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Por supuesto que las cosas no quedaron así. ¡Cuánto mejor hubiera sido! Pero una relación entre un hombre como yo y una muchacha como Helen tarde o temprano tendría que complicarse.

Traté de apartarla de mi mente, pero sin resultado. Continuaba viendo la expresión de sus ojos cuando la dejé y eso me perturbaba. Sabía que estaba buscándome problemas, y sin embargo, ahí estaba la fascinación de ella que hacía que cualquier problema careciera de importancia. En los momentos de mayor cordura me decía que para mí Helen era un verdadero veneno, pero cuando me abandonaba la sensatez me repetía… y, ¿qué importa?

Durante los cinco o seis días siguientes pensaba constantemente en Helen. No le dije a Gina que había encontrado a Helen en la reunión, pero Gina tiene una sorprendente habilidad para saber qué es lo que estoy pensando, y la sorprendí varias veces mirándome con una expresión intrigada e inquisidora.

Al cabo del sexto día no sabía lo que hacía. Me resultaba imposible concentrarme en el trabajo; sólo podía pensar en esa rubia y adorable criatura. Decidí terminar con este estado de tensión y llamarla por teléfono al llegar a mi departamento.

Nadie contestó. La llamé tres veces durante la tarde; en el cuarto intento, a eso de las dos de la mañana, oí que alguien levantaba el receptor y una voz que decía:

—¿…?

—¿Hola…?

—Soy Ed Dawson…

—¿Quién?

Me sonreí. Su pregunta era excesivamente obvia, y me indicaba que ella estaba tan interesada en mí como yo en ella.

—Permíteme refrescarte la memoria. Soy la persona que está a cargo de la oficina del Western Telegram en Roma.

Ella rio.

—Hola Ed.

Así estaba mejor.

—Me siento solo —dije—. ¿Hay alguna posibilidad de que salgas conmigo mañana a la noche? Pensé que si no tienes nada mejor que hacer, podríamos comer en «Alfredo».

—¿Quieres esperar un momento? Tengo que fijarme en la agenda.

Esperé; sabía que se estaba desquitando, pero no me importaba.

Al cabo de dos minutos reapareció en el teléfono.

—Mañana a la noche no puedo. Tengo un compromiso.

Debería haberle dicho que sentía mucho que así fuera y colgar el receptor, pero estaba demasiado perturbado para hacer eso.

—Entonces… ¿cuándo podríamos vernos?

—El viernes.

Sería dentro de tres días.

—Muy bien, lo dejamos para el viernes.

—Preferiría no ir a lo de «Alfredo». ¿No hay algún lugar más tranquilo?

Su pregunta me hizo reaccionar. Si bien yo no había pensado en el peligro de que nos viesen juntos, ella lo había hecho.

—Sí. Tienes razón. ¿Qué te parece ese pequeño restaurante frente a la fuente de Trevi?

—Me gusta mucho más. Será encantador.

—Te esperaré allí. ¿A qué hora?

—A las ocho y media.

—Muy bien. Hasta entonces.

La vida no tuvo mayor interés para mí hasta el viernes a la noche. Sabía que Gina estaba preocupada por mi actitud. Por primera vez en cuatro años la traté con mal humor. No lograba concentrarme ni encontrar el menor entusiasmo en el trabajo que estaba haciendo. Helen estaba constantemente presente en mi recuerdo.

Comimos en el pequeño restaurante. La comida no era mala, pero no podría decir que recuerde lo que ordené. Me resultaba difícil mantener una conversación. Todo lo que quería hacer era mirarla. Helen estaba fría, distante, pero al mismo tiempo provocativa. Si me hubiese invitado a su departamento habría ido, y… al diablo con Sherwin Chalmers, pero no lo hizo. Me dijo que tomaría un taxi para volver a su casa. Cuando le sugerí que la acompañaría, me despidió con un precioso gesto. Me quedé parado fuera del restaurante, hasta que el taxi, deslizándose por la angosta calle, se perdió de vista. Entonces me dirigí a casa caminando; mi mente era un hervidero. El encuentro no me había servido de nada; en realidad, había empeorado la situación.

Tres días después volví a llamarla.

—Estoy muy ocupada —me respondió, cuando la invité para ver una película— no creo que pueda ir.

—Tenía la esperanza de que pudieras salir conmigo. Dentro de un par de semanas tomo mis vacaciones y no te veré durante un mes.

—¿Vas a estar afuera un mes?

—Sí. Me voy a Venecia y luego a Ischia. Proyecto permanecer allí tres semanas.

—¿Con quién te vas?

—Solo. Pero eso no importa. ¿Qué me dices?, ¿quieres venir al cine?

—Bien, podría ser que pudiera arreglarlo, pero no te lo aseguro. Te llamaré. Ahora tengo que cortar porque están llamando a la puerta. —Colgó.

No me llamó hasta después de cinco días. En el momento en que yo estaba por telefonear a su casa, sonó el teléfono. Era ella.

—He querido comunicarme contigo —me dijo en cuanto contesté—. Pero no he tenido ni un minuto libre hasta ahora. ¿Qué estás haciendo?

