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A las diez de la mañana siguiente entré al Club de la Prensa y pregunté al camarero si había alguien esperándome.

El camarero dijo que había un caballero en la cafetería. Por el tono de su voz me indicó que estaba utilizando la palabra «caballero», por mera cortesía.

Encontré a Sarti sentado en un rincón, haciendo girar su sombrero y mirando con indiferencia la pared que tenía enfrente.

Lo conduje a una silla más confortable y me senté. Llevaba un portafolio de cuero que descansaba sobre sus rodillas regordetas. El ajo que emanaba de su aliento era suficiente para tumbarlo a uno.

—Bien, ¿qué es lo que averiguó?

—Siguiendo sus instrucciones, signor —dijo mientras abría el portafolio— he puesto diez de mis mejores hombres a trabajar sobre los antecedentes de la signorina Chalmers. Todavía estoy esperando sus informes, pero entre tanto he logrado reunir una considerable cantidad de información de otra fuente. —Se rascó la punta de la oreja, mientras se movía incómodo en su silla y continuó— siempre es posible que al hacer investigaciones surjan a luz hechos desagradables. Sugiero que como preparación para recibir mis informes, le dé un breve resumen de lo que he descubierto.

Por lo que yo ya sabía de los antecedentes de Helen, no me sorprendía que él y sus hombres hubieran hecho descubrimientos similares.

—Continúe —le dije—. Sé más o menos lo que va a decirme. Le advertí que esto era un asunto confidencial. La signorina era la hija de un hombre muy poderoso, y tenemos que tener cuidado.

—Ya lo sé, signor —Sarti parecía aún más deprimido—. Tiene que comprender que el teniente Carlotti también está trabajando en lo mismo y no tardará mucho en tener la misma información que tenemos nosotros aquí —dijo golpeando el portafolios—. Para ser más exacto, tendrá la información dentro de tres días.

Yo lo miré.

—¿Cómo sabe eso?

—¿Quizás esté enterado de que la signorina era drogadicta? —preguntó Sarti—. Su padre le pasaba una mensualidad muy pequeña. Ella necesitaba considerables sumas de dinero para comprar drogas. Lamento decirle, signor, que para conseguir ese dinero extorsionaba a muchos hombres con quienes había intimado.

De pronto me pregunté si había descubierto que yo también fui una víctima en perspectiva.

—Más o menos he sabido eso —respondí—. Pero no ha contestado a mi pregunta. ¿Cómo sabe que Carlotti…?

—Si me disculpa, signor —interrumpió Sarti—. Llegaré a eso dentro de un momento. En este portafolio tengo una lista de nombres y direcciones de los hombres de quienes la signorina obtenía dinero. Le dejaré la lista para que usted la estudie. —Me miró con tanta insistencia que de pronto me hizo traspirar. Ahora estaba seguro que mi nombre estaba en la lista.

—¿Cómo consiguió esta información? —pregunté sacando mi paquete de cigarrillos y ofreciéndole uno.

—Gracias, no me gustan los cigarrillos norteamericanos —dijo inclinándose— si me permite…

Sacó el usual cigarrillo italiano y lo encendió.

—Obtuve la lista por el signor Veroni, un detective privado que una vez trabajó para la policía. Sólo toma casos especiales y muy caros. Yo he podido ayudarlo de tiempo en tiempo con mi organización que es mucho más grande. Sabiendo que usted necesitaba urgente información, lo vi. Inmediatamente extrajo de sus archivos toda esta información.

—¿Cómo la consiguió él? —pregunté, inclinándome y mirándolo con fijeza.

—Tenía instrucciones de vigilar a la signorina cuando llegara a Roma. Él y dos de sus hombres, por turno, no le sacaron los ojos de encima mientras estuvo en Roma.

Esto en verdad me sorprendió.

—¿La siguieron hasta Sorrento? —pregunté.

—No. No tenían instrucciones de hacer eso. Veroni tenía que vigilarla mientras estuviera en Roma.

—¿Quién le dio instrucciones de vigilarla?

Sarti sonrió con tristeza.

—Eso no puedo decírselo, signor. Usted comprenderá que lo que ya le he dicho es estrictamente confidencial. Es sólo porque Veroni es muy amigo mío y sólo porque le di mi palabra que no le pasaría la información a usted, que me ha ayudado.

