Si Willy Jackson no hubiera sido campeón de pesos semipesados, la vida se le habría hecho imposible ante las pullas y tomaduras de pelo de sus compañeros. Pero como podía ganarle a cualquiera de su batallón y estaba además de ánimo sombrío y agresivo, nadie intentó gastarle bromas por la forma en que había dejado que los comunistas se fueran con la muchacha sueca.
Jackson había recuperado el conocimiento en el bosque, con la mandíbula magullada e hinchada. Recibió una amonestación y fue destacado como centinela en la villa de Dorey, mientras la magulladura de la cara se le iba poniendo de color amarillo verdoso.
El sargento O’Leary le envió a la Corniche a relevar a Fairfax. El cambio de guardia se hizo a las 13 y Jackson, con su perro policía, se estaba tomando en serio sus obligaciones.
Su jefe le había puesto una mala nota en la hoja de servicios y Jackson estaba muy dolido. Decidió hacer frente a cualquiera que actuara de manera sospechosa en ese camino abrasado por el sol, y ni siquiera se sentó en el jeep. Tampoco dejó que el perro durmiera; Jackson ardía de furia y estaba dispuesto a que nada se le escapara.
Poco después de las 13,30, cuando una continua corriente de tránsito pasaba junto a él, Jackson vio a un joven beatnik que llevaba un estuche de violín y que marchaba por la estrecha cuneta que bordeaba el bajo muro de la ladera.
Pocos momentos antes había habido una brecha en el tránsito y Jackson había visto claramente la larga franja de la Corniche que debía vigilar. No se veía ningún peatón y de pronto ese joven beatnik se había materializado de la nada.
Jackson no vaciló más que un momento y después gritó:
—¡Eh, usted! ¡Un momento!
Jo-Jo se acobardó, pero siguió andando, dominando el impulso de correr, y miró con el aire más casual que pudo el paisaje distante, como si no hubiera oído el grito de Jackson.
—¡Eh!
Jo-Jo siguió andando.
Jackson hizo chasquear los dedos, dirigiéndose al perro, y le señaló. El perro salió del jeep como un destello negro, pasó velozmente por delante de un coche casi detenido, se adelantó a Jo-Jo y se plantó frente a él. Jo-Jo se detuvo bruscamente. Había algo implacable en la forma en que el perro le miraba y, por primera vez en su breve vida criminal, Jo-Jo supo lo que era el miedo.
Con su rifle automático en guardia, Jackson atravesó el camino y se acercó a Jo-Jo, mirándolo con ojos fríamente sospechosos.
—¿No me ha oído cuando le he dicho que se detenga? —preguntó en su penoso francés.
—¿Y por qué voy a obedecer órdenes de un yanqui? —replicó Jo-Jo> humedeciéndose los labios resecos.
—¿Qué lleva ahí? —indagó Jackson, señalando con su rifle el estuche de violín.
—Un violín, ¿y a usted que le importa? Oiga, yanqui, no sé qué se piensa. Soy ciudadano francés. Llévese el perro y lárguese.
—¿De dónde viene?
—¿Qué le importa?
—Viene de la montaña ¿no? :
—¿Y qué iba a estar haciendo en la montaña? —dijo despectivamente Jo-Jo—. Si no quiere meterse en líos, será mejor que me deje en paz. Soy ciudadano francés y…
—Ya le he oído la primera vez. ¡Abra ese estuche!
De no haber sido por el perro, Jo-Jo habría sacado su cuchillo, para apuñalear a ese estúpido y le habría dejado echo una criba. Pero con el perro era imposible; Jo-Jo realmente le tenía miedo.
—No me hable de esa manera, yanqui —le dijo— y apártese de mi camino.
Jackson vaciló; se daba cuenta de que no tenía derecho a interferir a un ciudadano francés, pero esa rata sucia y de aspecto perverso había venido de la montaña; de eso estaba seguro y no iba a dejarle ir.
—Oiga, muchacho, ¿por qué no se porta con juicio? Si no tiene nada que esconder, abra el estuche y asunto terminado. No es más que eso.
—No abro nada para un maldito yanqui —gruñó: Jo-Jo.
En ese momento, entre los coches que se arrastraban apareció un agente de la policía de carretera francesa, inmaculado, con su casco blanco, su uniforme azui y sus resplandecientes botas hasta la rodilla.
Jackson le hizo Una seña.
Ahora aterrorizado, Jo-Jo dejó caer el estuche de violín y aferró el rifle automático de Jackson. Dos cosas le pasaron al mismo tiempo: el puño izquierdo de Jackson se estrelló contra su mandíbula y el perro se abalanzó a sujetarle la muñeca derecha.
Girland llamó a la puerta de Erica, y ella le dijo que entrara. Girland abrió la puerta y se detuvo.
