3

Llegué al aeropuerto de Nápoles pocos minutos antes de las dieciocho. Me informaron que el avión de Nueva York llegaba a horario, y que debería aterrizar en cualquier momento.

Me dirigí hasta las barreras, encendí un cigarrillo y esperé. Había cuatro personas aguardando. Dos señoras mayores, el tercero un francés grueso y la cuarta una rubia platinada con un busto que sólo se ve en las páginas de Esquire. Vestía un traje de piel de tiburón blanco, y un pequeño sombrero negro con un adorno de brillantes que debía costar un montón de dinero.

La miré y ella se volvió. Nuestros ojos se encontraron.

—Perdóneme. ¿Es usted Mr. Dawson? —me preguntó.

—Así es —respondí sorprendido. Me quité el sombrero.

—Yo soy Mrs. Sherwin Chalmers.

Me quedé mirándola.

—¿Sí…? Mr. Chalmers no ha llegado todavía, ¿verdad?

—Oh, no. He estado haciendo compras en París durante la semana pasada —sus ojos de color violeta profundo indagaban en mi cara. Poseía la belleza dura de las coristas de Nueva York. No podía tener más de veintitrés o veinticuatro años, pero había una mundanalidad en ella que la hacía parecer mucho mayor—. Mi marido me telegrafió para que lo esperara. Es una noticia horrorosa.

—Sí.

Yo me afanaba con el sombrero.

—Una cosa terrible… ¡era tan joven!

—Es espantoso.

Había algo en la forma en que continuaba mirándome que me hacía sentir incómodo.

—¿La conocía usted bien. Mr. Dawson?

—Casi nada.

—No alcanzo a comprender cómo pudo caerse…

—La policía cree que estaba filmando y que no se fijó por dónde andaba.

El ruido de un avión que se acercaba cortó esta incómoda conversación de golpe.

—Creo que está entrando el avión —comenté. Estábamos uno al lado del otro, observando aterrizar el avión. Pocos minutos después, los pasajeros comenzaron a descender. Chalmers fue el primero en salir. Pasó de prisa por la barrera. Me hice a un lado para permitirle saludar a su esposa. Hablaron unos momentos, y luego se acercó a mí y me tendió la mano. Me miró con fijeza y diciendo que quería llegar al hotel lo más rápidamente posible, que no quería hablar del asunto de Helen en este momento y que deseaba que concertara una entrevista con la policía en su hotel para las siete.

Él y su esposa subieron al asiento de atrás del Rolls que yo había alquilado para Chalmers, y como no me invitaron, me senté en el asiento de adelante con el chófer.

En el hotel me despidió con un breve:

—Lo veré a las siete, Dawson —y el ascensor los llevó en abrir y cerrar de ojos hasta el cuarto piso, dejándome casi sin aliento.

Había visto fotografías de Chalmers, pero en carne y hueso era más imponente. Aun cuando era bajo, grueso y con una constitución de barril, tenía un halo que me reducía a mí y a todos los que lo rodeaban al tamaño de pigmeos. La mejor descripción que puedo dar de él es que me recordaba a Mussolini en su momento cumbre. Tenía la misma mandíbula autoritaria y prominente, la misma tez oscura y los mismos ojos agudos. No parecía posible que pudiera haber sido el padre de una muchacha como Helen, cuya belleza frágil y fina había sido tan fatalmente atractiva para mí.

Cuando a las siete en punto, Carlotti, Grandi y yo entramos al fresco salón que el Hotel Vesuvius había puesto a su disposición, se había cambiado, y obviamente afeitado y duchado, y ahora estaba sentado en la cabecera de una gran mesa en el medio de la habitación, con un cigarro entre los dientes, y una oscura e intensa expresión en su rostro duro.

Sus esposa June estaba sentada cerca de la ventana. Tenía un vestido de seda azul pálido que le sentaba a la maravilla y sus largas y torneadas piernas estaban cruzadas, mostrando las rodillas hermosas que atrajeron los ojos de Grandi y dieron a su rostro cetrino y triste una expresión más animada.

Los presenté a él y a Carlotti y tomamos asiento. Durante un momento largo Chalmers se quedó mirando fijamente a Carlotti. Entonces dijo con su voz como ladrido:

—Bien, vamos a ver cuáles son los hechos.

