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Las dos horas que siguieron estuve muy ocupado.

Sabía que Chalmers ya estaría de vuelta en su oficina de Nueva York y esperando impacientemente mis noticias. Tenía que conseguir algún tipo de información durante el día.

Llamé a la Agencia de Investigaciones Internacionales y les dije que me enviaran el mejor empleado que tuvieran. Les advertí que el trabajo era confidencial y urgente. Me informaron que enviarían al signor Sarti. Entonces llamé por teléfono a Jim Matthews de la Associated Press. Matthews había estado en Roma durante quince años. Conocía a todos lo que en una u otra forma podía ser una noticia, y a otros más.

Le dije que me gustaría hablar con él cuando estuviera libre.

—Para ti, Ed, siempre estoy libre —respondió—. Invítame a almorzar opíparamente y hablaremos. ¿Qué te parece?

Miré mi reloj. Eran las doce.

—Te encontraré en el bar de Harry a las trece y media.

—Bien, nos veremos.

Tomé unas cuantas anotaciones en una libreta y cavilé un rato, tratando de decidir lo que le diría a Chalmers. La advertencia de su esposa me preocupaba. Comprendía que si le daba toda la historia no era probable que reaccionara favorablemente conmigo, y sin embargo, no seria muy fácil ocultar las cosas. Todavía reflexionaba en lo que le diría cuando sonó el timbre.

Abrí la puerta y me encontré con un italiano bajo, grueso, maduro, vestido con un traje gris gastado. Estaba parado sobre el felpudo de entrada. Se presentó como Bruno Sarti, de la agencia.

A primera vista Bruno Sarti no causaba buena impresión. No se había afeitado esa mañana; su camisa estaba deshilachada y tenía el comienzo de un orzuelo en el ojo derecho. También traía consigo un devastador olor a ajo que emponzoñaba la atmósfera de la habitación.

Le dije que entrara. Se quitó el sombrero viejo y dejó al descubierto una cabeza pelada y con caspa. Entró.

Se sentó en la orilla de una silla mientras yo me dirigía a la ventana para abrirla y acomodarme en el antepecho. Sentía necesidad de que circulara aire fresco.

—Necesito cierta información y la necesito de prisa —le dije—. No importa lo que cueste. Me gustaría que su agencia pusiera todos los hombres que sean necesarios.

Sus ojos negros, inyectados de sangre, se abrieron un poco mostrando algunos dientes arreglados con oro en lo que imagino quiso ser una sonrisa. A mí me pareció el espasmo que se ve en la cara de alguien que de pronto tiene un calambre en el estómago.

—La información que necesito y el hecho de que yo sea cliente de usted, deben ser mantenidos en estricta reserva —continué—. También debe saber que la policía está investigando este asunto, y tendrá que tener cuidado de no interferir.

Su especie de sonrisa se desvaneció y sus párpados se entrecerraron.

—Somos buenos amigos con la policía —respondió—. No deseamos molestarlos de ninguna manera.

—No lo hará —lo tranquilicé—. Esto es lo que quiero de usted. Quiero que descubra quiénes eran los amigos de una muchacha norteamericana que estuvo en Roma durante las últimas catorce semanas. Su nombre es Helen Chalmers. Puedo darle algunas fotografías de ella. Estuvo en el hotel Excelsior durante cuatro días y luego se mudó a un apartamiento. —Le tendí varias fotografías que había pedido a Gina me enviara de nuestros archivos, así como la dirección del apartamiento de Helen—. Tenía muchos amigos. Necesito sus nombres y dónde puedo encontrarlos. También quiero saber qué hacía mientras estaba en Roma.

—¿Creo que la signorina murió accidentalmente en Sorrento? —preguntó Sarti, mirándome—. ¿Es la hija del signor Sherwin Chalmers, el propietario del periódico norteamericano?

A pesar de su aspecto tan mediocre, por lo menos parecía estar al tanto de las novedades.

—Sí.

Los dientes de oro relampaguearon. Era obvio que ahora comprendía que estaba en un asunto de mucho dinero y eso le agradaba. Sacó una libreta y un lápiz e hizo unas cuantas anotaciones.