Erica estaba vestida. Se había puesto una túnica sin mangas, verde y negra, y estaba de pie, admirándose frente a un espejo de cuerpo entero. Se volvió y le sonrió.
—¿Y bien?
Girland adoraba a las mujeres hermosas y durante un momento se sintió tan lleno de admiración, que se limitó a mirarla sin decir nada. Luego entró en la habitación, cerró la puerta y se acercó a ella.
—Estás hermosísima. Ese vestido… te queda maravillosamente.
Ella volvió a mirarse en el espejo.
—Creo que sí —fue hacia él y le apoyó sus largos dedos en el brazo—. ¿Mark, no puedo salir a tomar el sol? Me sentiría mucho mejor si pudiera.
—Todavía no. Ten paciencia, por favor. Ven y siéntate, que quiero hablarte.
Erica se sentó de espaldas a la ventana, cruzando sus largas y bien torneadas piernas, y le miró con aire interrogativo.
—¿Sí, Mark?
—Quiero ayudar a tu memoria —le dijo Girland, y acercó su silla a la de ella—. ¿Te dice algo el nombre dé Naomi Hill?
Ella frunció el ceño, pensó y sacudió la cabeza.
—No… ¿es que debería decirme algo?
La expresión desesperada de sus ojos azules le dio a Girland la seguridad de que no fingía.
—No importa. Lo único que pareces recordar es esa uva negra.
Los ojos de Erica se iluminaron.
—Sí, me vuelve siempre a la cabeza. Pero no es una uva, Mark; creo que es una perla.
—Es cierto —dijo Girland—. Es una perla y está engastada en el lomo de un dragón chino.
Erica lo miró fijamente y luego asintió con la cabeza.
—Sí… ahora me acuerdo. ¿Qué sabes tú de eso?
—Un poquito. ¿La tienes tú, Erica?
—¿Tendría que tenerla?
—Creo que sí; trata de recordar. Pertenecía a Feng Hoh Kung.
En la expresión de Erica se traslucía la lucha que se libraba en su mente, hasta que por fin levantó ambas manos.
—No puedo; es como tratar de abrir una puerta que no se abre. Hay una perla negra. Eso lo sé. Kung… ¿vive en Pekín? —Sí.
—Déjame pensar un momento —se levantó y fue lentamente hacia la ventana abierta. Girland la observaba y la vio mirar hacia la terraza. La vio ponerse rígida, inclinarse hacia adelante con una mirada fija y luego llevarse las manos a la cara, con un penetrante chillido que le puso los nervios de punta.
Erica giró en redondo, con un mirada de terror.
—¿Qué es lo que tienes? ¡Te ha pasado algo!
En dos pasos, Girland llegó a la ventana y miró hacia abajo, a la terraza, donde Ginny estaba tendida en la tumbona. Sintió que el corazón le estallaba en el pecho.
Ginny estaba en una extraña postura. Desde donde se encontraba, Girland podía ver un agujero rojo en el centro de su frente. De allí manaba un hilo de sangre que descendía junto a la nariz, seguía por los labios entreabiertos y goteaba sobre el bañador blanco.
Cuando Girland se volvió para echar a correr hacia la puerta, Erica emitió un suspiro bajo y profundo y cayó desmayada a sus pies.
Al oír sonar el timbre, Malik agarró el receptor del teléfono. Ya hacía tres horas que estaba sentado en el cuartucho caliente y sofocante de la villa, y estaba congestionado de furia.
—Boris —dijo la voz de Smernoff—, han pasado muchas cosas. La mujer está muerta y la policía nos busca. No haga nada hasta que yo vuelva —y cortó.
Malik volvió a colgar lentamente el receptor, conteniendo su furia en un esfuerzo que hizo que asomaran gruesas venas en la frente. Encendió otro cigarrillo y siguió esperando.
Media hora después entraba Smernoff.
—¿Y bien?
—Había una senda detrás de la villa —explicó Smernoff— y Petrovka la encontró, pero cayó en una emboscada y lo mataron. La policía ha atrapado a Jo-Jo Chandy… el agente de Yet-Sen. Le han encontrado un rifle calibre 22; había matado a la mujer con un tiro de larga distancia.
—¿Está seguro de que era la mujer? —inquirió Malik, mirando furiosamente a Smernoff.
—No había más que una mujer rubia en la villa; la enfermera es morena. Esa rubia estaba en la terraza y Chandy la abatió como a un pato. Dorey viene hacia aquí en avión…
Malik se quedó mirándose las manos, con el rostro inexpresivo.
—Es nuestro primer fracaso, Boris —comentó—. Podría traernos problemas.
—Siempre hay una primera vez —dijo filosóficamente Smernoff, satisfecho de que la responsabilidad fuera de Malik. A él no podían echarle la culpa dé nada—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Tengo que estar absolutamente seguro de que esa mujer está muerta —dijo Malik—. Haga que uno de sus hombres vaya a hablar con los periodistas.
