Dorey recorría con mirada inquieta los tres teléfonos que había sobre su escritorio; estaba muy preocupado y sus delgados labios se veían tensos. Los rusos le había derrotado en toda la línea y él reconocía haber estado lento para moverse. Tan pronto como O’Halloran le habló de esa mujer, él debía haber corrido el riesgo de sacarla del hospital para llevarla a algún lugar completamente seguro e inaccesible. Esto me pasa, pensó con amargura, por ser demasiado cauteloso. Era una estupidez perder el tiempo en encontrar a Wolfert para que estudiara los signos tatuados, y buscar a Girland también había sido una pérdida de tiempo. Ahora los rusos tenían a la muchacha y Dorey pensaba con inquietud en Washington. Lo primero que se le ocurrió fue llamar a O’Halloran y confiarle a él la operación y no a Girland, pero al mismo tiempo tenía una fuerte sensación instintiva de que, si había alguien capaz de sacar esa castaña del fuego, ese alguien era Girland.
Extendió la mano hacia el teléfono que le pondría en contacto directo con O’Halloran y después, como un jugador que arroja sobre el tapete su última carta, levantó el receptor que comunicaba con el Jaguar de Kerman.
—¿Jack?
—Sí, señor —respondió la despierta voz de Kerman.
—Quiero hablar con Girland.
—Un momento.
Hubo una pausa y luego se oyó otra voz en la línea.
—Girland al habla —el tono de indiferente impertinencia hizo hervir de furia a Dorey.
—¡Escuche! —estalló—. ¿Dónde está y qué hace?
Girland le hizo un guiño a Kerman y se hundió un poco más en el asiento del conductor.
—Estoy en algún lugar en las afueras de París, y sé qué es lo que estoy haciendo —respondió—. Por todos los diablos, Dorey, tranquilícese. Usted me ha encargado este trabajo y me paga bien por hacerlo… por lo menos, eso espero. Y yo estoy haciendo el trabajo, así que no veo por qué se preocupa tanto.
—¡Girland! —la voz de Dorey subió de tono—. Esta podría ser la tarea más importante y más vital que jamás le haya dado a nadie. ¿Qué es lo que hace? ¡Es algo que podría llegar a nivel presidencial y ya ha perdido a la mujer! ¿Qué les digo a los de Washington?
—¡Al diablo con Washington! Usted no meta las narices en esto —contestó Girland—. Yo cumpliré; tranquilícese —y colgó el receptor.
Miró a Kerman y sacudió la cabeza.
—¡Debería haberse retirado hace años! Vamos, Jack. Tengo, que estar en Eze mañana por la mañana.
Kerman se rió; era un placer trabajar con un chiflado como Girland.
—Eres un bastardo irresponsable, ¿no? —le dijo—. No estarás proponiéndome entrar ahí y liarnos a tiros con probablemente una docena de rusos bien fornidos, ¿eh?
—Bueno, esa es la idea —dijo Girland—. Tú y yo podemos hacerlo. Apostaría a que hay una docena pero ¿quién ha dicho que los rusos son fornidos?
—Podemos hacer algo mejor —dijo Kerman, corriendo a un lado un panel que había debajo del tablero del coche—. Aquí tenemos un par de pistolas de gas y hay máscaras antigás también; cuando Dorey prepara una operación, la prepara en serio —entregó a Girland una pistola pesada y chata con un cañón de casi tres centímetros de ancho—. Ten cuidado; tiene bastante gas paralizante para poner a un batallón fuera de combate.
—Facilísimo —Girland tomó la máscara que le entregaba Kerman y se la ajustó sobre la nariz y los ojos; luego se volvió y se dirigió a Ginny:
—Quédate quietecita, nena —le dijo con voz ahogada—. No tardaremos y, cuando estemos de vuelta, tendrás una paciente que cuidar.
Ginny, con sus pequeños pechos jóvenes temblando de excitación, le miró con los ojos muy abiertos y todo lo que pudo decir fue:
—Tengan cuidado, por favor.
—Lo tendré, ya que tú me lo pides —respondió Girland mientras salía del coche y, sin esperar a Kerman, corrió bajo la lluvia atravesando el camino y entró en el parque del castillo.
Kerman le siguió y ambos se detuvieron un momento, uno junto a otro, mientras miraban hacia el castillo. En una de las ventanas superiores se veía una luz.
—Allí está ella —dijo Girland—. Yo iré por atrás y tú por delante. Rompe una ventana, yo haré lo mismo, pero dame un par de minutos antes de empezar.
Kerman asintió con la cabeza.
Despidiéndose de él con la mano, Girland se movió rápida y silenciosamente sobre el áspero colchón de césped. Estaba oscuro, pero no tanto como para que no pudiera ver por dónde iba.
La máscara antigás le molestaba y se la levantó sobre la cabeza. Al dar la vuelta a la esquina del castillo se detuvo de pronto y se quedó inmóvil.
