—Es hermosa, ¿verdad? —observó pensativamente Ginny.
Ella y Girland estaban de pie junto al lecho de la mujer dormida.
—Ajá —asintió Girland apartándose.
Indudablemente era hermosa, pensó. Le hacía sentirse un poco incómodo el hecho de tener que pasar por el marido, y de pronto se dio cuenta de que no miraba más allá del momento en que ella recuperara la conciencia.
—¿Cómo anda? —preguntó, mirando por la ventana.
—Muy bien. Seguramente despertará durante la noche —respondió Ginny—, yo diría que a las dos o las tres de la mañana. El pulso está normalizándose.
Girland se dirigió a la puerta y ambos salieron a la terraza. El sol empezaba a hundirse en el horizonte, tiñendo el cielo y el mar de un vivo rojo oscuro. Girland todavía llevaba shorts y sandalias y Ginny, que vestía ahora un sencillo vestido de algodón blanco, se acercó a la balaustrada de la terraza y apoyó las manos en la piedra caliente, mirando las parpadeantes luces de la aldea de Eze y, más allá, el contorno impreciso de Cap Ferrat.
—Me gustaría ser tan hermosa como ella —dijo, como si hablara consigo misma—. Me encantaría ser rubia —^se volvió, apoyando las menudas caderas en la balaustrada, para mirar a Girland—. ¿Le parece que me sentaría mejor ser rubia?
Girland gruñó quedamente.
—¿Por qué no te compras una peluca rubia para probar? —sugirió. Los problemas de las mujeres con su belleza le aburrían; para él, una mujer era hermosa o no—. Tal como estás, eres encantadora —miró el reloj y agregó—: Tengo que hablar con el sargento O’Leary; en seguida vuelvo.
Mientras bajaba la escalinata que llevaba al jardín, Ginny siguió mirándolo y sintió una leve angustia frente a los hombros fuertes y musculosos, la espalda erguida, el intenso bronceado de la piel. De pronto descubrió con verdadera sorpresa que estaba enamorándose de él; siguió observándole hasta perderle de vista y, volviéndose bruscamente; entró de nuevo en la casa y se dirigió a su habitación.
Girland encontró a O’Leary sentado en un banco cerca del pabellón; junto a él estaba el negro perro alsaciano, que se incorporó al verle aproximarse. Girland fue derecho hacia el perro y acarició con la mano el negro hocico del animal.
O’Leary contuvo la respiración y se puso de pie.
—Hola viejo —saludó Girland, mirando al perro en los ojos.
El perro le miró y hundió más el hocico en las manos de Girland.
—¡Cuernos! —exclamó O’Leary, más tranquilo—. Me ha dado un susto. Creí que se quedaba sin mano; es un perro muy fiero.
Girland siguió acariciándolo.
—Me gustan los perros —explicó— y parece que yo les gusto a ellos.
Dio una última palmada al animal y se sentó sobre una piedra, cerca de O’Leary.
—Parece que vamos a tener que cuidarnos tanto de los muchachos amarillos como de los comunachos.
—Ajá… Déjelos que vengan —dijo O’Leary con indiferencia—. Ya los arreglamos. Hace un par de horas, andaba un tipo por aquí preguntando si ésta era la antigua mansión de Lord Beaverbroock, pero no le he dicho nada. Beaverbroock tenía una más allá sobre la costa, ¿no?
—En Cap d’Ail. ¿Quién era el tipo?
—Que me cuelguen… un beatnik, joven y sucio. Le dije que se largara y se fue.
Girland se frotó la nariz.
—Oiga, O’Leary y, si tiraran una bomba contra el portón… podrían entrar, ¿no?
—Seguro que podrían, pero no irían a ninguna parte. Tengo dos muchachos donde empieza el camino, bien situados y escondidos, con armas automáticas. Por detrás no pueden cogernos, de modo que lo único que tenemos que defender es el frente, y para cuando hayan echado abajo el portón ya estaremos preparados para recibirles.
Ambos charlaron durante una hora de bueyes perdidos y después Girland se levantó.
—Quizá sería mejor tener un arma arriba —dijo—. Si se llega a armar lío, me sentiría más tranquilo.
O’Leary sonrió burlonamente.
—Tengo justo lo que usted necesita —entró al pabellón y trajo una automática 8 con tres cargadores.
Al volver a la villa, Girland puso el arma en el estante de la mesa que había en la terraza y se extendió en la tumbona.
Diallo apareció en la terraza.
—La cena estará dentro de media hora, señor —anunció—. ¿Quiere otro trago?
Girland le sonrió, disfrutando cabalmente la sensación de lujo.
—¿Por qué no? Un Cinzano bitter. ¿Qué hay para comer, Diallo?
—Bien, señor, pensé en ensalada de cangrejo y después una pierna de cordero con un toque de ajo. Tenemos un espléndido Pont L’Évéque y un Brie magnífico, y se podría terminar con helado de limón.
Girland cerró los ojos.
—Hummínm… no me cuente, sírvalo.
