El hombre no parecía muy peligroso, pero cuando alguien empuña una Luger con silenciador nunca se sabe, y Girland tuvo buen cuidado de no hacer movimientos bruscos.
—Pase, señor Girland —dijo el hombre—. Estaba deseando conocerle.
Girland le examinó. Era alto, más bien gordo, calvo y con pronunciada barriga. Tendría unos sesenta años y los ojos azules, los rasgos marcados, la imperturbable amplitud de su sonrisa, que descubría los dientes de un blanco resplandeciente, el inmaculado traje ligero y la carísima corbata francesa le prestaban una personalidad sólida y sustanciosa. Girland le vio manejar el arma con la pericia de quien está tan familiarizado con la pistola como con la loción para después de afeitarse y, con su aguda percepción; llegó a la conclusión de que el hombre debía ser un hábil tramposo, probablemente sin ningún dinero, pero que desempeñaba el papel de rico para obtener crédito entre los pequeños comerciantes snobs, a quienes su apariencia no podía por menos de impresionar.
—¿Cómo ha llegado aquí? —preguntó Girland, entrando en el amplio dormitorio.
—Carlota me ha hecho pasar mientras usted ordenaba esa excelente comida.
—¿Carlota?
Erica estaba sentada sobre la cama y pareció levemente divertida al observar a Girland cuando éste fue a sentarse en el taburete que había ante el tocador.
—Señor Girland —dijo el gordo, recostándose contra la pared— antes de que sigamos, por favor no trate de hacerse el héroe. Soy un tirador experto y desde esta distancia puedo volarle la rótula en pedazos si es que decide ponerse difícil.
—Muy bien —dijo Girland, y levantó las manos, fingiendo burlonamente una rendición—. Eso ya está claró. ¿Pero es que se llama Carlota? Yo tenía la impresión de que era Erica Olsen.
—Es Carlota Olsen… la hermana de Erica. Estas dos preciosas muchachas son hijas mías —aclaró el gordo, mirando radiante a Carlota—. Señor Girland, he andado curioseando, y me entusiasma su persuasiva manera de hablar de negocios. He llegado a la conclusión de que usted es exactamente el hombre que necesitamos y creo que Carlota tiene la misma opinión —miró a su hija—. ¿No es cierto, querida?
—Sí —respondió ella—, creo que estaría muy bien.
Sin quitar los ojos de Girland, el gordo se inclinó a recoger una grabadora portátil, que había estado oculta detrás de una silla.
—Señor Girland —le dijo—, tengo una perfecta grabación de su charla con mí hija. Usted amenazaba con hacerle chantaje, y ahora soy yo quien está en la afortunada situación de hacérselo a usted. Ese carrete de cinta le interesaría al señor Dorey, pero dudo mucho de que le agrade. Tengo la impresión de que si alguna vez Dorey llegara a escuchar las cosas que he grabado de usted, la vida se le haría muy desagradable.
Girland se echó a reír, tan auténticamente divertido que el gordo se rió con él mientras Carlota les miraba con un gesto de impaciencia…
—Cuando acabéis de divertiros —dijo ásperamente— ¿qué os parece si volvemos a los negocios?
Girland la ignoró.
—Qué broma —le dijo al gordo—. ¿Así que se llama Olsen, no?
—Erich Olsen.
Girland sacó un paquete de cigarrillos.
—Esto me fascina. ¿Qué tal si me cuenta más?
—¿Está de acuerdo con que la cinta le puede complicar la vida?
—¡Pues claro! Tampoco le haría ningún bien a usted, pero eso pasémoslo por alto. Cuénteme cómo es la cosa.
—Mis hijas y yo —empezó Olsen— somos como usted, señor Girland, oportunistas. Andamos a la pesca de un pez gordo, hemos tenido mucha paciencia y ahora tenemos la meta a la vista.
«Erica es un año mayor que Carlota y tenía un puesto mal pagado como secretaria. Hizo un viaje de negocios con su jefe a Pekín y allí conoció a Feng Hoh Kung; Erica es una muchacha muy atrayente, Kung le hizo una proposición y ella la aceptó. Para Carlota y para mí, eso fue un golpe: sentimos que nuestro pequeño trío se había deshecho. Pero Erica no nos olvidó y después de algunos meses se dio cuenta de que la vida que había elegido no era para ella. También advirtió que le iba a resultar muy difícil irse de Pekín, pero, tuvo la suerte de encontrar a un muchacho chino que la ayudó, y fue quien le facilitó la salida de China. En ese momento, Carlota estaba en Estocolmo —Olsen exhibió sus dientes resplandecientes—. Yo estaba en París; había tenido un pequeño inconveniente con la policía sueca y me parecía más prudente vivir en París —se encogió de hombros—. Usted sabe cómo, son esas cosas. Carlota recibió un cable dé su hermana, en el que pedía que fuera inmediatamente a Hong Kong. El texto insinuaba que valdría la pena que Carlota se tomara el tiempo y la molestia de hacerlo, así que cuando ella me consultó yo le aconsejé que fuera. Erica había descubierto que Kung era un viejo desagradable y para resarcirse de las experiencias a que se había visto sometida, cuando se fue se llevó consigo la famosa perla que llaman la Uva Negra —la dentadura blanca volvió a destellar—. No tardaron en echarla de menos y avisaron a los agentes de Kung en Hong Kong, así que Erica se encontró en una trampa y tuvo que esconderse. Ella y Carlota tuvieron la idea de que, si Carlota pasaba por Erica, podría despistar a los perseguidores. Era algo que requería mucho valor. El amigo chino de Erica encontró a un experto en tatuajes que copió en el cuerpo de Carlota las conocidas iniciales de Kung; y ella volvió a Paris. Erica le había dado una droga china que borra temporalmente la memoria y, como necesitábamos publicidad y queríamos que Kung creyera que Erica había llegado a París, Carlota la tomó. Era necesario, ya que sabíamos que si no tomaba la droga, al examinarla se darían cuenta de que estaba fingiendo y, naturalmente, eso hubiera provocado complicaciones. La más extraña de las casualidades hizo que esa desdichada enfermera fuera asesinada en vez de Carlota y, por suerte para nosotros, usted tuvo la idea de decir a los periodistas que la muerta era Erica. Ahora, se ha aflojado la presión, pero todavía hay un montón de dificultades y necesitamos su ayuda, señor Girland. ¿Tendría inconveniente en ir a Hong Kong y traer la perla?».
Girland le miró, desconcertado.
—¿Y por qué no va usted?
Olsen sonrió.
—Estoy en una situación un poquito delicada. Si vivo en Francia estoy bastante seguro, pero en territorio británico podría, tener problemas. En este momento no sería prudente que yo me fuera del país.
—Hablemos claro. Usted quiere que yo vaya a Hong Kong, encuentre la perla, la traiga aquí y cierre trato con Yew por tres millones de dólares. ¿Correcto?
—También tiene que traer a Erica. Ella no le entregaría la perla a un extraño, señor Girland.
—¿Y por qué no viene ella? Ahora que ha desaparecido la presión podría venir, ¿no?
—Pues no: no hemos podido conseguirle un pasaporte falso. Parece qué al menos dos de los hombres que están en la oficina policial están al servicio de Kung. Yo tenía la esperanza de que, con sus relaciones, usted pudiera conseguir ese pasaporte falso.
—¿Se parece a ti? —preguntó Girland a Carlota.
—Sí, nos parecemos mucho.
—Dorey me ha dado un pasaporte y también un certificado de matrimonio para el caso de que tuviera que convencerte de que era tu marido, y todavía tengo esos documentos. No veo por qué Erica no podría viajar con ese pasaporte.
Olsen estaba radiante.
—¿Ve, señor Girland, lo acertados que hemos estado al buscar su ayuda?
—Eso costará dinero —observó Girland después de pensar un momento—. ¿Cuánto tienen?
Olsen sacudió la cabeza.
