3

Cuando Girland salió del despacho de Dorey, éste bajó una llave del interlocutor y dijo:

—Que me manden a Kerman.

Mientras soltaba la llave, se recostó en la silla, se sirvió otro de los exquisitos sandwiches de la bandeja y se lo comió lentamente, pensando que le gustaría estar las venticuatro horas del día en este tipo de situaciones. La monótona rutina, los interminables archivos y las cartas oficiales le aburrían, pero cuando tenía libertad de acción, dinero para gastar, buenos agentes y un problema que le exigía un planteamiento inteligente, entonces valía la pena vivir.

Se oyó un golpe en la puerta.

—Adelante —dijo Dorey, secándose los delgados labios con el pañuelo.

Jack Kerman entró.

Dorey consideraba que este hombre menudo era el más seguro de sus agentes externos. No había nada que llamara la atención en Kerman; era un hombre de treinta y tres años, con ojos atentos y divertidos y el pelo muy corto, que se ganaba respetablemente la vida con un garaje que tenía en el distrito de Passy. Su socio era un tipo gordo y alegre que se llamaba Jacques Cordey y que tenía ciertas sospechas de que Kerman era agente de la CIA, pero ninguno de los dos mencionaba nunca el asunto y, cuando Kerman desaparecía periódicamente, Cordey seguía ocupándose del trabajo del garaje sin hacer preguntas. Era un acuerdo muy conveniente.

Cuando Dorey no estaba tranquilo respecto del éxito de una operación, automáticamente pensaba en Kerman, y esta vez ya le había advertido que pasara por la embajada antes de que llegara Girland. Kerman había estado esperando con su habitual placidez y paciencia, hasta que le mandaron buscar.

—Siéntese, Jack —le indicó cordialmente Dorey—. ¿Quiere un sandwich?

Kerman se acercó al enorme escritorio y acomodó en el sillón su cuerpo menudo. Llevaba una chaqueta de sport vieja y muy usada que había comprado en Simpsons, Picadilly, la última vez que estuvo en Londres, y un par de descuidados pantalones grises. No había nada ostentoso en Kerman, pero bastaba mirar los serenos ojos oscuros y el rostro alerta y más bien feo para no seguir pensando que era nada más que otro fracasado.

—No, gracias, señor, ya he almorzado —respondió y se quedó esperando.

—Otra vez estamos con Girland —le informó Dorey—. Yo no quería recurrir a él, pero la situación es tal que no había elección posible.

Kerman sonrió.

—Eso suena a cosa complicada, señor.

—Ya lo sé. Le explicaré un poco —y brevemente, Dorey habló del caso de Erica Olsen y del papel que le tocaba desempeñar a Girland.

Kerman aprobó con la cabeza.

—Puede resultar, señor. Sí… claro que Girland era la única elección posible.

—En este momento está abajo en el aparcamiento y dentro de media hora tiene que estar en el hospital norteamericano. Quiero que usted le siga, Jack, pero no deje que él le descubra; no quiero que piense que no confío en él, pero ocúpese de ayudarle si se ve en dificultades. —Dorey le alcanzó una tira de papel a través del escritorio—. Aquí tiene una orden para un coche. Consiga algo enseguida; de eso ocúpese usted mismo, pero como Girland tiene que darle una píldora a la mujer (y espero que lo haga, porque entonces su tarea será fácil), busque un coche con aparato de radar. Y manténgase en contacto conmigo; no tenemos que perder a esa mujer. Ya he advertido a Girland que los soviéticos y los chinos le andarán detrás, y aunque probablemente me he movido lo bastante rápido para ganarles por la mano, es posible que me equivoque. Puede pedir la ayuda que necesite; le dejo que lo maneje todo usted solo. Los muchachos de O’Halloran son de mano demasiado dura para este tipo de tarea, pero es posible que usted tenga que recurrir a ellos y, si los necesita, no dude. Girland tiene un Mercedes 202, negro, matrícula 888. Vaya para el hospital tan pronto como pueda. —Dorey le tendió un fajo de cien francos—. Creo que tendrá bastante Jack, pero si necesita más avíseme. Tiene que seguirle hasta Eze y una vez allí, siempre que esté seguro de que no le han seguido, puede dejarlo solo sin-peligro —Dorey miró a Kerman—. ¿Sabe qué es lo que me gusta en usted? Que nunca pide dinero; en cambio, Girland nunca deja de pedirlo.

Kerman sonrió mientras se guardaba el dinero en el bolsillo.

—Es que yo me gano la vida y Girland no, y no cometa el error de pensar que Girland es mala persona, señor. En mi opinión, es el mejor hombre que tiene usted.

Dorey arrugó la cara.

—Yo no diría tanto, pero es bueno. El problema con él es que siempre piensa primero en sí mismo.

—Por lo que a él le toca, es buena política.

Dorey se rió.

—Adelante, Jack. Muévase.

Diez minutos después, mientras Dorey cerraba con llave los archivos, preparándose para irse, la puerta se abrió bruscamente y entró O’Halloran, con la cara congestionada de furia contenida.

—Hola Tim —le saludó conciliadoramente Dorey, que reconocía la señal de peligro—. ¿Qué le trae por aquí?

—¡Ese maldito Girland ha mandado al hospital a uno de mis mejores hombres! —rechinó O’Halloran, apoyándose en el enorme escritorio—. Y vea, señor…

—Bueno, bueno, cálmese. ¿Cómo ha sido eso?

O’Halloran respiró profundamente, se quitó la gorra y se sentó.

—Uno de mis mejores hombres… y ahora está en el hospital con una clavícula rota y cuatro costillas fracturadas.