Justo frente a él se veía la silueta de un hombre, también inmóvil. Les separaban unos diez metros, y Girland no vaciló. Agazapándose saltó sobre el hombre, que dejó escapar un grito ahogado cuando el peso de Girland le hizo perder el equilibrio y ambos cayeron sobre la yerba húmeda en un confuso montón de piernas y brazos. Girland ya tenía las manos en la garganta del otro y le apretó con los pulgares las arterias del cuello; el hombre se retorció, golpeándole la cabeza con los puños, pero después de unos segundos de resistencia, Girland sintió que aflojaba. Mantuvo la presión durante un momento y después se puso rápidamente de pie. Escuchó, no oyó nada y, con los ojos fijos en la oscuridad, se acercó al castillo por la parte de atrás.
Estaba frente a un ventanal y dio un violento puntapié en el armazón, precisamente debajo de la cerradura. Una cascada de vidrios rotos cayó dentro de la habitación y las puertas se abrieron de golpe. Girland oyó un grito a lo lejos, luego más ruido de vidrios rotos y un disparo. Había atravesado la habitación y estaba abriendo la puerta cuando volaron astillas de la jamba y se oyeron nuevos disparos.
Poniéndose de rodillas, abrió bien la puerta. La máscara antigás le hacía la respiración difícil y no podía ver con claridad. Levantó la pistola de gas y, apuntando a la oscuridad del vestíbulo, apretó el disparador.
El arma produjo un sonido sibilante y el vestíbulo quedó inundado de un vapor blanco.
Kordak que, pistola en mano, bajaba silenciosamente las escaleras se encontró en medio de la nube, dio un grito ahogado y cayó hacia adelante, rodando por la escaleras hasta aterrizar boca abajo sobre la apolillada alfombra.
Girland entró en el vestíbulo y, pasando por encima del cuerpo de Kordak, empezó a subir las escaleras. Como la pistola, ahora vacía, le molestaba, la dejó caer y al llegar al final de la escalera, se detuvo para orientarse, pensando cuántos hombres más habría en la casa para cuidar a Erica Olsen. Se movió silenciosamente hasta una puerta que había a su derecha y la abrió para mirar con cautela dentro de la habitación. Los vapores del gas, que llenaban ahora la planta alta, entraron, con él y, aunque Girland sabía que cualquiera que aspirara una bocanada del gas quedaría paralizado, todavía se movía con precaución. La habitación, un dormitorio, estaba vacía.
—¿Mark?
Kerman le llamaba desde abajo.
—Estoy aquí arriba.
Kerman subió corriendo las escaleras para reunirse con él.
—¿Has visto a alguien? —preguntó Girland.
—Dos tipos han quedado fuera de combate en la habitación de delante. ¿Crees que hay alguien más?
—No Corramos riesgos. Mira en ese cuarto, que yo me fijaré en el otro.
Girland siguió adelante hasta llegar a la última puerta de la planta; alta y la abrió. Merna Dorinska le esperaba, tapándose la boca y la nariz con un pañuelo empapado, apretando contra la pared su cuerpo vigoroso y empuñando una pistola.
Al abrirse la puerta, los vapores del gas entraron antes que Girland y, a pesar de la protección que le ofrecía el pañuelo, el gas empezó a afectar a Merna; sin poder evitarlo, empezó a toser. Al oírla, Girland se precipitó dentro de la habitación y tropezó con ella. El arma se disparó, pero él ya había conseguido cogerla de la muñeca y la, bala se incrustó en el cielo raso. Cuando el puño de Merna le golpeó el pómulo, haciéndole trastabillar, alcanzó a arrebatarle el pañuelo y ella dio dos pasos tambaleantes hacia Girland, procurando levantar la pistola, pero el gas la venció y se desplomó sobre el piso.
Girland buscó a tientas la llave de la luz y la encendió mientras Kerman llegaba a la puerta.
Ambos miraron a Erica Olsen, tendida en la enorme cama.
—Bueno aquí la tenemos de nuevo. Vamos a llevárnosla —dijo Girland. Levantó a la mujer inconsciente y, sosteniéndola, a medias caminando, a medias corriendo, bajó con ella las escaleras y salió a la lluvia.
Kerman le siguió y ambos cruzaron el camino, acomodaron a la mujer dormida en el asiento de atrás del coche y Girland se arrancó la máscara antigás.
—Vamos —anunció y, mientras se sentaba, en el asiento del conductor, se volvió para sonreír a Ginny, que le miraba con los ojos muy abiertos—. Aquí está tu paciente, nena. Ocúpate de ella.
Mientras Kerman se sentaba a su lado, Girland empezó a conducir el Jaguar como un bólido hacia el sur.
Marcia Davis retiraba la tapa de su máquina de escribir eléctrica IBM 72 cuando se abrió la puerta y entró Nicolás Wolfert. Eran las 8,55 y al ver aparecer tan temprano a ese hombrecillo gordo, que se estaba quedando calvo, Marcia sintió que se le ponía la carne de gallina.
—Buenos días —dijo Wolfert. Bajo el brazo llevaba una abultada cartera—. Espero que no sea demasiado temprano. ¿Está desocupado el señor Dorey?
