Eran las once y diez cuando me vi libre de Carlotti y la multitud de detectives que llegaron a mi apartamiento, empolvando todo en busca de huellas digitales, metiendo la nariz en cada cosa, fotografiando la puerta hecha pedazos y convirtiendo todo en un infierno.
Bajé para explicarle a Gina la situación y para decirle que no me esperara. Ella quiso quedarse, pero no la dejé. Tenía demasiados problemas en la mente para tenerla a mi alrededor además de la policía.
Me dijo que llamaría a la mañana, me miró preocupada, y luego se fue en un taxi.
Carlotti escuchó mis explicaciones sobre la cámara, le mostré dónde la había guardado, y examinó la cerradura rota del cajón.
No estoy seguro que creyera lo que yo le decía. Su rostro permanecía inexpresivo, pero tenía la impresión de que sólo estaba manteniendo su calma y cortesía habituales, con gran esfuerzo.
—Esto es una curiosa coincidencia, signor Dawson —dijo—. Tiene la cámara sólo por unas horas, y entran ladrones y se la roban.
—¿Sí? —respondí con sarcasmo—. Y no sólo roban la cámara, también se llevan mis trajes, mis cigarrillos, mis bebidas y mi dinero. Yo no le llamo coincidencia.
Uno de los hombres de Carlotti se acercó diciendo que no habían más huellas digitales que las mías.
Carlotti me miró pensativo y se encogió de hombros.
—Tendré que informar de esto a mi jefe —dijo.
—Infórmeselo al Presidente si lo desea —repliqué— siempre que me devuelva la ropa.
—La cámara es una pérdida seria, signor.
—No me importa un ardite la cámara. Ese es asunto suyo. Si hasta ahora no se dio cuenta de lo importante que era, no puede culparme a mí de que haya sido robada. Grandi me entregó la cámara y yo le firmé un recibo. Me dijo que ni usted ni él la necesitaban. De manera que no me mire como si yo hubiera urdido este robo para causarle problemas.
Me tranquilizó diciendo que no había necesidad de encolerizarse por un asunto tan desgraciado.
—Está bien, no estoy colérico. ¿Quiere sacar a sus hombres de aquí para arreglar esto y poder comer algo?
Les llevó una media hora más para convencerse de que el ladrón no había dejado rastro alguno y por fin, y con mucho desgano, se marcharon.
Carlotti fue el último en irse.
—Esta es una situación muy delicada —dijo y se detuvo en la puerta—. No debieron darle la cámara.
—Ya lo sé. Lo comprendo. Lo lamento por usted, pero me la dieron y usted tiene mi recibo. No puede culparme por lo que pasó. Lo lamento pero no voy a desvelarme por ello.
Comenzó a decir algo, cambió de idea, se encogió de hombros y salió.
Tenía la impresión allá en el fondo de que estuvo en un tris de acusarme de haber planeado el robo yo mismo sólo para que él no pudiera echarle mano a la cámara. Yo tampoco me engañaba. Estaba seguro de que, aun cuando la mayor parte de mi ropa, cigarrillos y tres botellas de Scotch y algunos miles de liras faltaban, el ladrón sólo había entrado con un propósito: la cámara.
Mientras ordenaba con rapidez el dormitorio y la sala, pensaba. En el fondo de mi mente tenía la imagen del intruso de hombros anchos que vi merodear en la villa de Sorrento. Estaba dispuesto a apostar que él era el hombre que había entrado para apoderarse de la cámara.
Recién terminaba de arreglar la sala cuando sonó la campanilla.
Me dirigí al hall, pensando que Carlotti había vuelto con un manojo de nuevas preguntas. Moví el picaporte y abrí la puerta. Jack Maxwell estaba parado afuera.
—¡Hola! Me he enterado de que han entrado ladrones en tu casa.
—Sí, pasa.
Miró la cerradura rota de la puerta con un interés mórbido, y luego me siguió a la sala.
—¿Robaron mucho?
—Las cosas usuales. Estoy asegurado, de manera que no importa. —Me dirigí al bar—. ¿Quieres una copa?
—Tomaría un brandy. —Se dejó caer en la silla—. ¿El viejo se mostró satisfecho en la forma en que manejé el asunto publicitario de Helen?
—Parecía que sí. ¿Tuviste muchos problemas?
—Uno o dos de los muchachos comenzaron a hacer preguntas hábiles, pero les dije que era mejor que hablaran con Chalmers. Dijeron que preferían besar a un enfermo de viruela. El viejo es sin duda uno de los hombres más queridos del mundo. —Tomó el brandy que le ofrecí—. ¿Se ha ido o está aquí todavía?
—Partió en el avión de las tres y cuarenta desde Nápoles. —Me preparé un whisky con soda—. Por ahora no me digas nada. Quiero comer algo. No he probado bocado desde la hora del almuerzo.
—Es demasiado tarde. —Tomé el receptor y llamé al encargado. Le pedí que me trajeran un sándwich de pollo y que se diera prisa.
—Bien, dame la información —dijo Maxwell, cuando colgué— ¿averiguaste qué estaba haciendo en un lugar así, sola? ¿Cómo murió?
Tuve cuidado con lo que le decía. Le informé que había un hombre en el fondo, que la policía no estaba totalmente segura de que la muerte de Helen hubiera sido accidental, y que Chalmers me había pedido que me quedara para vigilar sus intereses. No le comenté lo que June me había dicho, ni que Helen estaba embarazada.
