Pasé la hora siguiente fumando un cigarrillo tras otro, analizando cada uno de los aspectos de la situación planteada.
No podía encontrarme en un aprieto peor si deliberadamente hubiera buscado problemas. No sólo estaba en camino de ser arrestado por asesinato, con bastante evidencia en contra de mi persona para fundar una acusación, sino que también estaba siendo extorsionado por dos canallas inescrupulosos.
Con esto pendiente sobre mi cabeza hice un descubrimiento. Descubrí que ya no me importaba si obtenía o no el Departamento de Exterior en el Western Telegram, ni me importaba un bledo la forma en que reaccionaría Chalmers si se enteraba de que yo era el hombre con quien su hija había planeado pasar un mes en Sorrento.
Reflexionando en la forma en que había llevado este asunto, comprendí que había sido un tonto en no haber llamado a la policía cuando encontré el cuerpo de Helen. De haberlo hecho, Carlo no hubiera tenido tiempo para alterar el reloj de Helen ni de tramar el resto de la evidencia contra mí. Si hubiera vuelto a la villa para llamar a la policía habría recuperado la nota que dejé escrita a Helen antes de que Carlo la obtuviera.
Me dije que dependía de mí salir de este enredo. Había sido lo bastante estúpido para meterme en él; ahora tenía que ser lo bastante listo para vencer a estos dos canallas en su propio juego.
No me quedaba mucho tiempo. Tenía que entregarle hasta el último centavo de mis ahorros a Sarti el jueves, salvo que se me ocurriera alguna manera de ajustarle las cuentas. Tendría que llevar el paquete de narcóticos a Niza el viernes, salvo que pudiera entregar a Carlo como asesino de Helen.
Pensé en Carlo. Tenía muy pocas evidencias contra él. Dos colillas de cigarro; una que había encontrado en la cima del acantilado, la otra en su habitación. Eso no era suficiente para acusarlo de homicidio. ¿Qué más había? Tenía la prueba de que Helen conocía a Myra Setti por el número de teléfono escrito en la pared, y podía deducirse por ello que también conocía a Carlo, pero eso no era bastante sólido para convencer a un jurado. Frenzi juraría que había visto a Helen y a Carlo juntos, pero como salía con otros hombres mientras estuvo en Roma, eso tampoco significaba mucho.
Saqué de mi billetera el pasaje aéreo T.W.A. que había encontrado en el escritorio de Carlo y lo examiné. ¿Tendría esto algún valor para mí? Carlo había estado en Nueva York tres días antes de que Helen partiera para Roma. Maxwell había sugerido que Helen partió a Roma porque estaba implicada en el asesinato de Menotti.
De pronto me incorporé de un salto. Tanto Maxwell como Matthews, quienes deberían saberlo, habían dicho que era prácticamente seguro que Setti había ordenado la muerte de Menotti. ¿Habían enviado a Carlo a Nueva York para realizar el trabajo? ¿Era él el pistolero de Setti? Menotti había sido muerto la noche del 29 de junio. De acuerdo con el pasaje aéreo, Carlo había llegado a Nueva York el 26 y partido de vuelta a Roma el 30. Las fechas coincidían. Aún más; Helen también había partido el 30, y en esos cuatro días, aparentemente trabó amistad con Carlo. Me había intrigado como pudo conocerlo tan ligero, salvo que lo hubiera conocido en Nueva York.
¿Sería por eso que lo tenía amarrado a Carlo, presumiendo, desde luego, que lo estaba extorsionando? Maxwell y Matthews habían mencionado una misteriosa mujer que había entregado a Menotti. Maxwell había dicho que se creía que esa mujer era Helen. Esto tenía sentido. Supongamos que Carlo hubiera sabido que Helen era drogadicta, y a su llegada a Nueva York se hubiera puesto en contacto con ella… Podría haberle ofrecido una suma de dinero o drogas gratuitas para que ella traicionara a Menotti. Le habría permitido entrar a su habitación. Más tarde, pensándolo, Helen pudo haber comprendido qué fácil sería presionarlo por más dinero o más drogas. ¿Qué mejor arma podía tener para extorsionarlo que la amenaza de la silla eléctrica?
