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El tren local llegó a la estación Sorrento con veinte minutos de retraso. El tren estaba lleno, y tardé unos minutos para abrirme paso entre la gente y salir a las proximidades de la estación donde una hilera de taxis y coches de caballos esperaban pasajeros.

Estaba parado al rayo del sol, buscando con la mirada a Helen, pero no había señales de ella. Puse mi maleta en el suelo, aparté a un mendigo insistente que quería conducirme a un taxi y encendí un cigarrillo.

Me sorprendió que Helen no estuviera allí para recibirme, pero recordando que el tren había llegado tarde, pensé que podía haber ido a mirar las tiendas para pasar el tiempo. De manera que me apoyé en la pared de la estación y esperé.

El gentío que salía de la estación desapareció lentamente. Algunos eran recibidos por amigos, otros se alejaban caminando, algunos alquilaban taxis y carruajes, hasta que quedé solo. Pasaron quince minutos y aún no había señales de Helen; comencé a impacientarme.

Quizás estuviera sentada en algún café de la piazza. Levanté mi maleta y la llevé al depósito de equipajes donde la dejé. Luego, aliviado de su peso, enderecé por la calle hacia el centro de la ciudad.

Di vueltas buscando a Helen, pero no la veía. Visité el estacionamiento de coches, pero no vi ningún coche que pudiera ser el de Helen. Me dirigí a uno de los cafés, me senté a una mesa y ordené un express.

Desde allí podía vigilar la entrada a la estación y también ver cualquier coche que llegara desde la piazza.

Iban a ser las cuatro y media. Bebí el café, fumé tres cigarrillos y luego, fastidiado con la espera, le pregunté al mozo si podía usar el teléfono. Tuve una pequeña dificultad en encontrar el número de la villa, pero luego de una demora el operador lo encontró, y después de más demoras, me informó que no contestaba nadie.

Esto era una humillación.

Era posible que Helen hubiera olvidado la hora de llegada del tren y que recién saliera de la villa para la estación. Conteniendo mi impaciencia, pedí otro café y me senté a esperar, pero cuando llegaron las cinco y diez, no sólo estaba irritado, también estaba intranquilo.

¿Qué le había sucedido? Sabía que se había mudado a la villa. Entonces, ¿por qué no había venido a recibirme como habíamos convenido?

Por el mapa que me había mostrado, sabía más o menos dónde quedaba la villa. A grosso modo calculé cinco millas colina arriba desde Sorrento. Me dije que estaría más tranquilo haciendo algo en lugar de permanecer sentado en el café, de manera que decidí caminar hacia la villa en la esperanza de encontrarla cuando ella bajara a buscarme.

No había más que una ruta a la villa, de manera que no podíamos desencontrarnos. Todo lo que tenía que hacer era seguir el camino y tarde o temprano nos encontraríamos.

Sin apremio, me puse en marcha por la larga ruta hacia la villa.

Durante la primera milla tuve que abrirme paso a través de grupos de turistas que miraban vidrieras, esperaban ómnibus y en general molestaban la visión del paisaje, pero una vez pasado el centro, y andando por el serpenteante sendero que eventualmente conduce a Amalfi, sólo tuve que enfrentar el tránsito ligero.

Dos millas a lo largo de este camino me llevaron a uno lateral que me apartaría de la carretera principal hacia las colinas. Ahora eran las seis y veinte, y todavía no había señales de Helen. Estiré el paso y comencé un largo y tortuoso ascenso a las colinas. Luego de haber andado otra milla, sin rastros de Helen, estaba traspirando y preocupado.

Vi la villa, encaramada en la alta colina, dominando la bahía de Sorrento una media hora antes de llegar a ella. Era tan hermosa y excitante como Helen había dicho, pero en ese momento no me encontraba en un estado de ánimo propicio para apreciar la belleza. Mi único pensamiento era hallar a Helen.

Había tenido razón cuando dijo que la villa estaba aislada. Decir aislada era poco. La villa estaba en terrenos propios, y no había una sola casa a la vista.

Empujé el portón de hierro y entré al sendero, bordeado a ambos lados por dalias de seis pies de altura, con pesadas corolas de ocho pulgadas y de todos los colores.