Eran las veinticuatro. Me estaba desvistiendo para meterme en cama.

—¿Ahora mismo?

—Sí.

—Nada, me iba a acostar.

—¿Por qué no vienes a casa? No dejes el automóvil cerca.

No dudé un momento.

—Por supuesto. Estaré allí en seguida.

Entré a su departamento como si fuera un ladrón, tomando todas las precauciones para que nadie me viera. La puerta principal estaba entreabierta, y todo lo que tuve que hacer fue cruzar el corredor hasta llegar al ascensor que me llevaría a su puerta.

La encontré en la sala, seleccionando discos de una pila de long plays. Una envoltura de seda blanca envolvía su cuerpo, y sus cabellos rubios caían hasta sus hombros. Estaba muy bonita, y lo sabía.

—¿Encontraste la forma de llegar hasta aquí? —me preguntó sonriendo y dejando los discos a un lado.

—No fue muy difícil. —Cerré la puerta—. Tú sabes que no deberíamos hacer esto: es el camino que nos llevará a serios problemas.

Helen se encogió de hombros.

—No tienes que quedarte.

Me acerqué a ella.

—No tengo intenciones de quedarme. ¿Por qué me llamaste?

—¡Por Dios, Ed! —exclamó con impaciencia— ¿no puedes dejar de estar tenso, siquiera un momento?

Ahora que estaba a solas con ella, mi cautela se agudizó. Una cosa era imaginarme solo con ella, y otra muy distinta estarlo, sabiendo las consecuencias que eso tendría para mi ascenso en el diario, en caso de ser descubierto. Ahora lamentaba haber venido.

—Puedo —respondí—. Pero tengo que pensar en mi trabajo. Si tu padre descubriera que ando en enredos contigo, estoy perdido. Lo digo en serio. Se encargaría de que no trabajara en ningún otro diario durante el resto de mis días.

—¿Qué enredo? —me preguntó, abriendo mucho sus ojos y pareciendo sorprendida.

—Tú sabes lo que quiero decir.

—Pero mi padre no se enterará. ¿Por qué habría de saberlo?

—Podría enterarse si alguien me viera entrar o salir de aquí y se lo dijese.

—Entonces tienes que cuidar de no ser visto. No creo que sea tan difícil.

—Mi trabajo significa todo para mí, Helen. Es mi vida.

—No eres precisamente una persona romántica, ¿verdad? —dijo riéndose—. Mis italianos no piensan en sus trabajos, piensan en mí.

—No estoy hablando de tus italianos.

—¡Oh, Ed! Siéntate, por favor y cálmate. Ahora estás aquí. ¿Entonces por qué tratas de complicar las cosas?

Me senté, pensando que había sido una locura venir.

Helen se acercó al bar.

—¿Quieres un scotch o un rye?

—Un scotch.

La observaba preguntándome para qué me habría invitado a esas horas de la noche. No advertía ninguna actitud provocativa.

—Oh, Ed. Antes de que lo olvide, ¿podrías fijarte en esta cámara cinematográfica? La compré ayer, y el resorte no funciona. ¿Entiendes algo de esto?

Señaló una silla de la que colgaba un lujoso estuche de cuero. Me levanté, abrí el estuche y saque una cámara Paillard Bolex de 16 mm. triple lente.

—¡Vaya! ¡Es espléndida! —comenté—. ¿Para qué quieres una cosa como ésta, Helen? Debe costar mucho dinero.

Se rio.

—Me resultó bastante cara, pero siempre quise tener una cámara filmadora. ¿No te parece que una muchacha por lo menos puede tener un hobby? —Puse hielo granizado en dos vasos—. Quiero tener un recuerdo de mi estadía en Roma, para mi vejez.

Hice girar la cámara entre mis manos. De pronto pensé que sin duda debía estar viviendo con un presupuesto mucho más alto de los sesenta dólares semanales que le pasaba su padre. Éste me había dicho que eso era lo que le pasaba porque no quería que tuviese más dinero. Conociendo el precio de los departamentos en Roma, estaba seguro de que éste costaría alrededor de cuarenta dólares semanales. Observé el bar que estaba provisto de todo tipo de bebidas. ¿Cómo se las arreglaba para vivir así? Además, esta costosa cámara que había comprado…

—¿Alguien te legó una fortuna?

Sus ojos brillaron, y por un momento pareció confusa, pero fue sólo por un instante.

—Ojalá fuera así. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿No es asunto mío, pero todo esto debe costarte mucho dinero, verdad? —Hice un gesto abarcando toda la habitación.

Se encogió de hombros.

—Es posible. Mi padre me pasa una generosa mensualidad. Me gusta vivir bien.

No me miró mientras hablaba. Aunque no hubiese sabido cuanto le pasaba su padre, la mentira resultaba obvia. A pesar de sentirme intrigado comprendí que no era de mi incumbencia, así que cambié de tema preguntando:

—¿Qué le pasa a la cámara?

—Este resorte no funciona.

Su índice rozó el dorso de mi mano al señalarlo.

