6

Algo se movió a su lado y Girland se despertó bruscamente.

—No es nada —dijo suavemente Ginny—, me vuelvo a mi habitación.

—¿Qué hora es?

—Un poco más de las seis.

Girland suspiró, se estiró y se puso boca arriba. Ginny, sentada en el borde de la cama, con el pelo rubio un poco revuelto, vuelta hacia él la espalda desnuda, tanteaba con los pies en busca de sus zapatillas.

El se estiró para alcanzarla y la hizo caer hacia atrás, sobre su pecho.

—Hola, Ginny —le dijo—. No te vayas todavía —le cubrió con ambas manos los menudos pechos y la besó en la oreja, pero ella se estremeció y se apartó de él. Apresuradamente, tomó su salto de cama y se cubrió.

—No, por favor. No quería despertarte.

Girland cruzó las manos detrás de la nuca y la observó.

—Es temprano. Ven… no hace falta que te apresures como si fueras a tomar el tren.

—No. Ha sido una hermosa noche, Mark, pero ahora se acabó. Y no volverá a suceder.

—Ha sido una hermosa noche —asintió Girland, pensando en lo bonita que era. Luego, con su sonrisa encantadora, agregó:

—A mí me gustaría que volviera a suceder, Ginny querida.

—No. Tú tienes que hacer un trabajo y yo también, y esta no es manera de hacerlo. Por favor, no me lo hagas más difícil. Ahora voy a ver a la señorita Olsen —y empezó a andar hacia la puerta. *

—Ginny…

Ella se detuvo para mirarle.

—Claro, tienes razón, pero este trabajo no durará mucho. ¿No podemos volver a encontrarnos más adelante?

—Creí que tú me doblabas en edad, y que yo era demasiado joven —respondió Ginny, mirándolo con seriedad.

—Si tú puedes pasarlo por alto, yo también —concedió Girland.

—Veremos.

El la miró, levantando una ceja.

—Por favor, no me lo hagas más difícil.

Ginny trató, sin éxito, de ahogar una risita.

—Bueno, el hospital seguirá estando en su sitio y yo trabajo allí —dijo, y se fue.

Girland cogió un cigarrillo, lo encendió y volvió a tenderse de espaldas, con un suspiro de satisfacción. Pensaba que era el mejor trabajo que jamás le había venido de la CIA; tanto, que ya resultaba sospechoso. Echó una nube de humo hacia el cielo raso, pensando cuánto tardaría Erica en recuperar la memoria y si llegaría a obtener de ella la información que a Dorey le interesaba. Frunció el ceño al recordar las extrañas palabras que ella había pronunciado: Es hermosa y negra como una uva. ¿Qué significaba eso: algo o nada? La referencia a una uva ¿tendría algo que ver con la nueva arma de Kung? Girland meneó la cabeza. Era improbable: las armas no son hermosas. Con impaciencia, aplastó el cigarrillo y miró el despertador que había junto a la cama: eran las 6.15, demasiado temprano para levantarse. Cerró los ojos para rememorar los momentos pasados esa noche. Con las mujeres nunca se sabe, pensó. ¿Quién iba a imaginarse que hubiera tanta pasión encerrada en ese cuerpecito inmaduro?

Una hora más tarde, todavía adormecido, Girland oyó llamar suavemente a la puerta.

Diallo apareció con una bandeja en la que traía café y zumo de naranja.

—¿A qué hora quiere el desayuno, señor? —preguntó mientras dejaba la bandeja.

Sintiéndose culpable, Girland recorrió la habitación con la vista para asegurarse de que Ginny no había dejado rastros de su visita.

—Dentro de una hora está bien —respondió, desperezándose—. ¿Qué tenemos?

—Huevos, señor, preparados como usted quiera. El jamón parece muy bueno. Y si quiere trucha azul, se la recomiendo.

Girland suspiró extasiado.

—Acepto la trucha. ¿El señor Dorey vive siempre así?

—¿Cómo, señor? —Diallo parecía realmente intrigado.

—Eso significa que sí —comentó Girland, meneando la cabeza con admiración—. Está, bien, Diallo; dentro de una hora bajaré.

Una hora y media más tarde, terminado el desayuno, Girland iba a instalarse en la terraza con el New York Herald Tribune cuando el sargento O’Leary subió rápidamente los escalones, llevando bajo el brazo un paquete de buen tamaño, cubierto de sellos.

—Ha llegado esto para usted —le dijo, poniéndolo sobre la mesa—. ¿Quiere firmarlo? —Mientras Girland firmaba el recibo, O’Leary continuó—: Han llegado seis hombres más y hay un hombre y un perro en la Corniche.

—Espléndido —respondió Girland—. ¿Quiere café?

—Estoy de servicio —dijo secamente O’Leary, y se retiró.

Girland hizo una mueca, dándose cuenta de que O’Leary se había molestado por su insistencia en poner un hombre en la Corniche, y se encogió de hombros, pensando que era una lástima, pero él no podía correr riesgos; además, había sido una orden de Dorey.

Se levantó y abrió el paquete, que contenía un voluminoso archivo sobre Feng Hoh Kung. Lo llevó al living-room, donde lo guardó bajo llave en uno de los cajones del escritorio. Después subió las escaleras y llamó a la puerta del dormitorio de Erica.

Ginny fue a abrirle vestida con su uniforme de enfermera, y le miró con aire impersonal; ni siquiera sonrió cuando él le guiñó un ojo.