—Dinero es algo que yo rara vez tengo, pero se me ocurre que su amigo Yew tal vez quisiera financiar el viaje a Hong Kong.
Girland se echó a reír.
—Usted es oportunista de veras. Sí, creo que si se le promete inequívocamente la perla, estaría dispuesto a adelantar dinero en efectivo. Hablaré con él.
—También está Carlota —prosiguió Olsen—. Me imagino que la policía francesa no la va a dejar salir de Francia hasta que no se convenzan de que no ha tenido nada que ver con Kung. Carlota tiene que volver a Estocolmo a atender asuntos bastante urgentes. ¿Puede usted ayudarla a salir pronto, señor Girland?
—No será difícil —Girland se volvió a Carlota—. Tendrás que ver a Dorey. Es posible que te tenga unos días haciéndote toda clase de preguntas, pero si preparamos bien el cuento, para fin de semana ya podrás viajar.
—Bueno, entonces… —Olsen se apartó de la pared—. Parece que hemos tenido una reunión muy positiva, señor Girland. Cuanto más pronto tengamos aquí a Erica, mejor. ¿Cuál será su primera jugada?
—Ver a Yew para conseguir el dinero. Mañana por la mañana Carlota y yo nos iremos en avión a París. Yo hablo con Dorey, la dejo con él y salgo para Hong Kong. ¿Dónde encontraré a Erica?
—Carlota le dará la dirección.
Girland recurrió a su encanto.
—Ahora que somos socios, Olsen, deme la cinta —y se puso de pie, pero se detuvo cuando Olsen levantó el arma para apuntarle, diciéndole mientras sus dientes resplandecían—: Lo siento, señor Girland, pero conservo la cinta como garantía. Usted es demasiado oportunista para que yo le tenga absoluta confianza. Es cierto que sería difícil que usted consiguiera sacarle la perla a Erica, pero no imposible, y por lo que he visto de usted, puede conseguir lo imposible. Mientras yo tenga la cinta me sentiré bastante seguro de conseguir el dinero y, si por casualidad usted intenta un doble juego, no sólo le enviaré la cinta a Dorey, sino que mandaré una copia a la Asociación de Prensa. Me aseguraré absolutamente de que nadie se beneficie con la perla, salvo la familia Olsen.
Girland hizo una mueca.
—Vale la pena intentarlo —comentó, y miró a Carlota, que le observaba—. Tu papá merece triunfar, ¿no te parece?
—Hasta ahora no ha podido —respondió Carlota—, pero sigue insistiendo.
—Disculpe que no le dé la mano, señor Girland —dijo Olsen, moviendo la pistola en un gesto de excusa—. Espero su llamada. Carlota le dará el número.
Dio la vuelta alrededor de Girland, con la grabadora en la mano izquierda y apuntándole con la pistola.
—Hasta pronto —le dijo Girland.
La puerta del dormitorio se cerró, luego se oyó golpear la puerta del pasillo y Girland miró a Cariota con una sonrisa burlona.
—¡Qué familia sois! No veo el momento de conocer a Erica.
—No es mejor que yo —afirmó Carlota—. Es más bonita, pero no tiene mi encanto.
—Lo siento por ella —Girland miró su reloj—. No sé si podré encontrar ahora a Yew. Se hace tarde, pero puede ser que esté en casa. Parece que me paso la vida detrás del dinero.
Atravesó el cuarto y abrió la puerta.
—¿No olvidas algo? —preguntó Carlota.
Girland se volvió a mirarla, levantando las cejas.
—¿Sí?
—Creí que habíamos venido aquí para conocernos mejor.
Girland se echó a reír.
—Debo de estar haciéndome viejo —cerró la puerta—. Hablaré con Yew mañana por la mañana.
Mientras le miraba con una invitación en sus oscuros ojos de color azul violáceo, Carlota comenzó a desabrocharse lentamente el vestido.
La nueva secretaria de Dorey, Mavis Paul, era morena, de hermosa figura y segura de sí misma. Para llegar a ese puesto había empezado por ser una de las dactilógrafas. Era eficiente, bonita, dura como el diamante y estaba decidida a trabajar bien. Miró a Girland cuando éste entró en su despacho. Ése hombre descuidadamente vestido con camisa sport de cuello abierto y pantalón vaquero desteñido le ponía los pelos de punta. No hay forma de que un norteamericano se vista en París, pensó mientras le estudiaba con mirada fría y hostil.
—¿Sí? —inquirió.
—Salvó que todavía no se me ha pasado del todo la borrachera, no estoy tan mal, gracias —respondió Girland y, apoyando sus grandes manos tostadas sobre el escritorio, se inclinó hacia ella con una sonrisa—. Tú debes ser la nueva. ¿Nunca te sientes sola, nena? Yo me ocupo de todas las muchachitas solas de París.
Mavis se puso rígida.
—Cómo…
—… se atreve a decirme una cosa, así —interrumpió Girland, ganándole de mano—. Disculpa. Es que eres encantadora y tienes ojos solitarios. ¿Cómo está el vejestorio? ¿Ocupado?
Mavis miró por todo el despacho con aire desamparado, pero no había nadie que la ayudara a arreglárselas con ese hombre que le sonreía. Y tenía que admitir que la sonrisa era encantadora.
—En este momento, el señor Dorey está ocupado —consiguió decir y en seguida se quedó espantada al ver que Girland se estiraba sobre el escritorio para bajar la llave que conectaba el intercomunicador con el despacho de Dorey y decía con voz alta y siniestra:
—Han llegado los rusos. Aconsejo que nos rindamos inmediatamente.
Mavis se quedó petrificada* y de la caja del intercomunicador salió la voz de Dorey, seca y fría:
—Es usted, Girland. Adelante.
—¿Ves qué fácil? —comentó Girland mientras volvía a levantar la llave. Luego se inclinó hacia adelante para besar en la mejilla a Mavis—. ¿Cuándo nos vemos, nena? —aguantó la bofetada a pie firme, se enderezó, se tocó la cara e hizo una mueca—. ¡Uf! Eso ha sido como para derribar a Clay. Tienes bastante fuerza, tesoro.
—¡Váyase antes que le tire la máquina de escribir! —gritó rabiosamente Mavis.
—¿Nunca te han dicho que cuando estás furiosa te salen chispas de los ojos? —preguntó Girland, apartándose del escritorio—. Chispas como estrellitas brillantes. Es lo más atractivo que he visto en una mujer —le tiró un beso con la mano y siguió—: Hasta pronto, y no me añores; seguro que nos volveremos a ver —atravesó el cuarto y desapareció en el despacho de Dorey.
Desde su escritorio, éste le miró entrar con aire sospechoso.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué está en París? ¡No me diga qué la ha perdido otra vez!
—¡Oh, no! —Girland se sentó y se sirvió uno de los exclusivos cigarrillos que Dorey tenía sobre el escritorio—. Nada de eso.
—¿Qué le ha pasado en la cara,? —pregunto Dorey, observando la marca roja en la mejilla de Girland.
—Una colisión con una fuerza irresistible —explicó Girland, echándose a reír—. Riesgos del oficio.
—No se habrá estado metiendo con mi secretaria, ¿no? —insistió Dorey, con el ceño fruncido.
—No… en realidad, es ella quien se ha metido conmigo —Girland encendió el cigarrillo y prosiguió—: Dorey, prepárese para lo peor. Nos ha fallado el pálpito.
Dorey se puso alerta.
—¿Y eso qué significa?
—Eso mismo… que nos hemos equivocado. —Girland se acomodó en el asiento—. A nuestro personaje le ha vuelto la memoria, y ¿sabe qué pasa? Que no es Erica Olsen, sino Carlota Olsen, la hermana de Erica. ¿Qué le parece? Por lo que me contó, ella hizo de cortina de humo para que Erica pudiera desaparecer, Carlota se lo contará: Erica se aburrió de Kung y escapó. Pudo llegar a Hong Kong, pero los agentes de Kung, echando chispas, la alcanzaron y tuvo que esconderse. Convenció a su hermana de que fuera a Hong Kong y una vez allí representara el papel de ella. Un especialista en tatuajes falsificó las iniciales de Kung en el trasero de Carlota, y entonces ésta volvió a París. Tomó cierta droga que le borró la memoria y la dejaron para que ustedes y los gendarmes la encontraran, y mientras los chinos intentaban borrarla del mapa y los rusos procuraban secuestrarla, Erica salió de Hong Kong y se perdió de vista. Nadie sabe dónde está y Carlota no tiene la menor idea. Así que esa es la triste historia.
