Los grandes ojos azules de Gina se abrieron con la sorpresa de verme parado en la puerta.
—¡Vaya, Ed!
—¡Hola!
Cerré la puerta y caminé hasta el escritorio y me senté en el borde. Era un alivio estar de nuevo en lo mío. Tenía una sensación de seguridad en esta oficina bien ordenada y acogedora.
Había pasado seis horas horribles, traspirando en mi apartamiento. Fue espantoso estar a solas con la muerte de Helen en mi mente.
—¿Ha sucedido algo malo? —preguntó con viveza. Deseaba poderle decir hasta qué punto estaban mal las cosas.
—No, nada está mal —respondí—. No pude conseguir alojamiento en Venecia. Llamé a la Asociación de Viajes y me dijeron que no tenía la menor posibilidad de conseguir nada a breve plazo, de manera que resolví dejar Venecia de lado. Pensé que podría trabajar un poco en mi novela. Me engolfé tanto en ella que no dejé de escribir hasta las tres de la mañana.
—Pero se supone que estás en vacaciones —dijo Gina. Había una expresión de asombro e intriga en sus ojos que me advirtió que no estaba muy convencida de que lo que yo le decía fuera verdad.
—Si no vas a ir a Venecia, ¿adónde irás?
—No me atosigues. —Encontraba difícil usar un tono de chanza y comprendí que quizás había sido un error ver a Gina tan pronto después de la muerte de Helen. Ya comenté antes que Gina tenía el don de saber, hasta cierto punto, lo que pasaba en mi mente. Advertí mientras ella me miraba que sospechaba que algo malo hubiera ocurrido—. Pensé que podría buscar el coche e ir a Monte Carlo. —Tienes mi pasaporte en alguna parte, ¿no es cierto? No lo pude encontrar en el apartamiento.
En ese momento se abrió la puerta y entró Maxwell. Se detuvo en el dintel y me miró con curiosidad. Sus ojos se tornaron hostiles.
—Hola —dijo, y luego entró en la habitación, cerrando la puerta tras él—. ¿Es que no puedes mantenerte alejado de este lugar, o no tienes confianza en mi desempeño?
Yo no estaba en estado de ánimo para tolerarle nada.
—No estarías acá si no creyera que lo puedes hacer bien —respondí cortante—. He venido a buscar mi pasaporte. Traté de ir a Venecia, pero todos los hoteles están llenos.
Se distendió un poco, pero advertí que no le agradaba mi presencia.
—Has tenido bastante tiempo para informarte. ¿No es así? Necesitas organizarte. Por el amor de Dios. ¿Qué hiciste durante todo el día de ayer?
—Trabajar en mi novela —respondí encendiendo un cigarrillo y sonriéndole.
Su rostro se endureció.
—¡No me digas que estás escribiendo una novela!
—Por supuesto. Así es. Se supone que todo periodista es un escritor en potencia. Espero hacer una fortuna con el mío. Tú deberías intentarlo. No me asusta la competencia.
—Tengo cosas mejores que hacer en mi tiempo libre —contestó cortante—. Bien, voy a trabajar. ¿Conseguiste tu pasaporte?
—Lo que es otra manera de decir que estorbo y que por favor me mande mudar —volví a sonreír.
—Tengo que dictar algunas cartas.
Gina se había marchado al archivo. Volvió con mi pasaporte.
—Estaré a su disposición en cinco minutos, Miss Valetti —dijo Maxwell dirigiéndose a su oficina—. Hasta pronto, Ed.
—Hasta pronto.
Cuando se hubo marchado a una oficina interior y cerrado la puerta, Gina y yo intercambiamos miradas. Le guiñé un ojo.
—Me las arreglaré bien. Te llamaré cuando haya encontrado hotel.
—De acuerdo, Ed.
—No partiré hasta dentro de un par de días. Estaré en mi apartamiento hasta el jueves a la mañana, si algo sucede, sabes dónde encontrarme.
Me miró con fijeza.
—Pero estás en vacaciones. No sucederá nada que Mr. Maxwell no pueda resolver.
Me esforcé en sonreír.
—Ya lo sé, pero de todos modos, si tú me necesitas, estaré en mi apartamiento. Hasta pronto.
La dejé mirándome y bajé a mi coche.