Me puse de pie y comencé a caminar de un lado al otro. Tenía la sensación de que por fin se aclaraba algo.
Mentalmente repasé la conversación que había tenido con Carlo. Admitió que estaba en Sorrento en el momento en que Helen murió. ¿Qué estaba haciendo allí? No podía creer que había ido con deliberación a matar a Helen. Si quería matarla podía haberlo hecho en Roma, en lugar de ir hasta Sorrento.
Con la cabeza trabajando enloquecida, continué caminando de un lado al otro. Pasaron algunos minutos antes de que recordara la fotografía que había visto en el salón de Myra, su fotografía en traje de baño blanco y que me había parecido vagamente familiar. Fue entonces que recordé la solitaria e inaccesible villa construida en la ladera del acantilado que había encontrado cuando buscaba a Helen. Recordaba haber visto a una muchacha, medio oculta por una sombrilla, y que estaba recostada en la terraza de la villa. Ahora estaba seguro de que la muchacha había sido Myra Setti.
Si Myra era dueña de la villa, Carlo probablemente iría muy a menudo, y eso sin duda alguna seria la razón de que hubiera estado allí cuando llegó Helen.
Me prometí volver a esa villa, después de asistir a la indagatoria.
Sabiendo que ya no podía avanzar más con respecto a Carlo, volví mi atención a Sarti. Sólo había un medio para apartarlo, y eso era atemorizarlo. Pero no me engañaba pensando que yo podría hacerlo. Si alguien podría atemorizarlo era Carlo, y de pronto sonreí. Me pareció una buena idea poner a Carlo contra Sarti. Le interesaba a Carlo mantenerme alejado de la policía.
Sin titubear, disqué el número de Myra. Carlo mismo atendió el teléfono.
—Soy Dawson —le dije—. Quiero hablar con usted con urgencia. ¿Dónde podemos encontrarnos?
—¿De qué se trata? —preguntó, con voz llena de suspicacia.
—Nuestro arreglo para el viernes puede saltar en pedazos —respondí—. No puedo hablar por teléfono. Tenemos competencia.
—¿Sí…? —gruñó en forma tal que deseaba que Sarti lo hubiera oído—. Bien, nos encontramos en el Club Pasquale dentro de media hora.
Le dije que estaría allí y colgué.
Miré a través de la ventana. Otra vez estaba lloviendo, y mientras me ponía el impermeable sonó el teléfono.
—Lo llaman desde Nueva York —dijo la operadora—. ¿Quiere esperar un momento?
Imaginé que era Chalmers y acerté.
—¿Qué demonios está sucediendo? —preguntó cuando llegó al teléfono—. ¿Por qué motivo no me ha llamado?
No estaba de humor para soportarle nada en este momento. Porque él no se había molestado en controlar a su pervertida hija, era que yo me encontraba en este embrollo.
—No tengo tiempo para estarlo llamando a cada rato —le espeté— pero ahora que está en el teléfono, creo oportuno que se entere que vamos de cabeza a un escándalo tan mayúsculo que no podrá evitar que se publique en la primera plana de todos los periódicos, excepto en el suyo.
Oí que respiraba de prisa. Podía imaginar su cara poniéndose púrpura.
—¿Sabe lo que está diciendo? —preguntó—. ¿Qué demonios…?
—Escuche. Tengo una cita y estoy apurado —le interrumpí—. Tengo pruebas irrefutables de que su hija era drogadicta y extorsionista. Salía con degenerados y criminales y era la amante de Menotti. Es voz corriente que su hija fue la que lo entregó, y posiblemente la mataron porque fue lo bastante tonta para tratar de chantajear al asesino.
—¡Mi Dios! ¡Se arrepentirá de esto! —vociferó Chalmers—. Usted debe estar borracho o loco para hablarme de esa manera. ¡Cómo se atreve a decir semejantes mentiras! Mi hija era una niña buena y decente…
—Sí, eso ya lo he oído —interrumpí impaciente—. Pero espere hasta ver la evidencia. Tengo una lista de quince hombres que eran sus amigos íntimos y a quienes extorsionó porque necesitaba dinero para comprar drogas. Eso no lo he soñado. Carlotti lo sabe. Ha habido un detective privado que ha sido su sombra desde que llegó a Roma, y él tiene páginas de evidencia con fechas y detalles que no se pueden ocultar.