Con una sensación de total seguridad, se relajó; después de todo, O’Leary había dicho que de los problemas se ocuparía él y era uno de los irlandeses más combativos y de más confianza de O’Halloran. Girland se dijo que ahora no tenía de qué preocuparse hasta que Erica Olsen recobrara el Conocimiento, lo que no pasaría hasta unas horas más tarde, y se quedó dormitando.
—¡Eh!
Al ver frente a sí a una muchacha rubia que llevaba un vestido sin mangas color rojo fuego, se enderezó bruscamente. Durante un momento se la quedó mirando y luego sonrió.
—¡Vaya! Por un momento me has engañado.
Ginny lo miró ansiosamente.
—¿Le gusto así? He necesitado una botella entera de agua oxigenada.
Girland observó la silueta joven e inmadura, los ojos brillantes de expectativa, el rostro juvenil y alerta, y le sonrió.
—Ginny… estás espléndida. Claro que estás más bonita rubia. Ven, siéntate y cuéntame tu vida.
Ella le miró con ojos indignados.
—No quiero contarle mi vida… es demasiado aburrida; cuénteme usted la suya —vino a sentarse al lado de él, mientras se tocaba el pelo, consciente del cambio—. ¿Está seguro de que le gusto más así?
Girland cruzó sus largas piernas y encendió un cigarrillo.
—¿Cuántos años tienes, Ginny?
Ella se puso tensa.
—¿Y eso qué importa?
—¿Dieciocho?
—¡Claro que no! ¡Diecinueve!
Girland puso una mano sobre las de ella.
—Yo casi te doblo en edad —sacudió la cabeza—. Te envidio, Ginny; es fantástico ser tan joven como tú.
—¡Todo eso no me interesa! ¿Le gusta cómo estoy rubia?
—Me gustas de cualquier manera. ¿Cómo está la paciente?
Ginny se movió con impaciencia.
—Perfectamente. ¡Le interesa mucho más ella que yo!
—Ginny, querida —dijo Girland con su cara más seria—, es mi esposa.
—¡No me va a hacer creer eso! Ya estoy enterada. Es tan esposa suya como yo.
Girland sacudió la ceniza del cigarrillo.
—¿A que no adivinas lo que tenemos para cenar?
Ginny le miró fijamente, después se levantó y se dirigió lánguida hacia la balaustrada. El la miró e hizo una mueca, pensando en las complicaciones. Es un encanto de criatura, pero…
Se quedó donde estaba, fumando y contemplando las estrellas que empezaban a aparecer en el cielo a medida que oscurecía.
Se sintió aliviado cuando Diallo anunció que la cena estaba servida.
A Sadu Mitchell siempre le sorprendían los inesperados conocimientos de Pearl y sus extraños contactos. Cuando salieron del aeropuerto, de Niza en el 404 que les había enviado la casa Hertz, ella le guió a través de la ciudad y por la Corniche hasta el paso de Villefranche, a un diminuto hotel recostado contra la montaña, del cual salió a recibirles una mujer menuda y anciana, que vestía suéter blanco y pantalones negros y era vietnamita.
Un poco extrañado, Sadu observó cómo ambas se saludaban mientras Jo-Jo se reclinaba con aire despectivo en el asiento de atrás del coche.
La mujer se llamaba Ruby Kuo y resultó ser tía de Pearl. Era también dueña del hotel. Hubo cierta demora antes de que les fueran asignadas a los tres sus habitaciones, porque ambas tenían muchas cosas que decirse. Por fin, Sadu se quedó a solas con Pearl y Jo-Jo se les reunió. Decidieron que Jo-Jo iría inmediatamente a la villa de Dorey para estudiar el terreno, y Pearl le dio la idea de preguntar por Beaverbroock a manera de excusa.
Jo-Jo regresó dos horas más tarde y encontró a Sadu y Pearl esperándole en el pequeño jardín que Ruby cultivaba para sí.
—Está el ejército —relató, encogiéndose de hombros— y no hay una maldita posibilidad de acercársele —se sentó y empezó a hurgarse la nariz—. Ya que se supone que ustedes son los cráneos en todo este asunto, arréglenlo.
Pearl y Sadu se miraron, ella anunció que hablaría con Ruby y desapareció dentro del hotel.
Sadu interrogó a Jo-Jo sobre la situación de la villa.
—Está construida contra la montaña —fue la respuesta—. Las paredes que la rodean son altas, y además del ejército hay un perro policía. Desde el portón ni siquiera se puede ver la villa, así que si la conservan en ese agujero, nunca la alcanzaremos.
Sadu se levantó y fue hasta el fondo del jardín, pensando en lo que había dicho Yet-Sen: si hay otro error, daremos un escarmiento. ¿Qué quería decir con eso? Las manos se le pusieron pegajosas; ahora lamentaba haberse metido con Yet-Sen. Era culpa de Pearl, que le había insistido, y en aquel momento, la cosa no sólo le había parecido segura y sencilla, sino también correcta.
Pearl volvió al cabo de veinte minutos y los dos la miraron interrogantes.
—Se puede hacer —dijo Pearl—. Mi tía conoce la villa; hace muchos años que vive aquí. Hay una senda poco conocida, que desde la Grand Corniche llega hasta la parte de atrás de la villa, y que ahora nunca se usa. Podemos acercarnos a la villa por esa senda.