—¿Cómo está la paciente? —preguntó Girland, viendo que ella estaba decidida a estar en su papel.

—Está levantada y se siente bien —dijo Ginny—. Quiere ir a la terraza. Entre por favor.

Girland pasó junto a ella y entró en el cuarto, amplio y agradable, donde Erica estaba sentada en una tumbona, junto a la ventana abierta que daba directamente al mar. Llevaba un salto de cama azul y Girland supuso, que se lo había comprado Ginny. Cuando él se acercó, Erica se volvió para mirarle, le sonrió y le extendió la mano.

—Hola, Mark —le dijo.

Consciente de que Ginny había salido de la habitación, él le besó los dedos y se sentó en una silla, cerca de ella.

—¿Cómo te sientes esta mañana, Erica?

—Espléndidamente. Quiero ir a nadar. ¿Me llevarás?

—¡Eh! ¡Eh! —dijo él, fingiendo alarma—. ¡Todavía no! Aunque yo también estoy impaciente por verte volver a la normalidad, no hay que apurar las cosas. No debes ponerte al sol.

Ella le miró, y Girland pensó qué hermosa era.

—Pero me gusta el sol, me hará bien.

—Quieres recuperar la memoria, ¿no es cierto? El médico dice que por ningún motivo debes estar bajo una luz demasiado fuerte. Sé que te va a resultar fastidioso, pero por unos días no debes ni siquiera salir afuera y, si lo haces, tu memoria se resentirá —explicó Girland, pensando si aceptaría ella esa mentira.

—Ya veo —Erica frunció el ceño—. Bueno, supongo… —volvió a mirar a Girland—. Qué cosa más extraña. No puedo creer que seas mi marido. ¿Eres realmente mi marido?

—Te puedo mostrar nuestro libro de familia, si quieres convencerte —le dijo él con tono leve, riéndose—. Sí, querida, realmente soy tu marido.

—Y sin embargo no me acuerdo nada de ti —Erica apoyó con suavidad sus dedos sobre la mano de él—. Pareces muy bien… el tipo de marido que yo elegiría. ¿Cuánto hace que nos casamos?

—Tres años —respondió Girland con desenvoltura.

—¿Tenemos hijos?

—No.

—¿Por qué, Mark?

Súbitamente incómodo, Girland se frotó la nuca.

—Hemos estado viajando mucho… sin tener oportunidad de establecernos.

—¿En qué trabajas?

—Trabajo para la I.B.M… los de las computadoras. Ahora estoy haciendo un trabajo aquí y he alquilado esta villa por un tiempo.

—¿Dónde es aquí? —Erica parecía escuchar de manera un poco abstracta, pero Girland tenía la sensación de que se iba poniendo tensa.

—Eze… cerca de Niza, en Francia —precisó.

—¿Eres una persona muy importante, Mark?

—Yo no diría tanto. Tengo bastante éxito, pero nada más.

—Entonces ¿por qué hay soldados armados que patrullan el jardín?

Girland pensó con rapidez.

—Tengo tratos con el gobierno francés —dijo tranquilamente— y el ministro de Finanzas vendrá por aquí dentro de uno o dos días. Como el mes pasado alguién le tiró una bomba, está-intranquilo y hemos llamado al ejército para que se sienta seguro. Parece una tontería, pero es un asunto importante. Tú no tienes que preocuparte por ellos.

Girland la observaba con cuidado y le pareció que ella se tranquilizaba un poco.

—Ya veo —Erica se volvió a mirarle, escudriñando el rostro de él con sus oscuros ojos azul violáceo—. Me alegra que seas mi marido, Mark. No sabes lo que significa perder el pasado de la manera que lo he perdido yo, y encontrarte después en esta maravilla de cuarto con alguien como tú.

Girland intentó cambiar de tema.

—Entiendo. Pronto recuperarás la memoria. Verás…

—¿Nos hemos peleado alguna vez?

—Bueno, no. ¿Por qué habríamos de pelearnos?

—Pero los matrimonios se pelean, ¿no?

Girland decidió llevar a terreno más seguro la conversación, que le estaba resultando embarazosa.

—¿No recuerdas lo más mínimo del pasado, Erica? —le preguntó—. ¿Ni siquiera te acuerdas del viaje a Pekín que hicimos hace un par de meses?

Ella se puso tensa y cerró los puños.

—¿Pekín?

—Sí.

Erica se quedó sentada, inmóvil largo rato, mirando por la ventana hasta que habló con voz fría y neutra.

—No me gustó Pekín.

—¿Por qué dices eso?

Ella hizo un movimiento de disgusto.

—No sé; lo siento así. ¿Qué me pasó en Pekín?

—Pues, nada —mintió Girland—, yo había ido en viaje de negocios y tú anduviste mucho por ahí viendo la ciudad. ¿No te acuerdas?

—No quiero hablar de eso; es algo que no me agrada.

—Pero yo creía que lo habías pasado bien. ¿Ño te acuerdas de las uvas? —Girland se inclinó hacia adelante—. Las negras…

Erica se volvió rápidamente con los ojos brillantes y animados.

—Había una… cosa bellísima. Había un dragón de oro… había… —Luego los ojos volvieron a oscurecérsele y, llevándose las manos a la cabeza, exclamó—: ¡Oh, por qué no puedo acordarme! La uva es tan importante.

—¿Por qué es importante?

—No sé, pero tengo la sensación de que es importante. La tuve conmigo… la… —se interrumpió con aire muy confundido.