—Comenzaré en seguida, signor.

—Esa es la primera tarea. También quiero que me informe cómo se llama el dueño de un Renault verde oscuro con esta patente.

Le tendí un pedazo de papel en el que había anotado el número del Renault.

—La policía dice que este número no está registrado. Su única esperanza es ver el coche, y si lo logra, seguirlo y echarle un vistazo al conductor.

Tomó más notas, y luego cerró la libreta. Levantó los ojos y preguntó.

—¿Quizás la muerte de la signorina no fue accidental, signor?

—No lo sabemos. No se rompa la cabeza con eso. Consiga esta información rápido y deje el otro aspecto a la policía. No espere a darme un informe escrito. Necesito que este trabajo se haga rápido.

Dijo que haría cuanto pudiera. Sugirió que abonara la tarifa usual de adelanto de diecisiete mil liras. Tomó el cheque que le extendí, asegurándome que pronto tendría alguna información que darme, e inclinándose, salió del apartamiento.

Abrí otra ventana, y luego salí del apartamiento en busca de Matthews.

Lo encontré bebiendo Scotch puro, con hielo picado, en el bar de Harry; un hombre alto, delgado, de expresión dura, con ojos calmos y grises, con nariz ganchuda y la mandíbula prominente.

Tomamos un par de copas, y luego nos dirigimos al restaurante. Comenzamos nuestro almuerzo con bottarga, que es una especie de caviar hecho de huevos de mújil; luego siguió pollo in padella, o pollo cortado en trozos y cocinado con jamón, ajo, mejorana, tomates y vino. Hablamos de esto y de aquello y disfrutamos de la comida. Hasta que no estuvimos comiendo el famoso queso romano, ricotta salpicado de canela, no le expuse lo que me interesaba.

—Necesito que me des una información, Jim —le dije.

Sonrió.

—No soy tonto para pensar que me has invitado con semejante almuerzo por amor —replicó—. Adelante… ¿de qué se trata?

—¿El nombre de Myra Setti, significa algo para ti?

Su reacción fue inmediata. La expresión de su rostro, complacida y reposada, se desvaneció. Su mirada se hizo intensa.

—¡Vaya…! Esto si que podría ser interesante. ¿Qué te hace preguntarme eso?

—Lo siento, Jim. No doy razones. ¿Quién es?

—La hija de Frank Setti, por supuesto. Deberías saberlo.

—¿El gangster?

—Oh, vamos… no eres tan inocente…

—Deja de lado ese aire de superioridad. Conozco algunos rumores sobre Setti, pero no mucho. ¿Dónde está ahora?

—Eso es algo que también me gustaría saber. Está en alguna parte en Italia, pero en qué lugar se oculta no lo sé y tampoco lo sabe la policía. Dejó Nueva York hace como tres meses. Llegó a Nápoles por barco, y se registró en la policía, dando el hotel Vesuvius como dirección. Luego desapareció y la policía no ha podido seguirle la pista desde entonces. Todo lo que sabemos es que no se ha ido de Italia, pero dónde está nadie lo sabe.

—¿Ni siquiera su hija?

—Posiblemente ella lo sepa, pero no lo dice. He hablado con ella. Hace cinco años que vive en Roma, y dice que su padre no se ha puesto en contacto con ella; que ni siquiera le ha escrito.

—Dime algo referente a Setti.

Matthews se inclinó hacia adelante en la silla.

—¿Te importaría invitarme con un brandy? Es una picardía no terminar semejante almuerzo correctamente.

Le hice señas al camarero, pedí dos Scotchs grandes, y cuando llegaron, le ofrecí a Matthews un cigarro que había estado guardando para una ocasión como ésta.