—¿Y si la conocen? —preguntó Sadu con inquietud—. ¿Y si han puesto allí a un hombre y un perro?
Pearl hizo un gesto de indiferencia.
—Un hombre y un perro no nos detendrán —dijo—. Jo-Jo tiene una pistola con silenciador.
Sadu miró su inexpresivo rostro de flor y se secó el sudor de la frente, pensando que esa mujer era demasiado fanática y que empezaba a odiarla.
Jo-Jo se puso de pie.
—Vamos —urgió—, el tiempo pasa.
—Yo conduciré —dijo Pearl, y agregó dirigiéndose a Sadu—: Debes ir con él; os dejaré al comienzo de la senda y seguiré hasta La Turbie. Esperaré allí media hora antes de volver, y para entonces vosotros ya habréis podido ver qué es lo que se puede hacer.
—Cuando acabéis de hacer planes —dijo con fastidio Sadu— permitidme que os recuerde que el que está a cargo de esta, operación soy yo. No vamos a partir ahora; a esta hora la Corniche está repleta de coches. Esperaremos a que disminuya el tránsito —miró su reloj Omega de oro, vio que eran las 14.15 y anunció—: Hasta media noche no saldremos.
Los otros dos se miraron y Jo-Jo se encogió de hombros.
—¿No hay nada para comer? —preguntó—. Tengo hambre.
—Está despierta —anunció Ginny al salir a la terraza.
Girland estaba tendido en la mecedora. Eran las 9,30 de la noche y, después de una excelente comida, estaba observando cómo un Sputnik cruzaba el cielo cuajado de estrellas.
Levantó la cabeza y se incorporó a medias.
—¿Quieres que haga algo?
—Ella quiere saber dónde está y pensé que era mejor que usted…
Girland se puso apresuradamente una camisa y siguió a Ginny dentro de la villa. En el dormitorio había una lámpara de mesa que iluminaba a medias el cuarto y Girland se acercó a la cama.
Erica Olsen le miró y él respiró profunda y lentamente. Al verla dormida había pensado que era hermosa, pero ahora que los grandes ojos de color violeta se abrían para dar vida al rostro, le parecía más hermosa aún.
—¿Dónde estoy? —preguntó ella, mirándole—. ¿Quién es usted?
—Soy Mark, querida, tu marido —respondió suavemente Girland—. Estás en casa y todo está bien. No hay por qué preocuparse.
—¿En casa? —los largos dedos fríos recorrieron el dorso de la mano de Girland—. No puedo acordarme de nada. ¿Usted es mi marido?
—Sí, querida. ¿Ni siquiera te acuerdas de mí?
Ella cerró los ojos y durante un momento se mantuvo quieta; después dijo:
—Es hermosa y negra como una uva.
Girland la miró inquisitivamente.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir? —preguntó, intuyendo que lo que ella acababa de decir era importante—. ¿Qué es hermoso y negro como una uva?
—¿He dicho yo eso? —Erica abrió los ojos—. No sé por qué lo he dicho. ¿Quién has dicho que eras?
—Tu marido… Mark.
—No puedes imaginarte cómo es esto de no recordar nada. No sabía que estaba casada y ni siquiera me acuerdo de haberte visto antes.
—No hay por qué preocuparse. El médico dice que a su debido tiempo la memoria volverá, así que no te inquietes. Estás en casa y yo estoy aquí para cuidarte.
—Eres muy bueno —suspiró y cerró los ojos— y me siento tan cansada. Me… me pareció que en un momento estuve en el hospital.
—Estuviste, pero ahora te he traido a casa.
—Es un cuarto precioso —Erica abrió los ojos y le miró atentamente—. ¿Mark? ¿Ese es tu nombre?
—Ese mismo. Trata de dormir y mañana te sentirás mejor. Yo estaré aquí, Erica, de modo que no tienes que preocuparte.
—¿Erica? ¿Me llamo así?
—Claro, querida.
—No lo sabía —los oscuros ojos azules volvieron a mirarle—. ¿Y realmente eres mi marido?
—Sí.
Ella pareció relajarse y cerró los ojos.
—Oh, qué agradable es estar en casa.
Cuando se aseguró de que dormía, Girland desprendió suavemente su mano de las de ella y se levantó. Junto con Ginny, se apartó de la cama.
—¿Qué era todo eso de una uva negra? —preguntó Girland—. ¿Qué habrá querido decir?
—No sé. Voy a quedarme con ella —Ginny era de nuevo la enfermera eficiente—. Probablemente duerma toda la noche —miró a Girland con aire desdichado—. Ha estado muy convincente; si no lo hubiera sabido, realmente pensaría que es usted el marido.
Girland hizo un movimiento de fastidio; no se sentía muy orgulloso de sí mismo.
—No creerás que me gusta esto, ¿verdad? Es mi trabajo y me pagan por hacerlo. —Salió del cuarto y volvió a la terraza.
Kovski entró en el pequeño despacho donde Malik, sentado detrás del escritorio, se entretenía en agujerear el secante con un cortapapeles.
