2

Mark Girland estaba deprimido. Si había algo que no le gustaba en el mundo era pasar la tarde solo en su triste apartamento de una sola habitación en el séptimo piso de un viejo y semiderruido edificio de la calle des Suisses.

Llovía, sus zapatos hacían agua y por el momento estaba sin dinero: le quedaban ocho francos y setenta y dos céntimos en el bolsillo. Parecía imposible, pensó tristemente, que tres meses atrás bubiera tenido cinco mil dólares depositados en un banco.

El problema conmigo, se dijo mientras trataba de ponerse cómodo en la silla de lona que le servía de: sillón, es que soy muy poco previsor y un manirroto. ¡Tenía tantas ideas para gastar esa suma! ¿Quién iba a creer que tres miserables caballos iban a correr dé esa manera? Recordó con pena esa tarde, en las carreras de Longchamps, en que todo su dinero fue a engrosar la bolsa de un sonriente apostador profesional.

Pero, a pesar de que había perdido la suma con la que había esperado que podría empezar una nueva vida, después del asunto de Robert Henry Carey, Girland decidió firmemente que el espionaje era asunto para maricones. Se había dado el gusto de decirle a ese chivo de John Dorey que se muriera.

Mirándole por encima de sus gafas sin montura, Dorey le había dicho:

—No creo que usted sea un hombre que yo pueda usar, Girland; no es de confianza. Siempre se pone usted en primer término y su trabajo en segundo lagar, y yo no puedo trabajar con un hombre que piensa primero en sí mismo, de modo que no trabajará más conmigo.

Girland había sonreído alegremente.

—¿Y quién que no esté chiflado querría trabajar con usted? Cuando pienso en las tareas sucias y malolientes que-he hecho para ese bufón suyo de Rossland, que en paz descanse, y en la miseria que me: han pagado por eso, creo que debería ir a que me vieran la cabeza. ¡Así que no trabajo más con usted! Bueno, adiós, y muérase.

Pero esa declaración de independencia había sido formulada cuando Girland era dueño de cinco mil dólares, que se había ganado, de manera no del todo honesta, pero se los había ganado. Sin embargo, a pesar del hecho desalentador de que ahora andaba continuamente escaso de dinero, todavía no lamentaba haberse largado de la CIA.

Durante los dos últimos meses, y de manera un tanto precaria, se había ganado la vida como fotógrafo callejero. Armado con una cámara Polaroid, se pasaba los días recorriendo las rutas de los turistas, a la busca de alguna bonita norteamericana que visitara París por primera vez… y de esas había muchas. Tomada la fotografía y obtenida la copia, dedicaba algunos minutos a convencer a la chica de que se desprendiera de un billete de diez francos. Girland era capaz de embaucar a un pájaro para que se bajara de un árbol, y su técnica con las mujeres era cosa de ver para poder creerla. No era raro que, felizmente terminada la operación, la muchacha, ruborizada y excitada, subiera con él a su apartamento del séptimo piso.

Debía haber peores maneras de ganarse la vida, pensaba Girland mirando furiosamente la cámara Polaroid que había quedado sobre la apolillada mesa de cocina… pero no mucho peores.

Hoy había sido un completo fracaso; había llovido continuamente y por más que Girland había recorrido las calles, no encontró modelo adecuado. Las dos gordas a quienes finalmente fotografió, desesperado, habían amenazado con llamar a un gendarme al entender que se esperaba que pagaran veinte francos por una fotografía bastante poco atrayente.

Girland miró la gran habitación, con sus dos ventanas desnudas que daban sobre los techos, las chimeneas y las antenas de televisión de París. En el extremo opuesto a donde él estaba había un fregadero y una antigua cocina de gas, contra otra pared se veía una gfan radio; un tocadiscos, un ropero y una biblioteca con algunos libros norteamericanos y franceses completaban el mobiliario.

Girland, flaco, alto y moreno, arrugó la nariz. ¡Qué agujero! pensaba. Lo que esto necesita es una mano de pintura, un florero con rosas de tallo largo y una rubia erótica con el cuerpo de la Bardot, pero en este momento me conformo con la rubia.

Se levantó y fue hacia la ventana abierta, a mirar los techos oscuros y resplandecientes. La lluvia seguía cayendo densamente y a lo lejos se vio brillar un relámpago. Encogiéndose de hombros, Girland iba hacia la radio con la esperanza de que estuvieran poniendo algo que se pudiera escuchar, cuando sonó el timbre de la puerta.

Miró hacia allá, levantando la ceja izquierda, luego cruzó la habitación y, a través de la minúscula mirilla, atisbo a los dos hombres que estaban en el pasillo. Reconoció los impermeables y las gorras encasquetadas y vaciló, poniéndose alerta.