Marcia estaba al tanto de la reputación de inteligencia de Wolfert y también de sus vastos conocimientos sobre China, pero en él había algo que le repugnaba. Para ella, era un zángano blando y escurridizo e instintivamente sabía que mientras estaba allí parado mirándola con sus gruesos labios arrugados en una sonrisa y con gotas de sudor que le brillaban en la calva, también estaba desnudándola y violándola mentalmente.
Le miró fijamente hasta que los ojos de Wolfert se desviaron y luego levantó el receptor telefónico.
—El señor Wolfert —anunció, al oír en la línea la voz de Dorey.
—Hágale pasar —respondió Dorey.
Con una mano impecablemente arreglada, ella le señaló la puerta.
—Adelante.
Wolfert la recorrió una vez más con los ojos, atravesó la pequeña oficina, llamó a la puerta, la abrió y entró en el amplio despacho de Dorey.
Antes de salir de su casa, Wolfert había bebido tres coñacs bien servidos, ya que tenía los nervios en tal estado que sentía que no podría cumplir con su peligrosa tarea sin la ayuda del alcohol. Aun en ese momento sudaba profusamente y de vez en cuando sus’ dedos gordos y húmedos palpaban el micrófono adhesivo que le había entregado Pearl Kuo.
No era cuestión de dejar de hacer lo que le habían ordenado; su vida quedaría arruinada si alguno de sus amigos veía esas espantosas fotografías de su lujuria. Tenía poca simpatía por los norteamericanos; en su opinión, no tenían, idea de cómo tratar a los chinos y estos después de todo, eran la gente con la cual él se había criado y entendido. Para salvarse, Wolfert estaba dispuesto a convertirse en traidor.
Dorey le miró, levemente sorprendido. Estaba en su escritorio desde las ocho de la mañana y lo había tranquilizado una conversación mantenida con Girland que en ese momento recorría la autopista de Frejus, rumbo a Eze.
Dorey se sentía descansado y satisfecho porque su apuesta había resultado y, aunque naturalmente Girland era un tipo imposible, había demostrado que cuando las cartas se daban mal, era un hombre de confiar.
—Hola, Wolfert. Ha venido temprano ¿qué pasa?
Dorey tenía que comunicarse con Washington y había estado a punto de concretar la llamada cuando Marcia anunció a Wolfert. Dorey ardía de ganas de contar su éxito.
Wolfert se acercó al escritorio y depositó su cuerpo gordo y sudoroso en el sillón.
—Me voy a Amboise, de modo que le pido disculpas por haber venido tan temprano —se justificó—. Como pasaba por aquí, pensé que podía mostrarle unas fotografías de piezas de jade de Fung que he encontrado en mi colección; creí que le interesarían. Como verá, es bastante chiflado como para estropear las piezas con sus iniciales.
Sacó de la cartera un montón de copias fotográficas y se las tendió por encima del escritorio. Conteniendo a duras penas su impaciencia, Dorey las tomó; su pensamiento estaba en Washington y los j ades de Kung no le interesaban.
—No sabía que Kung fuera coleccionista.
—Claro que sí. Tiene una de las colecciones de jade y de alhajas más hermosas del mundo —Wolfert sacó cautelosamente el micrófono adhesivo del bolsillo y lo ocultó en su gruesa mano, deseando que el excesivo sudor no le traicionara. El micrófono, no mayor que un botón de chaqueta, era difícil de manejar.
—Muy interesante —dijo Dorey, recorriendo rápidamente las fotografías—. Ya veo las iniciales. Qué hombre más extraordinario.
—Ya lo creo —Wolfert dejó que la cartera se le resbalara de las rodillas y cayera al piso y, cuando se inclinó para recogerla apretó rápidamente el dorso adhesivo del micrófono en la parte baja del reborde del escritorio de Dorey. Levantó la cartera y volvió a sentarse, enjugándose el inundado rostro con un pañuelo.
Dorey le miró con reprobación.
—Tiene mal aspecto Wolfert —le dijo y, al mirar con más atención el rostro pálido y tenso, preguntó:
—¿Se siente bien?
—Sí… sí. Es que estoy trabajando demasiado —balbuceó Wolfert, poniéndose de pie—. Lo que necesito es un fin de semana en el campo… un poco de descanso —recogió las fotografías y volvió a guardarlas en la cartera—. Creí que le interesarían; temo que le he robado demasiado tiempo.
Dorey miró el reloj que tenía sobre el escritorio.
—No es nada, pero estoy esperando una llamada telefónica. Gracias por la visita, Wolfert —se levantó a medias, ofreciéndole la mano, le saludó y volvió a sentarse—. Que pase bien el fin de semana.
Cuando Wolfert se fue, Dorey quedó inmóvil un momento, mirando al espacio. Sus ojos sagaces estaban perplejos, y se preguntaba por qué Wolfert había ido a verle a semejante hora. No parecía que hubiera tenido algo importante para mostrarle, pero quizá eso no era cierto. Era interesante saber que Kung era coleccionista y pensó si ese dato estaría registrado en la ficha de Kung; tenía, que preguntárselo a Marcia, pero por el momento tenía cosas más importantes qué hacer, y levantó el receptor del teléfono.
—Póngame con Washington —dijo cuando Marcia contestó.