—¿Pero quién es?

—Mike O’Brien.

Dorey pareció atónito.

—¿O’Brien? Me extraña; pensé que era el más duro de los muchachos. ¿En el hospital, dice?

—Girland lo ha tirado por las escaleras —explicó sombríamente O’Halloran.

—Pero ¿por qué diablos ha hecho eso?

—Bueno, me parece que O’Brien y Bruckman deben de haber estado un poco rudos. Después de todo, Girland no es gran cosa, ¿no? Los muchachos no tenían por qué tratarle como a un señor importante.

Dorey sonrió.

—Tampoco parece que Girland haya tratado a O’Brien como a un señor importante.

—¡Pero O’Brien estará inmovilizado un par de meses! —estalló O’Halloran—. ¡Quisiera que hiciese algo respecto a este asunto, señor! ¡No es posible que traten así a uno de mis hombres!

—Conozco a O’Brien —dijo tranquilamente Dorey— y es buen peleador. Debo admitir, Tim, que esa es una buena noticia para mí. Me preocupaba la idea de que, Girland se hubiera ablandado con el descanso, pero si puede encargarse de un tipo duro como O’Brien y mandarlo al hospital, creo que es más que evidente que he elegido al hombre adecuado.

—Bueno, por supuesto que ha pulverizado a ese bastardo irlandés —admitió—, pero que conste que yo me opongo a eso, señor.

—Tomaré nota —respondió gravemente Dorey—. Girland es todo un personaje. Claro que hay que vigilarlo y creo que es completamente indigno de confianza, pero en ciertas circunstancias, es el mejor hombre que tenemos. He encargado a Kerman que le siga, y es posible que Kerman necesite ayuda, de modo que le he dicho que le llame a usted en ese caso. ¿Hay algo más?

O’Halloran se frotó la cara y se encogió de hombros. Ya había formulado su queja, y continuó:

—Hemos estado investigando sobre la mujer y hemos recibido un informe de Pekín. La amante de Kung desapareció el 23 de junio y una mujer que responde a la descripción de Erica Olsen viajó por tren desde Pekín hasta el límite de Hong Kong. Dos días después tomó un avión a Estambul y paró dos días en el Hilton Hotel. Viajaba con el nombre de Naomi Hill y hace ocho días que llegó a París; uno de los empleados de Orly ha visto la fotografía y ha confirmado que era ella. En Orly la perdimos de vista y recuperamos el rastro dos días más tarde, cuando apareció inconsciente; estoy intentando averiguar dónde estuvo en París durante esos dos días, pero sin resultado hasta el momento. Cuando la encontraron no tenía equipaje, ni siquiera un bolso de mano, pero de Hong Kong nos dicen que, cuando llegó de Pekín, llevaba consigo dos pesadas maletas, de modo que en alguna parte tienen que estar. En Orly no pudieron darme ninguna pista, pero estoy haciendo revisar todos los depósitos de equipajes. Quizá encontremos todavía las maletas, y eso puede ser importante.

Dorey asintió; su rostro delgado mostraba preocupación.

—Tal vez haya estado viviendo en casa de algún amigo. Parece raro que ningún hotel haya denunciado su ausencia o que haya dejado el equipaje.

—Sí. Bueno, seguiré con eso —O’Halloran se levantó^. ¿La van a sacar del hospital?

—En este mismo momento la están sacando. Espero una llamada de Kerman para asegurarme de que está a salvo y en viaje.

Pero cuando finalmente recibió la llamada de Kerman, Dorey, recibió un considerable shock.

Cuando Jo-Jo llegaba a la curva de la escalera que le llevaba al cuarto piso, oyó voces. Se detuvo bruscamente y miró con atención: vio a un soldado que le daba la espalda y tenía en la mano un rifle automático. Al verlo, Jo-Jo se puso tenso e hizo una mueca que descubrió sus dientes amarillentos y desiguales. Por fin he encontrado el piso, pensó, pero no voy a meterme con un hombre que tiene un rifle automático. Tendría que volver al quinto piso, y desde allí, por fuera, descolgarse hasta el cuarto; andando por la cornisa y mirando en todas las ventanas terminaría por encontrar a la mujer.

Entonces oyó que un hombre decía:

—¡Abran el ascensor!

Volvió a inclinarse cuidadosamente hacia adelante para espiar y alcanzó a ver una camilla con ruedas, donde estaba tendida una mujer rubia. Un hombre alto y delgado que llevaba un traje descuidado empujaba la camilla, seguido de otro, vestido con uniforme de coronel norteamericano, que empuñaba una pistola 45. Tras él iba una enfermera; la expresión aterrorizada de su rostro joven y pálido advirtió a Jo-Jo, demasiado tarde, de que sucedía algo anormal.

Mientras titubeaba, las puertas del ascensor se abrieron y, una vez que la camilla estuvo dentro del ascensor, entraron también los demás miembros del grupo y las puertas se cerraron.

Cuando el ascensor bajaba, Smernoff le advirtió a Girland:

—Cuidado con hacer nada cuando lleguemos al vestíbulo. Si es necesario, empezaremos a tiros y si usted se pasa de vivo, puede haber una masacre. Acuérdese.

Girland se encogió de hombros.

—¡No pienso hacer nada… vamos! Ustedes la han conseguido: bueno, quédense con ella.

Smernoff le miró con desprecio.

—Dorey debe ser tonto para utilizar a un flojo como usted.

—Por supuesto —respondió Girland—. ¿Quién ha dicho que Dorey no sea un tonto? No se pongan duros; llévensela y déjenme en paz. ¿Qué me importa lo que pase? Dorey no me paga tanto.

