En una calurosa tarde de julio dormitaba en mi oficina, sin que eso resultara perjudicial para nadie y sin tener nada importante que hacer, cuando la campanilla del teléfono me despertó con sobresalto.
Tomé el receptor.
—¿Sí, Gina?
—Mr. Sherwin Chalmers está en el teléfono —dijo Gina casi sin aliento.
Yo también quedé sin aliento.
—¿Chalmers? ¡Por amor de Dios! ¿Está aquí en Roma?
—Habla desde Nueva York.
Me tranquilicé un poco pero no del todo.
—Bien, comunícame —dije sentándome derecho, no más tranquilo de lo que estaría una solterona si hubiera encontrado un hombre debajo de su cama.
Durante cuatro años yo había estado a cargo de la oficina del New York Western Telegram, en Roma, y este era mi primer contacto con Chalmers, propietario del periódico.
Chalmers era un multimillonario, un dictador en su propio terreno particular y un brillante periodista. Que Sherwin Chalmers me llamara por teléfono era algo así como si el presidente me invitara a tomar el té en la Casa Blanca.
Acerqué el receptor a mi oído y esperé. Se oyeron los «clics», y «pops» de siempre, y luego la fría voz de una mujer que decía:
—¿Es Mr. Dawson?
Respondí que sí.
—Mr. Chalmers va a hablar. ¿Quiere esperar un minuto por favor?
Respondí que esperaría y me pregunté cómo habría reaccionado la mujer si le hubiera dicho que no.
Hubieron más «clics» y «pops», y luego una voz que sonaba como un martillo castigando un yunque:
—¿Dawson?
—Sí, Mr. Chalmers.
Hubo una pausa e intenté imaginar cual sería el desastre que se avecinaba. Tenía que ser un desastre. No podía creer que el gran hombre llamara a menos que algo lo hubiera disgustado.
Lo que siguió me sorprendió.
—Escuche, Dawson. Mi hija llegará a Roma mañana en el avión de las once y cincuenta. Quiero que vaya a esperarla y la lleve al Excelsior Hotel. Mi secretaria ya ha reservado una habitación para ella. ¿No tiene inconveniente?
No sabía que tuviera una hija. Sabía que se había casado cuatro veces, pero la hija era algo nuevo para mí.
—Va a estudiar en la universidad —continuó dejando salir las palabras de su boca como si estuviera cansado del tema y quisiera terminar de una vez—. Si necesita algo le he dicho que recurra a usted. No quiero que le dé dinero. Eso es importante. Yo le envío sesenta dólares semanales, y es bastante para una jovencita. Tiene que estudiar, y si estudia como yo quiero, no necesitará mucho dinero. Pero me gustaría saber que hay alguien a mano en caso de necesidad o de enfermedad.
—¿Entonces, ella no conoce a nadie aquí? —pregunté, pues no me gustaba mucho como pintaba el asunto. No me consideraba muy calificado como niñera.
—Le he dado algunas cartas de presentación, y estará en la universidad, de manera que conocerá gente —respondió Chalmers. Advertí el tono de impaciencia en su voz.
—Muy bien, Mr. Chalmers. Iré a recibirla y si necesita algo me encargaré de ello.
—Eso es lo que quiero. —Hubo una pausa y continuó—. ¿Andan bien las cosas por ahí? —No parecía demasiado interesado.
Le dije que andaban un poco flojas.
Hubo otra pausa larga, y podía oírlo respirar pesadamente. Tuve la visión de un hombre bajo y grueso con una mandíbula como la de Mussolini, ojos como las puntas de un punzón para hielo y la boca como una trampa para osos.
—Hammerstock me habló de usted la semana pasada —dijo abruptamente—. Opina que debería traerlo aquí.
Aspiré con lentitud. Había estado deseando oír eso durante los últimos diez meses.
—Bien, me gustaría mucho si eso fuera posible.
—Lo pensaré.
El «clic» en mi oído me dijo que había colgado. Puse el auricular en su lugar, empujé la silla para atrás a fin de tener espacio para respirar y fijé la mirada en la pared de enfrente mientras pensaba qué hermoso sería volver a mi país después de haber pasado cuatro años en Italia. No era que me disgustara Roma, pero sabía que mientras estuviera aquí no me aumentarían el salario ni tendría oportunidad de lograr una promoción. Si habría de llegar a alguna parte sólo sería en Nueva York.
Después de algunos minutos de cavilación que no me conducirían a nada, me dirigí a la oficina de Gina.
Gina Valetti, morena, bonita, alegre, de veintitrés años había sido mi secretaria y factotum general desde que me hice cargo de la oficina en Roma. Siempre me había sorprendido que una muchacha con su belleza y sus formas pudiera ser tan lista.
Dejó de escribir a máquina y me miró inquisitiva. Le referí lo de la hija de Chalmers.
—Suena terrible, ¿verdad? —dije sentándome en el borde de su escritorio— una estudiante robusta y gorda que además necesita mi consejo y atención. ¡Vaya, las cosas que tengo que hacer por el Western Telegram!
—Podría ser hermosa —respondió Gina con voz fría—. Muchas muchachas norteamericanas son hermosas y atractivas. Podrías enamorarte de ella. Si te casaras con ella te encontrarías en una posición muy cómoda.
—No piensas más que en el casamiento. Todas ustedes, las muchachas italianas, son lo mismo. No conoces a Chalmers; yo sí. Siendo hija suya no puede ser hermosa. Además yo no le interesaría como yerno. Tendrá proyectado para su hija algo mucho mejor que yo.
Me miró largamente por debajo de sus arqueadas y negras pestañas; luego se encogió de hombros.
—Espera a verla.