—Ya me he ocupado de eso. En cualquier momento llamará.
La llamada se produjo cinco minutos después. Smernoff escuchó, gruñó y luego dijo:
—Puede volver a París —y colgó. Se volvió hacia Malik e informó—. No hay la menor duda; el periodista de Nice Matin ha visto el cuerpo, y la mujer muerta es Erica Olsen.
Malik se encogió de hombros.
—Entonces nos vamos ahora mismo —atravesó la habitación y, levantando el receptor del teléfono, llamó a Kovski a la embajada rusa.
Mientras Malik transmitía las noticias a Kovski, Dorey llegaba a su villa. Había venido a Niza en un avión militar y desde allí en coche, en el que quizá fuera el viaje más rápido que había hecho en su vida.
Girland, con el rostro pálido y los ojos ausentes, le explicó lo que había pasado.
—Los hombres de O’Halloran no se han tomado el trabajo en serio —concluyó amargamente—. Chandy y el hombre de Malik han eludido a los centinelas de la Corniche, y de eso se ocupará usted, pero quiero que tenga presente que ese centinela es responsable de la muerte de Ginny Roche.
—Está bien… está bien —dijo Dorey, con impaciencia; Ginny Roche no le interesaba—. ¿Y qué hay de Erica Olsen?
Girland ignoró la pregunta.
—Por lo menos, la policía francesa es eficaz. Ya han hecho hablar a. Chandy y están buscando a sus dos compinches. Todos trabajan para Yet-Sen.
—Eso no importa; es asunto policial. ¿Ha seguido hablando la mujer?
Girland le miró con repugnancia.
—Usted no piensa más que en una sola cosa ¿no? Para usted no significa nada la muerte de esa criatura. Bueno, pues no ha seguido hablando, está conmocionada. Ha visto a la enfermera asesinada.
Dorey paseaba impaciente por ja habitación, Girland le miró y después le dijo:
—A los periodistas les he dicho que la mujer asesinada es Erica Olsen.
Dorey se detuvo y le miró por encima de las gafas.
—¿Y se lo creerán?
—Se lo han creído. El hombre de Nice Matin es amigo mío y le dejé ver el cuerpo. Le dije que era la mujer misteriosa que había perdido la memoria y no dudó. Cuando los rusos y los chinos sepan que Erica Olsen está muerta, levantarán la presión y podremos seguir en el camino que emprendimos. Me llevaré a Erica de aquí, haciéndola pasar por la enfermera Roche. Le compraré una peluca oscura y se pondrá el uniforme ele Ginny. Una vez que la lleve lejos de aquí y de los guardias, estoy seguro de que podré hacerla hablar.
Dorey le estudió Con aire sospechoso.
—¿Y adónde se la lleva?
—A un apartamento de Montecarlo. Ya he dispuesto todo lo necesario. Durante una semana más o menos estará segura. Vea, Dorey, usted tuvo la brillante idea que yo pasara por el marido, y ahora ella lo da por cierto, de manera que hay que seguir con la idea. Usted ocúpese del funeral, dele toda la publicidad posible y yo me ocuparé cíe Erica. Lo único que necesito es dinero; dome cien mil francos, porque ella cree que soy un hombre de negocios nadando en la abundancia y tengo que estar en el papel.
—¿Dónde está el apartamento?
Girland garabateó la dirección en un cuaderno de notas, arrancó la hoja y se la entregó a Dorey.
—No me llame a menos que sea urgente; cuando ella hable, yo le llamaré.
Dorey vaciló, pero le parecía que la idea podía ser buena, y no se le ocurrían otras alternativas. Estaría muy intranquilo si hubiera oído la conversación telefónica que Girland y Jacques Yew habían mantenido media hora antes de que él llegara a la villa. Girland le había preguntado a Yew si podía darle alojamiento a él y a una muchacha en su apartamento que daba sobre el hotel de la playa. También le había pedido que le comprara una peluca color castaño para mujer y que se la trajera a las 17,30 a la villa de Dorey.
Al terminar la conversación, Girland había dicho:
—¿Recuerdas lo que te dije de una uva, Jacques? Eso tiene que ver con ese asunto; tu cooperación podría, significar un buen negocio para ti.
—Descuida, muchacho —fue la respuesta—. Claro que puedes usar mi apartamento y puedes tener cualquier otra cosa que necesites.
Aunque Dorey nada sabía de la conversación, no obstante, dudaba un poco del plan de Girland.
—Es posible que la enfermera Roche tuviera parientes —objetó—. No podemos enterrarla como Erica Olsen.
—No necesito más que una semana. Habrá una investigación judicial: demórela todo lo que pueda —dijo Girland con impaciencia—. Si en una semana no puedo conseguir que Erica hable, nunca lo conseguiré.