Kovski era el jefe de la división de Seguridad soviética en París: un hombre bajo y gordo con barba, un enorme cráneo calvo, ojos inquisidores y nariz gruesa. Vestía descuidadamente y sé veían manchas de comida en las solapas de su chaqueta. Era uno de los miembros más peligrosos y astutos de la policía secreta, y el jefe de Malik.
Malik levantó la vista y le miró con sus verdes ojos de serpiente, sin molestarse en moverse; estaba muy seguro de sí mismo. Kovski podía ser reemplazado en cualquier momento, pero Malik sabía que su propia posición era inexpugnable a menos que cometiera un error, y él jamás cometía errores.
—¿Qué es lo que pasa? —interrogó Kovski, apoyándose en el escritorio.
—Estoy esperando —respondió Malik, mientras empezaba de nuevo a clavar el cortapapeles en el secante.
—No podemos esperar más —dijo secamente Kovski, arrojando un telegrama sobre el secante.
Malik leyó el texto y se lo devolvió a través del escritorio. Después se puso de pie, dominando a Kovski con su estatura.
—¿Por qué no lo han dicho antes?
—Se acaba de recibir información en el sentido de que Kung ha inventado un arma nueva —explicó Kovski—, de modo que ahora es vital que sepamos más sobre eso. Es posible que esa mujer sepa algo y necesitamos la información inmediatamente. ¿Dónde está ella?
—Tenemos una pequeña pista que puede significar algo —y Malik dijo a Kovski lo que sabía de Kerman—. Estamos investigando y tenemos cuatro hombres en Niza, pero eso puede llevar tiempo. ¿Por qué no me dijeron que esto era urgente?
Kovski respiró profundamente; cuando trataba con Malik, siempre resultaba que nadie más que Malik podía tener razón.
—¡Ahora ya lo sabe! ¡Hay que encontrar a la mujer! Después de todo, usted es quien la ha perdido.
Malik le miró.
—Yo no la he perdido. Su querida, Mema Dorinska, es quien la perdió.
Kovski titubeó y la sangre se le acumuló en la cara.
—¡No diga que esa mujer es mi querida!
—Perdón; quería decir su puta —replicó Malik.
Ambos se miraron, y los ojos de Kovski fueron los primeros en desviarse.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó en tono más suave.
Malik volvió a su silla y se sentó.
—Dorey tiene una secretaria, Marcia Davis —dijo, levantando el cortapapeles—, que debe saber dónde está esa mujer. Si hubiera sabido que esto era tan urgente, ya lo habría hecho. Déjelo en mis manos.
—¿Habría hecho el qué? —preguntó Kovski, mirando a Malik con intranquilidad.
—Es mejor que me lo deje a mí —respondió Malik—, que estoy a cargo de la operación. Creo que cuanto menos sepa usted del asunto hasta que yo tenga información exacta, mejor para los dos.
Kovski vaciló.
—¿Qué es lo que va a hacer con Marcia Davis?
—¿Quiere saberlo? —los brillantes ojos verdes hicieron que Kovski se sintiera muy incómodo.
—Espero que sepa lo que hace, Malik.
—Oh, sí que sé lo que hago. Estamos perdiendo el tiempo. O me deja manejar esto a mi manera o me retiro.
Kovski se balanceó, apoyándose en uno y otro pie.
—No tenemos que fracasar.
—¿Y quién ha hablado de fracaso?
Kovski hizo un gesto de asentimiento y, dándose la vuelta, salió del despacho.
Malik cogió el teléfono.
—Que me manden enseguida a Smernoff —dijo a quien le atendió.
Colgó el receptor y tomó el cortapapeles. Lenta y perversamente, empezó de nuevo a hacer agujeros en el papel secante.
Un poco agitado y sudoroso, Sadu se detuvo.
—¡Espera! advirtió secamente a Jo-Jo, que descendía por el abrupto sendero, pistola en mano, horadando con los ojos la oscuridad iluminada por las estrellas.
Jo-Jo se detuvo y miró por encima del hombro.
—¿Qué pasa? —susurró.
—Vas demasiado rápido —dijo Sadu en voz baja— y es peligroso; podríamos provocar un deslizamiento.
La senda que Ruby le había dicho a Pearl existía realmente, cubierta de yerba seca, maleza y raíces de árboles, y nadie parecía haberla usado durante años. Se hallaban a mitad, de camino y, desde su sitio, Sadu ya podía ver el techo de la villa dibujado contra la montaña.
Los dos siguieron bajando con prudencia.
Sadu procuraba dejar cuidadosamente que Jo-Jo fuera más adelante. No tenía deseo alguno de encontrarse con un perro policía y pensaba que a Jo-Jo le pagaban por hacer ese trabajo, y a él no.
Después de recorrer unos metros más de terreno escarpado, Jo-Jo se detuvo y, cuando Sadu se aseguró de que no había peligro inmediato, se reunió con él.
Los dos podían ver ahora, a unos treinta metros por debajo de ellos, la terraza de la villa. Podían ver a Girland tendido en la tumbona, nítidamente recortada contra el piso de losas blancas por las luces de la terraza.
Jo-Jo dominó la escena con mirada de experto.
—Si sale a la terraza, es presa segura —declaró—. Necesitaré un rifle con mira telescópica y tendré que hacerlo con un solo disparo. Para poder escapar, también quiero un silenciador. Puede ser un rifle 22 y si tiene mira telescópica, con un tiro en la cabeza bastará.