Ginny abrió la boca y se quedó mirando a Girland, quien le hizo un gesto.

—Y-tú, nena, pórtate bien también —le aconsejó—. Tú no eres responsable de esta mujer. No te arriesgues a que te lastimen; nadie vale la pena de que le lastimen a uno.

Las puertas del ascensor se abrieron y el grupo, con la camilla, salió del vestíbulo.

El gordo empleado de recepción les miró, parpadeando. Kordak se había acercado a Ginny, quien se quedó junto a la camilla y Smernoff le dijo en voz baja a Girland:

—Firme la salida. Usted será el primero en pasarlo mal si sucede algo.

Girland se adelantó hacia el escritorio de recepción.

—Me llevo a mi mujer a casa —le dijo al empleado—. ¿Tengo qué firmar algo?

—Por supuesto —el empleado miró boquiabierto a Smernoff y luego a Kordak y a su rifle automático—. ¿Qué es todo esto?

—Es que es una persona muy importante —explicó tranquilamente Girland— y el ejército norteamericano se interesa por ella.

Intrigado, el empleado le entregó a Girland un formulario para rellenar. Smernoff se había puesto al lado de él, después de guardar la automática en la pistolera, pero Girland no se olvidaba del rifle.

Poco tardaron en salir del vestíbulo y descender la rampa que los llevaba a la ambulancia Citroën.

Jack Kerman, estacionado fuera del hospital con un Jaguar 38, vio cómo subían a la ambulancia a la mujer dormida, y vio también cómo Girland y una joven enfermera eran seguidos por un hombre con uniforme de coronel.

¡Ajá! se ha complicado la cosa, pensó Kerman y conectó el aparato de radar. Mientras la ambulancia empezaba a andar, el radar se calentó y cuando Kerman ponía en marcha el motor del coche, empezó a oírse un constante bip-bip que le tranquilizó; por lo menos, pensó, Girland ha logrado darle la píldora radial. Esperó hasta que la ambulancia diera la vuelta a la esquina y comenzara a correr hacia el puente de Neuilly, y después arrancó y maniobró con el coche para sacarlo del lugar de estacionamiento.

Sadu había visto cómo se alejaba la ambulancia, pero no pensó nada en especial; estaba sentado, tenso, esperando que apareciera Jo-Jo a decirle que la mujer estaba muerta. Se sentía muy incómodo y nada le habría gustado tanto como irse y dejar a Jo-Jo que se las arreglara solo, pero ¿y si hubieran descubierto a Jo-Jo? ¿Y si…? Con una mueca, encendió otro cigarrillo y siguió mirando a través de la lluvia la iluminada entrada del hospital.

Jo-Jo había vuelto al quinto piso; , sabía que había fracasado y estaba nervioso. Yet-Sen no tenía paciencia con los fracasos, y Jo-Jo pensaba que éste podía ser peligroso. Su mente astuta trabajaba mientras apretaba el botón para llamar al ascensor. Cuando descendía hacia la planta baja desenroscó el silenciador de la pistola, se lo guardó en el bolsillo y sujetó el arma en el cinturón del pantalón. El ascensor se detuvo y Jo-Jo se precipitó hacia afuera con la rapidez de una sombra oscura, pasó junto al empleado de la recepción y salió a la lluvia. Sus movimientos fueron tan rápidos que el empleado, que cabeceaba en su escritorio, sólo tuvo una borrosa imagen de alguien que pasaba junto a él y, para cuando estuvo suficientemente despierto, Jo-Jo ya estaba metiéndose en el coche de Sadu.

—¡Vamos!

Sadu puso en marcha el motor, salió al bulevar desierto y empezó a recorrer rápidamente la plaza de Ternes.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, mientras mantenía los ojos fijos en la calle empapada de lluvia.

—La enfermera había mentido —respondió Jo-Jo—. No he podido encontrarla; no estaba en el quinto piso —pensó en la camilla con la mujer dormida que había visto en el ascensor y decidió que era mejor reservarse ese dato—. La operación estaba mal planeada. Tendremos que empezar mañana otra vez.

Sadu maldijo, clavó violentamente los frenos y se detuvo junto a la acera.

—¿Mañana? ¡Me han dicho que tiene que estar muerta para mañana! ¡Volvamos! ¡Hay que encontrarla!

Jo-Jo se rascó la sucia nuca.

—¿Y cómo? No puedo revisar todas las habitaciones del hospital. El que está en un lío es usted. Dígame dónde está y yo haré el trabajo.

Sadu estaba desesperado; esta era su primera misión importante y, a menos que tuviera éxito, su status con Yet-Sen y, peor aún, con Pearl, quedaría reducido a cero. Además, de acuerdo con lo que había dicho Pearl, su propia vida podía estar en peligro.

—Volvamos —insistió, tratando de que su voz sonara firme—. De alguna manera la encontraremos.

Jo-Jo dudó un momento y después decidió que era mejor decir la verdad; volver no serviría de nada.

—Está bien, no se preocupe tanto; ha sido un fallo. Se la han llevado. Yo vi cómo la sacaban en una camilla.

Sadu se volvió violentamente en el asiento.

—¿Quién se la ha llevado? —preguntó con voz aguda.

—Los norteamericanos —respondió, sombrío, Jo-Jo.

—¿Por qué no me lo has dicho?

—¡No grite! No quería complicaciones.

Con una maldición, Sadu abofeteó con el dorso de la mano el rostro delgado y sucio de Jo-Jo.

—¡Rata hedionda! Podríamos haber seguido a la ambulancia. ¡Yo la he visto salir, pero no sabía que iba ella dentro!

