Llegué a Roma alrededor de las seis.
Durante el trayecto busqué al Renault, pero no lo vi. Dejando el Lincoln en la playa de estacionamiento, caminé por la escalera privada que lleva directamente a mi apartamiento.
Abrí la puerta de calle, llevé mi maleta al dormitorio; volviendo a la sala, me preparé un whisky con soda y luego me senté al lado del teléfono. Llamé a Carlotti.
Después de alguna demora alguien atendió.
—Soy Dawson; acabo de llegar.
—¿Sí? ¿El signor Chalmers ya ha partido para Nueva York?
—Así es. El forense parece estar de acuerdo en que fue un accidente… ¿sabe usted algo?
—No sabría decirle —respondió Carlotti—. La investigación comienza el lunes.
—Chalmers ha hablado con él. También ha hablado con su jefe —respondí mirando la pared de enfrente.
—Tampoco sé nada de eso.
Hubo una pausa, pero como parecía dispuesto a actuar en forma elocuente, continué:
—Quiero pedirle un favor. Necesito información acerca de un automóvil cuyo número de patente le voy a dar.
—Por supuesto. Deme el número y lo volveré a llamar.
Le dí el número del Renault.
—No demoraré mucho.
Colgué y me instalé cómodamente en mi sillón. Tenía el whisky con soda en la mano mientras miraba pasar el tránsito que daba vuelta alrededor del Forum.
Permanecí así durante diez minutos, sin pensar, dejando que mí mente vagara hasta que sonó el teléfono.
—¿Está seguro que no se ha equivocado al darme el número del coche? —preguntó Carlotti.
De eso estaba seguro.
—No lo creo… ¿por qué?
—Porque ese número no está registrado.
Me pasé los dedos por entre el pelo.
—Comprendo. —No quería despertar su curiosidad—. Lo lamento, teniente. Pensándolo bien, podría haberme equivocado.
—¿Tiene alguna razón para preguntármelo? ¿Tiene algo que ver con la muerte de la signorina Chalmers?
Sonreí sin muchas ganas.
—Se trata de un individuo que pasó rozando mi coche. Pensé denunciarlo.
Hubo una breve pausa; luego Carlotti dijo:
—No vacile en pedirme ayuda cuando lo necesite. Para eso estoy aquí.
Le agradecí y colgué.
Encendí un cigarrillo y continué mirando por la ventana. El asunto se estaba complicando.
Aun cuando tenía mucho sentido el argumento de June de que Chalmers podía volverse contra mi si le demostraba cómo había sido en realidad la hija con la que estaba tan encariñado, sabía que no pensaba en mí cuando me pidió que dejara de lado la investigación; temía que saliera a luz algo que pudiera afectarla.
Yo también sabía que si mentía con respecto a la investigación, Chalmers se enteraría. Me despediría y pondría a algún otro en mi puesto.
También sabía que si Carlotti sospechaba que Helen había sido asesinada, nadie, sin mencionar a Chalmers, impediría que buscara el asesino.
Me levanté de la silla y me dirigí al teléfono. Llamé a Maxwell.
La operadora me informó que no contestaban de la oficina, así es que le rogué que me conectara con el hotel donde vivía Maxwell. El empleado me dijo que Maxwell había salido. Respondí que volvería a llamar y colgué.
Encendí otro cigarrillo y me pregunté cuál sería mi próximo movimiento. Me parecía que debía llevar adelante la investigación. Decidí ir al apartamiento de Helen. Podría o no encontrar algo que me diera una pista en este rompecabezas.
Guardé la cámara en un cajón de mi escritorio, y luego salí en busca del Lincoln. No me preocupé de sacar mi coche del garaje; utilicé el Lincoln. Me tomó veinte minutos llegar al edificio del apartamiento de Helen. Cargué sus maletas en un ascensor automático y luego hasta la puerta de entrada.
Saqué la llave Yale que Chalmers me había dado, y miré mi reloj. Eran las ocho menos veinte. Abrí la puerta y entré al hall.
Un débil aroma de su perfume me produjo una sensación fantasmal mientras cruzaba el hall hasta la sala. Parecía que sólo pocas horas antes ella y yo estábamos hablando sobre nuestra proyectada estadía en Sorrento; sólo pocas horas desde que la besé por primera y única vez.
