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Antes de tomar el tren a Nápoles, había ido a la oficina a eso de las diez para un control final y verificar si no había alguna carta personal para mí.

Maxwell había salido pero encontré a Gina revisando una pila de telegramas.

—¿Algo para mí? —pregunté sentándome en el borde de su escritorio.

—No hay cartas personales. Mr. Maxwell puede ocuparse de esto —dijo hojeando los telegramas con las uñas cuidadosamente manicurazas—. ¿No deberías estar ya en camino? Pensé que querías partir temprano.

—Tengo mucho tiempo.

El tren para Nápoles no salía hasta las doce. Le había dicho a Gina que iba a Venecia y había tenido dificultades para evitar que ella tomara un asiento para mí en el expreso Roma-Venecia.

Sonó el teléfono en ese momento y Gina levantó el receptor. Me incliné hacia adelante y comencé a mirar con indiferencia los telegramas.

—¿Quién habla? —preguntó Gina—. Mrs. ¿qué…? ¿Quiere esperar un momento? No sé si está. —Me miró frunciendo el ceño, vi una expresión de sorpresa en sus ojos. Una tal Mrs. Douglas Sherrard pregunta por ti.

Iba a decir que no sabía quién era y que no quería hablar con ella cuando algo familiar en el nombre hizo sonar la campana de alarma en mi cabeza. ¡Mrs. Douglas Sherrard! Ese era el nombre que Helen había utilizado cuando alquiló la villa en Sorrento. ¿Podría ser Helen la que estuviera en el teléfono? No pensaba que estuviera tan ansiosa como para llamarme a la oficina.

Tratando de no mostrar consternación, me acerqué y tomé el receptor de manos de Gina. Dándole a medias la espalda para que no pudiera verme la cara, dije con cautela:

—¿Hola…? ¿Quién es?

—Hola, Ed —era Helen—. Ya sé que no debía llamarte a la oficina pero intenté hacerlo a tu departamento y no contestaba nadie.

Quería decirle que era una locura llamarme a la oficina… quería colgar el receptor… pero sabía que Gina empezaría a preguntarme de qué se trataba.

—¿Qué sucede? —pregunté con sequedad—. ¿Hay alguien escuchando?

—Sí.

Para complicar las cosas, la puerta de la oficina se abrió de golpe y Jack Maxwell entró.

—¡Vaya, por Dios! ¿Todavía estás aquí? —exclamó al verme—. Creí que ya estabas en camino a Venecia.

Moví la mano para que se callara, diciendo en el teléfono:

—¿Hay algo que yo pueda hacer?

—Sí, por favor. ¿Te importaría traerme un filtro Wratten número ocho para mi cámara? Lo necesito y no puedo conseguirlo en Sorrento.

—Por supuesto. Lo haré.

—Gracias, querido. Estoy impaciente porque llegues. El panorama es maravilloso…

Tenía miedo que su voz baja y clara llegara a oídos de Maxwell. Era evidente que estaba escuchando. La interrumpí.

Maxwell me miró inquisitivamente.

—¿Siempre tratas a las damas que te llaman de esa manera? —me preguntó mientras miraba los telegramas que estaban sobre el escritorio—. Un poquito rudo, ¿no es cierto?

Traté de no demostrar lo molesto que estaba, pero sabía que Gina me estaba observando asombrada. Y mientras me alejaba del escritorio, Maxwell también se quedó mirándome.

—Sólo vine a ver si habían cartas personales para mi —dije, encendiendo un cigarrillo para ocultar mi confusión—. Ya es hora de irme.

—Necesitas aprender a relajarte —dijo Maxwell—. Si no fueras un periodista impasible, y de conducta intachable, diría por tu expresión furtiva que estabas en algún aprieto. ¿Es así?

—¡Oh, no digas tonterías! —respondí sin poder reprimir el tono cortante.

—¡Vaya! Estás un poco nervioso esta mañana. Sólo estaba bromeando.

No repliqué y él continuó:

—¿Llevas el coche?

—No, viajo por tren.

—¿Viajas solo? —preguntó mirándome a hurtadillas—. Espero que tengas una hermosa rubia para que te consuele si llueve.

—Viajo solo —dije tratando de no parecer tan acalorado como me sentía.

—¡Hombre…! ¡Yo sé lo que haría si tuviera un mes de vacaciones!

—Quizás no pensemos de la misma manera —me dirigí a Gina—. Cuida a este muchacho, No lo dejes cometer demasiados errores, y no trabajes con exceso. Te veré el 29.

—Que te diviertas, Ed —respondió ella con tranquilidad. No se sonrió, y esto me dio que pensar. Algo la inquietaba—. No te preocupes por nosotros. Estaremos bien.

—Estoy seguro de eso —me volví a Maxwell—. ¡Hasta pronto y buena caza!

—Mejor caza para ti, hermano —respondió mientras nos estrechábamos la mano.

Me marché, bajé por el ascensor hasta la planta baja, llamé a un taxi e indiqué al conductor que me llevara a lo de Barberini. Allí compré el filtro fotográfico que Helen había pedido. Acabé de empacar, me aseguré que todo estaba cerrado con llave, y tomé un taxi camino a la estación.

Lamenté no tener mi coche, pero Helen había llevado el de ella y no había por qué tener dos coches en Sorrento. No me atraía demasiado ese viaje en tren de Roma a Nápoles. Después de pagar el taxi, despedí a un changador que quería tomar mi maleta y me dirigí a la gran estación.

Compré un boleto para Nápoles, verifiqué que el tren todavía no había llegado, y me dirigí al quiosco de periódicos y compré un montón de diarios y revistas. Durante todo el tiempo observaba si había alguna cara conocida.

Sabía que tenía demasiados amigos en Roma para sentirme tranquilo. En cualquier momento alguno podría aparecer. No deseaba que le fueran con el cuento a Maxwell de que en lugar de tomar el tren de las once para Venecia, me habían visto tomar el tren de las doce para Nápoles.

Como tenía que esperar diez minutos, me dirigí a uno de los bancos ubicados en un rincón distante y me senté. Leí el diario ocultándome detrás de las páginas abiertas. Esos diez minutos fueron eternos.

Cuando por fin me dirigí a la plataforma, todavía no me había encontrado con nadie conocido. Tomé asiento en el tren con alguna dificultad, y volví a ocultarme detrás del periódico.

Recién cuando el tren salió de la estación me sentí aliviado.

Hasta entonces todo había salido bien, me dije. De ahora en adelante podía considerarme como lanzado a mis vacaciones sin contratiempos.

Todavía me sentía intranquilo. Había deseado que Helen no me llamara y que Gina no hubiera oído el nombre de Mrs. Douglas Sherrard. Me habría gustado tener la cabeza lo bastante bien sentada para no sentirme tan atraído por esta muchacha rubia y excitante. Ahora que conocía un poco su pasado comprendí que no podía ser mi tipo de mujer. Una mujer que andaba enredada con un hombre como Menotti no podía ser mi ideal; pensé que sólo se trataba de una atracción física. Estaba actuando como un tonto sensual.

Todo este razonar no me llevaba a ninguna parte. Sabía que si había algo que deseaba sobre todas las cosas, era pasar un mes en su compañía.

Esto era otra manera de decir que en lo referente a Helen yo era un hombre perdido.