Hubo un silencio repentino en el otro extremo de la línea y por un momento pensé que nos habían cortado la comunicación, pero, escuchando con detenimiento, oí su respiración pesada.
—Será mejor que vaya hasta allá —dijo por fin, con un tono mucho más suave—. Lamento haberle gritado, Dawson. Debí saber que usted no hubiera dicho nada contra mi hija sin pruebas. Esto es un golpe para mí. Quizás no sea tan malo como parece.
—No es este el momento para engañarse. Es un enredo sucio que tiene que encarar.
—Estoy atado de pies y manos hasta el jueves —respondió; toda la dulzura de su voz había desaparecido—. Estaré en Nápoles el viernes. ¿Quiere ir a buscarme?
—Si puedo, iré. Pero los acontecimientos se están precipitando tanto que no lo puedo afirmar con tanta anticipación.
—¿No puede hablar con Carlotti? ¿No podemos conseguir un aplazamiento de la indagatoria? ¡Tengo que estudiar este asunto!
—Es un caso de homicidio. No podemos hacer nada, ni usted ni yo.
—Bien, de todos modos inténtelo. Confío en usted, Dawson.
Sonreí con tristeza a la pared que tenía frente a mí. Me pregunté qué diría si le refiriera que yo era uno de los quince hombres que había cortejado a su preciosa hija.
—Le hablaré —respondí—. Pero no creo que me escuche.
—¿Quién la mató, Dawson?
—Un hombre llamado Carlo Manchini. Todavía no lo puedo probar, pero lo intentaré. Apuesto que él mató a Menotti y fue su hija quien se lo entregó.
—Esto es abrumador —realmente se le oía quebrantado—. ¿Hay algo que pueda hacer aquí en Nueva York?
—Bien, sí. Puede hacer que la policía investigue los antecedentes de Menotti —le dije—; podrían encontrar algo que nos sirviera. Vea si pueden saber algo con respecto a Manchini y Setti. Quiero una conexión entre esos dos. Vea si consiguen algún dato referente a lo que tramaba Helen y si fue al apartamiento de Menotti.
—¡No puedo hacer eso! —su voz se elevó a un grito—. ¡No quiero que nadie se entere de eso! ¡Esto tiene que ser acallado de alguna manera, Dawson!
Reí.
—Tiene tanta posibilidad de acallar esto como tendría de mantener en silencio la explosión de una bomba H —dije, dejando caer el receptor.
Esperé un momento breve, y luego llamé al departamento de policía. Pregunté si el teniente Carlotti estaba en servicio. El sargento recepcionista me dijo que creía que estaba en su oficina y que esperara. Después de un minuto apareció Carlotti.
—¿Sí, signor Dawson? —la voz era suave y tranquila—. ¿Puedo servirle en algo?
—Sólo quiero confirmar la hora de la indagatoria. Es a las once y treinta. ¿Está correcto?
—Correcto. Vuelo esta noche. ¿Quiere venir conmigo?
—Esta noche, no. Tomaré el avión mañana temprano. ¿Cómo va la investigación?
—Satisfactoria.
—¿Todavía no hay arrestos?
—Todavía no, pero estas cosas toman tiempo.
—Sí. —Me pregunté si debería decirle que Chalmers estaba clamando por una postergación, pero decidí que no serviría de nada—. ¿Qué hay del apartamiento de la signorina Chalmers? ¿Y terminó con eso?
—Sí. Se lo iba a decir. La llave la tiene el encargado. Quité la guardia policial esta mañana.
—Bien, entonces me ocuparé de desocuparlo. ¿Encontró el número de teléfono escrito en la pared de su vestíbulo?
—¡Oh, sí! —respondió Carlotti. No parecía interesarle mucho—. Lo verificamos. Es el número de la signorina Setti, una amiga de la signorina Chalmers.
—¿Sabia usted que Myra Setti es hija de Frank Setti, a quién se supone que ustedes los policías están buscando?
Hubo una pausa, luego dijo con frialdad.
—Estaba al tanto de eso.
—Pensé que se lo podía haber pasado —repliqué y colgué el receptor.