Durante un momento largo nos miramos. Había una expresión en sus ojos que me advertía que dispararía al menor estímulo, de manera que me quedé inmóvil, con la mitad de la mano en el bolsillo de Carlo.
—¡Saque la mano de ahí! —ordenó.
Lentamente quité la mano del bolsillo de Carlo. Él se movió, dio vuelta a medias y emitió un gruñido.
—¡Apártese de él! —volvió a ordenar. Me puse de pie y me retiré.
Carlo se incorporó sobre manos y rodillas, sacudiendo la cabeza y vacilante se puso de pie. Durante un momento se balanceó hacia atrás y adelante, con las piernas como de goma, luego recuperó el equilibrio, sacudió otra vez la cabeza y me miró. Esperaba ver una mirada malévola y furiosa en su rostro, pero en cambio sonrió.
—Tiene usted más agallas de lo que pensaba, Mac —dijo mientras se frotaba un lado de la cabeza—. Hace años que nadie me castigaba tan duro. ¿En verdad no creería que fuera tan tonto como para llevar esa nota encima?
—Valía la pena cerciorarme.
—¿Quieren decirme qué significa todo esto? —preguntó Myra impaciente— ¿quién es tu socio? —No bajó el arma ni apartó sus ojos de mí.
—Este es Dawson, el individuo de quien te he hablado. Va a llevar el material a Niza el viernes —dijo Carlo. Se tocó otra vez la cabeza e hizo un gesto.
—¡Miren el desastre que han hecho ustedes, par de gorilas! —respondió ella—. ¡Vamos, despejen!
—¡Ya basta! —protestó Carlo—. Siempre estás quejándote de algo. Quiero hablarte. —Se volvió hacia mí—. Vamos, Mac, márchese ya. No intente darme esquinazo otra vez. La próxima, yo también me pondré rudo.
Volví a sentirme deprimido.
—Me marcho —dije, y con desgano me dirigí a la puerta.
Myra me miró con desprecio y me volvió la espalda.
Pasé a su lado, tomé la pistola de su mano, la empujé con el hombro y eso la mandó trastabillando a uno de los sillones; di vuelta y apunté a Carlo.
—¡Bien! ¡Deme la billetera!
Durante un momento largo permaneció paralizado, echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada que hizo trepidar las ventanas.
—¡Vaya! ¡Usted me mataría! —vociferó, golpeándose el muslo.
—¡Deme esa billetera! —insistí y había algo en mi voz que lo inmovilizó.
—Escuche, tonto. No la tengo encima —repitió con la expresión dura.
—Si no quiere un balazo en la pierna, ponga la billetera aquí.
Nos miramos. Advirtió que no bromeaba. De pronto rió, tomó la billetera de su bolsillo de atrás y la arrojó a mis pies.
Lo mantuve cubierto, me agaché, la recogí, me recosté contra la pared y revisé la billetera. Contenía diez mil liras en billetes, pero no había ningún otro papel.
Myra me miraba fijamente, sus ojos ardiendo.
—Vaya, ¿qué muchacho, verdad? —le dijo Carlo—. Casi tan bravo como yo. Pero lo tenemos en nuestras manos. Tiene que hacer lo que le indiquemos. ¿No es así, compañero?
Le arrojé la billetera.
—Parece que sí —respondí—. Pero cuidado. ¡No será tan fácil!
Puse la pistola sobre la mesa y salí. La risa explosiva de Carlo me siguió.
Todavía seguía lloviendo cuando bajé las gradas hasta la explanada. Cerca de la puerta de calle estaba un Renault verde oscuro. Detrás, el Cadillac.
Comencé a correr, gané la calle y continué corriendo hasta llegar a mi coche. Conduje de prisa hasta mi departamento, dejé el coche afuera, como una flecha subí las escaleras y entré al vestíbulo. Sin quitarme el impermeable empapado llamé a la Agencia Internacional de Investigaciones y pregunté por Sarti. No tenía muchas esperanzas de encontrarlo porque eran casi las diez y media, pero vino al teléfono en seguida.
—El Renault de que le hablé está en la explanada de villa Palestra en Via Paolo Veronese —le dije—. Consiga hombres para que lo investiguen inmediatamente. Quiero saber adonde va el conductor cuando salga. Ande con cuidado.