Después se relajó, haciendo una mueca y pensando que probablemente se trataba de una inspección de documentos de identidad. Estos tipos tienen poco que hacer, salvo molestar. Parecía que hacía mucho tiempo que no le visitaban emisarios de la Central Intelligence Agency, pero… ¿quién sabe? Podría ser que Dorey hubiera tenido un ataque al corazón y hasta podría haberle dejado algo en su testamento. Girland abrió la puerta.

Dos hombres grandes ~ y macizos, con el rostro color madera vieja de teca y expresión igualmente dura, entraron a la habitación obligándole a retroceder. Girland reconoció a uno dé ellos, pero no al otro. El que él conocía estaba envejeciendo; probablemente tenía cincuenta años. Su nombre era Oscar Bruckman y era uno de los hombres fuertes del capitán O’Halloran, famoso por su brutalidad, su coraje y su puntería rápida y mortal. El otro era más joven, parecía muy seguro de sí mismo y se balanceaba sobre las puntas de los pies como si fuera a asestar un puñetazo rápido y devastador; era un irlandés de pelo color arena, con el rostro chato lleno de pecas y ojos grises, fríos como el hielo.

—Ponte la chaqueta —le espetó Bruckman—. Te necesitan.

Girland retrocedió, relajado, con los brazos colgando flojamente a los costados y la mirada alerta.

—Encantado de saberlo. ¿Y quién me necesita? —preguntó.

El hombre más joven, que se llamaba O’Brien, insistió:

—¡Vamos! ¡Vamos! Apresúrese. ¿A quién le interesa lo que usted quiere saber?

Girland le observó, miró a Bruckman y se encogió de hombros:

—Bueno, no se enojen —les dijo mansamente—, ya vamos.

Fue con toda naturalidad hacia el ropero y sacó de una percha su impermeable blanco, corto, introduciendo al mismo tiempo la mano en el bolsillo de su chaqueta, mientras con el cuerpo ocultaba el movimiento; luego, dejando caer la chaqueta, giró en redondo, con una corta pistola lanza gas en la mano:

—¡Que ninguno se mueva!

Los dos hombres se quedaron inmóviles, mirándole furiosos, sin perder de vista la pistola, ya que sabían qué era y conocían sus efectos.

—Está bien, está bien, Girland; tranquilízate —le dijo Bruckman, dominando su cólera—. Puede que hayamos estado un poco bruscos. Dorey te necesita. ¡Vamos! Dejémonos de bromas, que es una emergencia.

Girland le sonrió.

—¿Sabes una cosa? Odio a los tipos como tú, grandullones, fanfarrones e hijos de puta que andan por ahí empujando a la gente por el puro gusto de hacerlo. ¡Marchaos de aquí! Os doy diez segundos, y si para entonces no os habéis ido, recibiréis una descarga de esta pistola. Os vais de aquí, esperáis diez minutos y volvéis atentos y educaditos y entonces puede ser que os escuche. ¡Ahora se van!

—¡Te arrancaré las tripas! —gritó O’Brien—. Te…

La enorme mano de Bruckman le cruzó el rostro y le hizo retroceder tambaleando.

—¡Cállate! —ladró, Bruckman, que sabía que Girland no alardeaba.

—Todavía eres rápido, Oscar —comentó Girland—. Ya le iba a dar un escarmiento a ese mono estúpido.

—Ya sé… ya sé… —dijo Bruckman con una mueca—. Me han dicho que te habías ablandado, pero todavía eres el mismo, ¿no? Bueno, lo haremos todo de nuevo y esta vez seremos educados —empujó a O’Brien para que saliera de la habitación y Girland cerró la puerta de un puntapié.

Estuvo meditando largos minutos y luego fue hacia el teléfono y marcó el número de Dorey.

Le costó un poco conseguir que le pusieran con él; pero cuando lo encontró le dijo:

—Habla Girland. ¿Por qué se le ha ocurrido mandar a ese par de monos, a buscarme? Ya que le dije que se muriera, ¿por qué resucita?

—Tengo un trabajo para usted —dijo Dorey, con voz suave y convincente— y hay dinero de por medio. No se ponga difícil de conseguir, porque, además, también hay una mujer.

Girland pensó en sus ochos francos con setenta y dos céntimos.

—¿Cuánto dinero?

Dorey sabía que no era momento para regateos.

—Diez mil francos —respondió sin vacilar.

Girland ahogó un silbido.

—¿No ha estado bebiendo, Dorey?

—¡Venga aquí y no sea insolente! —fue la respuesta.