—¿Pero no recuerda algo?
—Recordó que había estado alojada en el hotel Aslorg. Usted tiene la maleta.
—Había dos maletas y no encontramos más que una. Girland miró atentamente a Dorey.
—¿Dos maletas?
Salió de Pekín con dos, y las tenía consigo en Hong Kong.
O’Halloran está tratando de encontrar la pista de la segunda, pero hasta ahora sin resultado.
Girland se encogió de hombros.
—Necesito dinero. Me hará falla lo menos cien mil francos.
—Le daré veinte mil y tendrá que responder franco por franco —dijo firmemente Dorey. Sé sentó y extrajo el talonario de cheques.
—El Dorey de siempre —comento disgustado Girland—. Mezquino hasta en una emergencia.
—Mezquino no… cuidadoso —respondió Dorey, estampando su firma en el cheque.
Sadu Mitchell estaba en el jardincito de Ruby, mirando continuamente su reloj. Ya habían transcurrido siete horas desde que dejara a Jo-Jo en el sendero de la montaña y estaba preocupado e intranquilo. Pearl, impávida, esperaba con su calma oriental, que tanto irritaba a Sadu.
De pronto, ambos oyeron la chillona voz de Ruby, que gritaba alarmada, y se miraron. Sadu se levantó oprimiendo la culata de la pistola de Jo-Jo.
—¿Qué pasa? —preguntó Pearl, sin moverse.
El grito sobresaltado de Ruby cesó bruscamente y sobrevino un momento de silencio, más siniestro aún que el grito. Con una maldición, Sadu apartó la silla de un puntapié y sacó la pistola.
—¡Suéltela! —restalló una voz masculina desde el ventanal abierto.
Presa de pánico, Sadu disparó ciegamente en la dirección de la voz. Luego oyó el estampido de otro disparo y sintió un violento golpe en el pecho. Se encontró tendido en el césped áspero y cálido e intentó levantar la pistola, pero ya no le quedaban fuerzas y el arma se le escapó de la mano. Desesperadamente, miró a Pearl, que permanecía inmóvil, con su hermoso rostro inexpresivo, después advirtió que en su enturbiado campo visual había aparecido un negro par de botas altas, brillantemente pulidas.
A las cinco de la tarde, la actividad de la villa se había extinguido. Dorey se había ido con el inspector Dulay al destacamento policial de Niza; el cuerpo de Ginny había sido retirado en una ambulancia, ya no quedaban periodistas, y el sargento O’Leary y sus hombres se dirigían en tres jeeps hacia el aeropuerto.
Diallo, asombrado y nervioso, Erica Olsen y Girland se habían quedado solos.
De vez en cuando, Girland iba a la habitación donde Erica permanecía tendida boca abajo sobre la cama, ocultando el rostro, pero no le hablaba. Sentía que era mejor esperar a que ella se recuperara sola. A las 17,30 vio venir por el camino el Cadillac negro de Jacques Yew y se asomó a la terraza para saludarle.
Yew subió los escalones llevando en la mano una bolsa de papel y ambos se dirigieron a las tumbonas, protegidas por una sombrilla, y se sentaron.
—No sé qué significa todo este asunto, viejo —dijo Yew, dejando la bolsa sobre la mesa—, pero aquí está la peluca que me pediste. Estás muy misterioso.
—Es un asunto misterioso —convino Girland, y le contó la historia de Erica Olsen.
—Hay una posibilidad de que tenga ella la perla —concluyó—, y si la tiene, espero poder convencerla de que nos deje entrar en el asunto. Tú te ocuparías del negocio y yo sacaría una tajada por ponerla en contacto contigo.
Yew se echó hacia atrás; entre los pesados párpados, los ojos le brillaban.
—¿Y qué te hace pensar que tiene la perla? —preguntó.
—Una corazonada. Lo único que la anima es la perla, y una perla es fácil de esconder. Si yo fuera la amante de un chivo viejo como Kung y viera que el asunto no anda, buscaría algo que valiera la pena llevarme antes de irme. Ya razonaría así y doy por sentado de que ella razonó de la misma manera.
—¡Pero, viejo! ¡Eso es muy deshonesto! —protestó Yew, por un momento auténticamente escandalizado.
—Sí —concedió Girland—. Pero si estoy en lo cierto y ella tiene la perla ¿la venderás?
—Claro que sí —respondió Yew sin vacilar.
—Espléndido. Dentro de una hora o menos la llevaré a tu apartamento. Tengo el coche, así que no hace falta que me esperes. ¿Has visto algún periodista cuando venías?
—Ninguno.
—Muy bien, vete entonces, y dentro de una hora estaremos contigo.
—¿De veras piensas que tiene la perla? Parece increíble.
—Me lanzo en pos de esa corazonada, pero de todos modos ¿qué podemos perder?
