Al verlo allí comprendí por primera vez lo que debe sentir un criminal cuando de pronto se enfrenta con la policía. Durante un segundo más o menos, permanecí paralizado, mirándolo. Mi corazón pareció dejar de latir y luego comenzó a latir con una violencia tal que tuve dificultad para respirar. ¿Había venido a arrestarme? ¿Habría descubierto de alguna manera que yo era Sherrard?
Gina apareció en el dintel de la puerta de la sala.
—Buenas noches, teniente —dijo. Su voz tranquila y serena tuvo el efecto de apaciguarme.
Carlotti se inclinó para saludarla.
Yo permanecí a un lado.
—Entre, teniente.
Carlotti se adelantó.
—El sargento Anoni —dijo, señalando con la cabeza a su compañero, quien lo siguió al hall.
Yo indiqué el camino hacia la sala. Ya me había recuperado de la primera impresión de ver a Carlotti, pero todavía estaba un poco sacudido.
—Esto es inesperado, teniente —dije—, ¿sabía que yo estaba en el apartamiento?
—Pasaba por aquí. Vi luces y tuve curiosidad por saber quién había venido. Es una suerte. Quiero hablar con usted.
Anoni, bajo, grueso, con una cara chata e inexpresiva, estaba reclinado contra la pared, al lado de la puerta. Parecía no interesarse en los acontecimientos.
—Bien, tome asiento —le dije mostrando a Carlotti una silla con la mano—. Estamos tomando una copa. ¿Quiere acompañarnos?
—No, gracias.
Anduvo por la habitación con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Dirigiéndose a la ventana, miró hacia afuera; luego, dándose vuelta, vino hacia donde yo estaba parado y se sentó cerca de mí. Yo también tomé asiento. Gina lo hizo en el brazo de un sillón.
—Esta mañana me enteré por el teniente Grandi que usted había recogido la cámara de la signorina Chalmers —dijo Carlotti.
Sorprendido respondí:
—Así es. Grandi dijo que había terminado con ella.
—Eso creí, pero he estado reflexionando acerca de esa cámara. —Carlotti sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. Sabía que no debía ofrecernos ni a Gina ni a mí esta marquilla que fumaba—. Creo que me apresuré un poco al dejar de lado la cámara. ¿No tiene objeción en devolvérmela?
—Por supuesto que no. Se la llevaré mañana a la mañana. ¿Está bien?
—¿No está aquí?
—No. Está en mi apartamiento.
—Quizás no resulte demasiado molesto si la recogemos esta noche.
—Está bien. —Encendí un cigarrillo y me miré al espejo. Necesitaba un trago—. ¿Por qué este repentino interés en la cámara, teniente?
—Reflexionando, me sorprende que no haya tenido una película adentro.
—Ha pensado en eso un poco tarde… ¿no le parece?
Se encogió de hombros.
—En un primer momento pensé que era posible que la signorina hubiera olvidado poner una película en la cámara, pero luego hablé con un experto. Teniendo presente que el indicador de la cámara demostraba que se habían utilizado doce pies de película, parecería que había película en la cámara y que alguien la sacó. No estoy muy familiarizado con cámaras cinematográficas. Ahora comprendo que la dejé de lado demasiado pronto.
—Bien, no hay perjuicio alguno. La tendrá esta noche.
—¿No tiene idea de quién ha sacado la película?
—No, salvo que fuera la misma signorina.
—La película se sacó aparentemente sin abrir la traba. Eso significaría que la película estaría expuesta a la luz a medida que se sacaba y por ende estaría arruinada. La signorina no haría una cosa así.
—Supongo que no. —Me recliné en la silla—. Pensé que el asunto estaba terminado, teniente. Ahora parece tener algunas dudas.
—Las dudas me han sido impuestas —respondió Carlotti—. La signorina compró diez cajas de películas. Faltan. También faltaba la película en la cámara. Registré el apartamiento hoy a la mañana. No hay papeles privados que informen nada. Considerando que la signorina permaneció aquí casi trece semanas, parece extraño que aparentemente no haya recibido ni escrito una carta, que no haya tenido cuentas, ni seguido un diario, que no tuviera una libreta con números telefónicos. Es extraño, salvo, por supuesto, que alguien hubiera estado acá y retirado todos los papeles privados.
—Yo también advertí eso —dije poniendo mi vaso sobre la mesa—. También, por supuesto, ella podría haber ordenado las cosas antes de partir.
—Eso es posible, pero no probable. ¿Está aquí para cerrar el apartamiento?
—Sí. Chalmers me dijo que me deshiciera de todas sus cosas —Carlotti estudió sus uñas inmaculadas, luego me miró de frente.
—Lamento alterar sus arreglos, pero debo pedirle que por el momento deje las cosas como están. Intento cerrar y sellar el apartamiento hasta después de la investigación.
Tenía que protestar por esto, aun cuando ahora estaba seguro de lo que pasaba por su mente.
—¿Por qué, teniente?
—Digamos que es una rutina normal —respondió Carlotti con suavidad—. Es posible que haya una investigación después de la encuesta.
—Pero entiendo, por lo que dijo Chalmers, que el forense está de acuerdo en dar un veredicto de muerte accidental.
Carlotti sonrió.
—Creo que esa fue su intención, basada en las evidencias que tenía, pero como la encuesta no se hará hasta el lunes, es posible que surjan nuevas evidencias que arrojen luz sobre la situación.
