A las nueve en punto de la mañana siguiente estaba afuera del hotel Vesuvius con el Rons alquilado, según me habían ordenado.
La prensa italiana dio a la muerte de Helen gran difusión. Todos los periódicos publicaron su retrato mostrándola como yo la había conocido la primera vez, con sus anteojos de carey, el pelo tirado hacia atrás y una expresión seria e intelectual.
Tan pronto como dejé a Chalmers la noche anterior, llamé a Maxwell. Le dí instrucciones de dar la noticia.
—No hagas alharaca —dije—. Hazlo parecer una cosa común y corriente. La historia que debes dar a publicidad es que estaba pasando las vacaciones en Sorrento, que usaba una cámara filmadora y absorta en lo que estaba filmando perdió pie y cayó por el acantilado.
—¿Quién va a tragarse una cosa así? —preguntó con la voz excitada—. Querrán saber qué hacía viviendo sola en una villa tan grande.
—Ya lo sé. Pero esa es la historia, Jack, y debes atenerte a ella. Veremos que hacemos cuando las cosas se presenten. Esto es lo que quiere el viejo, y si te interesa conservar el puesto, así tiene que ser. —Corté antes que pudiera discutirlo más.
Me alegré cuando vi los periódicos de la mañana. Había seguido mis instrucciones al pie de la letra. La prensa traía la historia y la fotografía y eso era todo. A nadie se le ocurrió expresar una opinión. Sólo establecían los hechos, con sobriedad y sin histeria.
Alrededor de las nueve y diez, Chalmers salió del hotel y subió al asiento de atrás del Rolls. Tenía un montón de diarios bajo el brazo y el cigarro entre sus dientes. Ni siquiera me saludó con la cabeza.
Sabía dónde quería ir, de manera que no perdí tiempo preguntándoselo. Me senté al lado del chófer, le dije que nos llevara a Sorrento, de prisa.
Era una sorpresa que June Chalmers no hubiera venido. Desde donde estaba sentado podía ver por el espejo retrovisor a Chalmers mientras leía los diarios. Los vio uno por uno rápida e inquisidoramente, dejándolos caer en el piso del coche cuando acababa de leer lo que le interesaba.
Cuando llegamos a Sorrento había leído todos los periódicos. Sentado, fumando su cigarro miraba por la ventanilla comunicándose con el único dios que jamás conocería: consigo mismo.
Dirigí al chófer a la morgue. Cuando el Rolls llegó al pequeño edificio, Chalmers descendió, y haciéndome un gesto para que me quedara donde estaba, entró solo.
Encendí un cigarrillo y traté de no pensar en lo que iba a ver, pero tenía clavado en la memoria el rostro destrozado de Helen, hasta había soñado con ella la noche anterior.
Chalmers estuvo adentro durante veinte minutos. Cuando salió, caminó con tanta rapidez como cuando había entrado. Su cigarro, fumado hasta quedar reducido a una pulgada y media, aún estaba entre sus dientes. Pensé que contemplar a la hija muerta con un cigarro en la boca era jugar el papel del «hombre de hierro» al extremo.
Entró al asiento de atrás del Rolls antes de que tuviera tiempo de salir y abrirle la puerta.
—Bien, Dawson, ahora iremos a la villa.
No se dijo una palabra durante el trayecto a la villa. Cuando llegamos me bajé del coche para abrir los portones de hierro forjado y volví a subir al automóvil. Luego de haber serpenteado por el camino de entrada, vi al convertible todavía estacionado en la explanada, frente a la puerta principal.
Mientras Chalmers se bajaba del coche preguntó:
—¿Es éste su automóvil?
Le dije que sí.
Le echó una ojeada y subió los peldaños y entró a la villa. Lo seguí.
El chófer nos observaba sin interés. Tan pronto como Chalmers le dio la espalda, encendió un cigarrillo.
Yo me quedé en el fondo mientras Chalmers recorría la villa. Dejó el dormitorio para el final y allí se demoró un tiempo. Curioso por saber qué hacía, me llegué hasta la puerta y miré.
