró; su cara, inexpresiva.
—¿Y qué?
—De manera que me está extorsionando por diez millones de liras. Si no pago, le entregará la información que ha reunido a la policía.
—¿Es peligrosa la información? —preguntó Carlo echando más atrás su silla y rascándose el pómulo con una uña sucia.
—Todo lo peligroso que puede ser. Si la policía recibe esa información, estoy liquidado. No tengo los diez millones de liras… nada parecido. Si usted quiere que lleve eso a Niza, tiene que hacer algo y ligero.
—¿Como qué?
—Eso es asunto suyo. Supongo que no querrá pagar los diez millones de liras, ¿verdad?
Echó hacia atrás la cabeza y rió con su risa ronca.
—¿Está bromeando? —Dejó caer su silla con un ruido que hizo temblar la habitación, se puso de pie encogió de hombros—. Vamos, compañero. Vamos visitar a este canalla. Yo me encargo de él.
—Probablemente haya salido —dije. No tenía deseos de verme mezclado en esto—. ¿Por qué no va mañana a su oficina? Yo iría con usted, pero tengo que ir a Nápoles mañana para asistir a la indagatoria.
Puso su enorme mano en mi brazo. Sus dedos penetraron mis músculos.
—Estará en su casa. Es la hora de comer. Vamos, compañero. Este enredo es suyo. Usted y yo juntos nos encargaremos del individuo.
Me condujo fuera del bar, cruzamos la vereda hasta donde estaba estacionado el Renault. Subimos y arrancó.
—La oficina estará cerrada —comenté retrocediendo en mi asiento al ver que casi atropella a una pareja que cruzaba la calle.
Carlo sacó la cabeza por la ventanilla para increparlos; luego, volviéndola a entrar, me sonrió con su amplia sonrisa de animal.
—Sé donde vive el miserable. Él y yo hemos hecho un par de trabajos juntos. Me quiere. Haría cualquier cosa por mí.
Me di por vencido y durante el resto del intranquilo viaje no pronuncié una palabra.
Nos detuvimos al costado de un bloque de apartamientos de la vía Flaminia Nuova. Carlo descendió, cruzó la vereda, abrió la puerta de la entrada y subió las escaleras de a tres peldaños. Se detuvo frente a una puerta gastada en donde estaba clavada una de las tarjetas profesionales de Sarti. Apretó con el pulgar el timbre y lo mantuvo apretado.
Hubo seis segundos de espera; luego la puerta se abrió cautelosamente. Vislumbré el rostro fofo y sin afeitar de Sarti antes de que pudiera cerrar de golpe la puerta.
Carlo estaba listo para este movimiento. Levantó la rodilla y golpeó el panel de la puerta contra Sarti que emitió un pequeño gruñido de temor y de dolor. Quedó sentado en el piso del hall. Carlo entró, me dejó pasar, luego con un puntapié cerró la puerta.
Se adelantó y tomó a Sarti por el cuello. La corbata se ajustó en derredor del grueso cuello de Sarti y su rostro se volvió púrpura. Éste golpeó a Carlo débilmente en la cara; su pequeña mano regordeta hacía la misma impresión a Carlo de lo que haría un martillo de goma en un pedazo de roca.
De pronto Carlo aflojó la corbata y le dio un violento empellón a Sarti. Éste fue retrocediendo a través de una puerta hasta una pequeña habitación. Chocó contra una mesa tendida para comer, y él y la mesa dieron contra el piso.
Yo permanecía a un lado, observando.
Carlo recorrió la habitación, con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando despacio.
Sarti estaba sentado frente a los restos de su almuerzo, la cara del color del queso Camembert maduro, los ojos sanguinolentos desorbitados.
Carlo se dirigió a la ventana y se sentó en el antepecho. Sonrió a Sarti.
—Escucha, gordito. Este tipo es amigo mío —me señaló con el pulgar— si alguien va a perseguirlo, seré yo. No te lo advertiré una segunda vez. ¿Has comprendido?
Sarti asintió con la cabeza. Se chupó los labios, trató de decir algo pero no pudo articular palabra.
—Tienes mucho material escrito sobre él, ¿verdad? —continuó Carlo—. Tráemelo mañana a la mañana a casa. Todo, ¿entendido?
Sarti asintió por segunda vez.
—Si algo llega a manos de la policía, entonces alguien dirá a la policía el trabajito que hiciste en Florencia. ¿Comprendido? —terminó Carlo.
Sarti asintió. La traspiración comenzó a correr por su cara.
Carlo me miró.
—¿Está bien así, compañero? Este canalla no lo molestará más. Se lo garantizo.
Le dije que estaba conforme. Carlo sonrió.
—Bien. Hago cualquier cosa por un amigo. Pórtese bien conmigo y yo me portaré bien con usted. Vaya y diviértase. Yo y el gordito vamos a tener una pequeña sesión juntos.
Los ojos de Sarti se abrieron tanto que pensé que se le caerían de la cabeza. Me llamó haciendo un gesto con sus manos sucias y regordetas.
—¡No me deje, signor! —imploró con una voz que me hizo estremecer—. No me deje solo con él.
No le tuve compasión.
—Hasta pronto —le dije a Carlo—. Nos veremos.
Mientras bajaba por la escalera oí algo así como el alarido de un conejo asustado.
Estaba traspirando cuando llegué a la calle.