—A Chalmers no le agradará.
—Es muy lamentable.
Era obvio que ya no temía a Chalmers.
—¿Ha hablado ya con su jefe? —pregunté—. Creo que Chalmers también tuvo una conversación con él.
Carlotti sacudió la ceniza del cigarrillo dentro de su mano y luego la tiró a la alfombra.
—Mi jefe está de acuerdo conmigo. Es posible que la muerte de la signorina fuera un accidente, pero la falta de las películas, este norteamericano que fue visto en Sorrento, el hecho de que este apartamiento ha sido despojado de todos los papeles personales, nos obliga a pensar que hay motivos para hacer una investigación. —Me echó una larga bocanada de humo—. También hay otra cosa que me intriga. Me dice el gerente del banco de la signorina que ella tenía una mensualidad de sesenta dólares semanales. Cuando llegó a Roma tenía un pequeño baúl y una maleta. Probablemente ha visto lo que contenían sus placards y los cajones de la otra habitación. ¿Me pregunto de dónde salió el dinero para todas estas cosas?
Era evidente que había comenzado a indagar la conducta de Helen, y recordé la mirada de miedo de June cuando me pidió que no ahondara en ese pasado.
—Advierto que tiene algunos problemas —le dije con la mayor indiferencia que pude.
—Será mejor que vayamos ahora a su apartamiento y recojamos la cámara —dijo Carlotti poniéndose de pie—. Así no necesitaré molestarlo otra vez.
—Bien. —Me incorporé diciendo—. Gina, ven con nosotros. Comeremos después de darle la cámara al teniente.
—¿Quiere ser tan amable de darme la llave de este apartamiento? —dijo Carlotti—. Se la devolveré dentro de pocos días.
Le di la llave, que entregó a Anoni.
Salimos al corredor. Anoni no vino con nosotros. Permaneció en el apartamiento.
Mientras los tres descendíamos en el ascensor, preguntó Carlotti:
—Ese número de patente que me dio, ¿no tenía nada que ver con la signorina?
—Ya se lo dije. Ese individuo casi se me echó encima. No se detuvo. Me pareció que había tomado bien el número, pero es evidente que no fue así.
Sentía sus ojos en mi cara. No hablamos más hasta que estuvimos en el coche y entonces dijo:
—¿Puede darme los nombres de algunos amigos de la signorina?
—Lo lamento, no puedo. Ya le dije que apenas la conocía.
—¿Pero ha hablado con ella?
La suavidad de su tono me puso en guardia.
—Por supuesto, pero no me dijo nada de su vida en Roma. Después de todo era la hija de mi jefe, y no se me pasó por la cabeza dudar de ella.
—¿La llevó a comer al restaurante de Trevi hace cuatro semanas?
Sentí como si alguien me hubiera dado un puñetazo debajo del corazón. ¿Cuánto más sabía? Alguien debió vernos. No me atrevía a mentirle.
—Ahora que lo recuerdo creo que sí. La encontré por casualidad en momentos en que yo iba a comer, y la invité.
Hubo una pausa y dijo:
—Comprendo.
Enfilé con el coche por la calle donde vivo y me detuve frente a mi entrada privada.
Había una atmósfera bastante tensa en el automóvil. Mi corazón latía con tanta fuerza contra mi costado que tuve miedo de que lo oyeran.
—¿Y esa fue la única oportunidad en que salió con ella?
Mi mente trabajaba a toda velocidad. Habíamos estado en dos cinematógrafos, y comido dos o tres veces juntos.
Para ganar tiempo pregunté:
—¿Qué dijo?
Abrí la puerta del coche y salí. Él me siguió a la acera.
Paciente, y sin muchas esperanzas, repitió la pregunta.
—Que recuerde. —Me incliné hacia el coche—. No tardaré mucho —dije a Gina—. Espérame aquí y comeremos juntos.
Carlotti siguió tras de mí por la escalera de espiral. Estaba canturreando entre dientes y podía sentir sus ojos fijos en mi nuca.
Caminé por el pasillo que conduce directamente a la puerta de entrada. Estaba en la mitad del pasillo cuando advertí que la puerta estaba entreabierta. Me detuve de pronto.
—¡Vaya… esto sí que es curioso! —dije.
—¿La dejó cerrada cuando salió? —preguntó Carlotti, adelantándoseme.
—Por supuesto.
Llegamos a la puerta juntos.
—¡Oh, maldición! Parece que han entrado ladrones —dije señalando la cerradura rota de la puerta. Hice un movimiento para entrar en el hall, pero Carlotti me hizo retroceder.
—Por favor… déjeme que yo entre primero —dijo con sequedad, y moviéndose silenciosamente, entró al hall, lo cruzó con dos pasos rápidos y abrió la puerta de la sala. Yo estaba pegado a sus talones.
Todas las luces encendidas. Nos detuvimos en el umbral de la puerta y miramos a la habitación que parecía como si hubiera sido castigada por un huracán.
Todo estaba en desorden. Los armarios abiertos, un par de sillas caídas, todos los cajones del escritorio abiertos, y todos mis papeles esparcidos por el piso.
Carlotti entró en mi dormitorio. Luego lo oí pasar al cuarto de baño.
Me dirigí al escritorio. Busqué en el fondo del cajón donde había ocultado la cámara bajo llave. La cerradura había sido forzada, y por supuesto, la cámara había desaparecido.