El gendarme que patrullaba el exterior de la embajada norteamericana se puso los pulgares en el cinturón y se acercó lentamente a un destartalado Renault 8 que estaba estacionado a unos veinte metros de la veria de la embajada.
El conductor, un hombre alto y delgado de ojos orientales, abría la tapa del motor en el momento en que llegaba el gendarme. En el coche había una muchacha vietnamita que vestía un cheongsam; su rostro pálido era inexpresivo, pero al gendarme, que era joven y observador, le sorprendió un poco que la muchacha usara auriculares.
Sadu observó cómo se acercaba el gendarme y le saludó con una sonrisa servil, sintiéndose un poco aturdido.
—Me temo que hay un desperfecto; creo que son las bujías —dijo con su francés de marcado acento.
El gendarme le saludó.
—No puede quedarse aquí, señor.
—Las bujías se me han empastado, pero en unos veinte minutos estarán secas —explicó Sadu.
De pronto, Pearl miró ar gendarme, mientras separaba sus labios regordetes en una sonrisa, transmitiéndole una admiración tal que el gendarme se quedó deslumbrado y la saludó con una sonrisa estúpida.
—Entonces hágalo lo más rápido posible —dijo y se alejó.
Sadu se enjugó el sudor de la cara y se inclinó sobre el motor del coche.
Pearl, con los auriculares conectados con un pequeño equipo receptor, muy poderoso, escuchaba la conversación de Dorey con Washington. La conversación duró varios minutos, después de los cuales se quitó los auriculares y llamó suavemente a Sadu.
—Ya podemos ir.
Apresuradamente, Sadu cerró la tapa del motor y subió al coche; dieron marcha atrás y rodearon la plaza de la Concorde.
—Está en la villa de Dorey, en Eze —informó Pearl—. Debes decírselo a Yet-Sen. Podemos salir esta tarde.
—¿Podemos? Tú debes quedarte aquí y ocuparte del establecimiento —dijo Sadu.
—Lo cerraremos —expresó firmemente Pearl—. No debemos cometer más errores.
Sadu empezó a protestar pero después lo pensó mejor y, dejando que Pearl estacionara el coche, entró al establecimiento para llamar a Yet-Sen.
—Te envidio —declaró Kerman cuando Girland disminuyó la marcha y estacionó el coche cerca del aeropuerto de Niza—. Yo me vuelvo a París y tú te quedas al sol con tu nueva esposa… Hay tipos que tienen suerte.
—Yo diría talento —respondió Girland con una mueca—. Bueno, hasta pronto Jack y gracias por la ayuda. Llamaré a Dorey tan pronto como lleguemos a Eze.
Ambos se estrecharon la mano y después Kerman hizo un gesto a Ginny.
—Vigílelo, enfermera; no es de fiar —le dijo y, bajando del coche, se dirigió con paso vivo al aeropuerto.
Girland se inclinó sobre el respaldo de su asiento para sonreírle a Ginny, que le devolvió la sonrisa.
—¿Cómo está?
—Todo lo bien que se puede esperar. Me gustaría meterla en cama.
—Ya falta poco —Girland miró con interés el pálido rostro dormido—. Es una belleza, ¿no?
—Sí.
Sus ojos se encontraron y Girland volvió a sonreír.
—Seguiremos el viaje.
Puso en marcha el coche y empezó a remontar el Promenade des Anglais.
Ya había conseguido permiso de Dorey para que Ginny se quedara con ellos. Dorey ya lo había combinado con el doctor Forrester. Aunque Ginny era muy joven, Girland la encontraba atractiva y pensaba que le esperaba una vida llena de interés.
Poco después de las once de la mañana llegaron a la villa de Dorey. La carretera desde el aeropuerto se había embotellado con el tránsito de los días festivos y no fue posible alcanzar más velocidad.
—Aquí debe ser —dijo Girland al ver en un poste una indicación donde se leía «Villa Hélios» y donde un dedo señalaba hacia un sendero estrecho y escarpado, abierto en la ladera de la montaña. Aminoró la velocidad y condujo lentamente el coche por el camino, que se retorcía y trepaba entre los pinos marítimos hasta que terminó por abrirse en una gran rotonda circular, a la derecha de la cual había un macizo portón de madera reforzado con clavos y travesaños de hierro. Las paredes de piedra, ocultaban completamente la villa. Desde el coche, Girland observó el portón, impresionado y sorprendido.
—Precioso lugar —comentó mientras abría la puerta para salir del coche—. Parece, una fortaleza.
Se acercó al portón y tiró de la cadena de una campana que se alcanzaba a ver. Casi en seguida se abrió una mirilla y un hombre joven de pelo rubio le miró con ojos inquisitivos.
—¿Esta es la villa de John Dorey? —preguntó Girland, no demasiado seguro de haber dado con el lugar.
—¿Y qué? —el muchacho hablaba francés con fuerte acento norteamericano.
—Me llamo Girland. ¿Eso le dice algo muchacho?
—Por favor, identifíquese, señor Girland.
