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No es habitual que pierda los estribos, pero cuando lo hago los pierdo de veras. La visión del Renault me trajo una oleada de sangre a la cabeza.

Me propuse averiguar quién era el conductor, y a qué estaba jugando. Mientras el coche estuviera detrás de mí no podía hacer nada. Tenía que maniobrar en forma de tenerlo de frente; así podría arrinconarlo contra el cordón de la vereda obligándolo a detenerse y ver quién era. Si buscaba un juego áspero, estaba de humor para descargarle un puñetazo en la mandíbula.

Di vuelta por el Coliseo con el Renault a cincuenta yardas detrás de mí. Cuando llegué a un lugar oscuro en el camino, apliqué los frenos, arrimé el coche al cordón y me detuve.

Tomado de sorpresa, el conductor del Renault no tuvo oportunidad de detenerse. El coche me pasó. Estaba demasiado oscuro para ver si el conductor era un hombre o una mujer. En el momento en que el coche me pasó, puse en marcha el Lincoln y lo seguí, acelerando hasta el fondo.

El conductor del Renault debe haber sospechado lo que yo planeaba hacer. Su reacción fue más rápida de lo que esperaba. A su vez, apretó el acelerador, y el Renault salió de prisa. Como una flecha enfiló hacia la Via dei Fori Imperiali.

Por un momento pensé que iba a darle alcance. Mi paragolpe delantero estaba sólo a un pie de su paragolpe trasero, y estaba dispuesto a chocarlo, pero comenzó a alejarse.

Andábamos ahora más o menos a ochenta millas por hora. Oí el silbido estremecedor de un indignado policía sonando en alguna parte detrás de mí. Mas allá el Renault que volaba, vi aparecer la Piazza Venezia. Vi un tránsito lento adelante, y no me animé. Sabía que no podía entrar rugiendo a la piazza a esta velocidad sin chocar con algún automóvil o matar a alguien. Apoyé el pie en el freno y disminuí la velocidad.

El Renault desapareció. Su bocina dio un prolongado sonido de advertencia, y el coche entró chillando a la piazza, evitando por unas pulgadas chocar con dos automóviles, y obligando a otro a frenar de golpe. Apenas moderando su loca carrera, el Renault, con la bocina apretada, cruzó como un balazo la piazza, y desapareció en la oscuridad hacia el Tíber.

Oí el terrible silbato de la policía otra vez. Deseando no tener una discusión con la ley, y seguro de que andaba demasiado de prisa para que ningún policía con esta luz hubiera tomado el número del coche, me dirigí a la Via Cavour, reduje la velocidad y volví a dar la vuelta por el Coliseo.

Lamentaba que el Renault se me hubiera escabullido, pero era mejor eso que intentar competir con su manera de conducir el automóvil. Por lo menos, tenía la satisfacción de saber que lo había atemorizado.

Llegué al apartamiento de la planta baja de Frenzi, estacioné el automóvil afuera y subí los escalones basta la puerta de calle.

Frenzi respondió a mi llamado en seguida.

—Entra —me dijo—. Me alegra verte de nuevo.

Lo seguí hasta su sala atractivamente amueblada.

—¿Quieres una copa? —preguntó.

—No, gracias.

Me senté en el brazo de un sillón y lo miré.

Frenzi tenía una estatura un poco inferior a la mediana; era moreno, bien parecido, con ojos inteligentes y sutiles. Su rostro generalmente alegre estaba grave y parecía preocupado.

—Tienes que beber algo para acompañarme —dijo—. Toma brandy.

—Bien.

Mientras preparaba las copas, continuó:

—Este es un asunto feo, Ed. La información sólo dice que se cayó del acantilado. ¿Tienes algún detalle? ¿Qué estaba haciendo en Sorrento?

Trajo las copas, y dándome la mía, comenzó a caminar nervioso por la habitación.

—Es la verdad, ¿no es cierto? —preguntó sin mirarme—. Me refiero al accidente.

Esto me sorprendió.

—Confidencialmente, hay alguna duda —respondí—. Chalmers piensa que es un asesinato.

Se encogió de hombros, y el ceño se hizo más profundo.

—Y la policía… ¿qué es lo que piensa?

—Están llegando a la misma conclusión. Carlotti está encargado del caso. Al principio, estaba seguro de que se trataba de un accidente; ahora está cambiando de manera de pensar.

Frenzi me miró.

—Apostaría a que es un asesinato —replicó con calma.

Encendí un cigarrillo y me senté en una silla.

—¿Qué te hace decir eso, Giuseppe?

—Tarde o temprano, era probable que alguien quisiera librarse de ella. Buscaba problemas.

—Entonces, ¿qué sabes tú de ella?

Vaciló, luego se acercó y se sentó frente a mí.