Ya hace tres años que conozco a Carlotti bastante íntimamente. Hasta este momento, no tuve una gran opinión de él como policía. Sabía que era consciente, y que tenía fama de resolver los casos, pero nunca me impresionó como que tuviera un gran talento para su trabajo. Pero, la forma en que encaró a Chalmers durante los veinte minutos que siguieron, me dio una opinión por completo diferente de su persona.

—Los hechos, signor Chalmers —dijo con tranquilidad— serán penosos para usted, pero desde que los ha solicitado debo dárselos.

Chalmers estaba inmóvil, sus manos pecosas y regordetas unidas sobre la mesa, el cigarro humeando sobre su rostro duro, bien apretado entre sus dientes. Los ojos pequeños y agudos, del color de la lluvia, seguían mirando con fijeza a Carlotti.

—No se preocupe por lo penoso que me resulte —insistió— deme los hechos.

—Hace diez días, su hija partió de Roma y voló a Nápoles. Tomó el tren local de Nápoles a Sorrento en donde visitó a un agente inmobiliario —recitó Carlotti como si lo hubiera repasado bien, aprendiéndolo de memoria—. Se presentó como Mrs. Douglas Sherrard, la esposa de un hombre de negocios norteamericano, en vacaciones en Roma.

Eché una rápida ojeada a Chalmers. Estaba impasible, el cigarro encendido, sus manos apoyadas sobre la mesa. De él pasé los ojos a su platinada esposa. Ella miraba a través de la ventana y no daba señales de estar escuchando.

—Quería alquilar una villa por un mes —siguió Carlotti tranquilo y en un inglés excelente—. Insistió en que deseaba un lugar aislado, y que el precio le era indiferente. Sucedió que el agente tenía un lugar así. Llevó a la signorina a esta villa y ella estuvo de acuerdo en tomarla. La signorina quería que alguien se ocupara de los quehaceres de la casa durante su permanencia. El agente se puso al habla con una mujer de una aldea cercana para que hiciera este trabajo. Esta mujer, María Candallo, me dice que el 28 de agosto fue a la villa, donde encontró que la signorina había llegado algunas horas antes en un Lincoln convertible.

—¿El coche estaba registrado a su nombre? —preguntó Chalmers.

—Sí —respondió Carlotti.

—Continúe.

—La signorina le dijo a María que su marido llegaba al día siguiente. Según la mujer, no cabía duda de que la signorina estaba muy enamorada de este hombre a quien llamaba Douglas Sherrard.

Por primera vez Chalmers dejó traslucir algo de sus sentimientos. Encogió sus hombros anchos y sus manos pecosas apretaron los puños.

Carlotti continuó:

—María llegó a la villa a las ocho y cuarenta y cinco de la mañana del día 29. Retiró y lavó las cosas del desayuno, y limpió la casa. La signorina le dijo que iba a Sorrento a esperar el tren de las tres y media de Nápoles. Dijo que su marido venía de Roma en ese tren. A eso de las once María se marchó. En ese momento la signorina estaba arreglando flores en el salón. Esa fue la última vez, que nosotros sepamos, que alguien la vio viva…

June Chalmers cruzó nuevamente las piernas. Volvió su bonita cabeza y me miró directamente. Sus mundanos ojos violetas se posaron en mí pensativos; una mirada desconcertante que me hizo desviar los ojos de los de ella.

—Lo que sucedió entre esa hora y las veinte y quince de la noche es sólo conjetura —siguió diciendo Carlotti—; es algo que probablemente no sepamos nunca.

Los ojos de Chalmers se encapotaron. Se inclinó hacia adelante.

—¿Por qué las veinte y quince? —preguntó.

—Fue la hora en que murió —respondió Carlotti—. No creo que haya dudas con respecto a eso. Su reloj de pulsera se estrelló en la caída. Marcaba las ocho y quince.

Yo estaba tieso y atento. Esto era una novedad para mí. Significaba que yo estaba en la villa, cuando Helen cayó. Nadie, incluyendo un juez y el jurado, creería que yo no tenía nada que ver con su muerte, si llegaban a enterarse que había estado allí a esa hora.

—Me gustaría poder decirle —continuó Carlotti— que la muerte de su hija se debió a su desgraciado accidente, pero por el momento no lo puedo hacer. Admito que parecería ser una solución. No cabe duda de que llevó su cámara filmadora a la cima del acantilado. Es posible que con una cámara de ese tipo, absorta en lo que estaba filmando, no advirtiera que estaba al borde del abismo y cayera.

Chalmers se quitó el cigarro de la boca y lo dejó sobre el cenicero. Miró con fijeza a Carlotti.