Dorey se reclinó en su silla, con los delgados labios contraídos.
—¿Dónde está esa mujer?
—¿Carlota? Ahí fuera. Le he dicho que usted querría hablar con ella y está dispuesta a cooperar. Lo hizo para ayudar a su hermana, sin tener idea de que hubiera implicaciones políticas; no quería más que darle a la hermana tiempo para escapar de Kung —Girland sacudió la cabeza—. Es muy valiente para ser una muchacha.
—Quiero hablar con ella —dijo sombríamente Dorey.
—La haré pasar —Girland se levantó—. Bueno, me parece que con esto yo quedo fuera, ¿no? Lamento que no haya resultado como usted esperaba. Yo he hecho lo que usted quería… pero así son las cosas —le sonrió a Dorey—: A ver… usted me debe diez mil francos ¿está bien?
—¡Está mal! —interrumpió Dorey—. Le di veinte mil francos, de modo que usted me debe a mí diez mil y se los voy a cobrar.
Girland puso cara, triste.
—Usted no tiene idea de lo que me costó alquilar un apartamento en Montecarlo. Y luego los dos pasajes; como Carlota estaba un poco nerviosa, me pareció mejor viajar en primera. De todos modos le pasaré la cuenta y creo que va a encontrar, que usted me debe a mí, más bien. De todas maneras, hable con Carlota —la sonrisa de Girland se acentuó—. Le va a gustar… es un encanto de chica.
—Quiero que me devuelva ese pasaporte, Girland.
Girland le miró con aire confundido.
—¿Qué pasaporté?
—El que mandé preparar para esa mujer.
—¡Claro! —Girland se golpeó la frente con una mano—. Ya me acuerdo. ¡Pero, por todos los diablos que me estoy volviendo olvidadizo! Lo dejé en el cajón de arriba a la derecha, en su escritorio de la villa. Cuánto lo siento… debería haberlo traído… se me fue de la cabeza.
Está bien. Le diré a Diallo que me lo mande por correo —Dorey miró a Girland con aire pensativo—. Me da la impresión, de que usted anda pensando algo. ¿Qué va a hacer ahora?
—Podría tomarme unas vacaciones. He ahorrado algún dinero y, antes de svolver a mi trabajo, creo que me merezco un descanso.
Durante un momento, Dorey no se dejó engañar.
—Oiga, Girland, si descubro que me ha jugado sucio, me ocuparé de ajustarle las cuentas y créame que puedo hacerlo.
Girland lo miró con inocencia.
—Eso no es de amigos. No puede echarme las culpas a mí por el hecho de que su pálpito no fue acertado, Dorey… ¿no le parece?
—Acuérdese de lo que le he dicho. No creo que vaya a emplearle de nuevo; cada vez que le doy una tarea, sale mal, pero de algún modo usted se beneficia.
—Pura casualidad —aseguró Girland mientras se dirigía a la puerta—. Todavía puede necesitarme, viejo. Y si yo puedo aguantarle a usted, no veo por qué usted no puede ser más amplio y aguantarme a mí. Y ahora, adiós —terminó saliendo del despacho.
Mavis Paul escribía a máquina con tal rapidez que la máquina sonaba como una ametralladora. No levantó la cabeza ni se detuvo cuando Girland se acercó a su escritorio.
Girland examinó la pequeña placa con el nombre de Mavis que había sobre el escritorio, cogió un cuaderno de notas y un lápiz y escribió el nombre.
—Precioso nombre… y preciosa chica —murmuró, se guardó la hojita de papel en el bolsillo de la camisa y fue a la antesala donde le aguardaba Carlota.
—Adelante —le dijo—. Charlará bastante, pero ya te he puesto los cimientos. Yo me voy. Espero verte pronto.
Se despidieron con un apretón de manos y una sonrisa y Girland se dirigió al lugar donde había estacionado su Fiat 600.
A la mañana siguiente, Girland llegaba en un taxi al aeropuerto de Orly para alcanzar el vuelo de las nueve de la mañana que salía para Hong Kong vía Roma. Llevaba una maleta ligera y vestía un traje tropical muy usado, azul, ligeramente arrugado. Entregó la maleta a un anciano mozo de cuerda y fue tras él hasta el mostrador de recepción de Air France. Dio una propina al mozo, pagó el derecho de aeropuerto y se enteró de que su vuelo era el. A.F. 632 y que podría tener una pequeña demora en Roma.
El mozo, Jean Redoun, había oído bastante como para tomar nota de todo eso y se dirigió rápidamente a la cabina telefónica más próxima. Recordaba a Girland por su fotografía, y sabía que la embajada soviética estaba muy interesada en él. Hizo la llamada y habló brevemente con Kovski.
Después de cortar, Kovski se quedó largo rato sentado, mirando al vacío. Malik, que parecía haber caído un poco en desgracia, fue enviado a Roma a vigilar a un agente británico que parecía dispuesto a desertar. Kovski se preguntó por qué iría Girland a Hong Kong. La mujer había muerto; de eso estaban seguros… entonces ¿por qué ir a Hong Kong? Apenas vaciló unos segundos y después levantó el receptor y telefoneó a Roma.
… Girland practicaba el lujo a expensas de los demás. Había decidido viajar en primera, pero tuvo dificultades para persuadir a Jacques Yew de que le adelantara el dinero del pasaje. Yew no veía inconveniente alguno en viajar en clase turista, pero finalmente Girland consiguió disuadirlo de esa manera de pensar.
El viaje fue agradable. El sector de primera clase del avión no estaba completo y la azafata, una joven de sonrisa vivaz y ojos picaros, no tuvo en cuenta el deslucido traje de Girland. Pensó que podía tratarse de un millonario excéntrico que además tenía una sonrisa encantadora, de modo que le agasajó continuamente con caviar, champagne y bocadillos.
En Roma, Girland descendió del avión y se tomó rápidamente un par de whiskies en el bar del aeropuerto. Estiró las piernas, compró la última novela de Hadley Chase y volvió al avión.
Tres minutos antes de la partida del aparato, un poco agitado, Malik, atravesaba corriendo la pista pavimentada para trepar por la escalerilla al compartimiento de clase turista. Mientras se ajustaba el cinturón de seguridad, se felicitó por la rapidez con que había llegado y por la suerte que tuvo al encontrar sitio en el avión.
Kovski había sido muy claro: Malik no debía perder de vista a Girland, quien sin duda no viajaría a Hong Kong a menos que Erica Olsen le hubiera trasmitido alguna información importante antes de morir. De eso, Kovski estaba seguro. El servicio de seguridad soviético necesitaba esa información y Malik tenía instrucciones de conseguirla a cualquier precio. Los agentes soviéticos en Hong Kong estaban avisados y estarían a las órdenes de Malik, de modo que éste tenía la oportunidad de compensar su fracaso.
Aunque Malik se había sentido muy escéptico, hizo esfuerzos frenéticos por alcanzar el avión y lo consiguió por un margen de tres minutos.
Mientras él y Girland atravesaban el espacio rumbo a Hong Kong, desde la embajada china en París, Yet-Sen preparaba un informe cifrado que sería cablegrafiado a Pekín. Yet-Sen estaba satisfecho consigo mismo; admitía que había perdido tres agentes prometedores, pero después de todo, los agentes son reemplazables. Lo importante era que había llevado a cabo las órdenes recibidas y que la mujer estaba muerta.