Gina se había equivocado, pero yo también. Helen Chalmers no era hermosa pero tanpoco era gorda. Me pareció completamente negativa. Era rubia, y llevaba anteojos de carey, ropa holgada y zapatos de tacos bajos. Su pelo estaba peinado hacia atrás dejando libre la cara. Parecía tan apagada como sólo puede serlo una colegiala muy responsable.
La recogí en el aeropuerto y la llevé al Excelsior Hotel. Pronuncié las palabras amables habituales que se le dicen a una extraña, y ella respondió con igual cortesía. Cuando llegamos al hotel estaba tan aburrido de ella que no veía el momento de dejarla. Le dije que me llamara a la oficina si necesitaba algo, le di mi número de teléfono y me despedí. Estaba seguro que no me llamaría. Tenía un atisbo de eficiencia en su continente que me convenció de que podría manejar cualquier situación que pudiera surgir sin mi ayuda ni consejo.
Gina envió flores al hotel en mi nombre. También había telegrafiado a Chalmers diciendo que la muchacha había llegado bien.
No podía hacer mucho más, así es que como aparecieron un par de buenas historias, aparté a Miss Chalmers de mi mente y la olvidé.
Como diez días más tarde, Gina sugirió que llamara a la muchacha para preguntarle cómo estaba. Lo hice, pero en el hotel me informaron que se había marchado hacía seis días, y que no tenía dirección.
Gina sugirió que lo averiguase para el caso de que Chalmers quisiera saberlo.
—Bien, encárgate tú —respondí— yo estoy ocupado.
Gina obtuvo la información de la comisaría central. Parecía que Miss Chalmers había alquilado un departamento de tres habitaciones amueblado en la Via Cavour. Gina consiguió el teléfono y yo la llamé.
Cuando acudió al teléfono pareció sorprendida, y tuve que repetirle dos veces mi nombre antes de que me reconociera. Tuve la impresión de que ella me había olvidado tan completamente como yo a ella, y, cosa bastante extraña, eso me irritó. Me dijo que no necesitaba nada, que le iba muy bien y, gracias. Había un cierto tono de impaciencia en su voz que sugería que le molestaba que le hiciera preguntas, y también tenía ese algo de cortesía que las hijas de los hombres muy ricos utilizaban cuando hablan con los empleados de su padre, todo lo cual me enfureció.
Le corté de prisa la conversación, recordándole otra vez que si en algo podía serle útil estaba a su disposición, y colgué.
Gina que por mi expresión calculó lo que había sucedido dijo con tacto:
—Después de todo, es la hija de un millonario.
—Ya lo sé. De ahora en adelante puede cuidarse sola. Prácticamente me despidió.
Lo dejamos así.
No supe nada de ella durante las cuatro semanas siguientes. Tenía mucho que hacer en la oficina pues iba a tomar mis vacaciones dentro de dos meses, y quería que todo estuviera «al pelo» para cuando llegara Jack Maxwell de Nueva York. Maxwell venía a reemplazarme durante mi ausencia.
Había proyectado pasar una semana en Venecia, y luego dirigirme al sur para pasar otras tres semanas en Ischia. Estas eran mis primeras vacaciones largas en cuatro años y las esperaba ansiosamente. Proyectaba viajar solo. Me gusta gozar de un poco de soledad y también me gusta poder cambiar de idea con respecto al lugar y al tiempo de permanencia, y si tuviera compañía no tendría esa libertad de acción.
Cuatro semanas y dos días después de haber hablado con Helen Chalmers por teléfono, recibí la visita de Giuseppe Frenzi, un buen amigo mío que trabajaba en L’Italia del Popolo. Me pidió que lo acompañara a una reunión que el productor de cine, Guido Luccino, ofrecía en honor de alguna estrella cinematográfica que había producido un impacto en el festival de Venecia.
Me gustan las reuniones italianas. Son agradables y divertidas y la comida siempre es fascinante. Le dije que pasaría a buscarlo a eso de las ocho.
Luccino tenía un departamento grande cerca de Porta Pinciana. Cuando llegamos, la playa para automóviles estaba llena de Cadillacs, Rolls-Royces y Bugattis que hacían que mi Buick 1964 pareciera insignificante cuando lo estacioné en el último espacio libre.
Fue una hermosa reunión; conocía a la mayor parte de la gente. Cincuenta por ciento de ellos eran norteamericanos, y Luccino, que agasajaba a los norteamericanos, hacía circular las bebidas con liberalidad. A eso de las diez de la noche, y luego de unos cuantos whiskies puros, salí al patio a admirar la luna y a refrescarme.
En el patio había una muchacha vestida de blanco; estaba sola. Su espalda y hombros desnudos parecían de porcelana a la luz de la luna. Apoyaba las manos en la balaustrada, con la cabeza inclinada hacia atrás mientras observaba el cielo. La luna hacía que su pelo rubio pareciera espuma de vidrio. Caminé hacia ella y me detuve a su lado. Yo también me puse a contemplar el firmamento.
—Muy agradable comparado con la jungla de allí adentro —dije.
—Sí.
No se volvió para mirarme. Yo la espié a hurtadillas.
Era hermosa, sus facciones eran pequeñas, los labios rojos, brillantes; la luna chispeaba en sus ojos.
—Pensé que conocía a todo el mundo en Roma —dije—. ¿Cómo es que no la conozco a usted?
Volvió la cabeza y me miró. Luego sonrió.
—Debería conocerme Mr. Dawson. ¿He cambiado tanto que no me reconoce?
La miré detenidamente, y de pronto sentí el latido del pulso y una presión en el pecho.
—No la reconozco —dije, pensando que era la mujer más hermosa que hubiera visto en Roma, joven y deseable.
Rio.
—¿Está seguro? Soy Helen Chalmers.