Sarti dijo que se encargaría del asunto. Oí que hablaba con alguien dando instrucciones para que algunos hombres fueran a la villa de Myra.
Cuando terminó le pregunté:
—¿Tiene alguna novedad para mí?
—Tendré algo mañana a la mañana, signor.
—No quiero que venga a casa. —El hecho de que Carlo supiera que Carlotti había estado a verme esa tarde me advirtió que mi departamento estaba vigilado. Le dije que nos encontraríamos a las diez en el Club de la Prensa. Respondió que no faltaría.
Me quité el impermeable, lo llevé al cuarto de baño, luego volví a la sala y me serví un buen vaso de whisky. Me senté. Me dolía la mandíbula y me sentía bastante descontento conmigo mismo. Estaba en un buen atolladero y nadie más que yo podía ayudarme a salir de él.
Mañana era domingo. El lunes tendría que volar a Nápoles para asistir a la indagatoria. El viernes a la mañana tendría que partir para Niza, salvo que pudiera probar que Carlo era el asesino de Helen. No tenía mucho tiempo.
Estaba seguro que él la había matado, pero no podía imaginar por qué lo había hecho.
No podía creer que la hubiera muerto sólo para atraparme. Esa idea debió ocurrírsele después de haberla matado, probablemente después de encontrar la nota que le escribí a Helen.
Entonces, ¿por qué la había asesinado?
Ella gastaba dinero con él. Disponía de ella como quería. Un traficante de drogas siempre tiene a las víctimas en su poder… salvo, por supuesto, que la víctima encuentre algo referente al traficante que le dé a ella un poder mayor sobre él, que el que él tiene sobre ella.
Helen era una extorsionadora. ¿Habría sido tan audaz como para tratar de extorsionar a Carlo? No lo hubiera intentado, a menos que lo que hubiera descubierto fuera pura dinamita; algo, de esto Helen debió estar segura, tan peligroso para Carlo como para hacerlo marcar el paso. ¿Habría encontrado alguna evidencia que realmente pusiera a Carlo en peligro? Si era así, tendría que haberlo guardado bajo cerrojo y llave antes de atreverse a constreñir a Carlo.
El hecho de que la hubiera matado probaba que él había encontrado la evidencia y la había destruido, o que no le dio tiempo para decirle dónde la había ocultado, porque no bien comenzó a extorsionarlo, la arrojó sin más por el acantilado.
¿Sería eso lo que había pasado?
Era un tiro al aire, pero probable. Si pudiera echarle mano a esa evidencia, le arrancaría los dientes a Carlo. Si existía, ¿dónde la habría ocultado ella? ¿En su departamento? ¿En el banco? ¿En una caja de seguridad?
No podía hacer nada con respecto a su departamento. Carlotti tenía una guardia policial destacada allí. No podía hacer mucho para averiguar si tenía una caja de seguridad, pero podía ir a su banco antes de volar a Nápoles, el lunes.
Quizás fuera una pérdida de tiempo, pero tenía que pensar en todas las posibilidades. Ésta parecía prometedora.
Todavía estaba pensando en ello, cuando media hora después sonó el teléfono. Al tomar el receptor miré el reloj que había sobre el escritorio. Eran sólo las once y diez.
—He seguido la pista del Renault, signor Dawson —me dijo Sarti—. El dueño es Carlo Manchini. Tiene un departamento en la via Brentini. Está arriba de un negocio de vinos.
—¿Está en su casa, ahora?
—Fue allí para cambiarse. Hace cinco minutos que salió con traje de etiqueta.
—Bien, espéreme, voy para allá —le respondí y colgué.
Me llevó veinte minutos llegar a via Brentini. Dejé el coche en la esquina y caminé de prisa hasta descubrir la gruesa figura de Sarti, protegiéndose de la lluvia en la puerta de una tienda oscura. Me acerqué.
—¿No ha vuelto?
—No.
—Voy a entrar para echar un vistazo.
Sarti hizo un gesto de desaprobación.
—No es legal, signor —dijo sin muchas esperanzas.
—Gracias por advertírmelo. ¿Sabe cómo entrar?
Estaba mirando el negocio de vinos de la vereda de enfrente. Había una entrada lateral que obviamente llevaba al departamento del piso superior.
