Dejé mi coche en la playa de estacionamiento del Stadium y caminé hacia via Paolo Veronese hasta que llegué a un portón de dos hojas de hierro forjado, colocado en una pared de piedra de ocho pies de altura, que rodeaba el jardín de casi una media hectárea en el que se levantaba villa Palestra.
Ahora llovía con fuerza, y la larga calle estaba desierta. Abrí el portón y caminé hacia un sendero oscuro flanqueado por cipreses y arbustos florecidos.
Andando silenciosamente, caminé por la explanada, doblando la espalda bajo la lluvia. Cincuenta metros de explanada me condujeron a una curva, y al dar la vuelta vi la villa, un edificio pequeño de dos pisos, con un techo saliente florentino, muros estucados de blanco y grandes ventanas.
Había luz en una de las habitaciones del piso bajo, pero el resto de la villa estaba oscura.
El césped bien cuidado que rodeaba la villa no ofrecía resguardo. Caminé por la orilla, cerca de los arbustos hasta que estuve frente a la ventana de la habitación iluminada. Las cortinas no habían sido corridas, y pude mirar hacia el interior de la habitación que estaba sólo a quince metros de distancia.
Los muebles eran modernos; la habitación era grande. Podía ver a una muchacha de pie junto a una mesa, ocupada en revisar un bolso de noche, negro.
Presumí que era Myra Setti y la miré con detenimiento. Valía la pena. Representaba veinticinco o veintiséis años; alta, pelo castaño que le llegaba a los hombros, vestía un traje de noche blanco que se amoldaba a su cuerpo como una segunda piel, y luego se ensanchaba debajo de las caderas en una cascada de tul y brillantes lentejuelas.
Después que terminó de arreglar su bolso, tomó una estola de visón y la arrojó al descuido sobre sus hombros. Luego, deteniéndose para encender un cigarrillo, cruzó la habitación, apagó las luces y me dejó mirando un pedazo de cristal negro que reflejaba el rápido movimiento de las nubes de lluvia y los estilizados cipreses.
Esperé.
Pasado un minuto más o menos, vi que la puerta de calle se abría y que ella salía cobijándose bajo un gran paraguas.
Corrió por el sendero hasta el garaje. Una luz se encendió mientras ella abría la doble puerta. Pude ver un Cadillac blanco y verde botella, del tamaño de un ómnibus. Entró al coche, dejando el paraguas contra la pared. Oí arrancar el motor y salió, pasando a menos de diez metros de donde yo estaba en cuclillas. Los faros del coche iluminaron con un blanco resplandor la lluvia, el césped y los arbustos.
Permanecí donde estaba, escuchando. Oí que el coche se detenía en el extremo del camino de entrada, hubo una larga pausa mientras ella abría el portón, luego el ruido de la portezuela del coche al cerrarse, y el motor acelerando me indicó que la muchacha se había marchado.
Me quedé donde estaba mirando hacia la oscura villa. Permanecí inmóvil por algunos minutos. No se veía luz. Decidí que no había riesgo en explorar. Levantando el cuello de mi impermeable para protegerme de la lluvia, caminé alrededor de la villa. No se veía luz en ninguna habitación. Encontré una ventana sin cerrojo en la planta baja. La abrí, saqué la linterna que había traído e inspeccioné una pequeña y lujosa cocina que había más allá. Me deslicé por sobre una pileta doble y caí sin hacer ruido en el piso de baldosas. Cerrando la ventana, salí en silencio de la cocina a un pasillo que conducía al hall.
Una escalera curva a mi izquierda llevaba a las habitaciones del piso superior. Subí por la escalera a un descanso e inspeccioné las cuatro puertas que tenía enfrente.
Haciendo girar la perilla de la puerta que quedaba en el extremo derecho la abrí y miré dentro. Éste era sin duda el dormitorio de Myra. Había un sofá-cama con una colcha color rojo sangre. Las paredes estaban tapizadas de seda gris. Los muebles plateados. La alfombra rojo sangre. Era un magnífico dormitorio.