Sadu frunció el ceño.
—Me ocuparé de eso —asintió—. Este lugar está bien protegido. Tan pronto como yo consiga el rifle, vendrás a instalarte aquí a esperar.
Jo-Jo se rascó un rasguño que tenía en el dorso de la mano.
—Con tal que salga a la terraza —concluyó.
Acompañada por Harry Whitelaw y por el propietario del restaurante, Claude Terrail, Marcia Davis salió del elegante salón con su magnífica vista de Notre Dame.
Comer en «La Tour d’Argent» era siempre una experiencia, pensó. La comida haba sido más que excelente; el filet de solé cardinal y el soufflé Valtesse absolutamente irreprochables.
Harry Whitelaw, del New York Post, se había mostrado muy divertido y sus atenciones habían sido tan fascinantes como siempre. Hacía muchos años que Marcia conocía y trataba a Whitelaw, un hombre alto y bromista, sin complicaciones, y siempre lo pasaba bien en su Compañía, sin que jamás hubiera tenido problema alguno con él. Whitelaw venía a París tres veces al año y cada vez la invitaba a «La Tour d’Argent», que para él era el mejor restaurante de París.
Claude Terrail, alto y de aspecto aristocrático, les estrechó la mano en él diminuto ascensor y Marcia y Whitelaw descendieron a la planta baja.
—Ha sido una comida perfecta, Harry —dijo Marcia mientras recogía del guardarropa su estola de visón—. Un millón de gracias. ¿Cuándo vuelves a París?
Whitelaw puso tres francos en la mano de la empleada; aun después de innumerables visitas a París, nunca estaba seguro de cuánto tenía que dejar de propina.
—Volveré para Navidad —la miró mientras el portero iba en busca de un taxi—. ¿Cómo está Dorey?
—Muy bien.
—Sabes, no sabíamos qué pensar de él. Creímos que estaba aviado.
Marcia se rió.
—¿Y quién no? No hay que subestimar a Dorey.
Whitelaw preguntó con el aire más casual posible:
—¿Pasa algo interesante?
—¡Oh, Harry! —Marcia le miró con aire anticuado—. ¡Y yo que creía que esa maravilla de cena no tenía segundas intenciones!
Whitelaw sonrió.
—Con probar no se pierde nada. Está bien, dejémoslo —se apartó de ella para mirarla con afecto—. ¿Sabes, Marcia, que eres una mujer muy atractiva? Dime una cosa ¿por qué no te has casado?
Con una sonrisa un poco triste, Marcia acarició la piel de la estola.
—Ahí tienes el taxi, Harry. Gracias, y espero que me llames… para Navidad.
—Seguro. ¿Sabes una cosa? Estoy empezando a pensar por qué diablos no me he casado yo.
Cuando él se fue en el taxi, Marcia se dirigió hacia donde tenía estacionado su Mini-Cooper, en el puente de la Tournelle; abrió la puerta, se sentó y, por un momento, miró sin ver a través del polvoriento parabrisas, preguntándose si la última observación de Harry tenía algún significado. Marcia tenía treinta y cinco años, y estaba aburriéndose de ser la esclava de Dorey, aunque le gustaba París ¡cuánto más bonito habría sido tener su propia casa en Nueva York!
Vamos, muchacha, se dijo encogiéndose de hombros, nada de novelas; luego apretó el arranque y se dirigió a toda velocidad a su apartamento de tres ambientes en la calle de la Tour.
Mientras tarareaba una melodía estacionó el coche, atravesó rápidamente al patio oscuro, abrió la puerta automática y entró al vestíbulo. Tomó el ascensor hasta el tercer piso, una vez allí sacó la llave de su bolso y la metió en la cerradura. Le costó un poco abrir la puerta y eso la desconcertó porque hasta entonces la cerradura había andado bien; sólo tirando de la puerta hacia ella y empujando la llave consiguió abrir.
Pensó que debía ocuparse de eso al día siguiente por la mañana, pero en ese momento sólo quería acostarse. No había nada mejor que una comida dé primera y bien acompañada, para luego volver a quitarse la ropa y meterse en cama con un buen libro. Pensaba leer unos veinte minutos antes de apagar la luz.
Encendió las luces y entró en el living-room, pero allí se detuvo bruscamente, sintiendo que se le helaba la sangre, y abrió la boca para gritar.
El frío del acero en la garganta la hizo estremecer, mientras Smernoff gruñía:
—Si das un grito, perra, te corto el pescuezo.
Malik estaba reclinado en su sillón favorito. Un cigarrillo ruso ardía entre sus gruesos dedos y la cabeza plateada contrastaba nítidamente con el respaldo color vino del sillón.
—No sea tonto —dijo en su mal francés—. Está bien, Boris, déjela.
Marcia reconoció a Malik; con bastante frecuencia había visto su foto en los archivos que manejaba todos los días, y sabía que era el más peligroso de los agentes rusos. El corazón se le encogió cuando Smernoff le envió de un empujón hacia Malik.
—Siéntese, señorita Davis —le dijo cortésmente Malik—. No tenemos tiempo que perder y necesito saber dónde está Erica Olsen. Dígamelo, por favor.