No estaba seguro de haber obrado con prudencia al hacer esa sugerencia a Gina, pero sabía que tarde o temprano llegaría la noticia de la muerte de Helen. Una vez que la policía descubriera de quién se trataba, seguramente se pondrían en contacto con la oficina, y yo estaba ansioso por estar en la investigación desde el principio.
Volví a mi apartamiento.
No tenía deseos de trabajar en mi novela. La muerte de Helen yacía en mi mente como una pesadumbre. Cuando más pensaba en ella, tanto más advertía lo tonto que había sido. Me había vuelto loco con sus atractivos físicos. Ahora descubría que no la había amado nunca. Su muerte significaba poco para mí, aparte de la preocupación que me ocasionaba en cuanto a su repercusión en mi vida. También comprendí que no debí haber huido como lo hice. Debí de haber tenido el coraje de llamar a la policía y decirles la verdad. Hasta que la indagación se hubiera terminado y el veredicto de muerte accidental se registrara, sabía que no iba a tener un momento de sosiego.
Era probable que hubiera una investigación a propósito del misterioso Douglas Sherrard. Helen había dicho que había rentado la villa con ese nombre. El empleado inmobiliario daría seguramente esa información a la policía. Se harían preguntas: ¿Quién es Douglas Sherrard? ¿Dónde está? Quizás la policía no sintiera demasiada curiosidad. Sabrían que Helen no era Mrs. Douglas Sherrard. Presumirían que tenían un affaire con algún hombre y que el hombre no había llegado. ¿Se darían por satisfechos dejando de lado este aspecto de la indagación? ¿Habría borrado todas mis huellas como para no ser descubierto si buscaban a Sherrard?
Me senté en el hall que miraba hacia el foro romano; estaba traspirando. Cuando el teléfono sonó, alrededor de las cuatro, apenas pude obligarme a dejar la silla para atenderlo.
—¿Hola? —dije, sabiendo que mi voz sonaba como el croar de una rana.
—¿Eres tú, Ed?
Reconocí la voz de Maxwell.
—Sí, soy yo. ¿Quién otro puede ser?
—¿Quieres venir en seguida? —parecía excitado—. ¡Por Dios, lo que me ha caído en las manos! La policía acaba de telefonear. ¡Dicen que han encontrado a Helen Chalmers… está muerta!
—¡Muerta! ¿Qué ha sucedido?
—Ven, ¿quieres? Llegarán en cualquier momento, y quiero que estés aquí.
—Iré en seguida —respondí y colgué.
¡Bien, ahí estaba! ¡Ya se había producido! Había comenzado un poco antes de lo que imaginé. Crucé la habitación, me serví dos dedos de Scotch y lo bebí. Advertí que mis manos temblaban, y cuando me miré en el espejo que había sobre el bar, vi que mi rostro tenía el color del sebo y mis ojos expresaban miedo.
Dejé el apartamiento y bajé al garaje del subsuelo.
Cuando había llegado hasta donde el tránsito se pone pesado, el whisky comenzaba a hacer su efecto. Ya no estaba tan asustado. Finalmente me liberé del temblor cuando llegué hasta el edificio del Western Telegram.
Encontré a Maxwell y a Gina en la oficina exterior. Maxwell parecía enfermo. Tenía el rostro blanco como nieve recién caída. Gina también parecía preocupada. Me echó una mirada intranquila y se retiró hacia el fondo, pero sentí que continuaba observándome.
—¡Me alegra verte! —exclamó Maxwell. Su hostilidad y aspereza habían desaparecido—. ¿Qué diré al viejo cuando se entere? ¿Quién le dará la noticia?
—Tranquilízate —le dije con sequedad—. ¿Qué ha sucedido? ¡Vamos, dímelo!
—No me dieron detalles. Sólo dijeron que la hallaron muerta. Cayó por un acantilado en Sorrento.
—¿Cayó por un acantilado? —Ahora estaba actuando bien—. ¿Qué hacía en Sorrento?
—No lo sé. —Maxwell nerviosamente encendió un cigarrillo—. ¡Vaya mi suerte! ¡Que pase una cosa así en mi primer viaje a Italia! Oye Ed, tu tendrás que decírselo a Chalmers. Pondrá el grito en el cielo.
—Tranquilízate. Yo se lo diré. Lo que no puedo comprender es por qué razón estaba en Sorrento.