Lo examinó con desconfianza, mordió el extremo y lo encendió. Ambos lo observamos encenderse un poco ansiosos. Cuando vio que no le había tendido una trampa dijo:

—Yo no sé mucho más que tú de Setti. Era el jefe del Sindicato de Panaderos y Camareros. Es un asesino rudo y peligroso que no se detiene ante nada para conseguir su objeto. Él y Menotti eran enemigos declarados, ambos queriendo ser «cabeza». Probablemente sepas que Menotti ocultó una cantidad de heroína en el apartamiento de Setti. Luego se lo «sopló» al Departamento de Narcóticos, que entraron y tomaron la carga y arrestaron a Setti. Pero fue un trabajo sucio y el abogado de Setti no tuvo mucho problema en echar por tierra la acusación del Fiscal. Setti fue declarado inocente, pero la prensa que estaba en contra de él, levantó tal alharaca, que más tarde fue declarado extranjero indeseable y deportado. Siempre mantuvo su nacionalidad italiana, de manera que las autoridades italianas no pudieron evitar que desembarcara aquí. Estaban ocupados buscando alguna excusa para deshacerse de él cuando se evaporó.

—He oído decir que la policía piensa que él urdió el asesinato de Menotti.

—Eso es más o menos cierto. Antes de partir, previno a Menotti que acabaría con él. Dos meses después, Menotti fue asesinado. Puedes apostar hasta tu último céntimo que Setti lo arregló.

—¿Cómo sucedió? ¿Menotti no tomó en serio la amenaza?

—Por supuesto que sí. No se movía un metro sin que un grupo de pistoleros guardaespaldas lo rodearan, pero el asesino enviado por Setti al fin lo logró. Menotti cometió un error fatal. Solía ir con regularidad una vez por semana a un apartamiento para pasar la noche con su amiga. Pensaba que allí estaba seguro. Sus hombres lo acompañaban, registraban el apartamiento; esperaban hasta que llegara la muchacha, entonces, después que Menotti se había encerrado adentro, se marchaban. A la mañana siguiente, llegaban a la puerta, se identificaban y escoltaban a Menotti hasta su casa. En aquella noche en particular, siguieron la rutina usual, pero cuando vinieron a buscar a Menotti a la mañana siguiente, encontraron la puerta abierta y a Menotti muerto.

—¿Y la muchacha? ¿Quién era? Matthews se encogió de hombros.

—Nadie parece conocerla. No había señales de ella cuando encontraron a Menotti y nadie la ha vuelto a ver desde entonces. No vivía en el apartamiento. Estaba allí esperando a Menotti cuando éste y sus hombres llegaban. Nadie la vio jamás. Solía estar de pie mirando por la ventana mientras registraban el apartamiento. Todo lo que saben es que era rubia y bien formada. La policía no pudo rastrearla. Pensaron que ella debió dejar entrar al asesino, porque la puerta no estaba forzada. Estoy casi seguro de que ella vendió a Menotti.

Me quedé pensando en esto un momento; luego pregunté:

—¿Conoces a un italiano grande, ancho de hombros, con una cicatriz en zigzag en la cara, cuyo nombre de pila es Carlo?

Matthews negó con la cabeza.

—No lo conozco. ¿Qué tiene que ver en esto?

—No lo sé pero quiero averiguarlo. Si llegas a saber algo de él, comunícamelo, Jim.

—Desde luego —golpeó la ceniza de su cigarro—. Dime, ¿qué es este repentino interés con respecto a Setti?

—Lo lamento pero no puedo decírtelo ahora, pero si me entero de algo que pueda serte útil, te lo haré saber. Disculpa, pero por ahora es todo lo que puedo decirte.

Hizo un gesto de desagrado.

—Detesto a las personas reservadas —se encogió de hombros—. Bien, después de todo, el almuerzo no estaba mal —retiró su silla—, si no tienes que trabajar esta tarde, yo sí. ¿Quieres saber algo más antes de que vuelva al tráfago?

—Por ahora no creo, pero si se me ocurre otra cosa te llamaré.

—Bien. No tengas miedo de devanarme los sesos —se puso de pie—. No sabes dónde se esconde Setti, ¿verdad?

—Si lo supiera, te lo diría. —Sacudió la cabeza pensativamente.

—Sí, ya lo sé, en la misma forma en que yo le he dicho a mi esposa que mi secretaria tiene un busto como el de Jane Russell. Bien, hasta pronto, buen mozo. Si no te veo antes iré a tu funeral.

Lo observé alejarse, y luego durante diez minutos, repasé in mente lo que me había dicho. No me había enterado de mucho, pero ese poco valía lo que me había costado el almuerzo.