El hecho de que, en el momento en que se sentó frente a Malik, ya se hubiera recobrado de la sorpresa de encontrar a esos dos hombres en su apartamento y hubiera recuperado también su compostura, daba pruebas del valor y del autodominio de Marcia. Sabía que estaba en peligro de muerte y sabía que, a menos que les superara en astucia, los hombres conseguirían la información que buscaban. Marcia pensaba rápidamente; recordó que Girland ya le había dicho a Malik que Erica Olsen sería conducida a la embajada norteamericana y decidió contarle la misma historia. Sería difícil desmentirla, pero tenía que tener cuidado de producir la impresión de que estaba dando la información contra su voluntad.
—Usted es Malik, ¿no? —preguntó, mirando cara a cara al gigante de pelo plateado.
—No importa quién soy. ¿Dónde está Erica Olsen?
—Donde ustedes no pueden atraparla.
—Señorita Davis, no me gusta ser descortés con las mujeres —dijo Malik, echando la ceniza sobre la alfombra— pero mi compañero no tiene esos escrúpulos. Mi tiempo es valioso; no me lo haga perder. Se lo preguntaré de nuevo y si no me da una respuesta satisfactoria, dejaré que mi compañero se haga cargo del interrogatorio. ¿Dónde está Erica Olsen?
Marcia pareció vacilar; se encogió en su asiento y se llevó las manos a la garganta, abriendo mucho los ojos.
—Ya se lo he dicho… donde no pueden atraparla. Está en la embajada.
—Esperaba que dijera eso —comentó Malik—. Según mi información, está en la Costa Azul. ¿Dónde está Erica Olsen, por favor?
Marcia miró los inexpresivos ojos de Malik y supo que la partida estaba perdida.
—¡Váyanse al infierno! —exclamó por lo bajo y, levantándose, intentó coger un cenicero de vidrio de una mesita próxima con la intención de arrojarlo a través de la ventana cerrada.
Sintió un dolor terrible en el cuello y se dio cuenta de que se caía.
Smernoff, que la había golpeado con la mano de canto, la levantó y volvió a ponerla en la silla.
Malik aplastó el cigarrillo, y encendió otro.
—Adelante —dijo, y empezó a observar la habitación. La encontraba cómoda y pensaba cuánto le gustaría vivir allí. Todo era de buen gusto; en las paredes había varios aguafuertes excelentes y le agradaba especialmente uno de Springer, un movimiento de pájaros. Sin duda, estos norteamericanos sabían vivir bien. Malik pensó en el único cuarto que era su casa en Moscú y frunció la nariz.
Smernoff había sacado del bolsillo una jeringuilla hipodérmica e inyectó en una vena del brazo de Marcia una fuerte dosis de escopolamina.
Media hora después, Marcia hablaba con aire soñoliento.
—Dorey tiene una villa en Eze —le dijo a Malik— y Erica Olsen está allí con Girland. Seis hombres de O’Halloran vigilan.
—¿Cómo se llama la villa? —preguntó Malik.
—Villa Hélios.
Malik se apartó de ella y miró a Smernoff.
—Creo que con eso nos basta.
Smernoff asintió con la cabeza.
—Bueno, está bien —Malik recogió cinco colillas de cigarrillos rusos del cenicero y las guardó en una caja de fósforos—. Ahora se la dejo. Es una lástima. Es atractiva, ¿no?
Smernoff se encogió de hombros: las mujeres le aburrían.
—En la oscuridad; todos los gatos son pardos —dijo con indiferencia—. ¿Qué importa una mujer menos al mundo?
—Tenga cuidado —Malik fue hacia la puerta—. Y déme cinco minutos.
Smernoff sonrió.
—No tiene que decírmelo; conozco mi tarea.
Malik hizo un gesto afirmativo y salió del apartamento. Bajó en ascensor; fallaban diez minutos para la medianoche y el portero estaba acostado. Nadie le vio salir, cruzó la calle para dirigirse hasta su coche estacionado, subió en él y partió.
Ya solo en el apartamento, Smernoff ayudó a Marcia a ponerse de pie.
—Necesita aire fresco —le dijo y la ayudó a salir por el ventanal y a asomarse al balcón, Se quedó de pie junto a ella, mirando hacia la calle de la Tour, desierta a esa hora.
Marcia, drogada, adormecida y floja, apoyó las manos en la húmeda barandilla del balcón y aspiró profundamente el aire nocturno.
Smernoff recorrió la calle con la vista y miró atentamente las ventanas iluminadas de los apartamentos vecinos: no había nadie en los balcones. Se paró detrás de Marcia, se inclinó para cogerla de los tobillos y la levantó.
Cayó sin un grito, rompiéndose el cuello, la columna y un brazo, sobre un Dauphine estacionado.
Ginny salió a la terraza, Girland levantó la cabeza y dejó a un lado la novela que estaba leyendo.
—¿Y bien? ¿Qué tal está?
—Está bien —respondió Ginny, sentándose en una silla cerca de él—. Le he dado un sedante suave y duerme; seguramente podrá levantarse mañana —miró a Girland y agregó—: Entonces usted tendrá que seguir haciendo el papel de marido.
