1

Tenía que estar muerta.

No podía haber sobrevivido a la caída ni estar tendida en la forma en que se encontraba, con el mar cubriéndole la cabeza sin estar muerta, pero no lo podía creer.

—¡Helen!

Sentía la voz quebrada mientras le gritaba.

—¡Helen!

El eco me devolvió el llamado; un sonido fantasmal que me hizo estremecer. Me repetía que no podía estar muerta. Tenía que constatarlo. No podía dejarla allí. Podría estar ahogándose mientras yo la miraba.

Me eché de bruces y me adelanté a la orilla hasta que mi cabeza y hombros estuvieron fuera del saledizo. La altura me mareó. Desde este lugar la caída era pavorosa.

Miré febrilmente de arriba a abajo la ladera para encontrar un camino que descendiera hasta ella, pero no había. Era como tratar de trepar por una monstruosa pared. La única forma de bajar sería por medio de una soga.

El corazón martillaba en mi pecho, y una traspiración fría me corría por la cara, mientras me asomaba peligrosamente por el borde unas pulgadas más adelante.

Desde esta posición podía verla con mayor claridad. Vi que su rostro y cabeza estaban completamente sumergidos, bajo el suave lamer de las olas, y cuando una flecha de luz del sol poniente alumbró el mar, pude ver un halo rojo en derredor del pelo rubio.

Estaba muerta.

Volví al sendero, me puse en cuclillas, enfermo y temblando. Me preguntaba cuánto tiempo haría que estaba tendida allí. Podía haber estado muerta durante horas.

Tenía que pedir ayuda. Había un teléfono en la villa. Podría llamar a la policía desde allí. Si me daba prisa tal vez pudieran llegar hasta ella antes de que estuviera demasiado oscuro para encontrarla.

Me puse de pie y retrocedí unos pasos vacilante, inseguro, y luego me detuve de golpe.

¡La policía!

De pronto comprendí lo que significaría para mí una investigación policial. No tardarían mucho tiempo en averiguar que Helen y yo planeábamos pasar un mes en la villa. Poco después la noticia llegaría hasta Chalmers. Una vez que llamara a la policía, toda la sórdida historia saldría a relucir.

Mientras titubeaba, vi acercarse un barco pesquero que entraba con lentitud a la pequeña bahía precisamente abajo de donde yo estaba. En seguida me di cuenta que era una nítida silueta contra el cielo. Aún cuando la tripulación se hallaba demasiado lejos para distinguir mis facciones, una ola de pánico me hizo caer sobre manos y rodillas, ocultándome.

¡Vaya problema! Estaba metido en un terrible enredo. Había sabido durante todo el tiempo, allá en el fondo, que me metía en dificultades al vincularme con Helen, y ahora ya estaba hecho.

Mientras me agachaba imaginé la expresión que tendría la pesada y dura cara de Sherwin Chalmers cuando le diera la noticia de que su hija y yo habíamos resuelto permanecer en una villa en Sorrento, y que su hija se había caído del acantilado.

Estaría seguro de que habíamos sido amantes. Hasta podría pensar que me había cansado de ella y empujado por el acantilado. Este pensamiento me consternó.

Existía la posibilidad de que la policía también pudiera pensarlo. Hasta donde yo sabía, nadie la había visto caer. No podía probar la hora exacta de mi llegada. Había salido de un tren colmado de gente, uno entre cientos de pasajeros. Dejé mi maleta al empleado del depósito de la estación, pero él veía caras distintas a todas horas del día, y no era probable que me recordara. No había nadie más. No creía haber visto a nadie en mi larga caminata desde Sorrento. Por lo menos a nadie que estuviera dispuesto a jurar la hora exacta en que llegué al acantilado.

Mucho dependía, por supuesto, de la hora en que Helen había muerto, si se hubiera caído más o menos a la hora en que llegué, y si la policía sospechara que yo la había empujado por el acantilado, pues entonces me encontraría en una situación muy difícil.

Ahora me sentía sumamente nervioso. Mi único pensamiento era mandarme mudar lo más lejos posible sin que nadie me viera. Al darme vuelta para retomar el sendero, tropecé con el estuche de la cámara de Helen que dejé caer cuando la vi.

Lo recogí, titubeé, luego hice ademán de tirarlo por sobre el acantilado, pero me detuve a tiempo.

No podía permitirme, como estaban las cosas, cometer un sólo error. Mis huellas digitales estaban en el estuche.

Saqué el pañuelo y lo limpié con cuidado. Lo repasé cuatro o cinco veces antes de quedar satisfecho. Luego arrojé el estuche al mar, y de prisa caminé por el sendero.

La luz se estaba desvaneciendo. El sol, una gran bola de fuego, inundaba el cielo y el mar en un resplandor rojo. Dentro de media hora habría oscurecido.

Seguí andando, casi sin mirar la solitaria villa blanca que había visto al subir, pero advirtiendo que ahora se veían luces en tres o cuatro ventanas.

Mi pánico cedió un poco mientras caminaba ligero. Me disgustaba dejar a Helen, pero estaba seguro de que estaba muerta y me dije que ahora tenía que pensar en mí.