Estaba sentado en la cama al lado de una de las maletas de Helen, y sus manos grandes, gruesas estaban hundidas entre la ropa interior de nylon mientras miraba fijamente por la ventana.
Su rostro tenía una expresión que me dejó helado, me volví con cautela hasta un lugar donde no podía verlo, me senté y encendí un cigarrillo.
Los últimos dos días habían sido los peores de mi vida. Me sentía atrapado y estaba esperando que el cazador llegara y terminara conmigo.
El hecho de que Carlotti me hubiera seguido el rastro desde Sorrento a la villa, que supiera que vestía un traje gris, que supiera exactamente el momento en que Helen había muerto, y que yo, el hombre misterioso vestido de gris, había estado allí a esa hora, me ponía la carne de gallina.
Había permanecido despierto la mayor parte de la noche, preocupado y pensando, y mientras estaba sentado y esperando que Chalmers revisara las cosas de su hija, todavía estaba preocupado.
En un momento dado salió en silencio, atravesó el pasillo y se dirigió a la ventana.
Lo observé, preguntándome en qué estaría pensando. Así permaneció algunos minutos; luego se volvió para sentarse en una silla próxima a la mía.
—¿No vio mucho a Helen mientras ella estuvo en Roma? —me preguntó mirándome con sus ojos color de lluvia.
Esta pregunta era inesperada y me sentí paralizado.
—No. La llamé dos veces, pero parece que no le interesaba encontrarse conmigo —le respondí—. Presumo que me consideraba un empleado de su padre.
Chalmers asintió.
—¿No tiene idea de quiénes eran sus amigos?
—Me temo que no.
—Es evidente que frecuentaba malas compañías.
No respondí.
—Supongo que ese individuo Sherrard le regaló las joyas y el coche —continuó, mirando sus manos pecosas—. Parecería que he cometido una equivocación dándole tan poco dinero. Debí de haberle dado más y enviado a una señora para que la acompañara. Cuando un hombre apuesto aparece, con dinero, y dispuesto a hacer regalos generosos, por decente que sea una muchacha, es una gran tentación caer en sus redes. Conozco bastante la naturaleza humana para saber eso. Debí evitar que cayera en semejante tentación. —Sacó un cigarro y comenzó a sacarle la envoltura de celofán—. Era una niña muy decente, Dawson —continuó—. Era una estudiante, una niña responsable. Quería estudiar arquitectura. Por eso la dejé venir a Italia. ¡Roma es el paraíso de los arquitectos!
Yo saqué el pañuelo y me enjugué la cara. No dije nada.
—Tengo muy buena opinión de usted —continuó diciendo—. No le daría el Departamento de Exterior sino fuera así. He convenido con el forense en que dará el veredicto de muerte accidental. No se hablará de embarazo. He hablado con el jefe de policía. Acordó en dejar el asunto como está. La prensa también va a hacer lo mismo. También he hablado con respecto a eso. De manera que ahora tenemos un campo despejado. Esto se lo voy a encargar a usted. Tengo que estar en Nueva York pasado mañana. No tengo tiempo para ahondar en esto personalmente, pero usted sí. Desde ahora, Dawson, usted no tiene otra cosa que hacer que encontrar a Sherrard.
Helado, me quedé mirándolo.
—¿Encontrar a Sherrard? —repetí estúpidamente.
Chalmers asintió.
—Eso es. Sherrard sedujo a mi hija, y ahora lo pagará bien. Pero primero tenemos que encontrarlo. Esa será su tarea. Puede contar con todo el dinero que necesite y con toda la ayuda, también. Puede contratar un rebaño de detectives privados. Le enviaré algunos desde Nueva York si aquí no hay buenos. No será fácil. Es obvio que no usaba su verdadero nombre, pero en alguna parte debe haber dejado una pista, y una vez que la encuentre hallará otras y luego lo encontrará a él.
—Puede contar conmigo, Mr. Chalmers —conseguí decir no sé cómo.
—Hágame saber cómo va a encarar el asunto. Quiero que me informe de cada uno de los movimientos que haga. Si pienso en algo se lo haré saber. Lo que hay que hacer es encontrarlo, y encontrarlo pronto.