Hubo un momento de silencio, y como Jo-Jo no dijo nada, Sadu puso en marcha el coche y comenzó a recorrer a gran velocidad la calle oscura y, barrida por la lluvia.

Jo-Jo se limpió en la manga la sangre de la nariz, resistiendo el impulso de clavar su cuchillo en el cuerpo de Sadu, y preguntó:

—¿Adónde vamos?

—¡Cállate! —aulló Sadu.

Encogiéndose de hombros, Jo-Jo se hundió en el asiento; era su primer fracaso y estaba un poco acobardado. En la cara le ardía la bofetada que le había dado Sadu. Bueno, eso era una cuenta para cobrar; jamás le había pegado nadie sin lamentarlo después.

Conduciendo a una velocidad tal que hasta Jo-Jo sentía que se le ponían los pelos de punta, Sadu llegó a su establecimiento dé la calle Rivoli en diez minutos.

Abrió la puerta de vidrio, hizo pasar a Jo-Jo delante y entró en el local pequeño y oscuro. Ambos dieron la vuelta al mostrador y entraron al living-room.

Pearl Kuo, con las manos apoyadas en sus suaves rodillas, estaba sentada en un sillón y miró a Sadu con aire interrogante.

—¡No ha podido encontrarla! —dijo Sadu, con el rostro brillante de sudor—. Ahora se la han llevado tos norteamericanos. Esta rata inmunda les ha dejado salir y llevársela y ahora hemos perdido el rastro. ¿Qué hago?

Pearl se levantó, con los ojos muy abiertos.

—Dime qué ha pasado —le dijo a Jo-Jo, que la miraba sombríamente.

Él le explicó que la enfermera había mentido y le había hecho perder tiempo buscando en el quinto piso del hospital, y Sadu se sintió horrorizado al ver que Pearl no se conmovía para nada cuando Jo-Jo contó, con aire causal, cómo había asesinado a la enfermera.

—Yo no podía saber que mentía —concluyó—. La operación estaba mal planeada.

—Sí —Pearl se volvió a Sadu—. Tienes que decir a Yet-Sen que los norteamericanos ya se la habían llevado antes de que llegarais vosotros al hospital. Dile que estás tratando de localizarla, que mañana por la mañana sabrás adónde se la han llevado y entonces completaréis la misión.

—¿Pero cómo voy a saber adónde se la han llevado? —gritó Sadu, secándose el sudor de la cara.

—De eso me ocuparé yo. Dile a Yet-Sen que yo tengo un contacto que puede saber dónde está y que he ido a hablar con él.

Sadu la miró con aire de sospecha.

—¿Quién es ese contacto?

—No hace falta que tú lo sepas, querido. Deja que yo me ocupe de eso —señaló el teléfono y prosiguió—: Llama a Yet-Sen. ¿Tu coche está afuera?

—Sí… pero ¿adónde vas?

Ella entró al dormitorio y volvió a salir poniéndose un impermeable de plástico blanco.

—¿Adónde vas? —repitió furiosamente Sadu.

—Por favor, habla con Yet-Sen. No tardaré —dijo Pearl y se fue.

Sería poco decir que Girland se alarmó cuando vio a Malik parado junto a la ambulancia, pero pronto recuperó su aplomo.

—¡Vaya, pero si es mi viejo camarada Malik! —le dijo—. Durante todos estos meses, me sentía muy contento, cada vez que me acordaba de usted, al pensar que la última vez que nos vimos le di por muerto.

Malik le miró con sus resplandecientes ojos verdosos.

—No me muero tan fácilmente —respondió—. ¡Adentro, y cállese la boca!

Girland se encogió de hombros, miró rápidamente a Kordak, que le cubría con el rifle automático, y subió a la ambulancia.

—Usted también —le dijo Malik a Ginny.

Cuando la chica se adelantó hacia la ambulancia, Girland se inclinó para ofrecerle la mano, pero ella no le hizo caso y subió sin aceptar su ayuda.

Smernoff ocupó el asiento del conductor y Kordak se sentó junto a él, mientras Malik y Girland ocupaban la parte de atrás. Tan pronto como las puertas se cerraron, el vehículo partió rápidamente hacia el puente de Neuilly, haciendo guiñar la luz roja y advirtiendo de su proximidad con la sirena.

Girland se puso cómodo y le dijo a Malik:

—No me diga que salió de aquel infierno. Realmente, creí que le había visto por última vez.

Malik se apoyó contra el acolchado asiento.

—Usted no era el único que tenía un helicóptero —respondió— pero eso es historia antigua. —Miró a la mujer dormida—: ¿Así que se supone que usted es el marido? ¿Dónde piensa llevarla, Girland?

—Dorey ha dispuesto una habitación para ella en la embajada —mintió Girland—. Naturalmente, la idea era que yo la mimara y la atendiera, con la esperanza de que por fin hablaría. Y ahora que ustedes la tienen, ¿qué piensan hacer con ella?

—No es cosa suya —replicó Malik.

Girland lo observó con una sonrisa entre triste y divertida.

—El problema con ustedes los rusos es que toman el trabajo demasiado en serio —le dijo—. ¿Qué van a hacer conmigo? Vea, Malik, podemos llegar a un acuerdo. Usted no sabe tratar a las mujeres como yo. ¿Qué le parece si yo sigo pasando por el marido de ella, y en vez de darle la información a Dorey, se la doy a usted? Después de todo, el enemigo común de los norteamericanos y los rusos es China, y yo estoy seguro de que podría sacarle más que usted; usted no tiene el toque justo. Le costará un poco, pero su gente no se va a preocupar por eso. Por treinta mil francos, yo cooperaría con ustedes ¿qué me dice?