Cuando llegué al portón del jardín, me habla repuesto de la primera impresión de su muerte y mi mente comenzaba a funcionar otra vez.

Sabía que lo que debía hacer era llamar a la policía. Me decía que si refería la verdad, y admitía que iba a pasar un mes con la muchacha y explicaba cómo la había encontrado, no había razón para que no me creyeran. Por lo menos no podrían sorprenderme en una mentira. Pero si me callaba, y por alguna desgraciada coincidencia llegaran a sospechar de mí, estaría justificado que me hicieran responsable de su muerte.

Este razonamiento me hubiera convencido, si no fuera por el nuevo puesto. Yo deseaba estar al frente del Departamento Exterior más que nada en el mundo. Sabía que no obtendría el empleo si Chalmers se enteraba de la verdad. Sería una locura tirar por la borda mi futuro diciéndole la verdad a la policía; de esa manera iba a pura pérdida. Si guardaba silencio, y tenía un poco de suerte había una buena posibilidad de lograrlo.

Si hubiera habido algo entre nosotros, sería distinto, me decía. Ni siquiera estaba enamorado de la muchacha. Había sido un impulso estúpido e irresponsable. Ella tenía más culpa que yo. Ella me había alentado, se había ocupado de todo. Según Maxwell, era una sirena con experiencia. Tenía fama de crear problemas a los hombres. Sería un tonto si no tratara de ponerme a salvo.

Habiéndome confesado todo esto, me sentí más tranquilo.

Está bien, pensé. Tengo que asegurarme de que nadie sepa jamás que he estado aquí. Tengo que establecer una coartada.

Ya había llegado al portón que conducía del jardín a la villa. Me detuve para mirar el reloj. Eran las ocho y media. Maxwell y Gina creían que en este momento estaba en Venecia. No había esperanza de llegar a Venecia esta noche. Mi única manera de establecer una coartada era volver a Roma. Con suerte podría llegar a las tres de la madrugada. Iría a la oficina a la mañana siguiente temprano para decir que había cambiado de idea y que, en lugar de ir a Venecia, me había quedado en Roma para terminar un capítulo de la novela que estaba escribiendo.

No resultaba una gran coartada, pero era lo mejor que se me ocurría en ese momento. Sería fácil para la policía probar que no había estado en Venecia, pero le sería imposible probar que no había pasado todo el día en mis habitaciones. Tenía una escalera privada que llevaba al apartamiento y nadie me veía entrar ni salir jamás.

¡Si sólo hubiera traído mi coche! Habría sido simple llegar a Roma con el coche. No me atreví a tomar el Lincoln convertible que vi al dar vuelta por el sendero del jardín.

La criada que Helen había contratado para ocuparse de la villa ciertamente sabría que Helen había traído su coche. Si éste desapareciera, la policía podría llegar a la conclusión de que la muerte de Helen no había sido accidental.

Tendría que caminar hasta Sorrento y tratar de tomar el tren a Nápoles. No tenía la menor idea de la hora del último tren de Sorrento a Nápoles, pero pensé que sería probable que para el momento en que cubriera cinco millas a pie, el último tren se hubiera ido. Sabía que había un tren a las once quince de Nápoles a Roma, pero tenía que llegar a Nápoles. Una vez más miré el convertible. Luché contra la tentación de tomarlo. Pero eso podría complicar las cosas más de lo que ya estaban.

Al caminar en derredor del coche hacia la salida, miré atrás a la oscura y callada villa y me sobresalté.

¿Había imaginado el reflejo de luz que apareció en el interior del hall?

Rápida y silenciosamente, con el corazón martillando en el pecho, me puse en cuclillas detrás del automóvil.

Miré las ventanas del hall durante un largo momento, y luego volví a ver un destello de luz blanca que en seguida desapareció.

Esperé jadeando, mientras espiaba por sobre el capot del Lincoln.

Volvió a aparecer la luz. Esta vez permaneció encendida por más tiempo.

Había alguien en el hall con una linterna eléctrica. ¿Quién podría ser?

No era la criada contratada por Helen porque ella no necesitaba andar a oscuras. Hubiera encendido las luces.

Ahora estaba en verdad aturdido. Agachado me aparté del automóvil crucé la explanada y me alejé de la villa hasta que llegué al reconfortante refugio de una hortensia gigante. Me puse detrás y me quedé espiando la villa.

La luz se movía por el hall como si el intruso que estaba adentro estuviera buscando algo.

Quería saber quién era. Tuve tentaciones de entrar y sorprenderlo quienquiera que fuese; probablemente algún ladrón furtivo, pero sabía que debía evitar que él me viera. Nadie debía saber que yo había estado en la villa. Me desesperaba observar la luz moverse dentro de la habitación y no pude hacer nada.

Después de unos cinco minutos se apagó la luz. Hubo una larga pausa, y entonces advertí la alta figura de un hombre que salía de la puerta de calle. Se detuvo un momento en la escalinata. Estaba demasiado oscuro para distinguir otra cosa que su borrosa silueta.