—¿Está tratando de decirme que no fue un accidente? —preguntó con una voz que podría cortar una rebanada de pan viejo.

June Chalmers dejó de mirarme e inclinó la cabeza hacia un lado; por primera vez parecía interesarse en lo que estaba sucediendo.

—Eso lo tiene que decidir el forense —replicó Carlotti. Estaba muy tranquilo y miró los ojos de hielo del viejo sin pestañear—. Hay complicaciones. Hay muchos detalles que necesitan explicación. Parecería que hay dos explicaciones alternativas para la muerte de su hija: una es que cayó accidentalmente del acantilado mientras estaba filmando; la otra, que se haya suicidado.

Chalmers dobló los hombros y su cara se congestionó.

—¿Tiene alguna razón para decir semejante cosa?

Implicaba que sería mejor que Carlotti tuviera una buena razón.

Carlotti se lo espetó sin atenuantes.

—Su hija estaba embarazada de ocho semanas.

Hubo un largo y pesado silencio. No me atreví a mirar a Chalmers. Bajé los ojos hasta mis manos traspiradas que tenía apretadas entre los muslos.

June rompió el silencio diciendo:

—Oh, Sherwin. ¡No puedo creer eso…!

Miré rápidamente a Chalmers. Tenía la expresión de un criminal, el tipo de rostro que se ve en la pantalla de algún actor no muy bueno desempeñando el papel de un «gangster» acorralado.

—¡Cállate! —ordenó con una voz que temblaba de violencia. Entonces mientras ella se volvía para mirar a través de la ventana, él le dijo a Carlotti—. ¿Es eso lo que ha dicho el médico?

—Tengo la copia de la autopsia. Puede verla si lo desea.

—¿Helen, embarazada…?

Empujó la silla hacia atrás y se puso de pie. Aun parecía imponente, áspero y despiadado, pero en alguna forma no me hacía sentir tan pigmeo; algo de su gran halo había desaparecido.

Caminó con lentitud por el salón mientras Carlotti, Grandi y yo nos mirábamos los pies y June a través de la ventana.

—Ella no se suicidaría —dijo de pronto—. Tenía demasiado carácter para hacer eso.

Parecían palabras huecas; palabras inesperadas en boca de un hombre como Chalmers. Me pregunté qué oportunidad había tenido él de averiguar el carácter de Helen.

Nadie dijo una palabra.

Continuó caminando por el salón, las manos en los bolsillos, su rostro ceñudo y pensativo.

Después de algunos minutos sumamente incómodos, se detuvo de pronto y preguntó:

—¿Quién es el hombre?

—No lo sabemos —respondió Carlotti—. Su hija puede haber proporcionado a propósito una información falsa al agente inmobiliario y a la criada, al decirles que era norteamericano. No hay ningún norteamericano con ese nombre en Italia.

Chalmers se acercó y volvió a sentarse.

—Es probable que no use su propio nombre —dijo.

—Eso es muy posible —respondió Carlotti—. Hemos averiguado en Sorrento. Había un norteamericano que viajaba solo en el tren de las quince y media desde Nápoles.

Sentí que el corazón se me contraía: fue una sensación horrible. Tenía dificultad para respirar.

—Dejó la maleta en la estación —continuó Carlotti—. Desgraciadamente la descripción que nos han hecho de él, varía. Nadie se fijó mucho en su persona. Fue visto por un conductor, caminando por la ruta Sorrento-Amalfi. Todos estaban seguros de que vestía un traje gris claro. El empleado de la estación dijo que era alto. El conductor piensa que era de estatura mediana. Un muchacho de la aldea vecina afirmó que era bajo y grueso. No hay una descripción concreta de él. Alrededor de las veintidós de esa misma noche recogió su maleta y tomó un taxi para Nápoles. Tenía mucha prisa. Le ofreció al chófer cinco mil liras de propina si lo llevaba a tiempo a la estación para tomar el tren de las veintitrés y quince para Roma.

Chalmers estaba sentado hacia adelante, la expresión tensa. Me recordaba a un animal de presa.

—El camino a Amalfi ¿es también el que lleva a esa villa?

—Sí. Hay un camino lateral.

—¿Mi hija murió a las veinte y quince?

—Sí.

—¿Y un individuo tomó un taxi de prisa alrededor de las veintidós?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo tomaría para ir de la villa a Sorrento?

—En automóvil media hora; a pie más o menos en una hora y media.

Chalmers caviló durante un momento.