Lo pensó de nuevo y agregó al informe una descripción de Girland…
«Ese hombre —escribió— es peligroso y debe figurar en nuestro archivo. Su foto y detalles de su método de trabajo van por valija diplomática».
El cable llegó a Pekín dieciocho horas antes de que Girland aterrizara en Hong Kong, y la correspondiente advertencia, junto a la descripción de Girland, fue enviada inmediatamente a todos los aeropuertos asiáticos, no porque le esperaran, sino porque, los chinos son meticulosos y eso es parte de su sistema para no correr riesgos.
De modo que, sin saberlo, Girland se dirigía a un avispero; no sólo Malik viajaba en el mismo avión, sino que cierto funcionario de aduana chino en el aeropuerto de Kai Tak tenía su descripción.
Pero en ese momento, mientras saboreaba un excelente pollo salteado, regado con un vino de Burdeos muy aceptable, Girland no tenía la más mínima preocupación. Iba hacia la riqueza y se sentía a punto de llegar al pie del arco iris.
Hong Kong no era novedad para Girland. Mientras salía de la protección del aeropuerto al ardiente sol, pensaba que erá su cuarta visita. Una vez, en una gira mundial, se había tropezado con una joven heredera norteamericana que había insistido en que fuera él su guardaespaldas, y como tenía una espalda excepcionalmente atrayente, Girland no había puesto objeciones. Habían pasado cuatro semanas emocionantes y un tanto eróticas en Hong Kong. Más adelante, la CIA le había encargado cooperar en la destrucción de un círculo de traficantes de opio, y el centro de las operaciones había sido Hong Kong. Girland y Harry Curtis, el agente residente, se habían pasado varios días en una lancha policial y Girland había llegado a conocer algunas de las islas próximas a Taipang Wan, Tathong y el East Lamma Chánnel.
Curtis era la última persona con quien Girland quería encontrarse en ese momento y, como sabía que tenía la costumbre, de ir a recibir los aviones que llegaban de Europa, se mantuvo alerta. Estaba tan ocupado por descubrir la corpulenta figura de Curtis que no advirtió que Malik marchaba lentamente detrás de él.
El funcionario aduanero chino: examinó el pasaporte de Girland mientras le miraba con aire pensativo. Por fin le devolvió el pasaporte, lo saludó y le indicó que atravesara la barrera; pero tan pronto como Girland empezó a caminar hacia la fila de taxis, el aduanero hizo una seña con el pulgar en esa dirección y un chino gordo, que llevaba un gastado traje negro, echó a andar tras él.
Malik no se perdió nada de esto; sus ojos atentos habían visto la seña y había advertido que el chino gordo seguía a Girland.
El agente soviético residente, Branska, salió de la multitud para estrechar la mano de Malik. Era un hombre bajo y de constitución pesada, pecoso y su pelo color arena empezaba a ralear.
—Arreglado —dijo—. Ya tengo tres hombres que se ocupan de él. Vamos al hotel y prepararemos un informe tan pronto como sepamos adónde va.
Malik asintió con la cabeza y ambos se dirigieron a un coche que les esperaba.
Girland le indicó al conductor del taxi que le llevara al Star Ferry y se recostó tranquilamente mientras el coche corría a lo largo del muelle atestado de culis presurosos que llevaban enormes cargamentos balanceándose al extremo de cañas de bambú, así como de rickshaws, de camiones cargados en exceso, de enormes coches norteamericanos conducidos por chinos pulidos y de aspecto próspero, de ciclistas que se precipitaban entre los demás vehículos como si pretendieran suicidarse y donde de vez en cuando se veía una encantadora joven china, con el cheongsam abierto unos diez centímetros por encima de las rodillas, que iba en un rickshaw, con las piernas Cruzadas y las manos tranquilamente abandonadas sobre la falda.
A Girland le gustaba Hong Kong. Pensaba que era una ciudad rebosante de vida y energía donde todo podía suceder y donde se podía hacer dinero.
Al llegar al ferry pagó el taxi y, pasando por el torno, subió a bordo del barco que esperaba.
Dos de los agentes de Malik y el chino gordo subieron también.
Diez minutos después Girland salía de la terminal del ferry en Hong Kong para coger un taxi que le llevara hasta un pequeño hotel del muelle de Wanchai, donde ya se había hospedado antes.
A estas alturas ya se había dado cuenta de que le seguían. Girland tenía muy desarrollado el instinto de conservación y no tardó en descubrir a los agentes de Malik durante el cruce, pero no había prestado atención al chino gordo que estaba sentado cerca de él, leyendo el «Hong Kong Times».
Mientras pagaba el taxi, Girland vio pasar un coche; en él viajaban dos hombres macizos que miraron estudiadamente hacia otro lado mientras el coche seguía por el muelle. Bueno, pensó Girland haciendo una mueca, tendré que tener cuidado. Pero no reparó en un chino gordo de gastado traje negro, que le compraba cigarrillos a un vendedor callejero, a pocos metros de él.
Subió los incómodos escalones que llevaban al hall del hotel y recibió una amplia sonrisa de bienvenida de un chino de cuidada barba. Wan See era propietario del hotel desde hacía muchos años y tenía excelente memoria para las caras.
Después de saludarlo, Girland siguió subiendo escaleras hasta llegar a una habitación pequeña y limpia que daba sobre el muelle. Se dio una ducha, se puso una camisa deportiva y un pantalón vaquero, y bajó a hablar con Wan See.
El dueño del hotel estaba al servicio de la embajada norteamericana y se podía confiar en él, de manera que Girland le advirtió que estaba en misión oficial y que debía cuidar de que nadie entrara a su cuarto mientras él no estaba.
Durante años, Wan See había alojado a agentes norteamericanos y sabía de qué se trataba.
—Muy bien —asintió—. Nadie viene aquí si yo no lo conozco.
—Tengo que hacer una llamada por teléfono.
Wan See le indicó una cabina.
Carlota le había dado a Girland un número de teléfono para que llamara al llegar. Le había explicado que era el de una villa donde Erica estaba oculta. Girland marcó y esperó.
Después de una breve demora, una voz masculina preguntó:
—¿Quién habla?
—Un amigo que viene de París —respondió Girland, usando la frase que le había indicado Carlota.
Oyó una rápida emisión de aliento.
—Espero que haya tenido buen viaje —era la contraseña que le había dicho Carlota, Girland se tranquilizó.
—Sí. Estoy en el hotel Lotus, Wanchai. ¿Voy para allá o vendrá usted a verme?
—Sería mejor que viniera usted —respondió la voz—. La situación es difícil y es mejor no hablar ahora. Enviaré una mujer a buscarle, vestida con cheongsam rojo y con un diamante en la oreja izquierda.
—Será bien venida —comentó Girland mientras la comunicación se cortaba y volvió a consultar a Wan See.
—Viene una muchacha y el hotel está vigilado. Yo tengo que salir con ella y es importante que no nos sigan.
Wan See emitió una risita.
—No hay ningún problema. Aquí vienen muchachas cada media hora, porque las habitaciones de abajo se alquilan por horas. Hay una escalera que conduce a la azotea y pueden salir por ahí. Si cruzan dos azoteas, podrán descender por una escalera de incendios hasta un callejón que lleva al muelle.
Girland volvió a su cuarto a esperar, pensando nostálgicamente en un acondicionador de aire, pues el calor penetraba por la ventana abierta hasta convertir en un horno la pequeña habitación.
Una hora y cinco minutos después oyó que llamaban a la puerta, se levantó de la cama y abrió. Una esbelta joven china ataviada con un cheongsam escarlata y que lucía un diamante resplandeciente en la oreja izquierda, le miró sonriendo.
—¿Me esperaba?
A Girland le gustaban las chinas y durante sus anteriores viajes a Hong Kong había dormido con unas cuantas: conocían la técnica y se tomaban el amor en serio. Y esa chica no sólo era bonita: era sensacional.
—¿Quién eres? —le preguntó, haciéndose a un lado para que ella pudiera entrar.