—Como ya ha faltado a su sagrada palabra —le dije impaciente— ¿qué le impide decirme quién le dio las instrucciones?

Sarti endureció sus hombros.

—Nada, signor, excepto que él no me lo dijo.

Me recliné en el asiento.

—Usted dijo que Carlotti tendría esta información dentro de tres días. ¿Cómo lo sabe?

—Veroni le dará la información al teniente. Yo lo persuadí de que no lo hiciera hasta que pasara ese período.

—Pero, ¿por qué ha de darle a Carlotti esta información?

—Porque sospecha que la signorina fue asesinada —respondió Sarti apesadumbrado— y piensa que debe darle la información al teniente, únicamente cuando los investigadores ayudan a la policía ésta a su vez los ayuda a ellos.

—¿Para qué le dijo que retuviera esa información durante tres días?

Se movió inquieto.

—Si por favor lee el informe que le he preparado, comprenderá la razón, signor. Usted es mi cliente. Pueden haber cosas que hacer. Digamos que he ganado tiempo para usted.

Traté de encontrar sus ojos, pero no pude hacerlo. Apreté mi cigarrillo apagándolo y encendí otro. Me sentía incómodo.

—Está mi nombre en la lista, ¿verdad? —dije, tratando de hablar con naturalidad.

Sarti inclinó la cabeza.

—Sí, signor. Se sabe que usted ha ido a Nápoles en la tarde en que ella murió. Se sabe que la visitó en su departamento dos veces durante la noche. También se sabe que lo telefoneó a su oficina para pedirle que le llevara un repuesto de una cámara fotográfica cuando fuera a encontrarse con ella en Sorrento, y que utilizó, mientras hablaba con usted, el nombre de Mrs. Douglas Sherrard. Vera ni tomó la precaución de interceptar su teléfono.

Por un momento me quedé sentado, inmóvil.

—¿Y Veroni va a darle esta información a Carlotti?

Parecía que Sarti iba a echarse a llorar.

—Piensa que es su deber, signor; además, sabe que podría meterse en un problema serio si retiene evidencias en un caso de asesinato. Podría ser culpado de complicidad o encubrimiento.

—Pero, ¿a pesar de todo eso acepta darme tres días de gracia?

—Lo he persuadido, signor.

Lo miré; me sentía como un conejo que ha visto un hurón en su conejera. Esto era el fin. Esto era algo sobre lo que no podía engañarme. Si Carlotti sabía que yo era Douglas Sherrard, ni siquiera necesitaría la nota que le había dejado a Helen. Sólo tenía que seguir machacando sobre mí, y tarde o temprano me desmoronaría. No me engañaba en cuanto a saber que una vez que Carlotti tuviera la información de Veroni en las manos no podría liberarme.

—¿Quizás quiera estudiar el informe, signor? —propuso Sarti. Evitaba mirarme. Consiguió en alguna forma exhibir el aire lastimero y comprensivo de un enterrador— entonces tal vez podamos hablar otra vez. Puede tener instrucciones que darme.

Tuve la impresión de que había algo siniestro detrás de esta observación, pero no podía concretarlo.

—Démelo —respondí—. Si no tiene prisa, puede esperar aquí. Deme media hora, ¿quiere?

—Por supuesto, signor —dijo y sacó un manojo de papeles del portafolio. Me los dio—. No tengo apuro.

Tomé los papeles, y dejándolo allí, caminé por el corredor hasta el bar. A esta hora y por el hecho de ser domingo, tenía todo el lugar para mí solo.

Apareció el camarero. Me hizo saber por su mirada severa que no era hora para molestar.

Pedí un whisky doble, llevé el vaso a una mesa en un rincón y me senté. Tomé el whisky puro. Me ayudó a eliminar la sensación de estar atrapado, pero no el miedo.

Leí las veinte páginas escritas pulcramente a máquina. Contenía una lista de quince hombres. La mayor parte de ellos me eran familiares. Giuseppe Frenzi encabezaba la lista. El mío estaba en la mitad. Constaban las fechas en que Helen pasó las noches con Frenzi, cuando él la visitaba en su departamento, cuando ella pasaba las noches con otros hombres. Esto lo pasé de largo. Estudié los detalles concernientes a mis propias actividades con Helen. Sarti no había mentido cuando me dijo que Veroni y sus hombres jamás habían perdido de vista a Helen. Cada uno de mis encuentros con ella estaba cuidadosamente registrado. Cada una de las palabras que nos dijimos por teléfono estaban allí para ser leídas. Habían detalles de otras conversaciones entre ella y otros hombres, y ahora era obvio, después de leer el informe, que yo no era más que otra víctima en perspectiva de su extorsión.