—Bueno, no te preocupes por eso —le dijo Girland en tono tranquilizador—. Es cuestión de tiempo —se levantó—. Dentro de un rato volveré a verte, pero ahora tengo mucho que hacer. Descansa y no te preocupes. ¿Quieres algo para leer?

—No, quiero pensar. Tengo la sensación de que cuanto más piense más pronto recordaré.

—Está bien, pero no te exijas demasiado. Le diré a la enfermera Roche que suba para acompañarte.

—Ahora no… quizá más tarde —Erica le sonrió y le tendió la mano y, cuando Girland se la tomó, lo atrajo hacia ella y le ofreció los labios. Después de besarse, ella se volvió a echar—: Está bien, Mark, vete a trabajar, pero vuelve a verme pronto.

Un poco desconcertado, Girland salió del cuarto y bajó las escaleras rumbo al living-room. Ginny, que estaba allí hojeando el periódico, le miró con aire de interrogación.

—Ginny, chiquilla, hay algo que me preocupa y tendremos que resolverlo —le dijo Girland—. Erica necesita algo de ropa. ¿Quieres ir ahora mismo a Niza y comprarle lo que haga falta? Mejor que vayas con Diallo, que él tiene el dinero. ¿Quieres?

—Cómo no —respondió Ginny.

Cuando ella fue a cambiarse, Girland se dirigió al escritorio, sacó el archivo de Kung y, llevándoselo a la terraza, se dispuso a examinarlo.

Al mediodía, el tránsito que subía hacia la Grande Corniche empezó a espesarse. Un río de autocares con turistas trepaba lentamente a la colina por el serpenteante camino, deteniéndose de continuo para dejar que los fanáticos de la fotografía dispararan sus cámaras desde las ventanillas abiertas.

El soldado Dave Fairfax, sentado en un jeep estacionado a un costado del camino, observaba de mala gana el tránsito, mientras su receptor de radio le brindaba una suave música de swing y el perro policía alsaciano dormía en la parte posterior del jeep.

Fairfax no sólo estaba aburrido, sino irritado. ¿Acaso el sargento no le había dicho que estar apostado en esa maldita carretera no era más que una pérdida, de tiempo? Hubiera sido mucho más agradable estar en el jardín de la villa, junto con los demás muchachos. Algunos de ellos habían organizado una timba y en eso Fairfax se consideraba experto; pensaba que si pudiera estar allí y no en ese maldito camino calcinado por el sol, podía haberlos desplumado a todos, y bien que necesitaba el dinero. Estaba esa francesita con quien se había encontrado la noche en el puerto de Villefranche y que se moría por él, pero Fairfax sabía instintivamente lo que le costaría. El problema era que tenía que competir con los condenados de la armada. Esos tipos sí que tenían suerte; una vez que salían de ese pedazo de hierro anclado en el puerto, todas las lechugitas se les iban encima.

Tres autocares pasaron lentamente junto a él y un hombre con cara de lechuza, que usaba gruesas gafas con armazón de asta, se asomó por una ventanilla para sacar una foto del jeep. Fairfax le hizo una mueca y, levantando un dedo, apuñaló el aire con él. El lechuzón frunció el ceño y el autocar siguió andando.

Fairfax se movió en su asiento; hacía calor y él pensaba con nostalgia en el sombreado jardín. Se divertía un poco mirando la cantidad de coches que se arrastraban tras los autocares y viendo la exasperación de los conductores cuando comprendían que no era posible adelantar a la fila de autocares; al menos no era él el único que sufría.

Convencido de que estaba perdiendo el tiempo, ya que O’Leary le había asegurado que no había forma de que nadie pudiera llegar a la villa de Dorey desde la Corniche, Fairfax de ningún modo estaba atento y hasta dormitaba de vez en cuando. Después de todo, pensaba, si el perro podía dormir, ¿por qué no él?

No dejó de notar, entre el tránsito que se arrastraba lentamente, un 404 negro, pero si hubiera estado alerta, su curiosidad se habría despertado al ver que al volante iba una bonita muchacha vietnamita. Junto a ella iba un hombre delgado que parecía medio chino y, en la parte de atrás del coche, un joven beatnik recostado contra el respaldo del asiento, con sus ojillos inquietos y brillantes.

—A tu izquierda —dijo suavemente Pearl.

Sadu ya había visto el jeep; se enderezó y se cubrió la cara con la mano. Jo-Jo también miró al jeep y vio a un soldado norteamericano, con los pies apoyados contra el tablero, que movía rítmicamente la mandíbula mientras mascaba chicle, con los ojos entornados.

—¿Crees que has encontrado el sendero? —interrogó Sadu cuando Pearl detuvo el coche por el embotellamiento del tránsito.

—Puede ser; tú tendrás que ir con él, Sadu —respondió Pearl.

Sadu hizo una mueca.

—Usted lleve mi pistola —dijo Jo-Jo— que yo llevaré el rifle.

Y se inclinó hacia adelante para dejar caer en las rodillas de Sadu el 38 con silenciador.

Apresuradamente, Sadu se metió el arma en el cinturón. Todo eso le enfermaba, pero era algo que no podía eludir.

—Me detendré en la próxima curva —anunció Pearl—. Tendréis que retroceder a pie. Y no olvidéis la cámara.

El tránsito iba un poco más rápido, pero al dar la vuelta a la curva, fuera de la vista del soldado, Pearl empezó a disminuir la velocidad.