Ginny, que escuchaba, abrió la boca.

—¡Qué horrible es usted! —exclamó, mirando furiosa a Girland—. ¿Cómo puede decir una cosa así?

El la miró con su sonrisa encantadora.

—Por favor, ¿quieres sacar la naricita de este asunto? A nadie le importa lo que pienses —miró a Malik—. ¿Qué le parece, mi camarada ruso? ¿Cerramos el trato?

Malik le miró con desprecio.

—Yo le tendría más confianza a una serpiente de cascabel que a usted, Girland. Ya me las arreglaré con la mujer; no le necesito. Lo que me sorprende es que Dorey le utilice.

—Tiene razón; a mí también me sorprende —Girland se rió—. La malo es que es un romántico y todavía no ha aprendido a desconfiar de nadie. Bueno, está bien, si usted dice que no podemos llegar a un arreglo, ¿qué es lo que va a pasar conmigo?

En ese momento la ambulancia se precipitaba a lo largo de la amplia autopista del oeste.

—Dentro de un momento nos detendremos para dejarle libre —dijo Malik— así que puede volver y decirle a Dorey que ha fracasado. Pero tenga cuidado, porque es posible que la próxima vez no le salga tan bien. No tengo orden de matarle, pero es posible que si nos volvemos a encontrar, me tiente la idea.

Girland se estremeció exageradamente.

—Me mantendré a buena distancia de usted, camarada; no quiero poner la tentación en su camino. ¿Y qué pasa con nuestra bonita enfermera?

Malik miró a Ginny y se encogió de hombros.

—Puede volver con usted. Para que se entere, después de andar unos kilómetros más allá del lugar donde les dejemos, cambiaremos de coche, así que perderán el tiempo si tratan de seguirnos.

—¿Y por qué habría de seguirles? —preguntó Girland—. He hecho lo que tenía que hacer y he fracasado. Ya he cobrado algún dinero, de manera que Dorey ha muerto.

Malik aspiró profundamente, exasperado. Esa actitud, esa manera de hablar de un agente norteamericano le enfurecía a la vez que le desconcertaba. Malik) que siempre se había tomado su trabajo en serio y había estado dispuesto a sacrificar su vida por la Causa, pensaba en ese hombre y se sentía a punto de estallar. Ya lo conocía: era un hombre que no pensaba más qué en sí mismo.

Pero al pensar en Girland, mientras la ambulancia corría a lo largo de la autopista, Malik sintió un ligero malestar. Cuánto más fácil debía ser la vida, pensó nostálgicamente, si uno tuviera ese tipo de filosofía: ponerse en primer término y pensar siempre en el dinero. Miró a Girland, que con los ojos cerrados se mecía en su asiento, completamente relajado y tatareando el último éxito de los Beatles.

Entonces se enderezó; el solo hecho de pensar así era un signo de decadencia, se dijo; e inclinándose hacia adelante, con voz enérgica le ordenó a Smernoff que aumentara la velocidad.

Eran más de la diez de la noche y la segunda sinfonía de Mahler llegaba a su resplandeciente final cuando el sonido agudo y persistente del timbre de la puerta hizo que Nicolás Wolfert se levantara dando muestras de fastidio.

Wolfert ocupaba un lujoso apartamento en la calle Singer, un penthouse que daba sobre los viejos techos ennegrecidos por el hollín de París. Compró el apartamento de tres ambientes con el dinero que había heredado de su padre, Joel Wolfert, que había tenido gran éxito comercial dedicándose a vender mercancías norteamericanas a los chinos. La primitiva idea de Joel Wolfert fue que su negocio pasara a su hijo, pero con gran consternación descubrió que éste se orientaba hacia la erudición; después de un largo período en el que acabó dé desilusionar a su padre, Nicolás Wolfert terminó por ser uno de los mundialmente conocidos expertos en artículos chinos de jade, además de ser un extraño, capaz de leer, escribir y hablar con igual fluidez varios dialectos chinos.

Muerto su padre y después de haber invertido prudentemente la fortuna que había heredado, .Wolfert se ganaba aceptablemente la vida asistiendo a subastas, escribiendo artículos sobre el jade y, si era necesario, trabajando con Dorey cuando éste necesitaba un consejo experto sobre problemas chinos.

Dorey había aceptado a ese hombre bajo, gordo y bastante poco simpático como experto en asuntos chinos y, .naturalmente, la división de Seguridad lo había estudiado; sin embargo, deslumbrados por su talento, no se habían ocupado de escarbar en su vida privada con la minuciosidad que hubiera sido deseable. Si Dorey hubiese tenido conocimiento del atractivo que ejercían sobre Wolfert las mujeres orientales, eso le habría preocupado, y las cuidadosamente ocultas actividades sexuales de Wolfert habrían hecho que a Dorey se le pusieran de punta los pocos pelos que le quedaban.

Wolfert, mascullando malhumorado, bajó el volumen de su carísimo equipo de alta fidelidad. Fue a abrir la puerta, cruzando la inapreciable alfombra persa heredada de su padre, siguió por el corredor cuyas paredes adornaban valiosísimos kakemonos, también heredados.

La menuda figura, envuelta en un impermeable de plástico blanco, que esperaba a la puerta hizo que el corazón le diera un salto.

—Pero, Pearl… eres Pearl, ¿verdad? —miró el hermoso rostro de facciones finas—. ¿Qué te trae por aquí? Adelante, estás mojada.