¡Tres días!

¿Sería posible que pudiera identificar a Carlo como el asesino de Helen antes de esa fecha? ¿Sería más acertado hablar con Carlotti y decirle toda la verdad y dejar que él se ocupara de Carlo? Pero ¿por qué había de hacerlo? No tenía más que oír mi historia para estar convencido de que yo había matado a Helen. No… esa no era la forma de encararlo.

En ese momento tuve una idea. En el informe de Veroni no se hacía mención de Carlo ni de Myra Setti. Helen debió hablar con uno u otro por lo menos una vez. El hecho de que el número de Myra estuviera escrito en la pared de Helen probaba eso. Entonces, ¿porqué no estaban los nombres de Carlo o Myra en el informe?

Había una posibilidad de que Veroni sólo hubiera anotado las conversaciones de Helen con las víctimas de su chantaje, ¡pero era seguro que debió de haberle dicho algo a Carlo o Myra por teléfono que valiera la pena poner en el informe!

Me quedé pensando en esto durante algunos minutos. Entonces le pedí al camarero que me trajera la guía de teléfonos de Roma. Me la dio como si me estuviera haciendo un favor y me preguntó si quería otra copa. Le dije que por el momento, no.

Busqué el nombre de Veroni, pero no apareció. Esto no significaba mucho. Probablemente tenía su agencia bajo un nombre supuesto.

Crucé hasta la cabina telefónica que estaba próxima al bar y llamé a Jim Matthews.

Me tomó tiempo despertarlo y sacarlo de la cama.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó cuando vino al teléfono—. ¿No sabes que es domingo? Anoche me acosté a las cuatro de la mañana.

—Deja de protestar —le dije—. Necesito una información. ¿Has oído hablar de Veroni, un detective privado que se encarga de casos especiales y es muy caro?

—No. Te has equivocado de nombre. Conozco todos los detectives privados de la ciudad. Veroni no es uno de ellos.

—¿No puede tratarse de alguien que no conozcas? —insistí.

—Estoy positivamente seguro de que no es un detective. Te han dado mal el nombre.

—Gracias, Jim. Siento haberte sacado de la cama —exclamé y antes de que echara una maldición, corté.

Le dije al camarero que había cambiado de idea con respecto a la copa, llevé el whisky a la mesa y revisé el informe otra vez.

De los quince hombres a quienes Helen chantajeaba, yo era el único, de acuerdo a este informe, que no sólo había tenido el motivo, sino también la oportunidad de matarla.

Dediqué cinco minutos compaginando todo esto en mi cabeza, luego terminé el whisky, y sintiéndome un poco mejor, volví a la cafetería.

Encontré a Sarti como lo había dejado, haciendo girar su sombrero con expresión lastimera. Se puso de pie cuando crucé para reunirme con él y se sentó cuando yo lo hice.

—Gracias por haberme dejado leer esto —le dije, tendiéndole los papeles.

Retrocedió como si le hubiera mostrado una cobra.

—Es para usted. Yo no quiero tenerlo.

—Sí, por supuesto. No estaba pensando —doblé los papeles y los puse en mi bolsillo interior—. ¿El signor Veroni tiene copia de estos papeles?

Las comisuras de la boca de Sarti descendieron.

—Desgraciadamente, sí.

Encendí un cigarrillo y estiré las piernas. Ya no tenía miedo. Ahora tenía una idea de lo que había detrás de todo esto.

—¿El signor Veroni es rico? —pregunté.

Sarti levantó sus ojos inyectados y me miró inquisidoramente.

—Un detective privado nunca es rico, signor —respondió—. Se trabaja durante un mes, luego quizás tiene que esperar tres meses. Yo no diría que el signor Veroni es acaudalado.

—¿No cree que podría hacer un trato con él?

Sarti pareció considerar eso. Se rascó la parte superior de la cabeza y ceñudo, miró el cenicero de bronce que estaba sobre la mesa.

—¿Qué clase de trato, signor?

—Suponga que le ofrezco comprar estos informes —le dije—. Usted debe haberlos leído.