Anduve buscando sin encontrar nada que me interesara. Había un joyero en el tocador. Su contenido hubiera hecho agua la boca del más exigente ladrón, pero a mí me dejó indiferente. No obstante, comprendí que disponía de mucho dinero para gastar o de una multitud de devotos admiradores que la llenaban de presentes.
Sólo cuando llegué a la última habitación, que parecía ser un dormitorio de huéspedes, fue cuando encontré lo que vagamente pensé que podría encontrar.
Contra la pared había dos maletas. Una de ellas estaba de costado y abierta. Allí se veían tres de mis mejores trajes, tres botellas de mi whisky favorito y mi cigarrera de plata. Durante largo rato permanecí mirando esa maleta. La luz de la linterna me incomodaba. Entonces me arrodillé y abrí la segunda maleta. Estaba llena de las cosas que me habían robado del apartamiento; todo, menos la cámara de Helen.
Antes de que pudiera detenerme a considerar la importancia de mi descubrimiento, oí un ruido en el piso de abajo que prácticamente me hizo saltar.
Era el tipo de sonido que un cazador acechando a algún animal relativamente inofensivo en una jungla africana escucha de pronto, advirtiéndole que ha entrado en escena un enorme elefante feroz.
La conmoción en esta villa tranquila y oscura, tuvo la violencia de un terremoto.
Hubo un estampido; alguien había abierto la puerta de calle en tal forma que golpeó con violencia contra la pared.
Luego una voz de hombre bramó.
—¡MYRA!
Cuando era niño, allá en mi patria, me llevaron cierta vez a un concurso de «llamadores de cerdos». Quedé muy impresionado del volumen colosal que había salido de los correosos pulmones de los llamadores de cerdos. Esta voz que había subido por las escaleras y rebotado en la oscuridad de la tranquila habitación era de igual violencia. Me congeló, haciendo erizar el cabello de mi nuca y que el corazón saltara en mi pecho.
Hubo otro estampido que hizo temblar la casa mientras el hombre que estaba abajo, de un golpe cerraba la puerta. En seguida la horrible e indisciplinada voz volvió a gritar:
—¡MYRA!
Reconocí esa voz. La había oído en el teléfono. ¡Había llegado Carlo!
Procurando no hacer ruido, me deslicé fuera de la habitación. Había luz en el hall. Me acerqué a la baranda con cautela; miré por encima. No pude ver a nadie, pero las luces del vestíbulo estaban encendidas.
La voz bronca comenzó a cantar.
Era la voz de un truhán; un sonido sin melodía, obscenamente fuerte, ordinaria, vulgar. No se lo podía llamar canto; era algo de la jungla, un sonido que me hacía traspirar.
Esperé en aquel lugar porque no había otra manera de salir de la villa que por la escalera. Mientras Carlo estuviera allí, no podía correr el riesgo de que me viera.
Permanecí en la sombra, a un pie de distancia del pasamanos, donde no podía ser visto. Daba lo, mismo, porque de pronto vi la figura de un hombre parado en el vano de la puerta iluminada que daba al vestíbulo.
Me retiré más hacia el fondo para ocultarme en las sombras más profundas. Era la misma figura de anchos hombros que había visto rondando en la villa de Sorrento. Estaba seguro de ello.
Hubo una larga pausa que hacía estallar los nervios mientras Carlo permaneció quieto, con la cabeza inclinada a un lado como si estuviera escuchando.
Retuve el aliento, el corazón golpeando contra las costillas, y esperé.
Silenciosamente se dirigió al medio del hall. Luego se detuvo con las manos en las caderas, las piernas largas separadas, mirando hacia la escalera.
La luz de arriba caía de pleno sobre él. Era como lo había descripto Frenzi; un hermoso animal con cuello de toro, y facciones toscas. Vestía un sweater negro de cuello alto, pantalones negros, cuyos extremos estaban metidos en un par de botas mejicanas lustradas. Tenía un pequeño aro de oro en el lóbulo de la oreja derecha, y el aspecto grande y fuerte de un toro de lidia.
Durante un largo rato miró al punto exacto donde yo me encontraba parado. Estaba seguro de que no podía verme. No me atreví a moverme por si acaso el movimiento atraía su atención sobre mí.
De pronto chilló:
—¡Baje…, o subiré a buscarlo!