Yew pareció dudar.
—Sí, en realidad, tienes razón —le entregó a Girland la llave del apartamento. Estaréis solos, porque yo me quedaré con mi hermano. Hay una mujer que va todos los días y puedes pedir que te manden las comidas. ¿Algo más?
—Nada más, Jacques y gracias. Si tenemos suerte, podremos sacar algún dinero —Girland pensó durante un momento y repitió—: si tenemos suerte.
Una vez que Yew se fue, Girland subió al cuarto de Erica, llevando consigo la bolsa de papel. Llamó a la puerta y entró. Erica estaba sentada en una tumbona, con el rostro pálido y tenso, y le miró con desconcertante fijeza.
—Bueno, querida —dijo Girland mientras cerraba la puerta— ¿cómo te sientes?
—Ya puedes terminar con eso de querida —respondió ella con voz dura y sin inflexión—. No sé quién eres, pero sé que no eres mi marido.
Girland sonrió.
—Qué alivio —dijo, y se sentó frente a ella—. ¿De manera que te está volviendo la memoria?
—Me está volviendo. Y a ella ¿qué le ha pasado?
—Creyó que rubia sería más atractiva —respondió en tono serio Girland—, la confundieron contigo y la mataron.
Erica se estremeció.
—¿Y tú quién eres?
—Me parece que será mejor que te informe —dijo Girland. Hizo una pausa para encender un cigarrillo y prosiguió—: Te encontraron inconsciente en París y te llevaron al hospital norteamericano. Allí descubrieron que tenías tres signos tatuados en el cuerpo… iniciales chinas, y algún muchacho despierto le pasó el dato a la CIA, de modo que ataron cabos y supusieron que debías de ser Erica Olsen, la amante de Feng Hoh Kung… el principal experto en cohetes de Pekín. Los de la CIA quieren tener toda la información posible sobre Kung, y se les ocurrió una idea: si yo era tu marido, terminarías por darme información sobre Kung. Pero los rusos y los chinos también se enteraron de los signos tatuados y llegaron a la conclusión de que eres Erica Olsen. Los chinos decidieron que había que liquidarte, y los rusos que querían saber qué era lo que tú sabías de Kung. En la mezcolanza general, mataron a la enfermera Roche en vez de matarte a ti, pero por ahora, hemos dado la noticia de que la muerta eres tú. Tendremos unos días de tranquilidad antes de que los chinos y los rusos se den cuenta de que sigues viva, porque entonces volverán a perseguirte.
Con rostro inexpresivo, Erica se miró las manos largas y bien formadas, y después comentó:
—Conque así está la cosa. Bueno, pues yo no sé nada de Kung. Absolutamente nada.
—¿Por qué le dejaste?
—Me aburría.
—¿Y entonces por qué quieren matarte?
Erica vaciló y, todavía sin mirarle, respondió:
—Kung es posesivo, y para él yo era un juguete. Y si no le dan placer, destruye los juguetes.
—Una chiquilla ha muerto por causa tuya —dijo Girland en voz baja—. Podrías haber muerto tú, pero la mala suerte le ha tocado a ella. Tus posibilidades de sobrevivir siguen siendo muy escasas. Quizá te imagines que puedes salir adelante sola, pero te aseguro que rio; no tengo más que dejarte para que te veas en un verdadero problema. No tienes dinero ni pasaporte y, a menos que cooperes, te verás metida en un lío infernal.
Erica le miró de frente:
—¿Y eso que significa?
—Algo debes de saber sobre Küng. La más mínima información que podamos obtener sobre él puede ser útil.
—Puedo hablarles de su vida sexual si es eso lo que les interesa —Erica se encogió de hombros—. Es todo lo que sé de él. Yo tenía una casa donde él me visitaba dos veces por semana. Nunca hablaba de su trabajo; era generoso, un poco chiflado y muy desabrido.
—¿Chiflado?
—Tenía esa manía de los tatuajes —se reclinó en la silla, mirando por la ventana abierta—. Yo no tenía mucho dinero; era secretaria de un comerciante sueco que quería venderles madera a los chinos y que me pagaba mal. Cuando conocí a Kung, me ofreció trescientos dólares semanales por ser su amante… y la oferta incluía casa con sirvientes y coche. Acepté. Y como quería ponerme su sello encima… le dejé.
—¿Fuiste alguna vez a su casa?
—Una vez. Pero eso no era un hogar, sino un museo.
—Así que te aburrió y le dejaste —comentó Girland—. Pues debe de haberte aburrido mucho para que renunciaras a trescientos dólares por semana.
—Eso es.
—¿Y se enojó tanto que les dijo a sus agentes que le mataran?
—Sí.
—Y ¿cómo pensabas vivir, acostumbrada al lujo, a tener casa sirvientes y coche, más trescientos dólares semanales?
Erica se encogió de hombros.