—Sí, signor. Los he leído.

—Si Carlotti se entera de su contenido, podría llegar a la conclusión de que yo soy responsable de la muerte de la signorina.

Sarti parecía a punto de romper en llanto.

—Esa fue la desgraciada impresión que tuve, signor. Esa fue la única razón por la cual le pedí al signor Veroni que no hiciera nada hasta dentro de tres días.

—¿Cree que el alto sentido del deber de Veroni le impedirá hacer un trato conmigo?

Sarti se encogió de hombros.

—En mi trabajo, signor, siempre se mira hacia adelante. Es bueno estar preparado para cualquier contingencia. Pensé que era posible que usted quisiera ocultar estos informes al teniente Carlotti. Mencioné el hecho al signor Veroni. Es un hombre difícil; su sentido del deber está super-desarrollado, pero hemos sido amigos durante mucho tiempo y puedo poner las cartas sobre la mesa. Sé que tiene deseos de comprar un viñedo en Toscana. Es posible que lo pueda persuadir.

—¿Quiere ocuparse de persuadirlo?

Sarti pareció vacilar.

—Usted es mi cliente, signor. Cuando acepto un cliente, le presto toda mi ayuda. Es así como mantengo mi negocio. Esto es difícil y peligroso. Podría ser procesado, pero sin embargo, si lo desea, estoy dispuesto a correr el riesgo para darle satisfacción.

—Sus motivos son tan poderosos como los del signor Veroni —le dije.

Se sonrió con tristeza.

—Estoy aquí para servirle.

—¿Cuánto imagina que podría costar un viñedo en Toscana? —le pregunté mirándolo directamente—. ¿Se lo preguntó?

Me miró sin el menor esfuerzo.

—Toqué el tema. El signor Veroni no carece totalmente de medios, signor. Parece que le faltaba la mitad de la suma requerida: diez millones de liras.

—¡Diez millones de liras!

Eso me dejaría sin un cobre. Durante mis quince años como periodista había conseguido reunir sólo esa suma.

—¿Y por esa cantidad estaría dispuesto a entregarme todas las copias de este informe sin decir nada a la policía?

—No lo sé, signor, pero se lo puedo preguntar.

Creo que podría persuadirlo.

—¿Necesitaría un estímulo para hacer eso? ¿Quiero decir, habrá una tarifa para usted por ese trabajo? —pregunté—. Francamente, diez millones de liras me dejarán sin un centavo. Si tiene que haber una tajada para usted, tendrá que obtenerla de Veroni.

—Eso podría arreglarse si fuera necesario, signor —contestó simplemente Sarti—. Después de todo el que me paga este trabajo es el signor Chalmers. Creo que dijo que la ganancia sería sustancial. Quiero serle útil a usted. Siendo útil es como se conservan los clientes.

—Ese pensamiento vale oro. Entonces, ¿verá qué es lo que puede hacer?

—Inmediatamente, signor. Tendrá noticias dentro de pocas horas. ¿Estará en su apartamiento a la una?

Le dije que sí.

—Entonces a esa hora podré decirle si he tenido éxito o no.

Se puso de pie, se inclinó lastimero ante mí y salió de la habitación y de mi vista.

No tenía dudas de que el signor Veroni no existía y que Sarti había sido contratado por alguien para vigilar a Helen. Tampoco tenía la menor duda de que si pagaba los diez millones de liras irían al bolsillo de Sarti.

No imaginaba la manera de salir de este embrollo. Podría haber una salida, si tuviera tiempo para reflexionar. Dependía de si podía ganar tiempo.

Volví a mi apartamiento y esperé.

Sarti no habló hasta las dos. Para entonces estaba paseando por la habitación y traspirando.

—El arreglo de que hablamos ha sido satisfactoriamente concluido, signor —dijo cuando respondí al llamado telefónico—. ¿Le queda cómodo el miércoles a la mañana para convenir las condiciones?

—No lo puedo hacer antes del jueves —respondí—. Significará vender…

—¡Por teléfono no, signor! —respondió Sarti, con una repentina agonía en la voz—. No es prudente discutir nada de esta naturaleza por teléfono. Está bien, el jueves. Nuestro asociado me dijo que tratara con usted. Lo iré a ver el jueves a mediodía.

Le dije que lo esperaría y colgué.