—La cerradura no es complicada —dijo Sarti hurgando en su bolsillo y luego puso en mi mano un manojo de ganzúas.
—Éstas también son estrictamente ilegales —le dije sonriendo.
Parecía deprimido.
—Sí signor. No todo el mundo querría mi empleo.
Crucé la acera, me detuve para mirar a uno y otro lado de la calle desierta, saqué la linterna y examiné la cerradura. Como Sarti había dicho, no parecía complicada. Probé tres de las llaves antes de que corriera el cerrojo. Abrí la puerta. Entrando en la oscuridad, cerré la puerta, una vez más encendí la linterna y subí de prisa por las estrechas escaleras que tenía frente a mí.
Había un olor rancio a vino y a traspiración en el descanso, también olor a humo de cigarro. Tres puertas invitaban a la inspección.
Abrí una de ellas y vi una cocina pequeña y sucia.
En la pileta estaban acumuladas cacerolas y sartenes sin limpiar en derredor de las cuales volaban las moscas. Los restos de pan y salame estaban sobre un papel grasiento sobre la mesa.
Caminé por el pasillo, vi un dormitorio pequeño que tenía una cama camera sin tender, con sábanas sucias y una funda grasienta. Había ropas tiradas en el suelo. Una camisa usada colgaba de un aplique eléctrico. El piso estaba lleno de ceniza y el olor de la habitación casi me ahogó.
Salí y entré a la sala. Ésta también parecía como si hubiera vivido en ella un cerdo. Había un gran sofá debajo de la ventana y dos sillones próximos a la chimenea. Los tres estaban sucios y manchados de grasa. En una pequeña mesa había seis botellas de vino, tres de las cuales estaban vacías. Un florero con claveles mustios sobre una repisa polvorienta. Había manchas de grasa en las paredes, y el piso se veía cubierto de ceniza.
En uno de los brazos de los sillones había un cenicero grande cargado de colillas de cigarrillos y tres colillas de cigarros. Tomé una de esas colillas y la examiné. Me pareció la réplica de la colilla que había encontrado en la cima del acantilado. La puse en el bolsillo, dejando las otras dos.
Contra una de las paredes había un escritorio deteriorado sobre el que estaban apilados periódicos amarillentos, revistas cinematográficas y retratos de muchachas llamativas.
Abrí los cajones del escritorio, uno después de otro. La mayor parte de ellos estaban atiborrados con las cosas que un hombre acumula y que nunca revisa, pero en uno de los cajones de abajo encontré un bolso de viaje T.W.A. nuevo, de los que se les entrega a los pasajeros para que guarden las cosas que pueden necesitar durante la noche. Lo saqué del cajón, abrí el cierre automático y miré en el interior.
Estaba vacío, excepto por un pedazo de papel arrugado. Lo estiré y vi que era el duplicado de un pasaje de vuelta de Roma a Nueva York, fechado cuatro meses atrás y extendido a nombre de Carlo Manchini.
Me quedé mirando el pasaje durante unos segundos; mi mente trabajaba con rapidez.
Era una prueba de que Carlo había estado en Nueva York antes de que Helen partiera para Roma. ¿Significaba algo? ¿Se habrían encontrado en Nueva York?
Puse el papel en mi billetera, y volví a poner el bolso en el cajón.
Aun cuando pasé otra media hora en el departamento, no encontré nada más que pudiera interesarme, tampoco mi nota a Helen.
Me alegró salir a la lluvia y respirar aire fresco otra vez.
Sarti estaba intranquilo cuando se reunió conmigo.
—Me estaba poniendo nervioso —dijo—. Se quedó mucho tiempo.
Tenía demasiadas cosas en qué pensar para preocuparme de sus nervios. Le dije que estaría en el Club de la Prensa a la diez de la mañana siguiente y lo dejé.
Cuando volví a mi departamento envié el siguiente cable a Jack Martin, reportero policial en New York del Western Telegram:
Envíe toda la información que encuentre con respecto a Carlo Manchini: moreno, facciones toscas, corpulento, alto, con una cicatriz blanca en zigzag en el rostro. Telefonearé el domingo. Urgente, Dawson.
Martin era un experto en su trabajo. Si sucedió algo durante la estadía de Carlo en Nueva York, lo sabría.