Ya ahora, Girland estaba seguro de haber dado con el lugar. Por lo visto, Dorey había llamado a los despiertos muchachos de O’Halloran, pensó mientras sacaba su carnet de conducir. Después de una breve demora, el portón se abrió.
Girland se sorprendió un poco al ver a un sargento del ejército con un rifle automático bajo el brazo que salía de un pequeño pabellón de piedra que había en las inmediaciones. Atado con una cadena a una argolla de la pared, un perro policía de aspecto salvaje miró a Girland con aire desdichado.
El sargento Pat O’Leary, hombre macizo de cara roja y pecosa y rasgos enérgicos y torpes, saludó a Girland con la cabeza.
—Entre, entre —le dijo—. Le estábamos esperando.
Girland también le saludó.
—Así que Dorey no corre riesgos.
—No. Tenemos seis hombres aquí y ustedes no tendrán ningún problema. Los problemas son cosa nuestra.
Girland volvió al coche y atravesó la entrada.
—Si sigue derecho encontrará la villa —le indicó O’Leary, mirando con curiosidad a la mujer dormida, recostada en el asiento de atrás. Luego se fijó en Ginny e inclinó la cabeza a un lado con un gesto de aprobación; ella le miró impersonalmente, frunció la nariz y desvió la vista.
Girland subió por el camino, dio la vuelta a una esquina y por fin vio la villa, construida en dos niveles sobre la montaña, con una gran terraza sobresaliente. En todas las ventanas había macetas rebosantes de flores y la villa estaba sombreada por pinos marítimos; era sólida, moderna y muy lujosa.
—¡Atiza! —exclamó Girland, deteniendo el coche.
Un hombre de color, alto y de miembros flexibles, senegalés en opinión de Girland, que llevaba chaqueta y pantalones blancos de algodón, bajó corriendo las escaleras para abrir la puerta del coche.
—Buenos días, señor —saludó, con el negro rostro lleno de sonrisas e iluminado por el resplandor de sus blanquísimos dientes—. Soy Diallo, el empleado del señor Dorey. Muy bien venido. Todo está preparado para ustedes.
Y realmente todo estaba preparado.
Dos horas más tarde, un Girland ataviado con shorts y sandalias que le había proporcionado Diallo hablaba por teléfono con Dorey, mientras se balanceaba en una mecedora.
—Precioso lugar tiene aquí —le dijo, mientras se estiraba para alcanzar el vaso de Cinzano bitter con soda que había en una mesita a su lado—. ¿Sabe, Dorey, que tiene buen gusto? Me sorprende. Yo creía que…
—Está bien, Girland —interrumpió Dorey—. Basta de payasadas. ¿Cómo está ella?
—Como era de esperar. Los comunistas la drogaron sin miramientos y además respiró algo de su fantástico gas, pero vivirá. Dele tres o cuatro días y estará como nueva o casi.
—¿Debe verla un médico?
—La enfermera dice que no.
—Quiero algo concreto, Girland. No se quede sentado pensando que está de vacaciones; usted sabe qué es lo que quiero que haga.
—Ya sé, pero no puedo hacer nada mientras ella no salga de ese estado ¿no es así? —Girland se estiró placenteramente, pensando que eso sí que era vida. Miró hacía el distante mar azul, el azul del cielo y el lejano Cap Ferrat—. Todos esos muchachos con pistolas que tiene aquí… ¿son parte del equipo de O’Halloran?
—Sí.
—Así que no confía en mí, Dorey. Eso me duele.
—Malik nos ha derrotado una vez en toda la línea y, ahora que tenemos otra vez a la muchacha, me estoy ocupando en serio de que no vuelva a suceder —dijo Dorey—. Y tómese el trabajo en serio, Girland. No me sacará más dinero hasta que no me consiga alguna información digna de confianza. Y dígame —la voz de Dorey sonaba a sospecha— ¿cómo es esa enfermera que tiene ahí?
—¿Qué quiere decir… cómo?
—¿Es joven?
—Ah, ya veo; tiene miedo de que me seduzca. Está muy bien, Dorey, tiene unos cincuenta años y tres papadas. Una viejecita encantadora, pero no es mi tipo —al colgar el receptor, Girland vio a Ginny parada en la puerta; ambos se miraron y se echaron a reír.
—Debería darle vergüenza —dijo Ginny.
—Claro que sí —Girland la miró. Parecía fuera de lugar con su uniforme de enfermera bajo el sol resplandeciente—. Con este calor no puedes vestirte así. Consíguete otra ropa, que Dorey la pagará. De todos modos, ahora que lo pienso, no has traído nada, ¿no? Seguro que no tienes ni siquiera un lápiz de labios.
—No, pero ya rae arreglaré —respondió Ginny mirándolo pensativamente—. Necesito algunas cosas para ella; aquí tengo una lista.
—¿Cuál es tu nombre, linda?
Ella vaciló antes de responder:
—Ginny.
—Muy bien. Ahora escúchame, Ginny. Tranquilízate; quiero que disfrutes de todo esto como estoy dispuesto a disfrutarlo yo —levantando la voz, llamó:
—¡Eh, Diallo!