—Tú y yo somos buenos amigos, Ed. Necesito tu consejo. Iba a llamarte cuando lo hiciste tú. ¿Podemos hablar en forma extraoficial?

—Por supuesto, continúa.

—La encontré en una reunión alrededor de cinco días después de su llegada a Roma. Fui lo bastante tonto para intimar con ella durante cuatro o cinco días, o mejor dicho, noches. —Me miró y se encogió de hombros—. Tú sabes como soy. Me pareció hermosa, excitante y todo cuanto un hombre podría desear. También estaba sola. Hice mi oferta y ella aceptó, pero… —se interrumpió con un gesto.

—Pero… ¿qué?

—Después de pasar cuatro noches juntos, me pidió dinero.

—¿Quieres decir, que te pidió dinero prestado?

—Bien, no. Quería dinero como retribución a los servicios prestados… tan sórdido como todo eso… ¡y bastante dinero!

—¿Cuánto?

—Cuatro millones de liras.

—¡Por el amor de Dios! ¡Debe haber estado loca! ¿Qué hiciste? ¿Te reíste en su cara?

—Ella hablaba en serio. Me costó trabajo persuadirla de que no tenía esa cantidad de dinero. Hubo una escena muy desagradable. Me dijo que si se lo contaba a su padre, podría arruinarme. Me haría despedir del periódico.

De pronto sentí frío en la espina dorsal.

—Espera un momento. ¿Quieres decirme que te chantajeó?

—Creo que así se le llama técnicamente.

—Bien, y ¿qué sucedió?

—Hicimos una transacción. Le regalé un par de aros de brillantes.

—¿No te sometiste al chantaje, Giuseppe…?

Se encogió de hombros.

—Es muy fácil criticar, pero estaba en una posición muy difícil. Chalmers tiene bastante poder para hacerme despedir del diario. Me agrada mi trabajo. No sirvo para otra cosa. Era la palabra de ella contra la mía. No tengo muy buena reputación con respecto a las mujeres. Estaba seguro de que ella estaba haciendo «bluff» pero no podía exponerme a ningún riesgo. Los aros me costaron treinta y cuatro mil liras de manera que me parece que lo saqué bastante liviano. Mucho más liviano que uno de tus colegas.

Ahora estaba sentado, inclinado hacia adelante, mirándolo.

—¿Qué quieres decir?

—Por supuesto, te imaginarás que yo no fui el único. Había otro periodista, un norteamericano, a quien le hizo el mismo juego. No importa su nombre. Comparamos nuestros gastos, más tarde. Él le regaló un collar que le costó la mayor parte de sus ahorros. Aparentemente se especializaba con los periodistas. La influencia de su padre se hacía sentir más en ese campo.

De pronto me sentí descompuesto. Si lo que Frenzi decía era verdad, y estaba seguro de que así era, entonces era obvio que Helen me había preparado una trampa, y de no haberse caído del acantilado, también me hubiera extorsionado.

Entonces comprendí que si esta historia de Frenzi salía a luz, y la policía descubría que el misterioso Mr. Sherrard era yo, aquí estaba el obvio motivo de su asesinato. Dirían que había tratado de chantajearme; yo no podía pagar, y, para salvar mi nuevo empleo, la había empujado por el acantilado.

Ahora me tocó el turno de pasearme por la habitación. Por fortuna Frenzi no me estaba mirando. Permaneció en su silla, con los ojos fijos en el cielo raso.

—¿Comprendes ahora por qué pienso que ha sido asesinada? —continuó—. Puede haber intentado su estratagema una vez más y esa resultó demasiado. No creo que haya ido a Sorrento sola. Estoy seguro que había un hombre con ella. Si fue asesinada, lo que tiene que hacer la policía es encontrar al hombre.

No dije una palabra.

—¿Qué crees que debo hacer? He tratado de decidirlo desde que me enteré de su muerte. ¿Te parece que debo ir a la policía y decirles cómo ella trató de chantajearme? Si en verdad creen que ha sido asesinada, les daría el motivo.

Ya me había repuesto del impacto. Volví a la silla y me senté.

—Tienes que andar con cuidado —le dije—. Si Carlotti se lo refiere a Chalmers, todavía te verías en dificultades.

—Sí, comprendo eso. —Terminó su brandy, se puso de pie y volvió a llenar su copa—. ¿Pero crees que debo hacerlo?

Negué con la cabeza.

—No. Creo que debes esperar hasta que la policía esté segura de que se trata de un asesinato. Supongo que no quieres lanzarte de cabeza en una cosa así. No te conviene. Espera para ver cómo se desarrollan los acontecimientos.

—¿Pero suponte que descubran que ella y yo éramos amantes? Suponte que piensen que porque yo tenía un motivo, la maté…

—¡Oh, Giuseppe, razona! Puedes probar que estabas en otra parte lejos de Sorrento cuando ella murió, ¿no es cierto?