—Tiene el seguro puesto —respondí, mostrándoselo—. Es este botón. Si se aprieta para abajo, funcionará. Se coloca el seguro para evitar que el motor funcione por accidente.

—¡Dios mío! Estuve a punto de devolverla hoy. Creo que debo leer las instrucciones. —Tomó la cámara de mis manos—. Nunca he entendido las cosas mecánicas. Mira todos los rollos de película que he comprado. —Señaló diez cajas de películas de 16 mm. que estaban sobre el escritorio.

—Supongo que no vas a utilizarlas todas en Roma —comenté—. Tienes bastante como para filmar toda Italia.

Me dirigió una mirada extraña que me pareció que ocultaba algo.

—Voy a reservar la mayor parte para Sorrento.

—¿Sorrento? —Estaba sorprendido—. ¿Entonces vas a ir a Sorrento?

Sonrió.

—No eres el único que se va de vacaciones. ¿Has estado alguna vez en Sorrento?

—No. Nunca he ido al Sur.

—Alquilé una villa en las afueras de Sorrento. Es preciosa y está muy aislada. Volé a Nápoles hace un par de días y arreglé todo. Hasta he conseguido una mujer de la aldea vecina para los quehaceres domésticos.

De pronto tuve la impresión de que no me estaba comentando todo esto sin una razón especial. La miré con atención.

—Me parece espléndido —dije—. ¿Cuándo te vas?

—En la misma fecha en que te vas a Ischia. —Colocó la cámara sobre el escritorio, se acercó y se sentó a mi lado en el sofá—. Y como tú, viajo sola.

Me miró. La invitación que había en sus ojos hizo dar un brinco a mi corazón. Se inclinó hacia mí, con los labios llenos y rojos entreabiertos. Antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo la tenía en mis brazos y la besaba.

Ese beso duró por lo menos veinte segundos y despertó todos mis deseos. Entonces sentí las manos de ella sobre mi pecho, apartándome y esa presión sostenida hizo que recuperara mi control. La dejé apartarse y me puse de pie.

—Es una locura conducirse así —comenté respirando como un viejo que ha subido corriendo las escaleras. Me quité los rastros de lápiz labial que sentía en la boca.

—Es una locura en Roma —respondió, reclinándose con una sonrisa— pero no en Sorrento.

—Un momento… —comencé a decir, pero me interrumpió haciendo un gesto con la mano.

—Sé lo que sientes por mí. No soy una niña y yo siento lo mismo por ti. Ven conmigo a Sorrento, todo está arreglado. Sé, también, tu preocupación con respecto a mi padre y a tu trabajo. Te aseguro que estarás totalmente a salvo. He alquilado la villa a nombre del señor Douglas Sherrard y señora. Serás el señor Sherrard, un hombre de negocios en vacaciones. Allí, nadie nos conoce. ¿No quieres pasar un mes a solas conmigo?

—Pero no podemos hacerlo —repliqué sabiendo que no había ninguna razón que lo impidiera, y deseándolo—. No debemos precipitarnos en una cosa así…

—No seas tan prudente, querido. No nos estamos precipitando en nada. Lo he planeado con mucho cuidado. Yo iré a la villa en mi coche. Tú vendrás al día siguiente por tren. Es un lugar hermoso. Mira al mar desde una colina alta. La villa más próxima está a más de cuatrocientos metros. —Se puso de pie de un salto y trajo un mapa a gran escala que había sobre la mesa—. Te mostraré exactamente dónde queda. Mira, está marcado aquí en el mapa. Se llama Bella Vista, ¿no es delicioso? Desde la terraza se puede ver la bahía y Capri. Tiene jardín. Hay naranjos y limoneros y viñas. Está completamente aislada. Te encantará.

—Por supuesto, Helen. Admito que me agradaría ir. No sería humano si no fuera así, pero ¿qué nos sucederá después que pase el mes?

Rio.

—Si tienes miedo de que quiera que te cases conmigo, es absurdo. No me casaré hasta dentro de algunos años. Esto es algo que tengo deseos de hacer. Ni siquiera sé si te amo, Ed, pero sé que deseo estar a solas contigo durante un mes.

—No podemos hacerlo, Helen, No es correcto…

Tocó mi cara con sus dedos.

—Querido, ¿quieres portarte bien e irte ahora? —me palmeó la cara y se apartó de mí—. Acabo de volver de Nápoles y estoy muy cansada. No tenemos nada más que hablar. Te prometo que estaremos a salvo. Ahora depende de que tú quieras pasar o no un mes conmigo. Prometo que esto no significará ninguna atadura ni tendrá consecuencia alguna para el futuro. No nos veamos hasta el 29. Estaré en la estación de Sorrento para buscarte en el tren de las tres y media de Nápoles. Si no estás en el tren comprenderé.

Cruzó el hall y abrió la puerta unas pulgadas. Me reuní con ella.

—Espera, Helen…

—Por favor, Ed. No digamos nada más. Estarás en el tren o no estarás. Eso es todo. —Sus labios rozaron los míos—. Buenas noches, querido.

Yo la miré y ella me miró.

Cuando salí al corredor sabía que estaría en el tren.