—Quizás la policía lo sepa. ¡Por Dios! ¡Esto tenía que sucederme a mí! —Hundió su puño en la palma de la mano—. Encárgate tú, Ed. Ya sabes cómo es Chalmers. Exigirá una investigación. Es seguro que querrá una investigación. Pensará…
—¡Oh, cálmate! Deja de torturarte. Esto no es culpa tuya. Si quiere una investigación, que la tenga.
Hizo un esfuerzo por serenarse.
—A ti te resulta muy cómodo hablar. Eres la niña de sus ojos. Pero conmigo es otra cosa.
En ese momento se abrió la puerta y el teniente Italo Carlotti del Departamento de Homicidios de Roma, entró.
Carlotti era un hombre bajo y moreno con un rostro tostado, arrugado y unos penetrantes ojos azul pálido. Bordeaba los cuarenta y cinco años, pero representaba treinta. Hacía dos o tres años que lo conocía, y nos llevábamos bien. Sabía que era un policía listo y consciente sin mucho genio en su trabajo. Obtenía resultados mediante una cuidadosa y penosa dedicación.
—Creía que estaba en vacaciones —dijo, mientras nos estrechábamos la mano.
—Estaba por partir cuando sucedió esto. ¿Conoce a la signorina Valetti? Este es el signor Maxwell. Me está reemplazando.
Carlotti estrechó la mano de Maxwell y se inclinó ante Gina.
—Vamos a ver, ¿qué sucedió? —dije sentándome en el escritorio de Gina e indicándole una silla—. ¿Está seguro de que es Helen Chalmers?
—No creo que haya dudas con respecto a eso —dijo, plantándose delante de mí sin acercarse a la silla que le había indicado—. Hace tres horas me informaron desde la oficina de Nápoles que habían encontrado el cuerpo de una joven al pie del acantilado, a cinco millas de Sorrento. Se pensó que se había caído del sendero del acantilado. Hace media hora me dijeron que habían identificado a la signorina Helen Chalmers. Aparentemente había rentado una villa cerca del lugar donde cayó. Cuando se registró la villa, surgió por el contenido del equipaje quién era la signorina. Quiero que venga alguien de su oficina conmigo a Sorrento para identificar el cadáver.
Yo no había esperado esto. La idea de ir a la morgue para identificar lo que quedaba de la belleza de Helen me descomponía.
Maxwell dijo con rapidez:
—Tú la conoces, Ed. Tendrás que ir. Yo no he visto más que fotografías de ella.
Carlotti mirándome propuso:
—Ahora mismo salgo para allá. ¿Puede venir conmigo?
—Iré —me deslicé del escritorio. Volviéndome a Maxwell continué—. No hagas nada hasta que te llame. Puede no tratarse de ella. Te llamaré en cuanto lo sepa. Quédate por aquí hasta que hable contigo.
—Y ¿qué hacemos con Chalmers?
—Yo me encargaré de él —repliqué; y volviéndome a Carlotti—. Bien, vamos ya.
Le dí unas palmaditas en el hombro a Gina al salir de la oficina detrás de Carlotti. No dijimos una palabra hasta que nos encontramos en camino, y de prisa, hacia el aeropuerto de Roma. Entonces pregunté:
—¿Tiene idea de cómo sucedió?
Me miró impasible.
—Ya le dije; se cayó del acantilado.
—Ya sé lo que me dijo. Pregunto si hay algo más en todo esto.
Carlotti se encogió de hombros en una forma que sólo hacen los italianos.
—No lo sé. Alquiló una villa bajo el nombre de Mrs. Douglas Sherrard. ¿No estaba casada, verdad?
—No, que yo sepa.
Encendió uno de esos espantosos cigarrillos italianos y echó el humo por la ventanilla del coche.
—Hay algunas complicaciones —continuó, luego de un largo momento de silencio—. El signor Chalmers es un hombre importante. No quiero problemas.
—Tampoco yo. No sólo es un hombre importante, también es mi jefe —me acomodé en el asiento—. Además de hacerse llamar Mrs. Sherrard, ¿hay alguna otra complicación?
—¿Dígame, sabe algo acerca de ella? —Sus ojos azules indagaban en mi cara—. Por el momento nadie más que usted, yo y la policía de Nápoles sabemos esto, pero no será posible mantenerlo en silencio mucho más tiempo. Parecería que tenía un amante.
Yo puse cara de sorpresa.
—¡Vaya, qué noticia para Chalmers! Tiene que tener cuidado con lo que le diga a la prensa, teniente.