Bajó con cautela la escalinata, se dirigió al coche y miró el interior. Encendió la linterna. Me daba la espalda. Pude ver que llevaba un desaliñado sombrero y que era muy ancho de hombros. Me alegraba de no haber entrado a sorprenderlo. Parecía lo bastante corpulento y recio como para defenderse bien y algo más.

La luz se apagó y el hombre comenzó a alejarse del automóvil. Yo me agaché, esperando que viniera hacia donde yo estaba, para salir por el camino de acceso. Pero no lo hizo; en cambio, con rapidez y en silencio cruzó por el césped, y apenas pude verlo cuando se dirigía por el sendero que lleva al distante portón del jardín, antes de que lo tragara la oscuridad.

Intrigado e inquieto, me quedé mirando hasta que advertí que el tiempo pasaba, y que tenía que volver a Roma; entonces dejé el escondite, de prisa recorrí el camino de acceso, crucé el portón de hierro y me dirigí a la carretera.

Durante todo el camino a Sorrento estuve intrigado con este intruso. ¿Sería un ratero? ¿O estaba relacionado en alguna forma con Helen? Este interrogatorio permaneció sin respuesta. El único consuelo que pude sacar de esta misteriosa situación era que no había sido visto.

Llegué a Sorrento a las diez y diez. Había corrido, caminado y vuelto a correr, y estaba bastante fuera de mis cabales cuando llegué a la estación. El último tren para Nápoles había salido diez minutos antes.

Disponía de cinco minutos para llegar de alguna manera a Nápoles y abordar el tren. Tomé mi maleta del depósito de equipajes, cuidando de inclinar la cabeza para que el empleado no pudiera verme bien; luego me dirigí a la oscura playa de estacionamiento de la estación donde esperaba solitario un taxi. El conductor dormitaba, y me metí en el automóvil antes de que el hombre despertara.

—Le daré el doble de la tarifa y una propina de cinco mil liras si me lleva a la estación de Nápoles antes de las once quince —propuse.

No hay en el mundo un conductor más intrépido, loco o peligroso que un italiano. Cuando se le desafía de este modo, lo único que hay que hacer es afirmarse bien en el asiento, cerrar los ojos y rezar.

El conductor ni siquiera se volvió para mirarme. Aguzó su atención, hundió el pulgar en el botón de contacto, metió el embrague y salió de la estación en dos ruedas.

La carretera que lleva a Sorrento durante doce millas tiene la forma de una víbora enroscada. Hay curvas de horquilla, vueltas cerradas y sólo espacio suficiente para que pasen dos ómnibus si se detienen, y los conductores se inclinan por las ventanillas y las toman muy despacio.

Mi chófer anduvo por este camino como si fuera llano y derecho como una regla. Mantenía la mano en la bocina y los faros daban aviso de que llegaba, pero hubo momentos en que pensé que había sonado mi última hora. Fue pura suerte que no encontráramos al ómnibus local, que pasa a esa hora, porque de otra manera no hubiéramos podido evitar un choque.

Una vez en la autopista a Nápoles era un simple deslizarse, y pude aflojar un poco la tensión. A esta hora no había mucho tránsito, y el taxi siguió bramando y resoplando a ochenta y cinco millas por hora durante un poco más de treinta minutos.

Llegamos a los alrededores de Nápoles a las once menos cinco. Este fue el momento crucial del viaje, porque el tránsito de Nápoles a todas horas es notable por pesado y lento. Fue entonces cuando el conductor me demostró que no sólo era un chófer peligroso, sino completamente indiferente con respecto a la integridad de la vida humana.

Cortó a través del tránsito en la forma en que un cuchillo caliente corta manteca. El hecho de que otros conductores italianos quedaran intimidados subraya su feroz arrojo. Ningún chófer italiano jamás cederá paso de buena gana a otro conductor, pero en este caso, parecían encantados de hacerlo, y todo el camino hasta la estación estuvo puntualizado por el chillar de las cubiertas torturadas mientras los automóviles frenaban violentamente, el sonar de las bocinas y los gritos de improperios.

Me sorprendió que la policía no interviniera. Quizás se debiera a que el taxi desaparecía antes de que tuviesen tiempo de llevar sus silbatos a la boca.

Llegamos a la estación a las once y cinco, y cuando el chófer frenó y patinando detuvo el coche, se volvió sonriente para mirarme.

Yo tenía el sombrero muy echado sobre los ojos y el interior del automóvil estaba oscuro, sabía que no podría reconocerme si volviéramos a encontrarnos.

—¿Qué le parece, signor? —preguntó obviamente satisfecho consigo mismo.

—¡Extraordinario! —respondí casi sin aliento, y le puse en la mano un puñado de sucios billetes de mil liras—. Lo ha hecho muy bien, gracias.

Tomé la maleta, bajé del taxi y corrí por la acera hasta la estación. Compré un boleto y me dirigí a la plataforma donde el tren estaba esperando.

Cuatro minutos más tarde, solo en un desaseado coche de tercera clase, observé las luces de Nápoles desvanecerse en la distancia.

Estaba en camino a Roma.