El se encogió de hombros.
—Ya te lo he dicho: es mi trabajo y me pagan por hacerlo.
—Me parece que no me voy a quedar aquí —dijo Ginny, mirándose las manos—. Más bien quisiera volver al hospital.
—Este es tu trabajo, Ginny —le recordó Girland—, y también a ti te pagan por hacerlo.
—Pero desde mañana ya no necesitará enfermera.
—Bueno, entonces esperemos a mañana antes de que decidas irte.
Ginny se levantó y caminó lentamente hasta la balaustrada; se quedó quieta mirando las luces a lo lejos, luego se volvió y miró a Girland; que contemplaba las estrellas.
—Me voy a acostar. Ella dormirá. Buenas noches.
Girland sintió que estaba tensa, pero se resistió a la tentación de acercársele. Con irritación, pensó que Ginny era demasiado joven y que él no podía meterse en complicaciones.
—Bueno, Ginny —dijo con tono neutro—. Hasta mañana.
Ella entró en la casa y Girland encendió un cigarrillo y volvió a coger la novela, pero se dio cuenta de que no podía interesarse en la lectura. Volvió; a dejarla, se levantó y miró a su alrededor. De algún lugar del jardín le llegaba la voz de los hombres de O’Halloran.
—¿Algo más, señor? —preguntó Diallo, saliendo a la terraza—. ¿Una copa?
—No… está bien, gracias. Váyase a dormir, que ya entro yo —respondió Girland.
—Muy bien, señor. Buenas noches.
Cuando el senegalés se retiró, Girland arrojó en la oscuridad el cigarrillo a medio fumar y, apagando las luces de la terraza, entró en la casa. Cuando iba a subir las escaleras, empezó a sonar el teléfono. Se dirigió al amplio living-room y levantó el receptor.
Era Dorey…
—Mi secretaria ha muerto hace media hora —dijo Dorey, con voz dura y tensa—. Se ha caído por la ventana de su apartamento. Le están haciendo la autopsia con toda premura, pero tiene la huella de un pinchazo en el brazo, así que creo que le han inyectado escopolamina y, si es así, ha hablado. Tenga mucho cuidado, Girland; voy a mandar ahí a otros seis hombres, y no hay que permitir de ninguna manera que Erica Olsen salga de la casa. ¿Comprende? No la deje salir a la terraza. Un tirador de primera podría alcanzarla desde la Corniche, de modo que tiene que quedarse dentro. Le hago a usted responsable de eso.
—Bueno —dijo Girland—, yo ya había pensado en la terraza. ¿Ha sido Malik?
—Puede, pero no tengo pruebas —respondió amargamente Dorey—. Las carreteras y el aeropuerto están vigilados, así que si va hacia el sur le avisaré.
—Hablaré ahora mismo con O’Leary y le ordenaré que coloque a un hombre en la Corniche.
—Hágalo.
—Ah, otra cosa. Quisiera ver el archivo de Kung que usted tiene. ¿Me lo puede mandar?
—¿Por qué?
—Por que no sé nada de él, y si llega a decir algo que tenga que ver con Kung, quiero la información suficiente para estar seguro de que lo que dice tiene sentido.
—¿Ha dicho algo ya?
—Algo de una uva negra.
—¿Una uva?
—Sí. No sé qué quiere decir… podría no querer decir nada, pero si se va a descolgar con cosas como esa, quiero estar seguro de que lo entiendo todo.
—Bueno, está bien, le mandaré los datos con los muchachos de O’Halloran. ¿Qué es exactamente lo que ha dicho de una uva?
Girland se lo repitió.
—Hum… Bueno, no sé. Extraordinario. Bueno, Girland, siga ocupándose y comuníqueme cualquier cosa que ella diga —y Dorey cortó la comunicación.
Girland salió de la villa y se dirigió hacia el pabellón a contarle a O’Leary lo que había pasado.
—Ponga a un hombre y un perro en la Corniche; desde allá arriba, un buen tirador nos cazaría a todos como conejos.
—Oh, no —dijo firmemente O’Leary— se equivoca. Ya me he fijado en la Corniche; no hay manera de bajar y la villa está totalmente protegida de la carretera. Si hubiera pensado que hay algún peligro por ese lado, ya habría puesto a un hombre, pero tenemos la retaguardia a salvo. Los problemas son cosa mía, Girland; usted ocúpese de la mujer, que yo me ocuparé de los problemas.
—Quiero un hombre y un perro allá arriba —insistió Girland en voz baja— y es una orden, O’Leary.
Los dos hombres se miraron hasta que O’Leary, con los ojos brillantes de cólera, dijo:
—Si es lo que quiere, lo tendrá —y después de una pausa, agregó—: Pero es desperdiciar un hombre.
—Mañana le llegarán otros seis… y es lo que quiero.
Girland volvió a la villa y subió lentamente las escaleras, pensativo. Se detuvo ante la puerta de Erica Olsen, la abrió en silencio y miró hacia adentro: Erica dormía, con el pelo rubio desparramado sobre la almohada y una expresión de paz y calma en su rostro de clásica belleza.