Un momento después el gigante de color, con la cara arrugada de sonrisas, llegaba rápidamente al balcón.
—Sí, señor.
—Quiero que ahora mismo lleve a Niza a la enfermera Roche, qué tiene que comprar algunas cosas para nuestra paciente y necesitará también algo para ella. ¿Tiene usted dinero?
—Sí, señor. El señor Dorey ha dado órdenes al banco para que yo pueda sacar dinero.
—Entonces vaya al banco y saque suficiente dinero para que la enfermera Roche compre todo lo necesario. ¿De acuerdo?
—Como usted diga, señor.
Girland le dirigió una sonrisa a Ginny, que le miraba con los ojos muy abiertos.
—Adelante, Ginny. Yo cuidaré a la paciente; tú diviértete, que ahora eres huésped de los Estados Unidos de América.
Una mujer de edad que llevaba un minúsculo sombrero lleno de flores, un vestido verde esmeralda y una estola de visón hizo sonar el llamador del establecimiento de Sadu Mitchell en la calle Rivoli, pero la puerta no se abrió. La reja de acero que cubría el escaparate y la oscuridad que se alcanzaba a ver en el interior del local terminaron por convencerla de que estaba cerrado. Exasperada, miró su reloj; eran las 10,10 de la mañana.
Sadu, que estaba sentado en la trastienda, oyó los golpes y se movió con inquietud, frunciendo el ceño. Le enfurecía perder un cliente, pero Yet-Sen, que estaba sentado frente a él con el rostro amarillo tenso por la cólera reprimida; Pearl que se recostaba en el respaldo dé una silla y, en un rincón, Jo-Jo que se mordía las uñas, le obligaban a ver la gravedad de la situación.
—La mujer ya debería estar muerta —dijo Yet-Sen cuando el llamador dejó de sonar—. En Pekín estarán disgustados, y yo también estoy disgustado.
—Podríamos haberla matado anoche —dijo Sadu— pero Dorey se movió más rápido que nosotros. ¿Cómo íbamos a saber que quería mandarla al sur de Francia? Por lo menos usted admitirá que no tardamos en descubrir eso.
Yet-Sen, que sabía a quién se debía tal rapidez, miró con aprobación a Pearl.
—Esta vez no debe haber errores —dijo—. ¿A qué hora salen?
—Tomaremos el avión de las dos de la tarde para Niza —respondió Sadu—. Tuvimos suerte de alcanzarlo.
—¿Tendrán un coche esperando?
—Tengo reservado el alquiler de un Hertz.
Yet-Sen se volvió hacia Pearl.
—Dorey no tardará en encontrar el micrófono y uno de los sospechosos será Wolfert. ¿Vas a volver a necesitar a ese hombre? Si lo arrestan, hablará.
—No lo necesito —respondió Pearl con voz impasible y fría.
—Entonces, eso está arreglado. Les aconsejo que no cometan un segundo error, porque en ese caso habrá un escarmiento.
Yet-Sen salió por la puerta de atrás y, subiendo a un coche que le esperaba, se hizo conducir a la embajada china. Allí, fue a su despacho y levantó el teléfono; habló en dialecto cantonés.
El tema de esa conversación telefónica llegaba en ese momento a su pequeña pero lujosa villa en lie d’Or, con sus jardines que descendían hasta las riberas del Loira. Wolfert había conducido con mucha imprudencia su Mercedes cupé sport, pues al volver a su apartamento había tomado de nuevo tres coñacs.
Por el camino se le había ocurrido que tarde o temprano, Dorey o alguno de los de su equipo descubriría el micrófono adhesivo, y lo que le preocupaba era la súbita idea de que podrían encontrar sus, impresiones digitales en el instrumento.
Sudaba y estaba muy alterado cuando estacionó el coche; sacó su maleta y se dirigió a la villa. Abrió la puerta y entró.
Wolfert empleaba a una mujer del pueblo para que le mantuviera la casa limpia, pero ella sólo venía cuando él estaba en París, ya que le gustaba tener la villa, para él solo durante los fines de semana. Era muy conveniente cuando una muchacha, o a veces dos, venían a compartir con él el fin de semana.
Después de dejar la maleta entró al gran salón y abrió los ventanales, se dirigió al bar y se sirvió una abundante copa de coñac. Aunque faltaba poco para la hora de almorzar, no tenía hambre… sólo estaba preocupado.
Se sentó a beber y volvió a pensar en el micrófono, preguntándose si sería posible retirarlo; no hasta el lunes, con toda seguridad, y entonces tendría que pensar en alguna excusa para llamar a Dorey por la mañana, pero eso no sería muy difícil. Se relajó un poco, tranquilizado por el coñac y decidió volver a París al día siguiente por la tarde, pero se quedó pensando qué hacer mientras tanto para’ pasar el tiempo.
Estaba esa chica del lunar en la mejilla que había conocido la semana anterior en un melancólico sótano, y que le había dado su teléfono. Tal vez la cosa anduviera bien y Wolfert se preguntó si ella querría venir a pasar el fin de semana; todo era cuestión de intentarlo. Se dirigió pensativo hacia el teléfono, pero cuando iba a levantar el receptor, se detuvo.