—Bien… sí. Estaba aquí en Roma.

—Entonces, por el amor de Dios, no dramatices.

Se encogió de hombros.

—Tienes razón. ¿De manera que crees que no debo decirle nada a la policía?

—Todavía no. Chalmers sospecha que hay un hombre implicado. Ahora está como un toro enfurecido. Si sales a luz, llegará a la conclusión de que tú eres el hombre y te perseguirá. No está de más que sepas la verdad: Helen estaba embarazada.

La copa de brandy que tenía Frenzi resbaló de entre sus dedos y cayó al· piso. El brandy hizo un pequeño lago en la alfombra. Me miró con los ojos agrandados y la boca abierta.

—¿Es cierto? Te juro que no fui yo —dijo—. ¡Gran Dios! Me alegra no haber ido a la policía antes de hablar contigo. —Levantó la copa—. ¡Mira lo que he hecho! —se dirigió a la cocina para buscar un trapo. Mientras se alejó tuve tiempo de pensar. Si Carlotti creía y podía probar que Helen había sido asesinada, haría un esfuerzo por rastrear al mitológico Sherrard. ¿Habría cubierto suficientemente bien mis huellas para evitar que me encontrara?

Frenzi volvió y enjugó el brandy de la alfombra. Sentado sobre sus talones dio voz a mis pensamientos diciendo:

—Carlotti es muy consciente. No sé que haya fracasado en ningún caso de asesinato. Podría encontrarme, Ed.

A mí también, pensé.

—Tú tienes una coartada que no puede destruir, de manera que tranquilízate. Chalmers me ha encargado encontrar al hombre que pudo haberla matado. Quizás puedas ayudarme. ¿Podría haber sido ese periodista norteamericano de quién me estabas hablando?

Frenzi meneó la cabeza.

—No. Yo estaba hablando con él la tarde en que ella murió.

—Entonces, ¿quién más hay? ¿Tienes alguna idea?

—Me temo que no.

—Hay un hombre que ella conocía que se llama Carlo. ¿Conoces a alguien llamado Carlo?

Pensó un momento, luego negó con la cabeza.

—No creo.

—¿La has visto alguna vez con un hombre?

Se frotó la mandíbula, y me miró con detención.

—La vi contigo.

Yo permanecí estático.

—¿Sí…? ¿Dónde?

—Salían juntos del cinematógrafo.

—Chalmers quería que saliera con ella. Así lo hice una o dos veces. Además de mi persona, ¿hay alguna otra que recuerdes?

Sabía que era demasiado perspicaz para que lo engañara mi tentativa de naturalidad, pero también era demasiado buen amigo para cohibirme más de lo que ya lo había hecho.

—La vi con un hombre alto, moreno, en Luigi, una vez. No se quién era.

—¿De qué altura?

—Era imponentemente alto; tenía el aspecto de un luchador.

En seguida recordé al intruso que había visto en la villa. Él también era muy alto, él también tenía los hombros de un luchador.

—¿Puedes describirlo?

—Estoy seguro de que era italiano. Diría que tenía entre veinticinco o veintiséis años; moreno, con rasgos toscos, apuesto… diría en un sentido animal, ¿entiendes? Tenía una cicatriz en la mejilla derecha; una marca zigzagueante que podría ser una vieja herida causada por un cuchillo.

—¿Y no tienes idea de quién es?

—No. Pero es fácil de reconocer si lo ves.

—Bien. ¿No se te ocurre nadie más?

Se encogió de hombros.

—Eso no es ni siquiera una idea, Ed. Este hombre fue el único excepto tú, con quien la he visto, pero puedes estar seguro que siempre andaba con alguno. Ojalá pudiera ser más útil, pero no puedo.

Me puse de pie.

—Has sido de mucho ayuda —le dije—. Ahora tranquilízate, no hagas nada ni digas nada. Trataré de encontrar este hombre. Puede ser el que ando buscando. Te mantendré al tanto. Si Carlotti llega hasta ti, tienes una buena coartada. Recuérdalo y no te preocupes.

Frenzi sonrió.

—Sí, tienes razón, confío en tu buen juicio, Ed.

Le respondí que hacía bien, nos estrechamos las manos y bajé hasta donde había dejado el Lincoln.

Mientras conducía hasta mi apartamiento, tuve la sensación de no haber perdido el tiempo. Me parecía haber encontrado la razón por la cual Helen había muerto al pie del acantilado. Era algo que no podía explicarle a Chalmers, pero, por lo menos, me daba una pista. Como había dicho Frenzi, alguien no se dejó chantajear con facilidad y Helen había muerto.

Lo que tenía que hacer ahora era encontrar a Carlo.