—Me llamo Tan-Toy y trabajo en el muelle. Hago el amor como una profesional.
—¿De veras? —comentó Girland—. De eso podemos hablar después; por ahora, vamos a salir.
Treparon a la azotea por la escalera y, moviéndose con cuidado, atravesaron otras dos y descendieron por la escalerilla de hierro hasta el callejón.
Uno de los hombres de Malik, que estaba al tanto de la existencia de la vía de escape indicada por Wan See, les vio salir. Hacía dos horas que estaba apostado en un tejado vecino y, con un equipo portátil advirtió a Malik que Girland había salido del hotel con una mujer china.
El chino gordo había visto que Tan-Toy llegaba al hotel. Tenía noticias de la villa donde se ocultaba Erica y hacía ya tres o cuatro días que estaba vigilándola. También él advirtió a sus hombres, por radio de onda corta, que Girland podría dirigirse a la villa.
La cantidad de vehículos que subían al monte donde estaba situada la villa era considerable, y mientras Tan-Toy llevaba a Girland en un Austin Cooper por la ondulante cuesta, él no dejaba de mirar hacia atrás para ver si les seguían.
—Está bien —dijo Tan-Toy—. La dama ya no está allí; a quien vas a ver es a Hung Yan.
—¿Es con él con quien he hablado por teléfono?
—Sí.
—Y si ella no está allí ¿dónde está?
—No sé —respondió Tan-Toy con una sonrisa resplandeciente.
—¿Y tú quién eres? ¿Cómo te has metido en esto?
—Hung Yan es amigo mío y me ayudó una vez, cuando estuve enferma. A mí me gusta ayudar a los que me ayudan.
El coche acabó por detenerse juntó a una villa pequeña y sombría, situada al borde de la montaña. Tenía una hermosa vista de Hong Kong y, a lo lejos, de Kowloon.
—Entra directamente —le dijo Tan-Toy cuando Girland bajó del coche—. Y cuando termines con ese asunto podemos vernos.
—¿Dónde puedo encontrarte? —preguntó Girland, inclinándose para mirarla a través de la ventanilla.
—Wan See lo sabe…, pregúntale —le saludó con la mano, volvió a mirarle a los ojos y, haciendo girar el coche, se alejó.
Girland observó el largo camino oscuro y serpeante hasta que vio desaparecer las luces traseras. Por el camino no se veía otro coche.
Caminó rápidamente por una senda que llevaba a la villa y llamó. La puerta se abrió, inmediatamente.
—Entre, por favor.
Una borrosa figura humana le hizo pasar a una habitación pequeña y asfixiante, iluminada por una lamparita de mesa.
Los dos hombres se miraron. Hung Yan era un joven chino de constitución endeble que llevaba un holgado traje chino compuesto de chaqueta y pantalones negros. Sus ojos brillantes estaban febriles, y cuando Girland le dio la mano, sintió que tenía la piel seca y ardiente.
Girland se presentó.
—La situación es muy mala —explicó Hung Yan—. Saben que estoy aquí y creo que no están seguros de si ella está viva o muerta; de otro modo ya me habrían liquidado. ¿Tiene pasaporte para ella? Es lo que necesita.
—Sí, lo tengo. Y ella ¿dónde está?
—Yo le llevaré. Está en un junco anclado en las cercanías de Pak Kok.
—¿Y cómo es que está usted aquí? —preguntó Girland con curiosidad.
—Esta villa pertenece a mi padre, que está en América. Hace una semana vine aquí con Erica, pero no se sentía segura; está muy asustada. El junco es parte de la flota pesquera de mi primo; es muy viejo y no lo usan. Erica pensó que allí estaría más segura.
—¿Está sola?
—Sí, está sola y tiene miedo. Yo lo siento mucho —Hung Yan hizo un movimiento de impotencia—. Estamos enamorados y ella está en una situación muy peligrosa. Yo estoy muy preocupado.
—No estoy completamente seguro de que no me hayan seguido —aclaró Girland—. ¿Cuándo salimos?
Hung Yan se encogió de hombros.
—Eso no importa. Ya saben que estoy aquí y esperan que yo les conduzca hasta ella —se dirigió a un armario, lo abrió y sacó dos largos cuchillos con vaina de cuero—. ¿Sabe utilizar cuchillo? Es mejor que una pistola.
—Claro —asintió Girland. Recibió el cuchillo, lo sacó de la vaina para observarlo e hizo un gesto de aprobación, asegurándose la vaina en el cinturón—. ¿Cuándo salimos?
—Ahora… hay un sendero que va desde la montaña hasta el camino principal —explicó Hung Yan—. Allí tengo un coche en el garaje de un amigo y en el puerto de Aberdeén nos espera una lancha motora.
Los dos salieron de la villa por la puerta de atrás y pocos minutos después Girland se encontraba en un sendero estrecho y peligrosamente empinado, envuelto en una niebla húmeda que subía de la tierra e impedía la visión.
Se movió cautelosamente, siguiendo de cerca a Hung Yan. A ratos no veía nada. Después la niebla se disipó un poco y pudo vislumbrar a lo lejos las luces de Hong Kong.
De pronto una piedra llegó rodando desde algún lugar a su espalda y le pegó en el tobillo. Girland cogió del brazo a Hung Yan.
—Tenemos a alguien detrás —susurró—. Tú sigue… yo esperaré.
Hung Yan hizo un gesto afirmativo y siguió bajando por el sendero. Girland se apartó del sendero y se agazapó detrás de un arbusto, con el oído alerta, tratando de penetrar la semioscuridad con la vista.
Después de un rato oyó ruido de pies que se arrastraban. Atisbo y pudo distinguir una menuda silueta negra que se acercaba cautelosamente por el sendero. Esperó tenso. El hombre se acercó pasando por donde Girland estaba oculto: era un chino pequeño que se movía rápida y sigilosamente, con la cabeza inclinada.
Girland volvió al sendero. El hombre estaba unos diez metros delante de él y se volvió con la rapidez de una serpiente que ataca al oír moverse a Girland. Brilló un cuchillo. Girland voló en un tackle bajo, aferrando las piernas del chino por debajo de las rodillas.
Ambos cayeron al suelo y rodaron en medio de una lluvia de piedras. Hung Yang salió de la oscuridad y sujetó la muñeca del hombre en el momento en que el cuchillo relampagueaba. Girland aflojó la presión asestando un certero puñetazo en la mandíbula del chino. El hombre cedió y, antes de que Girland pudiera detenerle, Hung Yan le había clavado el cuchillo en el cuerpo.
—Puede que haya otros —comentó Hung Yan; el aliento le silbaba entre los dientes—. ¡Sigamos! —apartó el cuerpo con un pie y continuó bajando.
Girland le siguió.
Finalmente, llegaron al camino principal sin más peripecias y Hung Yan lo atravesó en dirección a un garaje de cemento, construido en las proximidades de una casa típicamente china.
Cuando salían del garaje en un abollado Volkswagen, uno de los agentes de Malik, que había perdido de vista a Girland, descubrió el coche y, mediante su equipo de radio portátil, alertó a Malik.
—El sujeto se dirige al puerto de Aberdeen —informó.
Malik miró a Branska y se puso de pie rápidamente.
—Vamos —le dijo—. Es casi seguro que nos llevará directamente a ella.
En el mismo momento Wong Loo, el chino gordo, recibía también un informe según el cual Girland y Hung Yan se dirigían al puerto. Wong Loo estaba encantado de saberlo: tenía lo menos veinte hombres capaces en ese distrito. Mientras daba instrucciones, se detuvo a encender un cigarrillo norteamericano y, dejando escapar el humo por su ancha nariz, pensó que ahora todo era cuestión de tiempo.
Mientras la lancha resoplaba traqueteando a través del East Lamma Channel, Girland miraba los centenares de luces que oscilaban en los juncos amontonados en el puerto de Aberdeen, con la sensación de que le vigilaban. Ninguna lancha les seguía, pero la sensación persistía.
