Mi primera reacción cuando supe quién era fue decirle que había cambiado mucho, lo sorprendido que estaba de encontrarla tan hermosa, cosas por el estilo, pero después de haber mirado sus ojos iluminados por la luna pensé otra cosa. Sabía que sería un error decir lo que era obvio.
Pasé media hora con ella en el patio. Este encuentro inesperado me desequilibró. Tenía plena conciencia de que era la hija de mi patrón. Ella también estaba expectante pero no parecía contrariada. Mantuvimos la conversación en un plano impersonal. Hablamos de la reunión, de quién era quién, de que la orquesta era buena y la noche hermosa.
Me sentía atraído por ella como la aguja por el imán. No podía apartar los ojos de la muchacha. No podía creer que esta hermosa criatura era la misma que había ido a recibir al aeropuerto; no parecía posible.
De pronto, en medio de la conversación formal que estábamos manteniendo, me preguntó.
—¿Tiene el coche aquí?
—Sí, está estacionado abajo.
—¿Quiere llevarme a casa?
—¿Ahora? —Me sentía decepcionado—. La reunión se animará dentro de un momento. ¿No quiere que bailemos?
Ella se quedó mirándome. Sus ojos azules indagaban en forma desconcertante.
—Lo lamento. No fue mi intención sacarlo de aquí. No se preocupe; puedo tomar un taxi.
—No me está sacando de ninguna parte. Si realmente quiere marcharse tendré mucho gusto en llevarla a su casa. Pensé que lo estaba pasando bien.
Levantó los hombros y sonrió.
—¿Dónde está su coche?
—Es el último, un Buick negro.
—Entonces me encontraré con usted en el automóvil.
Se alejó, y cuando intenté acompañarla, levantó la mano haciendo un gesto inequívoco. Me decía que no debían vernos juntos.
La dejé adelantarse mientras encendí un cigarrillo. Esto de pronto se había convertido en una conspiración. Advertí que me temblaban las manos. Le dí unos minutos, y volví al hall que estaba lleno de gente, busqué a Luccino, pero no lo encontré y decidí posponer mi agradecimiento para la mañana siguiente.
Salí del apartamiento, bajé las escaleras y caminé hacia donde estaba estacionado el coche.
La encontré sentada en el Buick. Me ubiqué a su lado.
—Al salir de Via Cavour, queda mi casa.
Enfilé por Via Vittorio Veneto. A esa hora el pesado tránsito usual había disminuido un poco, y sólo me llevó diez minutos llegar a la calle donde ella vivía. Durante el viaje ninguno de los dos pronunció una palabra.
—Por favor, pare aquí —me dijo.
Lo hice y bajé del coche. Di la vuelta y abrí la portezuela de su lado. Descendió y miró de un extremo a otro la desierta calle.
—¿Quiere subir? Estoy segura que tenemos muchas cosas de que hablar.
Volví a recordar que era la hija de mi patrón.
—Me gustaría, pero tal vez sea mejor que no lo haga. Se está haciendo tarde. No quiero molestar a nadie.
—No lo hará.
Comenzó a caminar por la calle, de manera que apagué las luces del coche y la seguí.
Explico esto en detalle porque no quiero dar una impresión equivocada de mis primeras relaciones con Helen. Será difícil creer, pero si hubiera sabido que no había nadie en su departamento (ni amiga, ni personal de servicio, ni nadie), nada en el mundo me hubiera hecho entrar. No lo sabía. Pensé que por lo menos habría una criada.
De cualquier manera me sentía incómodo entrando en su departamento a esa hora de la noche. Me preguntaba que diría Sherwin Chalmers si alguien le dijera que me había visto en el departamento de su queridísima hija a las once menos cuarto de la noche.
Mi futuro y todo lo que ello significaba para mí estaba en manos de Chalmers. Una palabra suya y quedaría despedido de la actividad periodística para siempre. Andar haciendo tonterías con su hija podía ser tan peligroso como hacerlo con una víbora de cascabel.