—Rápido —les recomendó—. Volveré dentro de media hora.

Sudando por el calor, Sadu cogió el tomavistas de 16 mm que había traído consigo y retiró el seguro de la puerta. Pearl sacó la mano para indicar que iba a detenerse y después frenó, mientras la larga hilera de coches que la seguía disminuía también la marcha hasta pararse entre maldiciones.

Sadu y Jo-Jo salieron del coche dirigiéndose a la angosta cuneta mientras el conductor del coche que les seguía hacía sonar desaforadamente el claxon. Pearl volvió a poner el coche en marcha.

Al empezar a caminar, Sadu sintió cómo el arma le oprimía dolorosamente el estómago. Jo-Jo iba con él, llevando el estuche del violín y una mochila que contenía algo de comida y vino.

El sendero, cubierto de malezas y fuera de la vista del camino, comenzaba a unos cien metros de donde estaba estacionado el jeep.

Sadu y Jo-Jo caminaron despacio hacia la brecha del muro que les conduciría a la senda. Ambos se sentían como moscas sobre una pared, ya que no había otros peatones, y se daban cuenta de que la gente que pasaba en los coches les miraba. Sadu estaba seguro de que el estuche del violín llamaba la atención.

Jo-Jo susurró:

—Nos ha visto. Saca alguna fotos.

Fairfax acababa de dejar su chicle en la guantera que había debajo del tablero del jeep. Vio o los dos hombres y, durante un fugaz momento, estuvo alerta, pero cuando uno de ellos levantó un tomavistas y empezó a tomar vistas de la aldea que se veía abajo, hizo un gesto despectivo para sí y empezó a desenvolver otro pedazo de chicle.

¡Turista! pensó. ¡Tiene todo el equipo que se puede comprar con dinero, y apuesto a que toma unas fotos piojosas!

—Bajaremos al sendero cuando el autobús esté entre él y nosotros —dijo Sadu.

Ambos esperaron, mientras Sadu seguía haciendo como que tomaba fotografías, hasta que Jo-Jo dijo:

—Ahora.

Bajo los ojos de una treintena de turistas, pero fuera de la vista del jeep, se deslizaron velozmente por la abrupta pendiente y entre las malezas, moviéndose con peligrosa rapidez hasta llegar a la senda.

Sadu se sacó el arma de la cintura y empezó a andar. Después de esperar unos segundos, Jo-Jo le siguió, y cuando alcanzaron a ver el techo de la villa y Sadu comprobó que de ese lado no había vigilancia, se detuvieron.

—Está bien —dijo Sadu—. No lo han encontrado. Yo me vuelvo, y tú tendrás que encontrar solo el camino al hotel. Quédate aquí hasta que el trabajo esté listo.

Jo-Jo gruñó y, dejando a Sadu, siguió descendiendo por el sendero. Sadu dio media vuelta y empezó a trepar de nuevo por la pendiente para volver al camino; tuvo suerte, porque pasaba una larga fila de autocares y Fairfax, que intentaba sintonizar un programa en su receptor, se había olvidado por completo de los dos hombres que sacaban fotografías.

Jo-Jo legó a un punto desde el cual dominaba con la vista la terraza de la villa, que estaba desierta. Se desembarazó de la mochila y, sentándose sobre sus talones, apoyó la espalda contra un árbol. Se sentía oculto y a salvo. Pasó algunos minutos armando el rifle. Después apuntó hacia la terraza; la mira telescópica era tan poderosa que podía contar fácilmente las grietas en las piedras del pavimento. Satisfecho, cargó el arma y luego, poniéndosela atravesada sobre las rodillas, se sentó a esperar.

Mientras Jo-Jo esperaba, Henri Dumaine, próspero agente de seguros y venta de propiedades en la aldea de Eze, consideraba sin mucho interés a Petrovka. No creía que un hombre tan joven y tan andrajosamente vestido tuviera el dinero necesario para comprar tierra en ese distrito, pero al mismo tiempo, se decía, podía estar actuando de intermediario para alguien más adinerado, de modo que Dumaine, decidió ser servicial.

—Sí, claro que conozco la villa de Monsieur Dorey —le aseguró—. No hay villa que yo no conozca en este distrito. ¿A usted le interesa comprar un terreno más arriba de la villa?

—Sí —respondió Petrovka, que ya había estado en la Grande Corniche y había visto al soldado y al jeep, pero le había parecido peligroso buscar una senda si había un soldado de guardia y, desesperado, había ido a ver al agente de propiedades.

—Bueno, por supuesto que no es imposible; hay terrenos para vender allí, pero debo advertirle que no hay agua.

—Eso tiene arreglo —dijo Petrovka en cuidadoso francés—. Me gustaría ver el terreno. ¿Hay un senda para bajar hasta la villa?

—Había una senda —le explicó Dumaine—. Por lo menos, eso creo —se levantó y fue hasta su archivo, de donde sacó unos cuantos planos—. Sí, claro, pero no le aconsejo andar por ella, porque es peligrosa. En la actualidad nadie la usa y el suelo debe estar muy flojo.

—¿Podría ver el mapa? —preguntó Petrovka, mientras sentía que el sudor empezaba a mojarle las axilas. ¡Había fracasado! pensaba. Había una senda y él le había dicho a Malik que no había ninguna.

Encogiéndose de hombros, Dumaine le tendió el mapa a través del escritorio.

Petrovka lo examinó y de un vistazo se dio cuenta de que había pasado por la entrada de la senda, que estaba próxima al lugar donde había visto estacionado el jeep.