—¿Y qué hay de la mujer… qué tal es?

—Sueca, joven, rubia y hermosa —describió Dorey.

—¡Amigo! —exclamó Girland—. Parece que es exactamente mi tipo. Puede que cerremos el trato.

Cortó la comunicación, se puso el impermeable y, después de apagar las luces, empezó a bajar de tres en tres. A mitad de camino se encontró con Bruckman y O’Brien que subían penosamente y, deteniéndose en el tercer descansillo, esperó que le alcanzaran.

—Acabo de hablar con el cerebro de mosquito de su jefe —les dijo mientras le miraban con furia— y parece que me he convertido en persona importante.

Los ojillos de O’Brien resplandecieron.

—Ya me han hablado de usted, Girland —dijo—. Es uno de los malditos tipos que a mí no me gustan. Espero que alguna de estas noches nos encontremos y podamos tener un poco de acción.

Girland miró a Bruckman.

—Tu amiguito parece ser muy recio, Oscar. Mejor que lo cuides, no vaya a ser que se lastime.

—¡Oh, por todos los diablos! —gruñó Bruckman—. Vamos, que estamos perdiendo tiempo.

Girland sacó un pañuelo del bolsillo, hizo como que se sonaba la nariz, dejó caer el pañuelo y se inclinó a recogerlo, moviéndose con tal naturalidad que los oirbs dos se limitaron a mirarlo con impaciencia.

Pero repentinamente, Girland aferró las perneras del pantalón de O’Brien y tiró hacia arriba.

O’Brien profirió un alarido ahogado mientras daba un salto mortal escaleras abajo. Dio con la espalda contra la barandilla, la atravesó y se precipitó a la planta baja, seguido de una lluvia de madera destrozada y polvo que cayó sobre él; se movió débilmente y se desmoronó sobre un costado.

Con los ojos desorbitados, Bruckman miró por encima del destrozado pasamanos y luego se volvió hacia Girland, que se ponía el pañuelo en el bolsillo, sin mostrar expresión alguna en su rostro delgado y moreno.

—¡Loco, hijo de puta! —le gritó—. ¡Debes de haberle matado!

—Qué esperanza… es recio —dijo dulcemente Girland y luego, con la rapidez del relámpago, tomó con ambas manos el ala del sombrero de Bruckman y se lo encasquetó hasta la raíz: Mientras el gigante retrocedía, tambaleando y maldiciendo, Girland le disparó un golpe bajo a la barriga y Bruckman cayó de rodillas, sin aliento. Canturreando alegremente, Girland bajó las escaleras, pasó de un salto por encima del cuerpo de O’Brien y salió a la calle.

Caminando bajo la lluvia se dirigió al lugar donde tenía estacionado su destartalado Fiat 600 y decidió que, después de todo, la vida no era tan mala. En muchos meses, que pudiera recordar, ésta era la primera vez que se divertía de veras.

Un grupo de enfermeras apareció por la salida del personal del hospital norteamericano y empezó a andar por el amplio bulevar Víctor Hugo, rumbo al anexo de enfermeras. Algunas de ellas se protegían de la insistente llovizna con paraguas y otras con sus capas.

Jo-Jo, sentado en el coche deportivo de Sadu, señaló con su pulgar mugriento al grupo de muchachas cuando éstas pasaban junto a ellos.

—Alguna de ellas sabrá en qué habitación está —dijo—. El tiempo pasa; pregúnteles.

—¡No seas tonto! —interrumpió Sadu—. ¿Acaso me lo dirán? Además, llamaríamos la atención.

—Mire… aquí viene una sola; dígale que es un periodista. Tenemos que saber dónde está la perra esa.

Sadu vaciló.

El grupo de enfermeras había desaparecido en la húmeda oscuridad y vio venir una muchacha sola, envuelta en su capa, por el bulevar que súbitamente había quedado desierto. Sadu sabía que Jo-Jo tenía razón; no podían quedarse allí sentados y de alguna manera él tenía que descubrir dónde estaba esa mujer.

Salió del coche, estacionado junto a uno de los grandes bloques de apartamentos que estaban en construcción. Las ventanas vacías y sin cristales formaban cuadros negros en la pared blanca que se erguía ante él. La suciedad y el amontonamiento inevitables, la enorme mezcladora de cemento, los tablones de madera y los rollos de alambre cerraban la entrada a lo que en breve sería un nuevo alojamiento para los ricos de París.

La enfermera venía hacia él y, en la semioscuridad, pudo ver que era joven y morena.