Me detuve bajo el dintel de la puerta y miré, al otro lado de la habitación, el escritorio donde hablan estado las diez cajas de películas, pero ya no estaban allí. Había existido la remota posibilidad de que hubiera olvidado llevarlas a Sorrento. Que no estuvieran en el escritorio subrayaba el hecho de que alguien las había robado en la villa.
Entré en la habitación y miré en derredor. Después de un momento de vacilación me dirigí al escritorio y me senté frente a él. Abrí un cajón tras otro. Topé con las cosas corrientes que se espera encontrar en los cajones de un escritorio: papel de cartas, papel secante, tinta, gomitas y cosas así. Encontré todo eso, pero no encontré ningún papel personal, cuentas, cartas o diario, en ninguna parte. Me tomó algunos momentos comprender que alguien debía haber estado aquí antes que yo, llevándose del escritorio todo trozo de papel usado. ¿Sería la policía, o la misma persona que robó las películas?
Intranquilo, me dirigí al dormitorio. Hasta que revisé los distintos placards y los cajones de la cómoda no comprendí cuán lujoso y caro era el guardarropa de Helen. Chalmers me había ordenado que me deshiciera de todas sus cosas, pero contemplando las docenas de vestidos, tapados, zapatos, tres cajones llenos de ropa interior y un cajón repleto de joyas, comprendí que el trabajo era mucho para hacerlo solo, y decidí recurrir a la ayuda de Gina.
Volví a la sala y la llamé por teléfono. Fue una suerte encontrarla. Me dijo que en ese momento se proponía salir a comer afuera.
—¿Podrías venir acá? —le di la dirección—. Tengo un trabajo inmenso para ti. Toma un taxi. Cuando terminemos te llevaré a comer.
Respondió que vendría en seguida.
Mientras colgaba el auricular advertí en la pared próxima al teléfono un número telefónico escrito con lápiz. Me incliné para mirarlo. Apenas se distinguía y sólo encendiendo la lámpara pude leerlo. Era un número de Roma.
Se me ocurrió que Helen no lo hubiera anotado en la pared si no fuera importante para ella, y un número al cual hubiera llamado con frecuencia. Había buscado una libreta de números telefónicos cuando registré el escritorio, pero no la había encontrado. El hecho de que no hubiera otros números escritos en la pared me pareció significativo.
En la excitación del momento tomé el receptor y llamé al número. Lamenté el impulso tan pronto oí el burr-burr del llamado. Por lo que yo sabía podría ser el número de X, y no quería que sospechara que ya andaba sobre su pista. Estaba por colgar el receptor cuando oí el clic en el teléfono. Mi tímpano casi estalló cuando una voz chilló en italiano:
—¿QUÉ ES LO QUE QUIERE?
Era la voz más violenta e incontrolada que hubiera oído por teléfono.
Mantuve el auricular lejos de mi oído y escuché.
Podía oír el débil sonido de la música: algún tenor cantaba posiblemente en la radio El lucevan le stelle.
El hombre que contestó el teléfono gritó:
—¡HOLA! ¿QUIÉN ES?
Su voz atronadora era imponente.
Pasé la uña sobre la bocina del teléfono para retener su atención.
Luego oí que una mujer decía:
—¿Quién es, Carlo? ¿Es necesario gritar así? —hablaba con un fuerte acento norteamericano.
—Nadie contesta —le replicó en inglés en un tono algo más suave.
Hubo un clic, cuando dejó el receptor.
Me quedé mirando por la ventana. Carlo… y una mujer norteamericana.
Con mucho cuidado colgué. Podría significar algo o nada. Helen podía haber hecho muchos amigos durante su estadía en Roma. Carlo pudo haber sido sólo un amigo, pero el número anotado en la pared era intrigante. Si no era más que un amigo, ¿por qué tendría el número anotado en la pared? Por supuesto podría habérselo dado por teléfono, y no teniendo ella a mano un anotador lo escribió en la pared. Esa podía ser una explicación, pero en cierto modo yo no lo creía. Si esto hubiera sucedido, seguramente ella lo hubiera borrado, después de anotarlo en su libreta.
Apunté el número en la solapa de un sobre; luego, mientras ponía el sobre en mi billetera, sonó el timbre.