Los pintados labios de Pearl se curvaron en una sonrisa al pasar junto a él. Intrigado a la vez que excitado, Wolfert la siguió al living-room, apagó apresuradamente el tocadiscos y le sonrió, perplejo.

Algunos meses atrás se habían encontrado en el restaurante de Chung Wu. Ella almorzaba sola y le había sonreído, de modo que a Wolfert le pareció que, evidentemente, debía acercarse a ella porque su belleza de flor le había hechizado. Por otra parte, Pearl había sido sorprendentemente directa. Después de una excelente comida, le había dicho en voz baja:

—Cuando tengo la suerte de encontrarme con un hombre como usted, me gusta estar en sus brazos. Tengo una habitación. ¿Vamos?

Casi sin poder creer en su buena suerte, Wolfert la había seguido. Habían ido a un pequeño hotel en la calle Castellane, donde el hombre que atendía el mostrador de recepción le había dado una llave a Pearl, sin tener que pagar. Wolfert había visto que el empleado y la muchacha vietnamita intercambiaban un leve gesto, pero estaba tan entusiasmado que ño le dio importancia. Mientras marchaba escaleras arriba tras las diminutas caderas, pensaba que esta podía ser una de las aventuras más interesantes que hubiera tenido, y en efecto así fue.

Al salir a la calle ardiente y estrecha una hora más tarde, exhausto pero saciado, Wolfert pensaba que las occidentales no sabían nada de la técnica del amor. Naturalmente/ ellas creían que sí, y él había conocido algunas a quienes les placía mucho satisfacer a un hombre, pero cuando se trataba de una verdadera unión física, las mujeres orientales no tenían rival.

Había vuelto a encontrarla tres veces y cada vez habían ido al mismo hotel, hasta que Wolfert había decidido cambiar. Era de los que piensan que en la variedad está el gusto y dejó de ir al restaurante de Chung Wu. Encontró en el aeropuerto de Orly una azafata japonesa cuya técnica le dejó fascinado. Después estuvo con una muchacha hindú que estudiaba francés clásico en la Sorbona y que quizá no era tan interesante, pero sí divertida. Después vino la muchacha de Thai; sólo pensar en ella le hacía dar un respingo. Infligir dolor a las mujeres era algo que le daba náuseas; era algo que no podía entender y se había librado rápidamente de ella, pero la experiencia todavía le chocaba un poco.

Hasta ese momento se había olvidado de Pearl, y estaba intrigado, pero todavía bastante confiado en su atractivo para no preocuparse.

—Hace mucho que no nos vemos —dijo mientras ella se quitaba el impermeable mojado—. ¿Pero cómo supiste que vivía aquí?

Con gracia etérea, ella se dirigió a un sillón y se sentó en el borde. Con el Cheongsam negro que dejaba ver los pantalones de seda blanca, el pelo negro brillante y un capullo de loto detrás de la oreja, era una imagen fascinante.

—Quiero saber dónde está Erica Olsen —dijo dulcemente.

Wolfert la miró boquiabierto; por un momento creyó que había oído mal: luego le invadió la alarma.

—¿Qué quieres decir? No… no entiendo.

—La mujer que estaba en el hospital norteamericano. Se la han llevado —dijo Peaxi, mirándolo con sus brillantes ojos negros almendrados—. Tú trabajas para Dorey. Mi gente quiere saber dónde está y tú debes decírmelo.

Wolfert se puso de pie, con el grueso rostro púrpura, y le señaló la puerta con un dedo tembloroso.

—¡Vete! ¡No te quiero ver aquí! ¡Vete o llamaré a la policía!

Ella le miró fijamente durante un momento, con rostro inexpresivo, y después abrió su bolso y sacó cinco fotografías.

—Míralas, por favor. Es posible que no quieras que tus amigos las vean y también podría enviárselas al señor Dorey. Míralas con cuidado, por favor.

Wolfert se congestionó; le arrebató las copias, las examinó, sé puso pálido y se estremeció. Nunca se había dado cuenta hasta ese momento de lo desagradable que se veía, gordo como se había puesto. Su desnudez le repugnaba y sabía que el rostro borrado de la mujer desnuda que estaba con él era el de Pearl.

—No puedo perder tiempo —dijo Pearl— y tengo que saber dónde está esa mujer. ¿Dónde está?

Mientras dejaba caer las copias en el suelo, con un estremecimiento de disgusto, Wolfert respondió:

—No sé. Sé que estaba en el hospital norteamericano y, si la han sacado de allí, no lo sé.

—Debes averiguarlo.

—¿Y cómo? —la gruesa cara de Wolfert estaba pálida y temblorosa de miedo—. Dorey no me lo dirá. ¿O es que no te das cuenta? Claro que no me lo dirá.

—Entonces, tú debes ayudarme a descubrirlo —sacó del bolso una cajita plana— con esto. Es un micrófono adhesivo y lo único que tienes que hacer es ponerlo debajo del escritorio de Dorey; lo demás lo haremos nosotros. Si no está en su sitio para mañana a las diez de la mañana a más tardar, las fotos circularán. Y tengo muchas más copias; puedes guardarte éstas para que te recuerden lo urgente que es.

Se levantó, se embutió en su impermeable y se fue tranquilamente.

Wolfert, helado, permaneció inmóvil, con los ojos fijos en la caja que ella le había dejado.

En el cruce con la autopista que lleva a Ville d’Avray, Smernoff, redujo la velocidad. Otra vez llovía mucho y el tránsito era muy escaso.

—Está bien… ahora —dijo Malik.

Smernoff detuvo la ambulancia.

—Ustedes dos, salgan —dijo Malik, mientras en su mano aparecía una pistola automática. Con el cañón señaló primero a Ginny y después a Girland.