Pensando en esto más tarde, comprendí que Helen tampoco quería correr ningún riesgo. Había evitado que la acompañara desde el departamento de Luccino, y se ocupó de que detuviera el coche a doscientos metros de la entrada de su casa, de manera que si alguno de mis amigos viera mi coche no pudiera sumar dos más dos.
Caminamos hasta el ascensor automático, sin encontrar a nadie en el vestíbulo. Entramos al departamento sin que nadie nos viera.
Cuando cerró la puerta y me llevó a un hall grande y agradable, suavemente iluminado y adornado con flores, tuve de pronto la impresión de que éramos los dos únicas personas en el departamento.
Dejó caer su abrigo en una silla y se dirigió a un bar muy elegante.
—¿Whisky o gin?
—No está sola en el departamento, ¿verdad?
Se volvió y me miró con fijeza. A la luz tenue, se la veía magnífica.
—Sí, ¿por qué? ¿Es eso un crimen?
Sentí que se me humedecían las palmas de las manos.
—No puedo quedarme aquí. Usted debería saberlo.
Continuó mirándome con las cejas levantadas.
—¿Tiene tanto miedo de mi padre?
—No se trata de tenerle miedo a su padre —respondí furioso de que con tanta crudeza hubiera puesto el dedo en la llaga—. No puedo permanecer aquí solo con usted, y usted debería saberlo.
—¡Oh, no sea tonto! —respondió con impaciencia—. ¿No puede actuar como una persona adulta? ¿Porque si una mujer y un hombre están solos en un departamento es necesario que no se conduzcan bien?
—Ese no es el caso. Se trata de lo que la otra gente pueda pensar.
—¿Qué otra gente?
En eso tenía razón. Sabía que nadie nos había visto entrar al departamento.
—Me pueden ver al salir. Además, lo que me molesta es el concepto…
De pronto se echó a reír.
—¡Oh, por amor de Dios! Deje de actuar como un victoriano y siéntese.
Ya debía haber tomado mi sombrero y mandado mudar. Si hubiera hecho eso me hubiera evitado muchos problemas, y al decir esto me quedo corto. Pero tengo en mi carácter una veta atolondrada, irresponsable, que algunas veces sumerge mi buen juicio habitual, y eso fue lo que sucedió en aquel momento.
De manera que me senté y tomé un whisky fuerte con hielo partido que ella me había dado y la observé mientras se preparaba un gin con agua tónica.
Ya hacía cuatro años que estaba en Roma y no había llevado una vida de célibe, precisamente. Las mujeres italianas son hermosas y excitantes. Había pasado muy buenos momentos con ellas, pero mientras estaba sentado allí, mirando a Helen con su traje blanco, sabía que éste podría ser el momento más hermoso de todos; esta muchacha tenía algo especial, algo que quitaba el aliento y además me perturbaba.
Se dirigió a la chimenea y se reclinó en la repisa mientras me miraba medio sonriente.
Como sabía que este era un juego peligroso y que no necesitaría de mucho estímulo para meterme de cabeza en toda clase de dificultades, le dije:
—Bien, y ¿cómo le va en la Universidad?
—Oh, eso no era más que una patraña —respondió con indiferencia— tuve que inventar algo para decirle a mi padre; de lo contrario no me hubiera dejado venir sola.
—¿Quiere decir que no va a la Universidad?
—Por supuesto que no.
—¿Pero no teme que su padre se entere?
—No, está demasiado atareado para preocuparse por mí. —Descubrí la amargura en el tono de su voz— en verdad sólo se interesaba en su persona y en su última adquisición femenina. Yo le molestaba, de manera que le dije que quería estudiar arquitectura en la Universidad de Roma. Como Roma está muy lejos de Nueva York, y una vez aquí, yo no podía entrar de pronto en su habitación y sorprenderlo tratando de convencer a alguna pequeña buscadora de oro de que es un hombre mucho más joven de lo que parece, inmediatamente accedió a enviarme a Roma.