—Disculpe, mademoiselle —le dijo con una inclinación exagerada—. Represento el Parts Match. ¿Sería tan amable de decirme en qué piso y en qué habitación está esa mujer que perdió la memoria?

La enfermera se detuvo y le miró.

¿Pardon monsieur?

—A mi periódico le interesa —dijo Sadu, dominando con dificultad su impaciencia—. Nos gustaría saber en qué piso y en qué habitación está esa mujer; la mujer con los signos tatuados.

La enfermera retrocedió un paso.

—Eso no puedo decírselo. Pregunte en el mostrador de Información y si quieren que se sepa, se lo dirán —respondió.

Con el rabillo del ojo, Sadu vio cómo Jo-Jo salía del coche con la silenciosa rapidez de una serpiente que ataca. Se acercó por detrás de la enfermera, cuando ésta empezaba a alejarse; su mano derecha se elevó rápidamente y la muchacha dio un grito ahogado y cayó hacia adelante. Instintivamente, Sadu la sujetó y la sostuvo contra él, mirando aterrorizado a lo larga del oscuro bulevar; a lo lejos, pudo ver que dos hombres se les acercaban rápidamente.

—¡Llévela al edificio! —indicó Jo-Jo—. ¡Rápido!

Sadu comprendió que era lo único que podía hacer, levantó a la chica, que estaba inconsciente, y corrió con ella a través de la acera hasta internarse en la oscuridad del edificio, tropezando con los desperdicios y materiales tirados por el suelo. Jo-Jo se reunió con él.

—Déjela —le dijo.

Sadu depositó a la muchacha sobre un montón de bolsas de cemento.

—¡Estás loco! —le dijo, jadeante, tan pronto como recuperó un poco el aliento—. ¡Me reconocerá! ¿Qué demonios crees que estamos haciendo?

Jo-Jo se arrodilló junto a la enfermera, le sacó la cofia blanca y, tomándola del pelo, empezó a sacudirle la cabeza con brutalidad.

La muchacha se quejó suavemente y luego abrió los ojos. La inmunda mano de Jo-Jo se cerró sobre su boca, oprimiéndole cruelmente el rostro.

—Si das un grito te mato —susurró—. Escucha, ¿puedes oírme?

Con los ojos agrandados de terror, ella le miró, retorciéndose en el intento de apartarse de su olor a suciedad, y Jo-Jo aflojó la mano.

—¿Dónde está esa mujer? ¡Rápido! ¿Dónde está?

La muchacha tragó e intentó apartarse más y Jo-Jo, con una maldición, la abofeteó.

—¿Dónde está?

—¡No me toque! Está… está en el quinto piso, habitación 112 —dijo la enfermera, con voz temblando de terror.

—Habitación 112, quinto piso, ¿es así?

—Sí.

—Entonces ¿por qué no lo dijiste antes, estúpida? —dijo Jo-Jo. Hubo un movimiento rápido y un destello de acero y la enfermera se levantó y luego cayó de espaldas dando un largo suspiro sibilante.

Jo-Jo se levantó.

Sadu había visto el movimiento y oído el suspiro que le hizo correr un escalofrío por las vértebras. Estaba demasiado oscuro para ver con claridad lo que había pasado, pero el sonido de ese suspiro le había paralizado de terror.

—¿Qué has hecho? —exclamó aferrando el brazo de su compañero—. ¿Qué demonios has hecho?

Jo-Jo se apartó, se inclinó hacia adelante y limpió la hoja de su navaja en la capa de la enfermera.

—¡Vamos! —dijo con impaciencia—. ¡Ahora sabemos dónde está, así que vamos! ¡Estamos perdiendo el tiempo!

Con mano temblorosa, Sadu tomó su encendedor y lo encendió, inclinándose para mirar el rostro de la enfermera muerta. No pudo tener más que una fugaz visión aterradora antes de que Jo-Jo le apagara la llama.

—¡Vamos! —gruñó Jo-Jo—. No la encontrarán hasta mañana y para entonces ya no importará.

—¡La has matado! —balbuceó Sadu.

—¿Y qué quería que hiciera? Le habría identificado, la policía le hubiera detenido y entonces sí que estábamos todos bien listos. ¡Vamos… estamos perdiendo el tiempo!

Salió cautelosamente del edificio y se dirigió hacia el hospital.

—Adelante, Girland —saludó Dorey cuando éste apareció en la puerta de su despacho—. ¿Qué tal anda usted?

Girland entró en la amplia habitación, cerró la puerta, y dijo con una sonrisa burlona:

—¿Y a usted qué le importa? Debe estar metido en un lío infernal para llamarme —cruzó la habitación y se dejó caer en uno de los sillones—. Así que por fin le han puesto el nombre en letras de oro. ¡Bueno, bueno! Deben faltar cráneos en Washington en estos días.