Hung Yan condujo la embarcación, esquivando un junco que entraba en el puerto, con su gran vela cobriza recortada por la luna. La noche era de un calor asfixiante y el mar estaba aceitoso y quieto. Un denso hedor humano, procedente del puerto, se cernía en el aire.
Cuando Girland miró la oscura extensión del mar, vio algo que se movía en el agua, cerca de la lancha. Se inclinó a mirar y el movimiento desapareció. Un minuto más tarde lo volvió a percibir: era la aleta de un tiburón que rizaba rápidamente el agua quieta y desaparecía. Recordó las siniestras aletas triangulares de los tiburones que infestaban el canal algunos años atrás, cuando él lo recorría en la lancha policial, e hizo una mueca.
La lancha siguió adelante, sacudiéndose.
Girland se daba cuenta ahora del problema que le esperaba. ¿Cómo podría sacar a esa mujer de Hong Kong y llevarla a París?, se preguntaba. Cuando aceptó la tarea le había parecido un problema bastante fácil, pero ahora, en esta lanchita vacilante, tenía aguda conciencia de que los chinos no perdían ningún movimiento que él pudiera hacer para llevarse a la mujer. Pensó en Harry Curtis. Harry podía serle útil, pero entonces Dorey se enteraría del asunto y eso no podía traer más que complicaciones.
Girland pensó en la Uva Negra…, y en el medio millón de dólares para él. Relajado, sonrió en la oscuridad. Por esa suma, tendría que ser capaz de resolver el problema, y hacer planes antes de haber oído lo que pensaba Erica era perder el tiempo.
—Estamos cerca —dijo Hung Yan y disminuyó la velocidad de la lancha. Girland miró a su alrededor. Había una gran cantidad de juncos anclados en las cercanías de Pak Kok; aparte de las luces de posición, estaban a oscuras.
Cinco minutos después, Hung Yan conducía la lancha junto a un gran junco sin velamen, amarrado a una media milla de la, península de Pak Kok, aislado y en sombras.
Silbó suavemente, ató la lancha al costado del junco mientras una borrosa figura apareció en la cubierta superior y les espió mientras trepaban por el costado.
—Está todo bien —dijo suavemente Hung Yan—. Es un amigo de Carlota. —La figura bajó por la estrecha escalerilla y, en la luz incierta, Girland apenas pudo divisar a una mujer alta que llevaba ropas negras de campesina china: amplia chaquetilla, pantalones y un sombrero en forma de hongo.
—¿Erica Olsen? —preguntó, mirándola.
—Sí. Venga abajo. Hung… Tú quédate aquí.
La joven descendió los cinco empinados escalones que conducían, a la cabina y Girland la siguió. El interior estaba a oscuras y hacía un calor sofocante. Erica cerró la puerta, encendió un fósforo y prendió un lamparita de aceite.
Sentándose junto a una mesita, se quitó el sombrero y sacudió el cabello rubio.
Girland se sentó frente a ella y ambos se estudiaron. El podía apreciar el parecido entre las hermanas, pero veía que Erica era mucho más hermosa, aunque estaba pálida, delgada y evidentemente nerviosa.
—Dame un cigarrillo —le dijo—. Se me han teminado.
Girland le tendió el, paquete por encima de la mesa y ella sacó un cigarrillo con dedos temblorosos, lo encendió y preguntó:
—¿Me has conseguido el pasaporte?
—Lo he conseguido —replicó Girland, alcanzándoselo. Ella, lo examinó y levantó la vista.
—¿Tú crees que servirá?
—Con suerte… —a su vez, Girland encendió un cigarrillo—. ¿Tienes idea de cómo salir de aquí?
—Si conseguimos llegar al aeropuerto, yendo contigo no se atreverán a detenerme —dijo Erica—, y con un poco de suerte, ni siquiera me identificarán. ¿Tienes mi pasaje?
—Tengo un pasaje abierto para los dos.
Erica le miró con atención.
—¿Cómo conociste a Carlota?
Brevemente, Girland le contó lo que había sucedido en París y, cuando le dijo que trabajaba para la CIA, Erica se enderezó.
—No te preocupes por eso —aclaró Girland, sonriendo—. No es un vínculo oficial y ni, siquiera saben que estoy aquí. He hecho un trato con tu padre y, por una participación en la perla, acordamos que te sacaría de aquí.
—¿La perla?
Girland hizo un gesto afirmativo.
—La Uva Negra.
—¡Oh, por Dios! —exclamó Erica, con impaciencia—. No te habrás creído esa tontería, ¿no?
Girland se sobresaltó, e inclinándose para mirarla en los ojos, preguntó:
—¿Tontería? ¿Qué quieres decir?
—¿Por qué te imaginas que me escondo? ¿Porque he robado la Uva Negra?
—A ver, espera un momento —pidió Girland, tratando de hablar con tranquilidad, ya que tenía un súbito presentimiento de desastre—. Carlota me dijo que tú tenías la perla y que por éso te perseguían —le apuntó con el dedo—. ¿La tienes o no?
—Claro que no —Erica tiró al piso la ceniza del cigarrillo—. Querido mío, ésa fue la historia que le conté a mi hermana para conseguir que me ayudara —una amarga sonrisa le torció la boca—. Parece que no es mucho lo que sabes de mi padre y mi hermana; son dos de las personas más despreciables que existen, no pueden pensar más que en dinero. Para ellos, yo valgo lo que una mosca en la pared. Cuando me metí en este lío, estaba tan desesperada como ahora. No puedes imaginarte lo que significa estar rodeada de chinos, sin saber cuál de ellos saldrá de la multitud para asesinarte. He tenido suerte de llegar hasta aquí, y sin la ayuda de Hung Yan no podría habérmelas arreglado. Pero me encontraba en una trampa: Hung Yan no tiene influencias y yo tenía que conseguir un pasaporte falso. Las dos únicas personas que podían conseguírmelo eran mi padre y mi hermana, pero yo sabía que, a menos que les ofreciera un cebo que les tentara, no moverían un dedo por mí, de modo que les conté el cuento de la Uva Negra —Erica dejó escapar una risita forzada—. La Uva Negra está en el museo de Kung, custodiada por un guardia armado que está día y noche junto a la vitrina donde la exhiben, así qué no hay posibilidad alguna de robarla. Pero eso no se lo dije a Carlota y se tragó el anzuelo. Yo tenía la esperanza de que, si ella se hacía pasar por mí en París, esos asesinos dejarían de perseguirme, pero no resultó. ¿O tú crees que una mujer como Carlota aceptaría hacerse tatuar y arriesgar la vida sin que le ofrecieran una fortuna enorme? Era la única forma posible de conseguir que intentara salvarme.
Girland se recostó y aplastó el cigarrillo, mientras examinaba a Erica.
—Naturalmente, podrías estar mintiendo —dijo sin mucha esperanza—. Podría ser que tuvieras la perla y estuvieras intentando escamotear mi participación.
Erica le, mantuvo su mirada inquisidora y movió la cabeza negativamente.
—No tengo la perla…, nadie podría robarla, de ningún modo. Fue una historia que tuve que contarle a Carlota para que me sacara de aquí. Y lamento desilusionarte, pero todavía espero que me ayudes. ¿Lo harás?
—Pero si no tienes la perla, ¿por qué te persiguen? ¿Por qué tratan de matarte?
—Porque sé algo. No se duerme con un hombre durante casi un año sin llegar a saber algo de él.
—¿Y qué es lo que sabes, Erica?
Ella le sonrió.
—Sácame de aquí y te lo diré, pero no antes de que estemos en un avión, saliendo de Hong Kong.
Girland respiró profundamente: el arco iris se le había desvanecido detrás de una nube negra. ¡Había estado tan seguro de que iba a ser rico! Pero ahora estaba convencido de que Erica decía la verdad. Necesitó un par de minutos para quitarse la depresión de encima; luego, aceptando la situación, se encogió de hombros. Por lo menos. Erica tenía información, de modo que después de todo, pensó, Dorey tenía razón. ¡Ese Dorey!