—¿De manera que los anteojos de carey, los zapatos de taco bajo y el pelo tirante peinado hacia atrás también fueron parte del engaño? —pregunté, comprendiendo que al confiármelo ella me hacía cómplice, y si Chalmers lo descubría, el golpe podría caer en mi cuello tanto como en el de Helen.
—Por supuesto. Cuando estoy en casa siempre me visto de aquel modo. Convencí a mi padre de que soy una sesuda estudiante. Si me viera como estoy ahora, tomaría una respetable señora mayor para que me sirviera de dama de compañía.
—Tiene usted bastante sangre fría con respecto a esto, ¿no es cierto?
—¿Por qué no? —Se alejó y dejó caer en un sillón—. Mi madre murió cuando yo tenía diez años. Mi padre ha tenido otras tres esposas. Dos de ellas tenían sólo dos años más de lo que yo tengo ahora, y la otra era menor. Fui tan bien acogida por todas ellas como una epidemia de polio. Me gusta depender de mí. Me divierto mucho.
Al mirarla no me costaba creer que se divertía mucho, probablemente más de lo conveniente.
—No es más que una niña, y esto no es un modo de vida para usted.
Ella rio.
—Tengo veinticuatro años y no soy una niña, y esta es la forma en que quiero vivir.
—¿Por qué me dice todo esto? ¿Qué le hace pensar que no le enviaré un cable urgente a su padre diciéndole lo que pasa?
Ella meneó la cabeza.
—No hará eso. He hablado con Giuseppe Frenzi con respecto a usted. Me dio muy buenas referencias. No le hubiera traído aquí si no hubiese estado segura de usted.
—Exactamente, ¿para qué me hizo venir?
Me miró. La expresión de sus ojos de pronto me dejó sin aliento. No había manera de equivocar esa expresión, me estaba invitando a que le hiciera el amor.
—Me gustas —dijo—. Los hombres italianos pueden llegar a cansar mucho. Son tan intensos y tan directos. Le pedí a Giuseppe que te llevara a la fiesta. Y aquí estamos.
No imaginen que no me sentí tentado. Sabía que lo único que tenía que hacer era tomarla en mis brazos y no habría la menor oposición. Pero todo era demasiado descarado; demasiado a sangre fría y esta actitud de ella me chocó. También estaba el asunto de mi empleo. Tenía más interés en conservarlo que en hacer tonterías con ella. Me puse de pie.
—Comprendo. Bien, se está haciendo tarde. Tengo que hacer antes de ir a casa. Me marcharé.
Me miró, la boca se le endureció.
—Pero no puedes irte ahora. Acabas de entrar.
—Lo lamento. Tengo que marcharme.
—¿Es decir que no quieres quedarte?
—No se trata de lo que quiero hacer, sino de lo que voy a hacer.
Levantó los brazos y corrió los dedos por su pelo. Ese es quizás el gesto más provocativo que puede hacer una mujer. Si tiene las formas adecuadas, no hay movimiento más insinuante que el levantar los brazos y mirar a un hombre como ella me estaba mirando. Casi cedí, casi, pero no del todo.
—Quiero que te quedes.
Negué con la cabeza.
—En verdad, tengo que marcharme.
Me estudió durante un momento largo, sus ojos sin expresión. Luego se encogió de hombros, bajó los brazos y se puso de pie.
—Bien, si eso es lo que deseas. —Cruzó hasta la puerta, la abrió, y se dirigió al hall. La seguí y tomé mi sombrero que había dejado sobre una silla. Ella abrió la puerta, miró el corredor y se hizo a un lado.
No tenía deseos de marcharme. Tuve que violentarme para salir al corredor.
—Tal vez quieras comer conmigo alguna noche o ir al cinematógrafo —le dije.
—Sería muy agradable —respondió con cortesía—. Buenas noches. —Sonrió en forma distante y cerró la puerta en mi cara.