Por las ventanas abiertas veía la curva del camino que conducía a la villa y por el camino un desvencijado Fiat 500 que se detuvo frente a su puerta.
Con el ceño fruncido, intrigado, Wolfert atisbo por una ventana lateral. Una muchacha salió del coche e inmediatamente despertó su interés. Vestía un ajustado suéter negro, pantalones 1 blancos estilo Capri y sandalias, y el pelo negro caía sobre los hombros. Desde donde estaba, Wolfert no podía verle la cara, pero al recorrer con los ojos la espalda y las caderas de la chica, sintió despertar el deseo.
La chica sacó del coche un bolso muy usado, se dirigió hacia la puerta y tocó el timbre.
Wolfert se secó las manos sudorosas en el pañuelo, fue hacia la puerta y la abrió. Se sorprendió un poco al ver que la muchacha era china, pero ya estaba bastante ebrio como para no entrar en sospechas.
Pensó que, para ser china, la joven era bastante atrayente: tal vez un poco delgada y de nariz muy chata, pero al estudiar su cuerpo no encontró nada que objetar.
Dedujo correctamente que era cantonesa y, con una sonrisa, le preguntó en dialecto:
—¿Qué buscas aquí, preciosa?
—¿Usted sabe mi idioma? —los negros ojos almendrados le miraron inexpresivamente, pero Wolfert ya estaba acostumbrado a eso.
—Claro. ¿Puedo hacer algo por ti?
Ella se inclinó para abrir el bolso. Los ojos de Wolfert se fijaron en el encantador derriére, nítidamente dibujado por la estirada tela de los pantalones, que le hizo contener un suspiro.
La chica sacó del bolso un paquete gigante de Pic-White, un detergente muy anunciado en los periódicos y la televisión.
—Quisiera dejarle esto —dijo, ofreciéndole el paquete.
—Muy amable, pero no lo necesito —respondió Wolfert—. Nunca uso esas cosas. ¿Qué estás haciendo en Francia?
Ella le miró con su rostro impasible.
—Trato de ganarme la vida. Si usted no lo quiere tendré que trabajar más, porque tengo que terminar con todos estos paquetes antes de que me paguen.
—Qué pena. Pero entra, conversemos un poco —la invitó Wolfert, abriendo bien la puerta.
—No, gracias, estoy muy ocupada y no puedo entrar; gracias. —¿Pero por qué no? Puedes dejarme todos los paquetes; los tiraré por ti. Así conseguirás pronto tu dinero.
La chica emitió una risita y Wolfert, que conocía a los chinos, se dio cuenta de que estaba desconcertada.
—Vamos —le dijo—, entra. Me gustaría que conversáramos. Ella sacudió la cabeza y le puso el paquete en la mano y Wolfert advirtió que lo había cogido sin darse cuenta y empezó a sentirse irritado.
—¡Oh, vamos! —no estaba acostumbrado a que le rechazaran—. No me tendrás miedo, ¿verdad? Además, podemos pasarlo bien juntos —la miró de soslayo—. A una muchachita como tú le vendrían bien cien francos, ¿no?
Ella se inclinó para cerrar el bolso y luego, recogiéndolo, miró a Wolfert con tan helado desprecio que él retrocedió un paso, con el paquete en la mano. Después la muchacha giró sobre sus talones, volvió al coche, lo puso en marcha y se fue.
Wolfert la vio desaparecer por el recodo del camino’ e hizo una mueca, pensando que evidentemente, ese día no iba a tener suerte. Miró el paquete de detergente y se encogió de hombros; tal vez la mujer que hacía la limpieza podría usarlo. Lo llevaría a la cocina a dejarlo sobre la mesa.
Después, se dijo, vamos a llamar a la chica del lunar.
Cuando echaba a andar hacia el salón, la bomba oculta en el paquete de detergente estalló y voló todas las ventanas de la villa. También voló en mil pedazos Nicolás Wolfert.
Por pura mala suerte, Jean Redoun —un comunista fanático que trabajaba de mozo de cuerdas en el aeropuerto de Orly y estaba al servicio de la embajada soviética— descubrió a Jack Kerman en el momento en que éste salía de la aduana después de su vuelo desde Niza.
Redoun, un viejo de rostro amargo, tenía excelente memoria y se había pasado muchas horas en la embajada soviética, recorriendo un álbum de fotografías y estudiando las fotos de hombres y mujeres en quienes la Unión Soviética tenía interés. Por cualquier información, fuera o no útil, que comunicara a la embajada, le pagaban cien francos, de modo que cuando vio que Kerman, sin equipaje, salía alegremente, de la aduana, se fue a la cabina telefónica más próxima a trasmitir el dato, ya que sabía que se trataba de un hombre que le interesaba a la embajada.
Inmediatamente le pasaron la información a Malik; Smernoff estaba con él y ambos se miraron.