Yo estaba sentado respirando con la boca abierta, sintiéndome enfermo. Esperaba que saliera con algún descubrimiento devastador después de esas preguntas. Pero no fue así. De pronto encogió sus hombros y dijo:

—Ella no se suicidaría. Lo sé. Puede sacarse esa teoría de la cabeza, teniente. Es obvio. Se cayó del acantilado mientras filmaba.

Carlotti no dijo una palabra. Grandi se movió inquieto y miró fijamente sus uñas.

—Ese es el veredicto que espero escuchar —continuó Chalmers, con voz hosca.

—Yo tengo la obligación de darle los hechos al forense, signor Chalmers —respondió con suavidad Carlotti. La obligación de él es dar el veredicto.

Chalmers lo miró con fijeza.

—Sí. ¿Quién es el forense?

—El signor Giuseppe Maletti.

—¿Aquí, en Nápoles?

—Sí.

Chalmers asintió con la cabeza.

—¿Dónde está el cuerpo de mi hija?

—En la morgue de Sorrento.

—Quiero verla.

—Por supuesto. No habrá dificultad. Si me dice cuándo quiere ir, lo llevaré.

—No necesita hacerlo. No me agrada que me sigan. Dawson me llevará.

—Como usted diga, signor.

—Póngase en contacto con la persona encargada a fin de que pueda verla —Chalmers tomó otro cigarro y comenzó a quitarle el anillo. Por primera vez desde que entré en la habitación me miró—. ¿La prensa italiana está en antecedentes de este asunto?

—Todavía no. Hemos estado reteniéndolo hasta que usted llegara.

Me estudió, y luego asintió.

—Hizo bien. —Luego se volvió a Carlotti—. Gracias por los hechos, teniente. Si hay algo más que desee saber entre este momento y la indagatoria, me pondré al habla con usted.

Carlotti y Grandi se pusieron de pie.

—Estoy a sus órdenes, signor —respondió Carlotti. Cuando se fueron, Chalmers se sentó durante un momento, mirándose las manos. Luego dijo con tranquila saña:

—¡Maldito asunto…!

Me pareció que era el momento de entregar el estuche con las joyas que Carlotti me había confiado. Puse el estuche sobre la mesa frente a Chalmers.

—Esto pertenecía a su hija —dije—, se encontraron en la villa.

Ceñudo se inclinó, abrió el estuche y miró el contenido. Volcó la caja dejando que las joyas se desparramaran sobre la mesa.

June se levantó y se acercó para mirar por encima de su hombro.

—Tú no le regalaste eso, ¿verdad Sherwin? —preguntó.

—¡Por supuesto que no! —respondió, hurgando con un dedo grueso el collar de brillantes—. No le daría a una niña una cosa como ésta.

Ella hizo un movimiento por sobre el hombro de él para tomar el collar de brillantes, pero Chalmers con rudeza le apartó la mano.

—¡Déjalo! —El timbre de la voz me sorprendió—. Ve a sentarte.

Moviendo apenas sus hombros, June volvió a su asiento próximo a la ventana.

Chalmers metió las joyas en el estuche y cerró la tapa. Manejaba el estuche como si estuviera hecho de cáscara de huevo.

Se sentó inmóvil durante mucho tiempo, mirando la caja. Yo lo observaba preguntándome qué pasaría después. Sabía que tramaba algo. Estaba recuperando su gran halo. Su esposa mirando a través de la ventana, y yo mirándome las manos, volvíamos a ser pigmeos.

—Llame a ese Giuseppe, o como quiera que se llame, por teléfono —dijo Chalmers, sin volver los ojos— ese médico forense.

Busqué el número de Maletti en la guía y lo llamé.

Mientras esperaba que me conectaran, Chalmers continuó:

—Dé la noticia a la prensa, sin detalles. Dígales que Helen, estando de vacaciones, se cayó de un acantilado y se mató.

—Bien —respondí.

—Esté aquí mañana a las nueve con un coche. Quiero ir a la morgue.

Una voz dijo en el teléfono que era la oficina del forense. Pedí que llamara al señor Maletti. Cuando vino al teléfono le dije a Chalmers.

—El forense.

Se levantó y se acercó.

—Bien, ocúpese de lo que le he dicho, Dawson —exclamó, mientras tomaba el receptor de mi mano—. Ojo… ningún detalle.

Cuando salía de la habitación le oí decir:

—Habla Sherwin Chalmers…

De alguna manera hacía que su nombre sonara más importante y más imponente que cualquier otro nombre del mundo.