—¿Qué sucederá cuando lo encontremos?
Tenía que hacer esa pregunta. Tenía que saberlo. Me miró, y había una expresión en sus ojos que hizo que mi boca se secara.
—Esta es la forma en que yo lo veo —dijo—. Helen conoció a este canalla poco después de llegar a Roma. No le llevó mucho tiempo seducirla. El médico dijo que estaba embarazada de dos meses. Llegó a Roma hace catorce semanas, de manera que anduvo bien ligero. Probablemente ella le dijo lo que pasaba, y como todos los miserables de su tipo, comenzó a rehuirla. Supongo que Helen tomó esta villa en la esperanza de reconquistarlo. —Volvió la cabeza para mirar el corredor—. Es muy romántico, ¿verdad? Supongo que esperaba que el ambiente lo conmoviera. Por lo que dice ese miserable detective, Sherrard o como quiera que se llame vino, pero no se conmovió.
Crucé las piernas. Tenía que hacer algo. No podía seguir sentado como un estúpido congelado.
—¿Sabe lo que creo? —continuó Chalmers, volviendo toda la fuerza de su gran personalidad hacia mí—. Creo que la muerte de Helen no fue un accidente. Creo que tenemos dos alternativas: o trató de inducirlo a casarse con ella amenazándolo con suicidarse, y cuando él le dijo que saltara, Helen saltó o… para silenciarla la empujó por el acantilado.
—¿Cómo puede creer eso…? —comencé a decir, mi voz parecía salir de un túnel.
—No creo que ella haya saltado, —se inclinó hacia adelante, con una cara y unos ojos que aterraban— ¡creo que él la mató! Sabía que era hija mía. Sabía que tarde o temprano me enteraría de lo que le había hecho. Sabía que si se ponía en mi camino no tendría la más mínima oportunidad. De manera que la llevó hasta la cima y la empujó.
—¡Pero eso es un asesinato! —repliqué.
Descubrió los dientes en una sonrisa sin alegría.
—Por supuesto que es un asesinato, pero no tiene que preocuparse por eso. Todo lo que usted tiene que hacer es encontrarlo; ¡luego me encargo yo! Deje que todos piensen que se trata de un accidente. No quiero publicidad con respecto a eso. Nadie va a reírse a mis espaldas porque estaba embarazada. Si este individuo es arrestado y procesado por asesinato, toda la sucia historia saldrá a luz, y no quiero que suceda eso. Pero no significa que no voy a hacerle pagar por lo que ha hecho. Puedo matarlo a mi manera, y es lo que me propongo hacer. —Ahora sus ojos echaban chispas—. No piense que voy a asesinarlo. No estoy tan loco, pero puedo hacer de su vida tal infierno, que al fin se alegrará de saltarse la tapa de los sesos. Tengo poder y dinero para hacerlo, y eso es lo que voy a hacer. Lo perseguiré primero en las cosas básicas de la vida. Haré que lo despidan de su casa o apartamiento o donde quiera que viva. Puedo impedirle que tenga un automóvil. Puedo hacer que no vaya a ningún restaurante decente. ¿Piense usted que son cosas pequeñas? Imagine lo que sentiría usted. Luego puedo quitarle el dinero y despojarlo de sus valores. Puedo hacerle perder el empleo, y asegurarme que nadie le dé otro. Puedo contratar maleantes para que lo golpeen de tanto en tanto hasta que esté demasiado asustado para atreverse a salir a la calle durante la noche. Hasta puedo hacer que pierda el pasaporte. Entonces, cuando comience a pensar que la vida es mala, empezaré a perseguirlo en verdad. —Empujó hacia afuera la mandíbula y su cara enrojeció—. De cuando en cuando encuentro personajes extraños, rudos, gente que está un poco desequilibrada. Conozco a un individuo que dejaría ciego a este canalla por un par de cientos de dólares. Le sacaría los ojos, y se quedaría tan tranquilo. —De pronto sonrió; la sonrisa me heló—. Haré que lo pague, Dawson, no se equivoque con respecto a eso. —Con un grueso dedo golpeteaba la rodilla—. Encuéntrelo usted… y me encargaré de él.