Tomó nota mentalmente de la situación de la entrada y devolvió el mapa.

—Puede que sea interesante —comentó, levantándose—. Yo le avisaré.

Dumaine apenas pudo ocultar su disgusto.

—Como quiera, monsieur —concluyó, poniéndose de pie con una inclinación, y después de estrechar la mano de Petrovka, le miró partir.

Petrovka volvió a la Grande Corniche, sintiéndose incómodo y desdichado. Sabía que había perdido un tiempo precioso y al echar una mirada a su reloj, vio que eran las 13,10; Malik debía de estar esperando con impaciencia el informe, pero si la senda existía, tenía que darle detalles.

El tránsito había disminuido y pasó junto al jeep sin dificultad. Unos metros más allá había un apeadero, estacionó allí el coche y paró el motor.

Ahora tenía el problema de explorar la senda sin que el centinela le viera. Salió del coche y retrocedió rápidamente por la estrecha cuneta hasta que llegó a la curva. Allí esperó hasta que hubo un momento de calma en el tránsito y, subiendo por la pared, se descolgó hacia el lado de la montaña. Trepar hasta donde estaba la senda le costó su esfuerzo y riesgos, pero se las arregló. De vez en cuando los pies se les resbalaban y le parecía que iba a caerse, pero aferrándose a un arbusto a veces y otras aplastándose contra el tronco de algún árbol, llegó finalmente a la senda, sin que le vieran.

Con cautela, empezó a descender.

Extendido al sol, Jo-Jo le oyó venir. La primera advertencia fue una piedra que cayó rodando junto a él. Silenciosamente se puso de pie, levantó la mochila y, saliendo de la senda, se ocultó en la espesura de las malezas. En cuclillas, esperó, los labios entreabiertos sobre los dientes descoloridos, con el dedo en el disparador del rifle.

Entonces vio a Petrovka, con una pistola Mauser 7,63 en la mano, que descendía cautelosamente por la senda. Jo-Jo levantó el rifle. Era un blanco fácil; la bala 22 atravesó la frente de Petrovka y le mató sin que llegara a emitir un sonido.

Jo-Jo se secó el sudor de la cara, volvió a cargar el rifle y, acercándose al cadáver de Petrovka, lo arrastró entre las malezas.

En la opaca villa de Cagnes, caminando de un lado a otro, Malik esperaba. Smernoff, sentado junto a la ventana abierta, observaba cómo las muchachas se exhibían en bikini en la playa.

Sólo cuando Girland estaba ya casi al final del archivo de Feng Hoh Kung se puso repentinamente alerta y empezó a leer un recorte de The Art & The Connoiseur, del año 1937, que estaba adherido al fichero.

Hasta ese momento había recorrido una masa de informes sin interés, proporcionados por diversos agentes, un resumen del carácter de Kung, de sus logros, sus antecedentes generales y su trabajo actual; pero súbitamente le llamó la atención ese artículo de una revista desaparecida.

El artículo relataba que desde hacía siglos, la familia Kung había estado integrada por coleccionistas de antigüedades, piedras preciosas y jade, y que Feng Hoh Kung había heredado todos esos tesoros.

«Parte de esta deslumbrante colección, que no le va en zaga a ninguna del mundo —continuaba el artículo— es la famosa Uva Negra, la única perla de color negro azabache cuya existencia se conoce. Perteneció originariamente a Shi Huang-ti, que en el siglo III a. C. construyó la Gran Muralla China. En el año 1753 fue adquirida por la familia Kung, que la conserva desde entonces».

Girland apartó el archivo, buscó un Cigarrillo y se quedó mirando hacia la terraza bañada por el sol.

Pensaba que de eso había estado hablando Erica. «Es hermosa y negra como una uva». Probablemente ella había visto la perla y se había impresionado mucho. Girland se encogió de hombros y volvió a coger el archivo, pero se detuvo, entrecerrando los oscuros ojos; recordaba la repentina agitación de Erica y sus palabras: «La tuve conmigo».

¿Había alguna posibilidad de que realmente Erica tuviera la perla? ¿Tal vez por esa razón habría dejado a Kung? Girland volvió a leer el artículo y, recostado, se acariciaba la cara mientras pensaba.

Tenía muchos contactos y en ese momento se preguntaba quién podría darle más datos de la Uva Negra. Con rapidez, recorrió mentalmente la lista de sus relaciones e hizo chasquear los dedos al recordar a Jacques Yew, dueño de un conocido establecimiento de artículos orientales del bulevar des Moulins, en Montecarlo. Algunos años atrás, Yew se había visto envuelto en un problema con uno de sus muchos amigos, que por rencor había intentado hacerle chantaje. Por casualidad, Girland se había, encontrado con Yew en un club nocturno de París y, aburrido de esperar a una muchacha que no apareció, se había puesto a escuchar la historia de sus penas. El chantaje era algo que repugnaba a Girland, y echó mano al muchacho que amenazaba a Yew, hasta dejarle Convertido en un aterrorizado despojo; después de eso, Yew le había dicho que si alguna vez necesitaba su ayuda, le llamara.

Así vivía Girland: prestaba un servicio y jamás vacilaba en reclamar el pago más adelánte. Ahora, pensaba que Yew podía serle útil.

Eran las 12,30 y apartó el fichero. Esa tarde vería a Yew; ahora, Ginny volvería de un momento a otro y Erica había pasado sola más de dos horas. Un poco de mala gana, Girland subió las escaleras y después de llamar a la puerta de Erica, entró.