—Bueno, gracias por el paseo —dijo Girland y abrió la doble puerta de la ambulancia, pero se detuvo a mirar a Malik—. ¿Seguro que no quiere cerrar el trato? Sería dinero bien gastado.

—¡Salga! —le ordenó Malik, furioso.

Ginny ya estaba fuera, parada, con aire miserable bajo la lluvia. Con un gesto de resignación, Girland se unió a ella, mientras Malik cerraba, las puertas de un golpe y la ambulancia volvía a arrancar. En pocos segundos las luces rojas de atrás habían desaparecido.

—¡Debería avergonzarse! —exclamó Ginny, con su indignada carita empapada por la lluvia—. ¿Y pretende ser un hombre?

—Mi mamá pfensaba eso, si no, no me habría llamado Mark —dijo Girland alegremente—. ¡Maldita lluvia! Parece que vamos a tener que caminar bastante para volver.

—¿Pero es que no piensa hacer nada? ¡A esa mujer la están secuestrando! ¡Usted tiene que hacer algo!

—Bueno, dime qué —replicó Girland con voz de aburrimiento, e hizo una mueca al sentir que la lluvia empezaba a colársele por el cuello de la camisa—. Me estoy mojando.

—¡Detenga un coche y sígalos!

—Ah, qué idea —Girland la miró con aire divertido—. ¿Y te parece que si les alcanzamos podemos hacer algo? Tienen un rifle automático y revólveres.

Parecía que Ginny estaba a punto de pegarle.

—¡Bueno, entonces pare un coche y avise a la policía! —gritó, golpeando con el pie la yerba empapada.

—Está bien… está bien. Vamos a parar un coche, pues.

Girland se volvió a observar la recta de la autopista y, a lo lejos, vio aproximarse luces y empezó a hacer señas. El coche pasó rugiendo, empapándolo con una fina capa de agua y barro.

—El problema con los franceses es que no les gusta parar en una carretera oscura —explicó—. Pero probemos otra vez; aquí viene uno bastante rápido —se movió un poco hasta quedar bien en el centro del primer carril—. Si él tipo este me mata, espero que me mandes flores.

Las luces brillaron y Girland, preparado para dar un salto atrás y ponerse a salvo, empezó a hacer señas. Las ruedas chirriaron, el coche patinó, el conductor consiguió hacerse con él y se detuvo unos metros más allá del lugar donde estaba parado Girland.

—Bueno, al menos éste ha parado —dijo Girland—. Hablaré con él.

Corrió hacia el coche, que ahora se apartába de la calzada para estacionarse sobre la yerba de la cuneta.

Ginny, con su uniforme blanco adherido al cuerpo por la lluvia, corrió tras él.

Jack se asomó por la ventanilla del coche y saludó a Girland con una mueca.

—Ya me imaginaba que os largarían. Adentro. Los bips se oyen preciosos.

Girland abrió la puerta de atrás y colocó a la chica en el asiento trasero, dio la vuelta al coche y se sentó al lado de Kerman. Mientras éste lanzaba el coche como un bólido por la carretera, Girland se inclinó a examinar la pantalla del radar.

—¡Eh! ¡Tranquilo! —dijo de pronto—. Están* deteniéndose; es probable que vayan a cambiar de coche y no nos conviene encontrarnos con ellos.

Kerman aminoró la marcha. Un coche con un claxon ensordecedor pasó aullando junto a ellos y le obligó otra vez a meterse en la cuneta.

Después de volver a mirar a la pantalla, Girland se volvió para mirar a Kerman con una sonrisa.

—Hace tiempo que no nos vemos —le dijo, y le estrechó la mano—. Así que el viejo zorro todavía no me tiene confianza y ha tenido que ponerte sobre mi pista.

—Parece que tenía razón —respondió secamente Kerman—; podrías-haberla perdido.

—Es cierto —asintió Girland mientras encendía un cigarrillo—. ¿Te acuerdas de Malik y de que le habíamos dado por muerto? Pues es él quien está en todo esto. Lo creas o no, consiguió salir de aquel agujero infernal de la misma manera que tú me sacaste a mí.

Kerman silbó.

—Tengo que avisar a Dorey. ¿Estás seguro de que es Malik?

—Vamos, Jack, ¿es que alguién puede confundirse con ese gorila?

El bip del radar empezó a moverse de nuevo.

—¿Qué te parece si conduces tú mientras yo hablo con Dorey? —sugirió Kerman.

Girland bajó de un salto y dio la vuelta al coche mientras Kerman se pasaba al otro asiento. Un momento más tarde, Girland conducía el coche por la autopista mientras Kerman llamaba por teléfono a Dorey.

Girland escuchó la unilateral conversación y arrugó la cara; cuando Kerman colgó el receptor, le dijo:

—Apostaría a que el viejo chivo se ha enojado.

—Está bastante furioso —replicó Kerman—, y dice que el responsable eres tú. Quiere saber si necesitas ayuda. ¿Quieres que avise a los muchachos de O’Halloran?

—Si lo pregunta, es que entonces todavía lo deja en mis manos —comentó Girland mientras lanzaba el coche como un trueno por la carretera barrida por la lluvia— y con eso es un punto a mi favor. No, dile que me puedo arreglar solo —miró a Kerman—. ¿Vienes?

—¿A ti que te parece?

—Está bien, entonces dile que nos las podemos arreglar —dijo Girland con una sonrisa.

Kerman volvió a hablar con Dorey y cuando cortó, dijo:

—Parece que no le gusta. Apuesto a que suelta a los guapos de O’Halloran.