—Siempre he podido conseguir trabajo.
—No parece muy convincente —la voz de Girland se endureció—. Kung es dueño de una de las más hermosas colecciones de joyas y jade en todo el mundo. ¿No te llevaste alguna bagatela antes de irte, con la idea de venderla y retirarte a vivir tranquila el resto de tu vida?
Durante un momento, Erica se puso en guardia; después se relajó y le sonrió burlonamente.
—¿Quieres decir que soy ladrona?
—Oh, no. Oportunista, quizá —Girland la miró—. Como yo.
—Me estás empezando a interesar —concedió Erica—. Conque eres un oportunista —le examinó y movió apreciativamente la cabeza—. Pues de veras lo pareces. En fin, ¿quién eres?
—No te voy a aburrir contándote mi vida. Soy un oportunista. En cualquier cielo busco un arco iris, aunque debo admitir que hasta ahora, eso no me ha llevado a ninguna parte —Girland hizo una mueca dé pena—. Trabajo para la CIA porque el trabajo allí significa emoción, interés y dinero. Cuando ellos no tienen nada para mí, procuro ganarme la vida como fotógrafo callejero, pero estoy tan aburrido como tú de mi manera de vivir. Voy a la caza de algo grande.
—Dame un cigarrillo —pidió Erica.
Cuando él se lo dio y se lo encendió, Erica se quedó mirando por la ventana y Girland advirtió que estaba pensando. Como durante un par de minutos no dijo nada, él anunció:
—Nos vamos. Nos quedaremos en un apartamento; es de un negociante en piedras preciosas, que también es un oportunista. Tiene conocidos ricos, resuelve los problemas sin hacer preguntas y paga en efectivo.
Erica volvió lentamente la cabeza y le miró con aire pensativo.
—¿De veras?
Girland sonrió.
—Piénsalo. Si mi jefe se convence de que no sabes nada de Kung, salvo cómo se porta en la cama, te soltará como un hierro al rojo, y entonces estarás lista. Tus amiguitos de la embajada china te buscarán y terminarás como la pobrecita Ginny, con un agujero en la cabeza.
—¿Te parece? —muy tranquilamente, Erica le miró con ojos burlones.
—No hablemos más de eso por ahora; tienes unos días para pensarlo. Aquí tienes una preciosa peluca, te traeré el uniforme de Ginny. Dentro de media hora nos vamos.
El apartamento era amplio y estaba lujosamente amueblado, y tenía una magnífica vista al puerto con el yate de Onassis, el palacio y el casino. Daba a una gran terraza con sombrillas, muebles, tiestos atestados de begonias y geranios y un naranjo cargado de fruta.
Erica estaba en la terraza, con las manos apoyadas en la barandilla del balcón mirando el paisaje.
—Instálate —le dijo Girland—, que yo voy a organizar la comida. No me parece prudente que salgas por ahora.
Ella no respondió y siguió mirando el paisaje, pensativa. Girland tenía la impresión de que se enfrentaba con algún problema. Salió del apartamento y en un establecimiento próximo encargó que les enviaran salmón ahumado, coq au vin, frutas silvestres y helado de crema dentro de un par de horas. Le resultó grato pagar la comida con el dinero, de Dorey, y aunque pensó nostálgicamente que echaría de menos esta vida cuando tuviera que volver a París, se levantó con ánimo recordando que, si tenía suerte, era posible que al volver fuera rico. Para darle a Erica tiempo de pensar, se dirigió al casino, donde pasó una hora y perdió treinta francos. Después regresó, cogió el ascensor hasta el piso más alto del edificio y entró en el apartamento de Yew.
Erica estaba sentada al sol y un cigarrillo humeaba entre sus dedos. Se había quitado el uniforme de enfermera y llevaba ún vestido azul y blanco que se adaptaba a las curvas llenas y sensuales de su cuerpo. No le miró, y como Girland advirtió que todavía estaba preocupada con sus pensamientos, se fue a su cuarto, se desvistió y se dio una ducha fría. Cuando ya se había afeitado y vestido, la oyó moverse en su dormitorio, opuesto al de él.
—Dentro de diez minutos estará lista la comida —le anunció, y empezó a poner la mesa en la terraza.
Poco después de las 20,30 un muchacho llegó con la comida y Girland, tarareando por lo bajo, la dispuso en las hermosas, fuentes chinas de Yew.
Estaba descorchando una botella de Margaux del 45 cuando Erica volvió a la terraza, evidentemente mucho más tranquila.
—Tiene buen aspecto —comentó, mientras Girland le retiraba la silla, y le sonrió—. Eres muy organizado.
—Cuando gasto dinero de otros —explicó Girland, sentándose frente a ella— estoy a mis anchas. —Sirvió un poco de vodka en dos vasos de cristal para acompañar el salmón ahumado—. Pero no es lo mismo cuando se trata de cuidar mi propio dinero. Me las arreglo mejor con los dolores de cabeza de los demás que con los míos.