Ella, sentada junto a la ventana, se volvió y le sonrió.

—¿Ya has terminado el trabajo, Mark? —le preguntó, extendiéndole la mano.

—Por el momento, sí —fue hacia ella y le besó los dedos—, pero esta tarde tengo que salir. ¿Te has aburrido?

—No, he estado pensando —después de una pausa, preguntó—: Mark… ¿hemos estado últimamente en París?

—Sí, vinimos de París. ¿Por qué lo preguntas?

—Siento como si mi mente estuviera andado entre nubes. A veces las nubes se disipan un poco y puedo ver por dónde ando. ¿Comprendes?

—Claro que sí. ¿Te acuerdas de París?

—Me acuerdo de que estaba en un hotel, pero tú no estabas conmigo.

—¿En qué hotel?

—En el hotel Astorg —replicó Erica sin vacilar.

—Tu ropa no apareció; puede que se haya quedado en el hotel. Será mejor que les llame por teléfono.

Erica frunció el ceño.

—¿Qué pasó en París?

—No lo sé. Estábamos alojados en el George V, yo salí por un asunto de negocios, y cuando volví te habías ido con tu equipaje.

—¿Tú crees que pensaba abandonarte?

Girland sonrió.

—Creo que no. Probablemente te despertaste después que yo me fui, te diste cuenta de que habías perdido la memoria, te asustaste y te fuiste.

Ella movió la cabeza con un gesto de desamparo.

—Me imagino que sí. ¿Llamarás al hotel? Me gustaría tener mis cosas.

—Ahora mismo lo haré. En este momento, la enfermera Roche está en Niza, comprándote algo para que te pongas. Yo vuelvo en seguida.

Al llegar a la planta baja, Girland pidió comunicación con Dorey y cuando se puso al habla con éste, le dijo:

—Estuvo en el hotel Astorg; puede que haya dejado el equipaje allí.

—Así que empieza a hablar.

—Eso parece.

—¿No ha dicho nada más?

Girland pensó en la Uva Negra, titubeó y respondió:

—Hasta ahora, no.

—Mandaré a O’Halloran a revisar el hotel. ¿Por ahí anda todo bien?

—Yo no me quejo —respondió Girland, pensando en la atención que recibía.

—No quiero complicaciones entre usted y la mujer, ni con la enfermera. ¿Entendido?

—Ya veo —dijo Girland, y preguntó—. ¿Hay noticias de Malik?

—No, pero al sur no ha ido.

—Y ¿dónde está entonces?

—No lo sé; por el momento le hemos perdido la, pista, pero me conformo con que no haya ido al sur.

—¿Usted y quién más? —preguntó zumbonamente Girland—. Si le han perdido la pista, entonces es seguro que está precisamente aquí —y colgó.

Salió a la terraza, seguido desde el escondite de la montaña por la mirada de Jo-Jo, y bajó la escalera para hablar con el sargento O’Leary. Le advirtió que Malik podía estar preparándose para un ataque y O’Leary dijo que todo estaba bajo control y que los problemas eran cosa de él. Girland le miró pensativamente, reprimió una respuesta sarcástica y, cuando volvía para la villa, vio volver a Ginny y a Diallo.

Ginny llevaba un enorme sombreo para el sol que le ocultaba la cara y el pelo y Jo-Jo, que les observaba por la mira telescópica, se preguntaba si sería Erica Olsen o alguna visita, diciéndose que no debía cometer errores. Le habían dicho que Erica era alta y rubia, y había tiempo de sobra; además, sólo podía disparar un tiro.

Mientras Diallo preparaba un rápido almuerzo, Girland y Ginny subieron a la habitación de Erica.

—Aquí está la enfermera Roche —dijo Girland— que te ha traído algo de ropa. Yo he llamado al hotel y dicen que ellos volverán a llamar.

—Gracias, Mark —Erica se levantó, y la admiración con que la contempló Girland no pasó inadvertida para Ginny, que empezó a deshacer los paquetes que traía consigo.

Una hora después Girland se dirigía a Montecarlo. Tuvo cierta dificultad para estacionar el coche y, caminando con paso vivo por el bulevar des Moulins, entró en el establecimiento de Jacques Yew.

Sentado ante un recargado escritorio, Yew examinaba una pieza de jade que pensaba vender a un turista norteamericano que se hospedaba en el Hotel de París. Era un hombre delgado y menudo, de aspecto afeminado, pelo color arena y rasgos delicados. Durante, un momento observó a Girland mientras éste se acercaba al escritorio y, al reconocerle, se levantó de un salto con el rostro resplandeciente en una auténtica sonrisa de bienvenida.

—¡Querido muchacho! ¡Qué alegría verte de nuevo! —le extendió una mano pequeña y floja—. Siéntate. ¿Qué estás haciendo en este pueblo horripilante?

—Descanso. ¿Y tú cómo andas, Jacques?

Yew hizo una mueca y se encogió de hombros.

—Así así. El negocio anda mal y eso siempre me deprime. No hay realmente dinero en esta época. ¿Y tú qué tal?

—Muy bien —Girland se detuvo a encender un cigarrillo y después prosiguió—: ¿Puedo hacerte una pregunta sin que a tu vez me hagas otra?

Yew pareció perplejo.

—Qué condición más rara. Sí, claro. ¿Cuál es la pregunta?