—Bueno, está bien —le dijo—. Te sacaré de aquí. Hasta mañana a las tres de la tarde no hay avión. ¿Tienes ropa?
—La maleta que tengo conmigo.
—¡Ah! Así se aclara el misterio de las dos maletas.
Sabía que Carlota llevaba dos maletas cuando estuvo en Hong Kong, pero no tenía más que una al llegar a París. ¿Tú tienes la otra?
—Sí.
Girland pensó un momento.
—Como hasta mañana por la tarde no hay avión, será mejor que nos quedemos a pasar la noche aquí —dijo—. Podríamos…
Se interrumpió al ver que Erica, mirando fijamente detrás de él, daba de pronto un grito ahogado. Mientras buscaba el cuchillo, Girland giró en redondo.
—No se mueva —dijo Malik, asomándose a la cabina empuñando una automática—. Quédese donde está.
Bajó los escalones y entró en la cabina. Su corpachón arrojó sobre la pared una sombra amenazadora.
—¡Por todos los diablos! —exclamó fastidiado Girland—. ¿Es que usted no puede estarse cinco minutos sin meter el hocico en mis asuntos? Creí que estaba tranquilamente en París.
Malik le miró con perversidad.
—¡No necesita buscarme mucho para que le meta una bala —le dijo—, así que cállese! —y miró a Erica Olsen, que se apretaba contra la pared y le contemplaba con ojos aterrorizados—. No hay por qué tenerme miedo, señorita Olsen —continuó en voz baja—. Considéreme su amigo. He oído lo que hablaban; yo represento al gobierno ruso y estamos muy interesados en la información que usted tiene sobre Kung. Podemos ofrecerle mucha mejor protección que el gobierno norteamericano y puedo asegurarle que la sacaremos sin problemas ni riesgo alguno de Hong Kong para llevarla a Moscú. Tengo una lancha motora aquí, un helicóptero en la isla y en el aeropuerto nos espera un avión fletado. En el término de una hora usted estará totalmente a salvo.
Girland miró rápidamente a Erica y se dio cuenta de que estaba superando el miedo y que ahora examinaba a Malik con expresión calculadora.
—No le creas una sola palabra —le advirtió—. Sería una locura si te fueras a Moscú.
Con el dorso de la mano, Malik cruzó el rostro de Girland y le hizo retroceder tambaleando contra la pared de la cabina.
—¡Le he dicho que se calle! —gritó, y siguió dirigiéndose a Erica—. No tiene nada que ofrecerle, señorita Olsen, ni puede ayudarla. Está alardeando, y si es lo bastante estúpido como para llevársela en un avión de pasajeros, la matarán antes de llegar al aeropuerto.
Erica se movió para colocarse entre Girland y Malik y les miró sucesivamente a los dos, como si estuviera intentado elegir entre los dos hombres.
—¿Y cómo sé que usted tiene un avión fletado? —preguntó por último.
Malik sacó del bolsillo una cartera de cuero y la arrojó sobre la mesa.
—Vamos a Tokio sin pasar por China y de Tokio a Moscú. Si quiere pruebas, ahí tiene los papeles del avión y la hoja de ruta.
Erica recorrió con la vista los papeles e hizo un gesto de asentimiento.
—Está bien. Iré con usted —miró a Malik con ojos astutos—. Espero que me paguen por la información y que el precio sea bueno.
—Tú lo has dicho, nena —interpuso Girland—. Y no será el precio que tú esperas.
Ella no le prestó atención y siguió mirando a Malik.
—Siempre pagamos bien la información —respondió tranquilamente el ruso—. Y ahora, por favor, vaya a cubierta, que nos vamos en seguida. Suba a la lancha, que allí la espera uno de mis hombres.
—Un momento —dijo Girland—. ¿Qué ha hecho con Hung Yan? ¿Le ha partido el cráneo?
—¿Dónde está? —preguntó Erica—. Me ha ayudado y no me voy sin él.
—Nos espera en la lancha —dijo Malik con rostro inexpresivo y señaló las estrellas—. Estamos perdiendo un tiempo precioso. Vamos, por favor.
—Tengo una maleta.
—Yo se la llevaré. ¡Vamos!
—Quiere que te vayas para no tener testigos cuando me asesine —dijo Girland. Erica se detuvo mirando atentamente el rostro de Malik.
—Está bien —dijo éste—. No tengo motivo para matarlo. Lo dejaré aquí. ¿Vamos?
Ella no dudó más y subió corriendo los escalones que llevaban a cubierta.
Malik retrocedió hasta el pie de la escalera y se detuvo, mientras sus ojos verdes centelleaban.
—Ya estoy harto de su interferencia, Girland —precisó— y le advertí que si alguna vez volvíamos a encontrarnos, acabaría con usted. Este es un excelente lugar para dejarle —levantó la automática—. Para cuando le encuentren, estaremos en Moscú.
Girland miró el arma y sintió que la boca se le secaba de repente.
—No haga nada que después pueda lamentar —le advirtió, fastidiado de sentir que le temblaba la voz—. Ya tiene la chica, y…
El sonido súbito de una lancha a motor que se aproximaba a gran velocidad le obligó a interrumpirse. Los dos hombres se miraron, en la tenue luz, con el oído alerta. Se oyó un disparo de arma de fuego y Malik se volvió a medias, mirando hacia la escalerilla de la cabina: Girland dio un salto hacia adelante y, golpeando con la mano de canto la muñeca de Malik, le hizo volar el arma.
El ruso se volvió con una maldición y cuando iba a lanzarse contra Girland se oyeron más disparos, seguidos por el violento estrépito de una ametralladora, y el junco se sacudió bajo, una andanada de balas.
Malik se inclinó a recoger la pistola, pero de una patada Girland la envió a un rincón. Ambos se quedaron mirándose con furia mientras una nueva ráfaga sacudía el junco. Oyeron, un gemido débil y lloroso y después, el motor de la lancha que rugía y empezaba a alejarse.
Malik subió a saltos los escalones y llegó a cubierta; con su largo cuchillo en la mano, Girland lo siguió. Ambos se detuvieron y Malik levantó ambos puños amenazantes, maldiciendo.
Erica Olsen yacía de espaldas sobre cubierta, con el pecho destrozado por las ráfagas de ametralladora. En la noche se vio desaparecer una lancha chata y rápida, que se dirigía a Hong Kong.
Malik giró sobre sí mismo y empezó a andar hacia Girland, pero al ver que este tenía el cuchillo en la mano, se detuvo.
—Acérquese, camarada —le invitó Girland—. Tendré el mayor gusto en cortarle el pescuezo.
Malik le insultó, volviéndose para inclinarse sobre el cuerpo de Erica.
—Está muerta —anunció enderezándose y se inclinó sobre la borda del junco para ver su lancha. La encogida figura de Branska, metido a medias en el agua, revelaba que también él había sido alcanzado por la ametralladora.
—Tenemos que hacer algo con los chinos, Malik —sugirió Girland—. Mientras nosotros nos peleamos, ellos ganan todas las partidas —miró el cuerpo de Erica y sonrió tristemente—. Quién sabe si en realidad sabía algo que valiera la pena sobre Kung. Tal vez alardeaba. Conozco a la familia…, son especialistas en eso.
Malik le miró; sus ojos echaban chispas de furia.
—En lo sucesivo no se me cruce en el camino. Si volvemos a encontrarnos…
—Vaya a asustar a los chinos —interrumpió, Girland con impaciencia—. Pura espuma…
Malik pasó sobre la borda del junco y se dejó caer en la lancha. Empujó a Branska al mar, puso el motor en marcha y, sin mirar atrás, enfiló la lancha en dirección a las luces de Hong Kong.
Girland le miró alejarse, luego fue hacia el otro lado del junco para asegurarse de que su lancha todavía estaba. Buscó a Hung Yan, pero no había rastros de él y, al observar el agua iluminada por la luna, vio algo que se movía. El largo cuerpo negro de un tiburón pasó junto a él y Girland hizo una mueca. Pensó que Malik debió, atontar al joven chino con un golpe en la cabeza antes de arrojarlo al mar.