—Es usted un hijo de puta insolente —dijo Dorey con una tenue sonrisa— pero tengo que admitir que tiene cierto talento en bruto y por eso estoy dispuesto a pagarle —se recostó en su sillón de ejecutivo, mirando a Girland—. Estoy al tanto de su carrera, si es que a eso se le puede llamar una carrera. Ultimamente no le ha ido tan bien, ¿no? Como fotógrafo callejero se está bastante cerca de tocar, fondo, ¿no?

Girland se sirvió un cigarrillo de la caja de plata que había sobre el escritorio de Dorey.

—Bueno, no sé; cuestión de gustos. A los tipos como usted les gusta el dinero, el poder y las úlceras. En cambio yo tomo las cosas como vienen y me gusta más fotografiar a una mujer bonita que tener una úlcera.

Dorey se encogió de hombros.

—En fin, es cosa suya. Primero vamos a ver si quiere volver a trabajar para mí.

—¿Trabajar para usted? —se burló Girland—. Como querer no quiero, pero se ha dicho algo sobre diez mil francos y por esa suma estoy dispuesto a trabajar para cualquiera.

—Parece que en sus intereses no entran más que dos cosas, las mujeres y el dinero —comentó Dorey—. Supongo qué está hecho de ese modo, pero…

—Vivo como vivo y eso a usted no le importa. ¿Cuál es el trabajo?

Los dos hombres se miraron y Dorey experimentó cierta satisfacción al enfrentar los acerados ojos de Girland. Después de todo, pensó, era un hombre que había demostrado ser brillante y astuto y que también poseía una considerable reciedumbre; Dorey estaba seguro de no haber cometido un error al elegirlo.

Brevemente, le habló de Ericá Olsen.

—Esa mujer podría decirnos muchas cosas sobre Kung —terminó— y necesitamos saberlas^ De China nos han llegado insistentes rumores de que ese hombre inventó un arma nueva, lo que puede ser cierto o no, pero queremos estar seguros. También queremos saber qué es lo que le mueve y nadie mejor que su amante para saberlo.

Girland se hundió más en su silla.

—¿Y qué le hace suponer que hablará?

—Eso le corresponde a usted. Por los informes que tengo, parece que usted tiene un don especial con las mujeres. ¿O por qué cree que le he llamado para este trabajo?

Girland estudió atentamente la brasa de su cigarrillo y respondió con una mueca:

—Ya veo por qué los monos que trabajan con usted no podían ocuparse de este asunto. Bueno, Dorey, me parece que usted es más vivo de lo que yo pensaba.

—Por favor, no sea insolente —interrumpió Dorey—. ¿Así que acepta el trabajo?

Todavía no he dicho nada; no nos precipitemos. ¿Qué es exactamente lo que se supone que tengo que hacer?

—La pérdida de memoria de la muchacha parece auténtica y el médico piensa que la recuperará gradualmente. Usted tiene que vivir con ella y tenerme al tanto de todo lo que diga sobre Kung.

Girland se enderezó.

—¿Vivir con ella? ¿Y eso qué significa?

—Usted pasará por ser el marido —explicó Dorey, apoyando los codos en el escritorio—. Por el momento, ella no tiene la menor idea de quién es ni de cuál es su pasado… no sabe nada, de modo que si usted llega como su marido, tiene que aceptarlo; además, tendrá todas las pruebas necesarias si ella las pide. Tengo el certificado de matrimonio de ustedes y el pasaporte de ella está a nombre de la señora Erica Girland. Usted es un comerciante rico que pasa sus vacaciones en el sur de Francia y esa mujer… su esposa… desapareció mientras usted estaba haciendo un negocio en París, hasta que por fin la encontró en el hospital norteamericano. Como es natural, se la lleva de regreso a la villa que tiene en Eze, donde la ayudará a recuperar la memoria. Tarde o temprano ella le dará alguna información que quiero y que estoy dispuesto a pagar.

Girland se reclinó y sacudió la cabeza, admirado.

—¡Ya lo creo que se le ocurren ideas a usted! —exclamó con auténtica admiración—. Pero vamos a pensarlo. ¿Y si de repente ella recupera la memoria, de golpe y toda junta? Voy a parecer un tremendo estúpido si pretendo que soy su marido, ¿no?

—Eso es improbable, pero si sucede, sé le paga para que parezca un tremendo estúpido —dijo suavemente Dorey.

Girland se rió.

—¿Y qué es eso de una villa en Eze?