—Yo tampoco sirvo para arreglar mis asuntos —Erica probó el salmón—. Está delicioso.
—Por eso pensé que tú y yo podíamos andar bien juntos —Girland le alcanzó un plato con pan integral y mantequilla—. Cuéntame cómo te las arreglaste para apoderarte de la perla negra de Kung.
Erica cortó un trozo de salmón, lo miró y se lo puso en la boca. Al observarla, Girland vio la falta de expresión de su rostro.
—¿Es salmón escocés o noruego? —preguntó ella.
Girland se rió.
—Escocés.
—Es el mejor —Erica bebió un poco de vodka y después le miró directamente en los ojos—. Ese amigo tuyo que tiene conocidos ricos… si tuviera la perla ¿podría venderla?
—Sí. La venta se arreglaría con mucha discreción. Todavía hay una cantidad de coleccionistas con muchísimo dinero, que no se pueden resistir a comprar si algo es verdaderamente único y que están dispuestos a hacerlo sin formular preguntas.
—¿De veras? —Erica siguió comiendo en silencio y Girland paladeó con deleite el salmón mientras esperaba pacientemente la siguiente jugada de ella. Cuando terminaron, él quitó los platos y sirvió el coq au vin, que había conservado sobre el hornillo eléctrico.
—Estoy seguro de que a mi amigo no le importará que nos bebamos su mejor vino en esta ocasión —dijo mientras servía el Margaux—. Esto es una belleza.
—¿No ha hablado de precio tu amigo? —preguntó Erica, después de probar y elogiar el coq au vin.
—Lo intentaría por tres millones, de dólares. Claro que eso sería precio bruto, porque él tendría que recibir una parte —Girland le sonrió con su sonrisa más encantadora—, y yo también.
—¿Y entonces cuál sería el precio neto?
—Dos millones, lo que por cierto es una bonita suma, muy útil.
Ella lo consideró con aire pensativo y asintió con la cabeza.
—Sí, creo que sí.
—¿Pero tú esperabas más?
—Uno siempre espera más —Erica dejó los cubiertos—. Estaba realmente magnífico. El vino es una maravilla.
—Siempre hay que comer bien cuando se habla de negocios.
—¿Y es eso lo que hacemos?
—Tenía esa impresión.
Como Erica no respondió, Girland retiró los platos, llevó las frutas a la mesa y sirvió el helado en uno de los preciosos tazones de finísima porcelana china de Yew.
De pronto, ella dijo:
—Siempre existe la posibilidad de que no consiga tres millones de dólares.
—Parece muy seguro de conseguirlos.
—¿La operación se haría en efectivo?
—Una buena parte sería en efectivo. El podría pagar en bonos suizos al portador; son lo mismo que efectivo, y mucho más fáciles de manejar. Yo aceptaría mi parte en esa forma.
—Pareces muy seguro de que vas a recibir una parte —comentó Erica, sirviéndose helado de crema.
—No soy sólo oportunista —explicó Girland—, sino optimista.
—¿Y cómo se arreglaría el negocio?
—Yew tendría que ver la perla de Kung y no una falsificación. Entonces se pondría en contacto con el comprador. Habría una pequeña demora, después la entrega de los bonos y asunto arreglado.
—Parece muy sencillo, ¿no?
—¿Dónde está la perla, Erica?
—Ya me extrañaba que no preguntaras eso. Está en lugar seguro —se reclinó en la silla, y le miró con una sonrisa divertida—. De manera que ya ves… admito que tengo la perla.
Girland respiró profundamente, aliviado. Su corazonada se había cumplido, pensó, y ahora había que cerrar el trato. El y Yew se repartirían el millón de dólares y por fin podría nadar en la abundancia.
—Tenía idea de que la tenías. ¿Cuándo se la puedo mostrar a Yew?
—La oferta es absurda —dijo tranquilamente Erica—. La perla es absolutamente única y no hay otra igual en el mundo. Ya me han ofrecido cuatro millones y yo quiero seis.
Girland se la quedó mirando.
—Pero ningún coleccionista tiene esa cantidad de dinero —dijo—. Ahora fíjate, Erica…
—Tengo un conocido que dice que es posible. Hay cierto magnate del petróleo cuya fortuna se cree que anda por los doscientos millones de dólares y es coleccionista. El podría permitirse pagar seis millones.
—¿Entonces por qué no se la vendes? —inquirió Girland, seguro de que Erica mentía.
—Hay complicaciones.
—¿Qué complicaciones?
—No es cosa tuya.
Girland terminó las frutas y se levantó a servir café.
—Sentémonos cómodamente a disfrutar del paisaje —sugirió Girland y, llevando las tazas de café a una mesita, se dejó, caer en una de las tumbonas.