—Kerman es agente especial de Dorey —dijo Malik, mientras sus dedos gruesos y fuertes jugueteaban con un cortapapeles— y si Dorey no le tiene mucha confianza a Girland, recurriría a Kerman. Ahora, Kerman vuelve de Niza sin equipaje, lo que significa que podría haber ido hasta allá en coche con Girland y haber regresado en avión. Eso tendría sentido, porque Girland y la mujer pueden haberse quedado allá. Averigüe eso, Boris; es nuestra única pista.
Smernoff asintió y salió del despacho, mientras Malik se quedaba jugando con el cortapapeles.
Pensaba que la próxima vez que se encontrara con Girland no dudaría; el tipo estaba resultando bastante molesto, así que lo mataría. Ojalá lo hubiera hecho cuando lo tenía en la ambulancia… pero la próxima vez no cometería el mismo error.
Pensó en Dorey y reconoció que Merna Dorinska tenía razón y que él había subestimado a su adversario, pero tampoco ese error volvería a repetirse.
De haber sabido lo que pensaba Malik, Dorey se habría sentido halagado. En ese momento leía unos informes de rutina, satisfecho porque ahora había tomado las precauciones para garantizar la seguridad de Erica Olsen, aunque todavía un poco irritado por su conversación con Girland.
El intercomunicador zumbó y Dorey bajó la llave.
—¿Qué pasa?
—El capitán O’Halloran quiere verle; está aquí —le dijo Marcia Da vis.
—Que pase —Dorey soltó la llave y puso aparte los informes.
O’Halloran entró; con él venía un hombre alto y flaco a quién Dorey conocía como el principal colaborador del capitán y que se llamaba Joe Danbridge.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó con impaciencia Dorey.
—Por aquí hay algún bicho —dijo O’Halloran—. Hemos estado haciendo una revisión de rutina y su despacho da una señal positiva.
Dorey se puso alerta.
—Es imposible; siempre revisan el despacho antes de que yo llegue y nadie ha estado aquí. ¿Qué significa eso?
—Pues hay algo raro —insistió O’Halloran—. No hay error posible; por alguna parte tiene que estar.
—Bueno, a buscarlo y encontrarlo —accedió Dorey levantándose de su silla. Conocía a Danbridge y sabía que era un hombre que no cometía errores. Mientras los otros buscaban, Dorey volvió a pensar en las diversas conversaciones telefónicas que había tenido durante la mañana; sólo una, la llamada a Washington, había sido importante.
Danbridge tardó exactamente seis minutos localizar el micrófono adhesivo.
—Aquí está —dijo, señalando el reborde inferior del escritorio. Dorey se inclinó para observar el diminuto traidor y volvió a enderezarse, pensando que un micrófono sin hilos no podía funcionar a menos que a corta distancia hubiera un poderoso equipo receptor.
—Ya me he puesto en contacto con el inspector Dulay —expresó O’Halloran como si leyera el pensamiento— y está investigando. ¿Quién ha estado aquí esta mañana?
—Wolfert, Sam Bentley y Merl Jackson.
—¿Wolfert? Bentley y Jackson no cuentan.
—Wolfert se ha ido a su refugio en Amboise —dijo Dorey—. Ocúpese de esto, Tim. Tengo que avisar a Girland que ahora hay alguien que sabe dónde está. No es que me preocupe, porque no podrán acercarse a ellos. Seis de sus hombres están allá y el lugar está situado de tal manera que no podrán alcanzarlos, pero de todos modos tengo que avisarle —terminó, cogiendo el teléfono.
Una hora después, al tiempo que Sadu Mitchell, Pearl Kuo y Jo-Jo Chandy iban hacia el aeropuerto de Orly, el inspector Jean Dulay, de la Sûreté, llegaba al despacho de Dorey junto con un joven gendarme.
O’Halloran todavía estaba allí y Danbridge ya había confirmado que las huellas digitales halladas en el micrófono eran de Wolfert, de modo que un coche se dirigía a toda velocidad hacia Amboise, conduciendo a dos funcionarios de Seguridad encargados de proceder a su arresto.
El gendarme, sudoroso y nervioso bajo la furibunda mirada de su superior, habló del Renault 8 que se había averiado esa mañana a las nueve cerca de la embajada de los Estados Unidos.
Dorey prestó mucha atención cuando el gendarme describió a Sadu Mitchell.
—Tenía ojos de chino, señor —explicó el gendarme— y yo pensé que era un turista. Con él estaba una mujer, creo que una vietnamita, aunque podría haber sido china, que tenía puestos unos auriculares.
Dorey sonrió amargamente; esos dos debían ser los que habían escuchado su conversación con Washington. Sin duda los auriculares estarían conectados con un equipo receptor, de modo que ahora no sólo tenía que preocuparse por Malik, sino que también los chinos estaban en el juego.
—Quiero que encuentren a esos dos —le dijo a Dulay.
—Por lo menos, se acuerda del número de patente —respondió Dulay, mirando a su subordinado con ojos que echaban fuego— y lo estamos investigando.
Veinte minutos después se supo que el coche había sido alquilado por Sadu Mitchell, propietario de üna boutique de la calle Rivoli.
Pero para el momento en que se avisó a la policía de Niza, ya Sadu y su gente habían atravesado la barrera policial del aeropuerto de Niza y se encaminaba a Eze.