—Es mía —replicó Dorey, no sin cierta presuntuosa satisfacción—. Es un lugar solitario, cómodo y seguro, y el personal de servicio se ocupará de ustedes.

—¡Bueno, bueno! —comentó Girland con aire atónito—. No me extraña que usted corra el riesgo de tener úlceras. Lo está pasando bastante bien, ¿no?

Dorey se encogió de hombros.

—¿De modo que acepta la tarea?

—Todavía no me he vendido del todo. Según he sabido por Rossland, usted nunca regala nada bueno. ¿Cómo sé que la sueca no es gorda y fea? Ni siquiera por diez mil francos quiero ser el marido de una mujer desagradable.

—Pierde el tiempo, Girland —dijo Dorey, sacando del cajón de su escritorio una fotografía y pasándosela a Girland, sabedor dé que era su carta de triunfo—. Ahí tiene parte de su anatomía, donde se ven las marcas tatuadas; tal vez eso le dé por lo menos la seguridad de que no es gorda.

Girland examinó la fotografía con los ojos brillantes de interés y dio un largo silbido.

—¡Uúuh! ¿La cara está tan bien como esta parte?

Dorey le tendió un pasaporte estadounidense.

—La fotografía no le hace justicia, pero le dará una idea general.

El otro estudió la fotografía del pasaporte falso y se reclinó en su asiento.

—Trato hecho. ¿Cuándo empiezo?

—Ahora mismo; .ya he mandado preparar un coche, así que irá al hospital a buscarla, y esta noche la llevará a Eze. Mañana temprano deberá estar allí; cuando más pronto la saquemos de París más segura estará, y ahora eso le corresponde a usted. Cuide de que no se cometan errores.

—¿Qué coche me da? —preguntó Girland.

—Un Mercedes 202; está en el aparcamiento de abajo y Grafton le mostrará todos los chismes que tiene —Dorey le tendió un sobre a través del escritorio—. Ahí tiene todos los papeles necesarios. Entre ellos hay también un certificado de matrimonio a su nombre.

—Ya me estoy sintiendo casado.

—La historia ha aparecido en France-Matin. Tenga cuidado… me imagino que los chinos y probablemente también los soviéticos están interesados en esa mujer… de modo que cuando le digo que tenga cuidado, quiero decir que tenga cuidado.

—Debí pensar que había gato encerrado —Girland se puso en pie—. ¿No se ha dicho algo de dinero?

Dorey empujó a través de su escritorio un paquete de billetes de cien francos.

—Hay dos mil a cuenta; recibirá el resto cuando me haga llegar alguna información.

Girland se guardó el dinero en el bolsillo.

—¿Y para los gastos? Tendré que comprarme un equipo completo; no puedo pasar por un rico comerciante sin tener los accesorios, ¿no? Voy a necesitar por lo menos…

—No, eso no —dijo firmemente Dorey—. Diallo, mi sirviente, se ocupará de todo lo necesario. Ya he hablado con él por teléfono y he arreglado las cosas con mi banco para que le reserven una suma disponible; pero esa no la maneja usted, Girland, ¿entendido?

—Su confianza me conmueve —dijo alegremente Girland.

Sin escucharlo, Dorey abrió un cajón del escritorio y sacó una cajita de plástico.

—Aquí hay algo que puede ser útil —dijo, alcanzándole la caja a través del escritorio—. Es una píldora radial… del tamaño de una semilla de uva. Hágasela tragar a esa mujer y si por desgracia la pierde de vista, con la píldora podemos localizarla de nuevo. …

—Bueno —Girland tomó la caja, la abrió y miró la diminuta píldora negra—. ¿Cómo funciona?

—El calor del cuerpo activa la batería de transistores y cualquiera que tenga un radar sintonizado especialmente puede captar la emisión dentro de un radio de cien kilómetros. La píldora se mantiene activa durante cuarenta y ocho horas. Póngasela debajo de la uña del pulgar y tenga cuidado, no vaya a perderla.

Mientras Girland se aseguraba la píldora bajo la uña del pulgar, interrogó:

—¿Así que espera complicaciones?

—Siempre espero complicaciones; si después no pasa nada, me sorprendo. Es mejor que sea así y no al contrario. Usted no trabajará solo, Girland; mis hombres le vigilarán. Tiene que llevarla a Eze, y no corra riesgos; una vez que estén en Eze, estarán a salvo.

—Parece que después de todo me voy a tener que ganar el dinero —dijo tristemente Girland—. Bueno, me voy; en cuanto lleguemos le avisaré.

Salió del despacho y tomó el ascensor con un poco menos entusiasmo que cuando llegó.