Girland dudó un momento antes de bajar a la asfixiante cabina. No tardó en encontrar la maleta de Erica, arrojó la ropa y los demás artículos sobre el piso de la cabina para revisarlos cuidadosamente, sin encontrar nada que le interesara. Todavía con la esperanza de tener suerte y encontrar la Uva Negra, cortó el forro de la maleta y terminó por hacerla pedazos, pero no halló la perla.
Pensé que Erica podía haberla escondido en la cabina, pero entonces no se habría ido sin recogerla. El único escondite posible era la ropa que ella tenía puesta.
Subió a cubierta y se quedó mirando el cuerpo, tendido en un enorme charco de sangre. A la luz de la luna, el pecho era un gran agujero negro.
Girland se estremeció. No podía decidirse a tocarla.
¡Al diablo!, decidió. Erica había dicho la verdad y no era cuestión de seguir buscando. Todo el asunto había sido un fiasco, del principio al fin.
Se descolgó por el costado del junco, subió a la lancha, puso en marcha el motor dirigiéndose al puerto de Aberdeen. Fue un viaje largo; y deprimente, y sus únicos compañeros fueron los tiburones.
Una hora más tarde, se encerraba en una cabina telefónica para llamar al puesto de policía de Aberdeen.
Se oyó una voz con acento escocés.
—Quiero denunciar un asesinato —dijo Girland— en un junco anclado en las inmediaciones de Pak Kok. No pueden confundirse, porque no tiene vela. La mujer…
—¡Un momento! —ladró el policía—. ¿Quién habla?
—La mujer se llama Erica Olsen —continuó Girland— y hay que informar a la CIA; ellos están al tanto. Ha sido asesinada por agentes chinos que actúan a las órdenes de Pekín.
No me diga —comentó airadamente el policía—. Si le parece que no tengo nada mejor que hacer que llevarle la corriente a un chiflado…
—¡Cállese la boca y escuche! —le interrumpió Girland—. Y si no quiere perder su puesto, mande alguien a ese junco.
Cortó la comunicación y saliendo de la cabina tomó un taxi para ir al Lotus Hotel, en Wanchai. Dos jóvenes chinas, charlando y riendo, salían del hotel mientras Girland pagaba el taxi. Le miraron con aire insinuante, pero él no Ies prestó atención. Subió a su cuarto, se dio una ducha y se tendió en la cama. Durante un tiempo, se quedó pensando y su ceño fruncido demostraba que sus pensamientos no eran alegres. Se culpaba por la muerte de Erica: aunque había tomado precauciones fueron insuficientes, y había guiado hasta el junco a Malik y a los chinos. Mientras Malik representaba su escena, los chinos se habían acercado al junco, habían pescado distraído al ayudante de Malik y, al encontrar a Erica sobre cubierta, la habían barrido como una mosca con la ametralladora. Por lo menos habían cumplido con su tarea; él y Malik habían fracasado.
Por fin, sin poder soportar por más tiempo el calor de la pequeña habitación, y aunque su conciencia todavía le recriminaba, se puso el gastado traje tropical y bajó. Cogió un taxi hasta el Star Ferry, el vapor hasta la estación de Kowloon City y allí otro taxi que le llevó al Hilton Hotel, donde dijo a la recepcionista que quería hacer una llamada a Montecarlo. Ella le advirtió que había tres horas de demora. Girland asintió y se fue al bar. Después de tomarse tres martinis muy secos se sintió menos deprimido y descubrió que tenía hambre. Bajó, al comedor y pidió melón con higos negros, un filete y ensalada con aderezo Roquefort. Todavía pensativo, se demoró en la comida. La idea de volver a París y andar pateando la calle con la cámara Polaroid se le hacía insoportable. Tenía los veinte mil francos de Dorey y los dos pasajes de avión a París, que podía cambiar; no era mucho, pero sí bastante y tenía ganas de quedarse un tiempo en Hong Kong. ¿Quién sabe?, pensó, animándose un poco. En esta ciudad hay oportunidades; hasta puede ser que aquí encuentre trabajo.
Salió del restaurante y volvió al bar. Una hora después le llamaron y se dirigió a una de las cabinas telefónicas.
—¿La ha encontrado? —preguntó débilmente la voz dé Olsen, a través de los kilómetros que les separaban.
—La he encontrado, pero tengo malas noticias, Olsen —Girland habló lentamente y con claridad; no tenía ganas de tener que repetir—. Está muerta. Los chinos han llegado primero.
—¿Tiene la Uva Negra? —preguntó Olsen.
Girland sonrió con amargura. Erica había dicho la verdad. A ese gordo sólo le interesaba el dinero y el hecho de que su hija hubiera muerto no significaba nada para él.
—No la tengo y ella no la ha tenido jamás. Era un cebo para que Carlota viniera. Lo único que Erica quería era que la ayudarían a salir y usó como anzuelo la Uva Negra.
Después de un momento de silencio, la voz de Olsen, subiendo de tono exclamó:
—¡Mentira! ¡Usted tiene la perla y está tratando de robármela!
—Tranquilícese; Erica ni se pudo acercar a ella. Está vigilada día y noche. Ella descubrió algo muy secreto de Kung y la han hecho callar.
—¿Y usted espera que me lo crea? —chilló Olsen—. ¡Mentira! Escuche, estafador barato, o me entrega la perla en tres días exactamente o le doy la cinta a Dorey para que sepa qué maldito estafador es usted. ¿Me oye?
—Deje de pensar en el dinero —dijo Girland, levantando también la voz—. ¿No se da cuenta de que su hija ha muerto?
—¡Y a mí que me importa esa ramera! —aulló Olsen—. ¡Me da la perla en tres días o Dorey tendrá la cinta! —y colgó violentamente el receptor.
Girland se miró en el espejito que había sobre el teléfono, se hizo una mueca y sacudió la cabeza. Sabía que esta vez el viejo Olsen no fanfarroneaba. Se encogió de hombros y volvió al bar, se sentó, pidió un buen whisky con hielo y se quedó mirando sin ver por el ventanal que daba sobre el bullicioso muelle.
Con esto, pensaba, para mí se acabó. Si Dorey oye la cinta, se pondrá furioso. Tendré que quedarme hasta que en París las cosas se enfríen… si es que alguna vez se enfrían.
Pagó la bebida, la tomó recostado en el asiento y pensando que tal vez fuera mejor quedarse con uno de los pasajes de avión, ya que tarde o temprano, tendría que volver a París. El Lotus Hotel era muy barato y, si tenía cuidado, podría quedarse en Hong Kong durante un par de meses. Se sintió más tranquilo; tenía la facilidad de desprenderse muy rápidamente de las experiencias desagradables y de pronto se encontró esperando esos dos meses venideros y sintió que no quería quedarse toda la noche en ese lujoso bar, solo con sus pensamientos. Tomando el vaso volvió al la cabina telefónica. Pidió a la telefonista el número del hotel Lotus y cuando Wan See atendió, Girland le dijo:
—Hay una muchacha que me interesa. Se llama Tan-Toy. ¿Dónde puedo encontrarla?
—¿Es el señor Girland?
—¿Quién otro puede ser?
—Sí, la conozco. Tiene un cuarto en Jaffe Road.
—¿Cerca de usted?
—A unos cien metros.
—¿No puede mandar alguien hasta allí? Dígale que estoy en el Hilton y que quiero verla. ¿Puede hacerlo?
—Será un placer.
—Espero que el placer sea mío, pero gracias.
Girland volvió con el vaso al bar y se sentó. Pensaba que no hay que desperdiciar la vida, que ya es bastante corta, y que el secreto de vivir una vida plena estaba en aprovechar cada hora.
Cruzó sus largas piernas y se acomodó a esperar que Tan-Toy llegara a buscarle.