El camino se abría en una explanada en donde estaba el Lincoln convertible de Helen. ¡Bien, por fin! pensé tan pronto como vi el coche, nos habíamos desencontrado en el camino.

Subí los peldaños que llevaban a la villa. La puerta de calle estaba entreabierta y entré.

—¡Helen! ¿Estás aquí?

El silencio que había en la casa me deprimió. Entré a un gran hall con piso de mármol.

—¡Helen!

Lentamente pasé de una habitación a la otra. Había un gran salón con un comedor separado por una arcada, la cocina, un gran patio que miraba al mar, sesenta metros más abajo. Arriba había tres dormitorios y dos cuartos de baño. La villa era moderna, bien amueblada y un lugar ideal para pasar las vacaciones. Me habría sentido feliz si Helen hubiera estado allí para recibirme. Pero ahora sólo me detuve un momento para asegurarme de que no estaba en la villa antes de salir y comenzar a buscarla por el jardín.

Mis repetidas llamadas no obtuvieron respuesta, y ya comenzaba a estar positivamente alarmado.

En el extremo de uno de los caminos del jardín descubrí un portón que estaba entreabierto. Más allá del portón había un estrecho sendero que llevaba hacia arriba a la cima de la colina que se erguía por encima de la villa. ¿Habría ido hacia allá? me pregunté. Decidí no esperar a que volviera. Este sendero parecía ser la única otra salida de la villa. Sabía que no podíamos habernos desencontrado en el camino desde Sorrento. Había una posibilidad de que hubiera salido a caminar por el sendero y hubiera perdido la noción del tiempo o tenido un accidente.

Volví de prisa a la villa para dejarle una nota en caso de que Helen estuviera en Sorrento y que de alguna manera nos hubiésemos desencontrado. No quería que ella regresara precipitadamente a Sorrento, y no me encontrara en la villa.

Hallé un papel de carta timbrado en uno de los cajones del escritorio y garabateé una breve nota, que dejé sobre la mesa del hall; luego salí de la villa y de prisa caminé por el sendero del jardín hasta el portón.

Había andado quizás un cuarto de milla y comenzaba a pensar que era imposible que Helen hubiera venido por acá cuando vi, allá abajo, construida en la ladera de la colina, una gran villa blanca. Estaba situada en el lugar más inaccesible que jamás hubiera visto. Sólo había un tramo empinado de gradas que conducía desde la cima del acantilado hasta la villa. De hecho, la única forma para llegar al lugar era por mar. No estaba interesado en la villa y ni siquiera me detuve, pero la miré mientras continuaba mi camino por el tortuoso sendero. Pude ver una gran terraza con una mesa, reposeras y una sombrilla grande y roja. Al pie de un tramo de escalones había una bahía en la que estaban amarradas dos poderosas lanchas a motor. Mientras seguía caminando me pregunté qué millonario sería propietario de esta residencia. No había andado más que trescientos metros antes de que la villa se borrara por completo de mi mente, porque vi tirado en el sendero el estuche de la cámara de Helen.

Lo reconocí en seguida y me detuve de golpe, con el corazón saltando en el pecho.

Durante un momento largo quedé mirándolo; luego, adelantándome, me incliné y lo recogí. No cabía duda de que era el de Helen. Aparte de la forma y el cuero de chancho nuevo, estaban sus iniciales grabadas en oro. El estuche estaba vacío.

Con el estuche en la mano seguí de prisa. Cincuenta metros más adelante, el sendero de pronto doblaba en ángulo recto, y se metía en un espeso bosque que cubría el último cuarto de milla hasta la cima de la colina.

El sendero al dar vuelta en ángulo recto se acercaba peligrosamente al saledizo, y deteniéndose allí, miré hacia abajo a la escarpada ladera y al mar que golpeaba contra las grandes rocas a unos doscientos pies más abajo.

Quedé sin aliento cuando vi algo blanco que yacía, medio sumergido en el mar y desordenadamente como una muñeca rota sobre las rocas.

Quedé aturdido, mirando hacia abajo, el corazón golpeando en el pecho, la boca seca.

Podía ver el largo cabello rubio flotando suavemente en el mar. La falda del vestido blanco inflándose mientras el mar se arremolinaba alrededor del cuerpo quebrado.

No tuve necesidad de hacer ninguna conjetura. Sabía que la mujer muerta que estaba allí abajo era Helen.