El soldado Willy Jackson se pasó el rifle automático de un brazo a otro para mirar su reloj. Eran las diez y diez de la noche y Jackson ahogó un suspiro: todavía le faltaban más de dos horas para el relevo. Sin embargo, se dijo, podría ser mucho peor; patrullar el corredor de un hospital era un espectáculo mucho mejor que estar parado bajo la lluvia junto al SHAPE: el cuartel general de las potencias aliadas en Europa, Muchísimo mejor espectáculo, pensó mientras una enfermera se acercaba con paso vivo por el corredor, sonriéndole amigablemente al pasar, moviendo las caderas y arreglándose el pelo con la mano hábil de una mujer que sabe que la admiran.

Willy Jackson era un soldado disciplinado y ambicioso, La afirmación, tan común en el ejército, de que todo soldado lleva un bastón de mariscal en la mochila, era indiscutiblemente válida para Jackson, quien consideraba a Eisenhower, Bradley y Patton como los tres hombres más grandes de la historia y pensaba que, en veinte años más, él también podría ser general. Willy Jackson tenía veintitrés años y desbordaba confianza: era uno de los mejores tiradores del ejército, en boxeo era el campeón de semipesados de su batallón y el mejor pitcher del equipo de béisbol del SHAPE. Jackson tenía todo lo necesario para ser un excelente soldado… y eso habría de ser su ruina.

Mientras pensaba con agrado en lo que él y la enfermera que acababa de pasar podrían hacer juntos si alguna vez llegaba a encontrarla cuando no estuviera de servicio, las puertas del ascensor se abrieron y un hombre que llevaba el uniforme de coronel del Estado Mayor norteamericano salió al corredor.

Willy Jackson era muy sensible a la graduación. Un capitán le hacía andar con cuidado; un mayor le hacía sudar y un coronel le convertía en un completo idiota.

Su mayor ambición era llegar a coronel cuanto tuviera treinta años, y al ver a ese hombre macizo y arrogante que llevaba un uniforme inmaculado, con tres resplandecientes hileras de cintas ganadas en combate, sintió la boca seca y presentó armas con un golpe de talones que resonó por todo el corredor.

Smernoff, un poco incómodo en su flamante uniforme, con la mano próxima a la culata del arma que llevaba al costado, lo observó; ya le habían hablado de Jackson y esperaba no tener dificultades con él.

—¿Qué hace aquí, soldado? —le gritó, deteniéndose frente a él.

—Guardia en el corredor, señor —respondió Jackson mientras el sudor le empezaba a correr por la cara pecosa. Era la primera vez en su carrera militar que un oficial de alto rango se dignaba hablarle.

—¿Cuál es la habitación del general Wainwright?

—Número 147, señor.

—¿Está de guardia por el general Wainwright?

—No, señor; por la mujer del 140.

—Ah, claro —Smernoff se aflojó un poco; no había esperado que fuera tan fácil—. Algo de eso he leído, descanse, soldado.

Jackson se distendió un poco, hasta que sus ojos azules y levemente inocentes se encontraron con los ojos oscuros de Smernoff, luego apartó bruscamente la vista.

¡Qué hombre!, pensaba. ¡Jackson! ¡Tienes que llegar a ser así! ¡Tienes que llegar a tener el aspecto que tiene este tipo!

—Y esa mujer —preguntó Smernoff, enganchando los pulgares en los bolsillos del pantalón— ¿la ha visto usted?

—No, señor.

—Dicen que tiene unos signos chinos tatuados en el culo ¿es cierto?

—No sé, señor.

—¿Cómo está el general?

—No sé, señor.

—Le diré una cosa: tiene suerte de ser soldado —Smernoff empezaba a divertirse—. No tiene que preocuparse por los malditos generales. ¿Dónde me dijo que estaba el vejestorio?

Jackson titubeó; consideraba que el general Robert Wainwright era un buen soldado y esa falta de respeto le desagradó.

—Habitación 147, señor.

—Muy bien, soldado, adelante —y Smernoff empezó a andar por el corredor, pisando fuerte, erguido y muy coronel. De pronto se detuvo y se volvió con una maldición.

—¡Eh… soldado!

Jackson se enderezó.

—Sí, señor.

—Vaya hasta mi jeep. ¡He olvidado la maldita cartera!

Automáticamente, Jackson se volvió y empezó a andar hacia el ascensor; luego se detuvo.

—Disculpe, señor, pero estoy de guardia —la angustia de su voz estuvo a punto de hacer reír a Smernoff.

—¡Yo le relevo! Yo estoy aquí, ¿no? ¡Tráigame la cartera!

—Sí, señor.