—¿Has oído hablar alguna vez de la perla Uva Negra?

Los ojillos de Yew se abrieron mucho.

—Pues claro. Es de la familia Kung, y en este momento está en Pekín. ¿Qué…?

—Acuérdate, Jacques; preguntas no. Cuéntame algo del asunto.

—Bueno, por supuesto, es absolutamente única. Perteneció a Shi Huang-ti; tal vez sepas que fue quien construyó la Gran Muralla. Se supone que la encontró un pescador en un banco de ostras del Golfo Pérsico, allá por el siglo III antes de Cristo, y no se sabe cómo llegó a manos de la familia Kung. Hacia 1887, el padre del Kung actual, preparó un catálogo ilustrado de sus tesoros y esa fue la primera vez que los comerciantes y coleccionistas supieron que la Uva Negra estaba en la colección de Kung —se puso de pie y fue hacia una biblioteca atestada de libros de arte—. Por algún lado debo de tener un ejemplar del catálogo —buscó un momento y después sacó un pesado volumen encuadernado en pergamino blanco y lo puso sobre el escritorio. Recorrió las páginas y dio la vuelta al libro para que Girland lo viera—. Aquí tienes una fotografía de la perla; es absolutamente única.

Girland examinó la imagen, que mostraba una perla de color negro azabache, del tamaño de una uva negra, apoyada sobre el lomo de un dragón chino tallado en oro.

—No tenía idea que existiera una perla realmente negra —comentó Girland mientras estudiaba la fotografía.

—Hay montones de perlas pretendidamente negras, pero en realidad son grises; esta es la única perla verdaderamente negra. Hay una teoría —tómala por lo que vale— según la cual la ostra fue impregnada por la tinta de un pulpo. No es más que una teoría, pero interesante. El dragón también es una pieza hermosísima. —Yew apartó el libro y se volvió para mirar a Girland—. Debo decirte, muchacho, que tu interés por esa perla despierta mi curiosidad.

—¿Cuánto vale? —preguntó Girland, dejando caer la ceniza en el cenicero de plata que Yew tenía sobre el escritorio.

—¿Cuánto vale? —Yew sonrió pensativamente—. No se le puede poner precio. Si saliera a subasta, los coleccionistas de todo el mundo se pelearían por ella. Dudo que en la actualidad exista dinero suficiente para comprarla.

—Pero supongamos que Kung quisiera venderla —insistió Girland—. Supongamos que necesita dinero. ¿Por cuánto se vendería?

Yew sacudió la cabeza.

—Yo no intentaría venderla; es una pieza demasiado importante. Es algo de lo que únicamente Christies podría ocuparse para conseguir ofertas.

—Pero imagínate que se tratara de un arreglo bajo cuerda y que Kung no quisiera que su gobierno se enterase de la venta. ¿Sabes de algún coleccionista que la compraría?

Yew miró a Girland con aire pensativo, con los ojos súbitamente ensombrecidos.

—Sí, sé de tres o cuatros coleccionistas, que la comprarían.

—¿A qué precio?

Yew se encogió de hombros.

—No es fácil decirlo. Yo lo intentaría por tres millones de dólares.

Girland inspiró, lenta y profundamente.

—¿Y crees que lo conseguirías?

—Es posible.

—¿Y todo el asunto se arreglaría sin publicidad?

—También es posible.

—Tendría que serlo.

Yew volvió a estudiar a Girland.

—Amigo mío —le dijo— no puedo creer que estés perdiendo el tiempo en semejante charla a menos que sepas más de lo que me dices. ¿Por qué no hablas con franqueza? Soy tu amigo y puedes confiar en mí. ¿Trabajas para Kung? ¿Es que realmente quiere vender la perla?

Girland se puso de pie.

—No apresuremos las cosas, Jacques —interrumpió—. Gracias por la información. Si tuvieras la perla podrías venderla por tres millones de dolores… ¿no es así?

Yew se llevó a la frente un pañuelo de seda.

—Sí.

—Espléndido… hasta pronto —y estrechándole la mano, Girland salió del establecimiento.

Estaba de ánimo meditabundo mientras caminaba de regreso a Eze.

En la destartalada villa de Cagnes, Malik se paseaba de un lado para otro.

—¿Qué le pasa a ese estúpido? —preguntaba con voz ahogada de furia—. ¡Hace tres horas que se fue! ¿Qué está haciendo?

Smernoff suspiró y apartó la vista con esfuerzo de una tostada muchacha en bikini blanco que iba corriendo hacia el mar.

—El tránsito está difícil —dijo— y necesitará una hora para llegar hasta la Corniche y otra para volver, de manera que no se impaciente —señaló con el dedo—. Esa chica… mire qué piernas tan largas. Realmente es muy bonita. Me gustaría.

—¡Cállese! —ladró Malik—. Vaya a buscarle, Boris. Vaya a la Corniche a ver qué es lo que está haciendo.

Smernoff reconoció una nota peligrosa en la voz de Malik; se levantó y fue hacia la puerta.

—Tardaré, pero iré —respondió.

Malik le despidió con un gesto de impaciencia y cuando Smernoff salió, se sentó en la misma silla que el otro había ocupado y miró hacia la playa. La muchacha del bikini blanco caminaba por la arena, balanceando el gorro de baño.

Malik se quedó mirándola.

O’Halloran entró en el despacho de Dorey, llevando una maleta azul y blanca que depositó sobre una silla.