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Entiendo eso. Por lo que me he enterado, alquiló la villa bajo los nombres conjuntos de Mr. y Mrs. Douglas Sherrard. ¿Cree que podría haber estado casada en secreto?
—Podría ser, pero no me parece probable.
—A mí tampoco. Me parece que estaba pasando una luna de miel extra-matrimonial en Sorrento. —Volvió a levantar los hombros expresivamente—. Sucede. ¿Conoce a alguien llamado Douglas Sherrard?
—No.
Quitó la ceniza del cigarrillo.
—Grandi, que es el que interviene en el caso, parece creer que se trata de una caída accidental. Sólo me ha pedido que lo ayude en la investigación por tratarse de una persona tan importante como el signor Chalmers. Es un contratiempo que esté involucrado un amante. Si no fuera por eso sería una cosa bastante sencilla.
—Podría no ser necesario mencionarlo —dije mirando hacia afuera por la ventanilla.
—Es posible. ¿No sabe si tenía un amante?
—Prácticamente no sé nada acerca de ella —sentía las palmas de las manos húmedas—. No debemos precipitarnos en llegar a conclusiones. Hasta que no hayamos visto el cuerpo, no sabemos con seguridad si se trata de ella.
—Me temo que sea ella. Toda su ropa y su equipaje llevan su nombre. Se encontraron cartas en su equipaje. La descripción coincide. No creo que haya duda con respecto a eso.
No dijimos nada más hasta que estuvimos en Nápoles, luego de pronto afirmó:
—Usted tendrá que explicar la situación al Signor Chalmers. El hecho de que haya arrendado la villa bajo un nombre supuesto es seguro que saldrá a luz en la investigación. Comprenderá que no podemos hacer nada para callarlo.
Me di cuenta que estaba preocupado de lo que pensaría Chalmers.
—Oh, desde luego —respondí—. Ni usted ni yo tenemos la culpa de lo que ha sucedido.
Me miró largamente de soslayo.
—El signor Chalmers tiene mucha influencia —comentó.
—Desde luego, pero podía haberla utilizado con su hija antes de que se viera envuelta en una situación como ésta.
Encendió otro de sus horribles cigarrillos, se hundió en su asiento y cayó en una cavilación profunda. Yo me sumergí en la mía.
Me sorprendía que no hubiera dicho algo más sobre Douglas Sherrard. Esto me intranquilizaba un poco. Conocía a Carlotti. Se movía con lentitud pero se movía con seguridad.
Llegamos a Nápoles alrededor del mediodía. Había un coche de policía esperándonos. El teniente Grandi de la Policía de Nápoles estaba parado al lado del coche, aguardando.
Era un pajarraco de mediana estatura con un rostro afilado, solemne, ojos oscuros y piel olivácea. Me tendió la mano, mirando más allá de mi hombro derecho. Tuve la impresión de que no le agradó que formara parte del grupo. Hizo sentar a Carlotti en el asiento de atrás y a mí en el asiento de adelante al lado del chófer. Él se ubicó al lado de Carlotti.
Durante el largo y veloz viaje a Sorrento, apenas pude oír su rápido italiano y que hablaba constantemente, con voz apenas perceptible.
Traté de escuchar lo que decía, pero el ruido del viento y el rugir del motor hacían que eso fuera imposible. Me desinteresé, encendí un cigarrillo y miré a través del parabrisas al camino recto que se precipitaba continuamente hacia nosotros, pensando en el viaje de la noche, anterior, tanto más rápido y mucho más peligroso.
Llegamos a Sorrento. El chófer nos hizo pasar por detrás de la estación del ferrocarril a un pequeño edificio de ladrillos que servía como morgue de la localidad.
Descendimos del coche. Carlotti me dijo:
—Esto no será agradable para usted, pero es necesario. Tiene que ser identificada.
—Está bien.
Pero no estaba bien. Yo traspiraba y sabía que debía haber perdido el color. No tenía por qué preocuparme de mi apariencia. Cualquiera tendría el mismo aspecto en esas circunstancias.
Lo seguí a través de la puerta del edificio, hasta un corredor embaldosado y a una habitación pequeña y desnuda.
En medio de la habitación había una tabla sobre unos caballetes donde yacía un cuerpo cubierto por una sábana.
Nos acercamos a la mesa. El corazón me golpeaba furiosamente. Me sentía tan descompuesto que creía que iba a desvanecerme.
Observé a Carlotti adelantarse y levantar la sábana.