Erica, se reunió con él y ambos miraron las brillantes luces del puerto y del palacio.
—Dime cuáles son las complicaciones.
—No es cosa tuya —insistió Erica, encendiendo un cigarrillo—. ¿Tu amigo Yew llegaría a seis millones?
—No creo —Girland sorbió su café y continuó—: Te has metido en una situación difícil, nena. Ahora no puedes arreglarte sin mí; dos cabezas son mejor que una. Yo soy bueno para complicaciones; cuéntamelas.
—Estás equivocado —dijo ella en voz baja—. Me puedo arreglar sin ti, no entiendo a qué te refieres cuando dices que estoy en una situación difícil, y por favor, no me llames nena. No me gusta.
—Disculpa, no volveré a hacerlo —dijo Girland con una sonrisa—. Perdóname. Y deja que te explique por qué no te las puedes arreglar sin mí. Has admitido que tienes la perla; hablando claro, que la has robado. Ahora bien, si tú y yo no vamos a cooperar, yo no tengo por qué dejar de darle esa información a la prensa. Erica Olsen, la amante de Feng Hoh Kung, robó la famosa Uva Negra, y está oculta. ¡Qué historia! Después llamo por teléfono a Dorey y le digo que la única información que tienes sobre Kung es lo que sabe hacer en la cama; en seguida te retirará el apoyo y protección. Dorey es un tipo mezquino y le enferma gastar un dólar si no le da dividendos. Mientras tanto cualquier coleccionista, por más deseos que venga de conseguir la perla, se aguantará, porque para entonces quemará más que un hierro al rojo. La única esperanza que tienes de venderla es que no haya publicidad y que el negocio sea secreto. Después, la policía francesa te arrestaría y probablemente te pudrirías en la cárcel durante unos seis meses o más hasta que se hicieran a la idea de que no puedes o no quieres decirles dónde escondiste la perla. Tampoco debes pasar por alto de que el gobierno francés quiere estar en buenos términos con los chinos. Tal vez la policía te convenza de que hables, pero si no lo consiguen terminarán por aburrirse de ti y te soltarán. Cuando salgas de la prisión caerás en brazos de los asesinos a sueldo de Kung: o te cortarán tu lindo pescuezo o te convencerán de que hables. Y no te quepa duda de que un chino fanático puede hacer hablar a cualquiera. De modo que, como eres inteligente, ya te habrás dado cuenta de que no puedes arreglártelas sin mí. Creo que tres millones de dólares contra nada no es mala cosecha. Si tus complicaciones son realmente tan complicadas, yo te aconsejaría que aceptes los tres millones. Y podría agregar que no creo que nadie pague seis millones por la perla y que estás fanfarroneando. ¿Comprendes cómo es la cosa?
Si Girland había esperado desconcertarla, se equivocó. Ella recostó la cabeza en el almohadón de la tumbona y se echó a reír.
—Estoy empezando a creer que eres el hombre que ando buscando —le dijo—. Parece que eres tan escrupuloso como yo. Podríamos cerrar trato.
—¿Dónde está la perla, Erica?
—Ojalá pudiera confiar en ti —Erica le miró gravemente—, pero hay demasiado en juego. No puedo decidirme.
Girland se puso de pie.
—Vamos a conocernos mejor —sugirió—. No hay mejor lugar que la cama para que un hombre y una mujer se conozcan.
Erica abrió los ojos sorprendida.
—¿Te parece que acostarme contigo resolvería el problema?
Girland se inclinó, le tomó una mano y la hizo levantar.
—No sé, y francamente, no me importa mucho. Sé que eres hermosa y que te deseo y me parece que ya hemos hablado bastante por esta noche. Creo que ahora deberíamos hacer el amor y no pensar en negocios. Mañana, cuando nos conozcamos mejor, podemos volver a hablar. ¿Qué te parece?
Erica le apoyó las manos en los hombros y le miró de frente.
—Eres un tipo extraordinario.
—Creo que sí —Girland la rodeó con los brazos y la acercó. Erica se abandonó y las manos de él descendieron por su espalda acariciándole las nalgas. Finalmente, la estrechó con fuerza buscándole la boca.
Erica sacudió la cabeza.
—No, espera. Vamos a mi cuarto —se apartó con una sonrisa—. No hago lo mismo con todos los hombres que encuentro, pero ahora quiero conocerte mejor.
—Es la forma más segura —dijo Girland y la acompañó a través del gran salón y del pasillo, hasta la puerta del dormitorio de ella. Abrió la puerta y, cuando ambos entraban, Erica le dio un fuerte empujón que le hizo perder el equilibrio y se apartó de él.
El hombre que estaba de pie junto a la ventana, empuñando una Luger automática 7,65 con silenciador, significó para Girland la mayor sorpresa de su vida.