Girland volvió a cerrar la puerta y se dirigió al cuarto de baño. Se dio una ducha fría y, con la ropa en la mano, dio los pocos pasos que le separaban de su dormitorio y abrió la puerta.
—Mark… por favor… no enciendas la luz —dijo una vocecita, y él se detuvo en la puerta, sosteniendo la ropa contra el cuerpo en un intento de cubrirse.
—¿Ginny?
—¡No me importa! Sé que mañana te perderé, que una vez que esa mujer esté bien nunca volverás a mirarme —la luna que se infiltraba entre las rendijas de los postigos iluminaba bastante para que Girland pudiera ver a Ginny sentada en su cama, cubriéndose con la sábana—. No me odies, por favor.
—Ginny, querida, cómo puedo odiarte.
Girland atravesó el cuarto, dejó caer su ropa y se sentó sobre La cama, apartando la sábana que la cubría.
—Pero Ginny, ¿estás segura? —preguntó rodeando con sus brazos el frágil cuerpo desnudo.
—Sé que soy una desvergonzada —susurró Ginny, acariciándole la espalda— pero es porque, estoy muy segura.
Era un don irresistible que Girland aceptó con placer y tomó con ternura.
Malik y Smernoff burlaron por completo a la policía que les esperaba en todas las carreteras que llevaban al sur. Se dirigieron rápidamente al aeropuerto de Le Touquet y allí tomaron un taxi aéreo hasta el aeroclub de Aix, donde les esperaba uno de los hombres de Smernoff, con un coche veloz que les llevó, atravesando Draguignan, Grasse y Tourettes, hasta Cagnes sur Mer. Allí, en una destartalada villa sobre el mar, propiedad de uno de los contactos de la embajada soviética, Malik interrogó a Petrovka, a quien Smernoff había puesto sobre aviso tan pronto como sospecharon que el escondite podía ser Niza.
Petrovka, joven y delgado, deseaba ardientemente emular los éxitos de Malik, y ya había estado en la villa de Dorey mientras Malik y Smernoff viajaban hacia Cagnes. Su informe fue breve y preciso.
—La villa es inexpugnable —explicó—. No hay forma de entrar, salvo mediante un ataque frontal, y hay seis hombres armados que custodian el lugar.
Sacó entonces un plano de la villa, y se lo entregó a Malik, quien después de estudiarlo, echó atrás su silla y encendió un cigarrillo.
—Hay que pensarlo. Un ataque frontal es imposible —señaló el plano—, pero ¿está seguro de que no podemos bajar desde la ruta de arriba? ¿No hay ningún sendero?
—En los mapas locales no figura ninguno.
Malik hizo un movimiento de impaciencia.
—Eso no significa que no lo haya. Vaya enseguida a asegurarse.
Petrovka se levantó.
—En seguida —dijo y salió.
Malik miró a Smernoff con sus ojos verdes echando chispas.
—Debería haber investigado; es un tonto.
Smernoff se encogió de hombros.
—Tráigame a alguien que a esa edad no sea tonto —respondió—. Tengo que arreglarme con lo que consigo.
En el vuelo de las 7.30 de la mañana, que sale de París para llegar a Niza a las 8.55, había numerosos turistas franceses y norteamericanos. También había entre ellos una joven china que llevaba un estuche de violín. Usaba un vestido estampado barato y calzaba zapatos de tacones muy altos, que la obligaban a caminar con cierta torpeza. Atravesó la barrera policial junto con los otros turistas y pasó al vestíbulo.
Jo-Jo, que estaba de mal humor porque había tenido que levantarse temprano, la esperaba y se reunió con ella. Las mujeres chinas no le interesaban y pensaba que sus piernas cortas y gruesas eran, imposibles de ver y sus caderas simples trozos de carne.
—¿Lo has traído? —le preguntó a la chica al detenerse junto a ella.
—Sí.
—Entonces vamos.
Salió del aeropuerto y se encaminó al lugar donde había estacionado el 404, seguido por la muchacha, que se tambaleaba un poco pero estaba muy orgullosa de sus zapatos. Subieron al coche y, conduciendo con cuidado, Jo-Jo se dirigió a Villefranche.
Ninguno de los dos dijo nada durante el viaje hacia el hotel de Ruby. Pearl saludó a la muchacha y, en la seguridad de su dormitorio, Sadu abrió el estuche de violín y extrajo de él un rifle calibre 22, desarmable, una mira telescópica y un silenciador. Era una hermosa arma de precisión, de manufactura japonesa. Sadu se la entregó a Jo-Jo.
—Bueno, ahí tienes —le dijo— yo ya he cumplido mi parte; ahora ocúpate de la tuya.
Jo-Jo fue con el arma a sentarse en la cama. Una vez allí montó el rifle, le atornilló el silenciador y aseguró la mira telescópica. Después fue hacia la ventana y desde allí apuntó a un árbol lejano. Se movía con tal eficiencia profesional que, a pesar de la atmósfera cargada de la habitación, Sadu sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
Jo-Jo se volvió y sonrió; rara vez lo hacía y su rostro delgado y perverso parecía más perverso aún cuando descubría sus dientes descoloridos.
—Es una belleza —dijo—. Ya pueden darla por muerta.