Estaba sentado escuchando y bebiendo su brandy.
—¿De manera que no te marchas en seguida?
—Todavía, no.
—Te dije que el viejo hijo de perra querría una investigación, ¿no es cierto? Bien, gracias a Dios que no estoy complicado en este asunto.
Le respondí que era muy afortunado.
—¿Qué le pasa a la policía? ¿Por qué no están satisfechos?
—A Carlotti le gustan los misterios. Siempre hace un montante de todo.
—¿Chalmers cree que fue un accidente?
—Se muestra muy razonable.
—¿Y tú?
—No lo sé.
—Esa muchacha era una ramera. ¿No creerás que su amigo la arrojara por el acantilado?
—Espero que no. Chalmers enloquecería con una cosa así.
—Es muy probable que haya un hombre en todo esto con quien compartirla. ¿Tienes idea de quién podría ser?
—Ni la más vaga, pero no importa eso, Jack. Quiero saber algo. ¿Quién es June Chalmers?
Pareció sorprendido y luego sonrió.
—Es una «bomba», ¿verdad? Pero no te hagas ilusiones con respecto a ella. Y si las tienes olvídalas. No llegarías ni a la «primera base».
—No se trata de eso. Quiero saber quién es. ¿De dónde viene? ¿Sabes algo de ella?
—No mucho. Solía cantar en uno de los cabarets de Menotti.
Menotti otra vez pensé, alerta.
—¿Es así como se conocieron Helen y ella?
—Podría ser. ¿Se conocieron?
—Me dijo que conocía a Helen desde algunos años atrás.
—Puede ser. No lo sabía. Supe que Chalmers la había conocido en una reunión, la miró una sola vez y prácticamente se casó con ella en seguida. Para la muchacha fue una suerte que así lo hiciera. El club nocturno donde trabajaba se cerró después que mataron a Menotti. Aun cuando ciertamente tiene su hermoso palmito, no tiene voz.
El encargado nos interrumpió trayendo los sándwiches.
Maxwell se puso de pie.
—Bien, aquí están tus vituallas. Yo me marcho. ¿Cuándo es la indagatoria?
—El lunes.
—¿Supongo que irás?
—Sí, creo que sí.
—Tú mejor que yo. Bien, hasta pronto. ¿Vendrás a la oficina mañana?
—Podría ser. Te dejo a ti a cargo de eso. Oficialmente estoy todavía en vacaciones.
—Y divirtiéndote mucho —agregó sonriendo y marchándose.
Me senté a mordisquear mi sándwich. Al mismo tiempo me concentré en mis pensamientos. Había esperado encontrar una lista de números telefónicos o direcciones entre los papeles de Helen que pudieran llevarme a sus amigos. Si esa lista existió alguien la había sustraído. La única pista que tenía hasta ahora era el número de Carlo. Conocía a una muchacha que trabajaba en la compañía telefónica de Roma. Cierta vez ganó un concurso de belleza, y yo escribí un artículo sobre ella. Una cosa condujo a la otra, y durante un par de meses fuimos más que amigos. Luego la perdí de vista. Decidí buscarla a la mañana y persuadirla a que me diera la dirección de Carlo.
Aparte de Carlo, ¿quién más había?
Me rompí los sesos tratando de recordar algo que hubiera dicho Helen durante nuestros encuentros que me diera una pista para llegar hasta sus amigos. Cuando ya estaba por declararme vencido y acostarme, recordé, de pronto, que una vez había mencionado a Giuseppe Frenzi, el que escribía una columna política para L’Italia del Popolo, quien a su vez era un buen amigo mío.
Cuando Frenzi no estaba escribiendo su columna, salía con mujeres. Sostenía que una asociación con una hermosa mujer era lo único que tenía sentido en la vida. Conociendo a Frenzi, estaba seguro que él y Helen habían sido mucho más que amigos. Frenzi tenía una técnica propia, y si había de creer a Maxwell, Helen no era muchacha que dijera que no.
Pensé que Frenzi podría ser un importante cabo en esta madeja.
Miré el reloj. Eran las veintitrés y cuarenta; el comienzo del día para Frenzi, que nunca se levantaba antes de las once de la mañana y nunca se acostaba antes de las cuatro.
Levanté el receptor del teléfono y llamé a su apartamiento. Había sólo una remota posibilidad de que estuviera allí.
Respondió en seguida.
—¡Ed, vaya, qué sorpresa! —se jactaba de sus expresiones norteamericanas—. Estaba por llamarte. Recién me entero de la muerte de Helen. ¿Es verdad? ¿Está realmente muerta?
—Sí, está muerta. Quiero hablar contigo, Giuseppe. ¿Puedo ir a verte?
—Por supuesto. Te espero.
—Iré en seguida —y colgué.
Dejé el apartamiento y bajé la escalera hasta donde estaba el Lincoln.
Estaba lloviendo, como llueve en Roma, de pronto e inesperadamente. Me metí en el coche, puse en marcha el motor, y, seguidamente el limpiaparabrisas, saliendo de la playa de estacionamiento.
Frenzi tenía un apartamiento en la Via Claudia a la sombra del Coliseo. No era un trayecto de más de seis minutos.
No había mucho tránsito y mientras aceleraba vi, por el rabillo del ojo un coche que estaba estacionado cerca, que de pronto encendió sus luces y un momento después volaba por el camino detrás de mí.
Cuando pasó bajo el foco de la luz de la calle vi que era el Renault.