—Bueno, primero tendrán que encontrarnos —dijo Girland.

Kerman observaba la pantalla de radar y de pronto, dijo:

—¡Para! ¡Ahora vuelven! ¡Parece que vuelven a París y a la velocidad de un torpedo!

Girland se apalancó sobre los frenos para detener el coche, dio la vuelta sobre la yerba mientras otro coche les pasaba volando y expresando su protesta a bocinazos. En pocos segundos, se puso rumbo a París, a sesenta kilómetros por hora.

—Ahí vienen —anunció Kerman y un momento más tarde un Peugeot Estate Wagón les pasó como una exhalación, a más de ciento veinte kilómetros por hora. Girland vio la cabeza plateada de Malik, mientras el coche pasaba rugiendo; aceleró un poco, hasta llegar a setenta y cinco kilómetros por hora. Los bips del radar se oían perfectamente.

—Nuestra amiguita de atrás está muy calladita —le dijo a Kerman—. ¿Cómo anda?

Kerman miró por encima del hombro a Ginny, que temblaba.

—¿Está bien, enfermera?

—Sí.

—Está bien —dijo Kerman— pero parece que tiene frío.

Girland se rió.

—Hace mucho de eso; nació en frío. Hasta duda de que yo sea un hombre.

—¡Oh, le odio! —dijo furiosamente Ginny.

—Cuidado, nena —replicó Girland mientras hacía picar el Jaguar—. Dicen que el odio y el amor son primos hermanos.

El Peugeot Estate Wagon aminoró la marcha y entró en la avenida, custodiada por la enorme verja de un antiguo castillo sobre la carretera principal de Malmaison. Cuando el vehículo se detuvo; se encendieron las luces en la entrada y Merna Dorinska descendió los gastados escalones acercándose al coche.

Era una mujer que medía un poco menos de un metro ochenta y llevaba una camisa roja de hombre descuidadamente metida dentro de unos pantalones de algodón negro. Podía tener cualquier edad entre treinta y cuarenta años y llevaba el pelo negro aplastado contra la cabeza redondeada y recogido en un pequeño rodete sobre la nuca. Sus facciones parecían cinceladas en piedra: irregulares y duras, la nariz chata contrastaba con los labios finos como un papel. Sus enormes manos y sus miembros musculosos revelaban qué había sido pura casualidad que del cuerpo de su madre saliera una niña en vez de un varón. Merna Dorinska era uno de los agentes femeninos más capaces del Soviet y, como Malik, había llegado a los puestos más altos merced a su completa dedicación a la Causa, su despiadada crueldad y su agudísima inteligencia.

Hasta Malik, que la odiaba, la trataba con cuidado.

—Aquí está su paciente —le dijo al salir de la ambulancia—. Está drogada, pero estará despierta y se la podrá interrogar para mañana a las nueve o las diez.

—Llévenla adentro —dijo Merna, con voz dura y masculina—. ¿No le han seguido?

—¿Seguirme? ¿Qué quiere decir? —gruñó Malik. La pregunta le enfurecía ya que Malik estaba convencido de que las mujeres eran inferiores a los hombres, aunque en el pasado se había visto obligado, a admitir que esa mujer había demostrado ser superior a la mayoría de sus hombres; pero, sin duda, no era superior al propio Malik.

Merna le miró; sus ojos, semiocultos por los párpados, expresaban el disgusto que él le provocaba.

—Se trata de Dorey —respondió fríamente—; no hay que subestimarlo.

—¡Yo sé lo que me hago! —replicó con furia Malik—. ¡Su tarea es cuidar a la mujer! ¡Y no me diga cosas que ya sé!

Smernoff y Kordak llevaron a la mujer que dormía en la camilla al interior del castillo.

Merna, sin dejarse intimidar por la cólera de Malik, observó:

—Pues sería mejor que se deshiciera del coche; puede que se hayan fijado en él.

Malik resistió el perverso impulso de darle un puñetazo en la cara.

—¡Esa es mi tarea! —estalló—. ¡Cuidar a la mujer es la suya!

Mema le miró fijamente con rostro inexpresivo, se volvió y, con paso largo y elástico, subió los escalones entrando en el castillo. Malik la siguió con la vista, mascullando, pero decidió que lo que ella había dicho era sensato. Tenía que deshacerse del coche, pero le enfurecía que ella se lo hubiera indicado.

Smernoff bajó los escalones.

—¿Y ahora?

—Tenemos que deshacernos del coche —dijo Malik—. Aquí no la encontrarán. ¿Quién la cuida además de Kordak?

—Tres de mis mejores hombres; está segura.

Malik titubeó; recordaba lo que Merna había dicho de Dorey, pero… ¿qué sabía ella de Dorey? Dorey era un viejo tonto que empleaba a hombres como Girland… un desecho: un tipo siempre a la busca de algún acomodo. Malik pensó que podía volver tranquilamente a París a informar a la embajada y al día siguiente por la mañana regresar a Malmaison para hacer hablar a la mujer.

—Está bien —decidió—; vamos.

Cuando el Estate Wagón salía de la avenida para tomar la ruta, comentó:

—¡Imagínese que ese estúpido de Girland quería hacer un trato… un trato conmigo!

Smernoff gruñó. Le llamó la atención la nota ligeramente melancólica que sonaba en la voz de Malik y le miró con interés, pero después se encogió de hombros.

Ninguno de los dos prestó atención al Jaguar negro que estaba estacionado en medio de una hilera de coches.

Girland dio un codazo en el brazo de Kerman.

—Ahí van. Ahora entramos nosotros y nos la llevamos.