—Es de ella —explicó mientras Dorey hacía a un lado una carpeta y se levantaba—. El hotel la tenía en la oficina de equipajes abandonados. Ella había dicho que después la recogería.

—Creo que usted dijo que eran dos maletas —observó Dorey.

—Eran, pero todavía no he encontrado rastros de la otra. En ésta no hay nada interesante; sólo ropa. Ya la he revisado son cosas buenas y caras, pero nada que nos sirva.

Dorey expresó su desilusión; se encogió de hombros y volvió a sentarse.

—¿Y qué hay de la segunda maleta?

—Puede estar en cualquier parte. Estamos trabajando con Dulay y él está haciendo revisar todos los depósitos y las oficinas de equipajes abandonados. Es una tarea que puede llevar días.

—¿Qué nombre dio en el hotel?

—Naomi Hill, de los Ángeles. No cabe duda de que es la misma mujer; le mostré la foto al personal del hotel y la reconocieron inmediatamente.

—¿Y el pasaporte?

—El recepcionista no lo vio; ella dijo que lo tenía en el equipaje y rellenó, personalmente la tarjeta policial. Estoy investigando el número de pasaporte que dio; seguro que es falso.

—No parece que había perdido la memoria entonces, ¿no? —inquirió pensativamente Dorey—. Más bien parece que iba a alguna parte.

—Me imagino que es cierto que ha perdido realmente la memoria —acotó O’Halloran.

—El doctor Forrester parece estar seguro, pero ella podría estar fingiendo —Dorey pensó durante un momento—. Hablaré con Girland, Mientras tanto, si le parece que en la maleta no hay nada de valor, sería mejor ponerla en un avión y mandársela.

—No hay nada.

—Bueno, hágalo entonces. —Dorey tomó el teléfono y, diez minutos más tarde, estaba al habla con Girland, informándole de que una de las maletas había sido hallada.

—No hay en ella nada que nos interese —prosiguió Dorey— así que la enviaré al aeropuerto de Niza y usted puede mandar a alguien a buscarla. O’Halloran y yo hemos estado hablando de esta mujer —y le contó a Girland que se había inscrito en el hotel como Naomi Hill, de los Ángeles—. No estamos seguros de si realmente ha perdido la memoria o-si está fingiendo. Quiero que usted le tienda una trampa.

—¿Por ejemplo? —preguntó Girland mientras buscaba un cigarrillo.

—Llámela Naomi, y obsérvela bien; vea qué reacción tiene —dijo Dorey—. ¿Quiere que le mande a alguien para ocuparse del asunto?

—No —respondió Girland, pensando en la Uva Negra— puedo arreglármelas solo. Deme más o menos, una hora y pensaré qué es lo mejor que podemos hacer. Tengo la impresión de que no finge, pero puede que tenga usted razón —y cortó.

Ginny, que había estado escuchando, aseguró:

—No está fingiendo, Mark; de eso estoy segura. Antes tuve un caso de amnesia, y sé que esa expresión vaga y perdida en los ojos no se puede fingir.

Girland le sonrió.

—No creo que esté fingiendo, pero mi jefe nació desconfiado. Voy a hablar con ella. ¿Por qué no te vas a la terraza para mejorar tu precioso bronceado?

Ginny le miró y asintió con la cabeza.

—Muy bien —hizo una pausa y preguntó—: Ella es encantadora, ¿verdad?

Girland cruzó la habitación y la rodeó con los brazos.

—Y tú también, Ginny. Y tienes algo que ella no tiene.

Ginny le acarició la mejilla con un dedo.

—¿Qué es?

—Te lo diré esta noche.

Ella se apartó, mientras Girland la observaba. Se dirigió a los ventanales que daban sobre la terraza y se detuvo a mirarlo.

—Está bien… esta noche me lo dices —aceptó, y salió a la cálida luz del sol.

Jo-Jo tenía mucho calor. Ya se había bebido la mitad de la botella de vino que le había dado Ruby, y ahora le parecía que era un error beber vino, que sólo le hacía sentir más calor; debía haber traído Coca Cola. Se había quitado la sucia chaqueta de algodón y arremangado la camisa, y aunque se refugiaba en la sombra el sudor brillaba en su frente estrecha. Ya llevaba cuatro horas en la montaña y la terraza había permanecido desierta durante todo el tiempo. Se estiró para coger la mochila, buscando dentro de ella; sacó medio pan francés, lo partió en dos y lo rellenó de jamón y salchichón de ajo. Mordió un trozo, se enjugó el sudor de la cara y empezó a masticar, sintiendo que el rifle le quemaba sobre las rodillas. De pronto se enderezó, escupió el bocado a medio comer y levantó el arma.

¡Allí estaba, por fin! pensó cuando, allá abajo, una muchacha rubia salió a la terraza. Llevaba un breve bañador, blanco y, sentándose en una de las tumbonas, empezó a darse bronceador en los brazos.

Jo-Jo, con la boca seca y el cuerpo’ tenso, levantó el rifle y observó a la muchacha a través de la mira telescópica. Le habían dicho que la mujer era rubia y sabía que la enfermera era trigueña, de modo que esa debía ser Erica Olsen. Sus labios se apartaron descubriendo los dientes descoloridos, mientras contenía el aliento al centrar la cruz de la mira sobre la frente de la muchacha, que se había quedado quieta y miraba hacia el jardín; inmóvil. Jo-Jo se dio cuenta de que le ofrecía un blanco perfecto y muy suavemente, conteniendo siempre el aliento, apretó el gatillo.