Hice entrar a Gina al apartamiento.
—Antes de hablar —le dije— ven, quiero que mires esto. Chalmers desea que me deshaga de todo. Me dijo que lo vendiera y diera el dinero a un instituto de beneficencia. Es una buena tarea. Hay bastante ropa como para abrir una tienda.
La llevé al dormitorio y me quedé atrás mientras ella miraba los placards y cajones.
—No va a resultar difícil, Ed —me dijo—. Conozco una mujer que se especializa en buena ropa de segunda mano. Hará una oferta sobre todo el conjunto y lo llevará.
Respiré aliviado.
—¡Qué suerte! Esperaba que tuvieras una solución. No me importa lo que ofrezca con tal de que se lleve todo y nos saquemos el apartamiento de entre las manos.
—La signorina Chalmers debe haber tenido mucho dinero —exclamó Gina, examinando los vestidos—. Algunos están sin estrenar, y han sido comprados en las casas más caras de Roma.
—Bien; no recibía el dinero de Chalmers; supongo que alguien se lo daba.
Gina se encogió de hombros y cerró la puerta del placard.
—No consiguió todas estas cosas a cambio de nada. No la envidio.
—Ven a la otra habitación; quiero hablar contigo. —Me siguió a la sala y se dejó caer en, una silla.
—Ed, ¿por qué se hacía llamar Mrs. Douglas Sherrard?
Si las paredes de la habitación se hubieran caído de pronto sobre mí, no me hubiera sentido más atolondrado.
—¿Qué…? ¿Qué es lo que dices? —pregunté mirándola.
Ella me devolvió la mirada.
—Te pregunté, ¿por qué se hacía llamar Mrs. Douglas Sherrard? Es obvio que no debí hacerlo. Lo lamento.
—¿Cómo sabes que se hacía llamar de esa manera?
—Reconocí la voz cuando llamó poco antes de salir tú de vacaciones.
Debí de haber sabido que Gina reconocería la voz de Helen por teléfono. Había hablado dos veces con Helen cuando por primera vez llegó a Roma, y Gina tenía una memoria prodigiosa para las voces.
Me dirigí al bar.
—¿Quieres algo de beber, Gina? —pregunté tratando de mantener mi voz normal.
—Sí, Campari, por favor.
Saqué la botella de Campari y otra de Scotch. Me preparé un trago fuerte, y Campari con soda para Gina y traje los vasos.
Conocía a Gina desde hacía cuatro años. Hubo un momento en que creí estar enamorado de ella. Trabajar con ella un día tras otro, la mayor parte del tiempo solos, había ofrecido la tentación de intimar con Gina. A causa de esto tuve cuidado de mantener nuestras relaciones más o menos en términos de trabajo.
Había conocido a muchos periodistas que trabajaban en Roma que habían intimado demasiado con sus secretarias. Tarde o temprano las muchachas escapaban al control o algún visitante importante descubría el enredo y allí empezaban los problemas. De manera que fui estricto conmigo mismo con respecto a Gina. Nunca le hice la menor insinuación, Y sin embargo algo nos unía, algo que no se había hablado, ni prevenido, que me daba la convicción de que, cualquiera fuera la emergencia, podía confiar por completo en ella.
Decidí mientras preparaba las bebidas relatarle toda la historia sin ocultar nada. Tenía mucha fe en sus opiniones y, sabiendo el embrollo en que me encontraba, sentía que era hora de consultar una opinión imparcial.
—¿Te molestaría si te convirtiera en mi madre confesora, Gina? —le dije sentándome frente a ella—. Tengo muchas cosas dentro de mí que me gustaría compartir con alguien.
—Si hay algo que pueda hacer…
El timbre de la puerta la interrumpió. Durante un largo momento nos miramos.
—Vaya, ¿quién puede ser? —pregunté poniéndome de pie.
—Quizás sea el encargado queriendo saber quién está acá —dijo Gina.
—Sí, podría ser.
Crucé la habitación Y salí al hall. Cuando llegué al picaporte, la campanilla sonó otra vez.
Abrí la puerta.
El teniente Carlotti estaba en el corredor. Detrás de él había otro detective.
—Buenas noches —dijo Carlotti—. ¿Puedo entrar?