Jackson oprimió el botón de llamada y cuando las puertas del ascensor se abrieron, lo tomó para descender al vestíbulo.

Afuera, estacionado en las sombras, había un jeep militar, y Jackson corrió hacia él. Dos soldados de su misma categoría, que estaban conversando, se volvieron cuando se les acercó.

—La cartera del coronel —exclamó Jackson.

—Ah, sí —dijo uno de los soldados y después las cosas sucedieron con tal rapidez que, más tarde, Jackson apenas si tenía una vaga idea de lo que había pasado. El soldado que estaba más próximo le golpeó en la mandíbula, con la mano armada de un puño dé hierro y su compañero arrebató el rifle automático de manos de Jackson mientras éste caía al suelo. Entonces el primero metió al desmayado Jackson dentro del jeep y entregó una abultada cartera a su compañero; después cubrió a Jackson con una lona, arrancó y se alejó rápidamente.

El otro soldado, Kordak, volvió corriendo al hospital. Al entrar disminuyó la marcha para saludar al empleado de recepción, que le miró con aire aburrido y tomó el ascensor hasta el cuarto piso, donde Smernoff esperaba paseándose de un lado a otro.

—¿Bien? —interrogó.

Kordak, un hombre delgado y moreno con cara de comadreja, que había trabajado algún tiempo con Smernoff, hizo una mueca afirmativa.

—Todo bien.

Entregó la cartera a Smernoff y, después de cargarse al hombro el rifle automático, empezó a patrullar por el corredor.

Smernoff sé dirigió a un cuarto dé baño próximo y sacó de la cartera una bata blanca de médico que se puso sobre el uniforme. Escondió la gorra con visera en un cesto de ropa sucia y sacó de la cartera un estetoscopio, que se colgó del cuello, y una cajita plana que contenía una jeringuilla para inyecciones cargada de un líquido incoloro. Se movía rápidamente y en pocos segundos el coronel norteamericano se había convertido en un médico de aspecto eficiente.

Salió al corredor y encontró a Kordak que se dirigía hacia él.

—¡Consigue una camilla! —le ordenó—. Por aquí debe haber alguna —y anduvo rápidamente por el corredor hasta llegar a la puerta que tenía el número 140.

Abrió la puerta y se introdujo en una habitación tenuemente iluminada. En la cama había una mujer, el hermoso rostro pálido enmascarado por los cabellos color miel. Los grandes ojos de color azul oscuro le miraron soñolientos cuando Smernoff se acercó a la cama.

—Buenas noches —la saludó—. Le daré la inyección; tiene que dormir mucho.

La mujer no respondió, pero siguió los movimientos rápidos y expertos de Smernoff, que había practicado muchas veces con la jeringuilla y la manejaba con seguridad.

La mujer se estremeció cuando él le tomó la muñeca entre sus dedos calientes y sudorosos.

—Está bien —le dijo Smernoff en tono tranquilizador y clavó la aguja en la piel tostada por el sol.

Como una mosca negra, Jo-Jo apretó entre sus rodillas el canalón y empezó a trepar lentamente. Como garras, sus sucios dedos alcanzaron la cornisa que había por encima de él, se afirmaron y le sirvieron de apoyo para subirse, desplazando su peso del pie derecho a la rodilla izquierda, y aferrándose a un punto más alto del canalón y subiendo después hasta el saliente. Se detuvo para recuperar el aliento; ya había llegado al tercer piso y abajo podía ver a Sadu que se paseaba inquieto cerca del coche. Jo-Jo se apretó contra la pared mojada por la lluvia. Debajo de él se había detenido una ambulancia Citroën blanca y negra de la cual bajó un hombre con cabello plateado que vestía un mono blanco.

Jo-Jo no prestó atención. Miraba hacia arriba, a la comisa siguiente que estaba a irnos tres metros por encima de su cabeza, y empezó de nuevo a trepar. Por un momento lo pasó mal; el canalón estaba mojado y resbaladizo y de pronto, los dedos y las rodillas no lo sostuvieron. Durante un momento en que se le paralizó el corazón estuvo entre la vida y la muerte; se escurrió casi hasta un metro hacia abajo y estuvo a punto de precipitarse al vacío, pero luego recuperó el equilibrio e hizo una mueca grosera. Jo-Jo no le tenía miedo a la muerte; era un riesgo que estaba dispuesto a correr a cambio de dinero.

Desde abajo, Sadu le miraba subir, vio cómo estuvo a punto de caer y contuvo el aliento. Observó cómo la oscura silueta se izaba hasta la cornisa del cuarto piso, se detenía y empezaba de nuevo a trepar hacia el quinto.

La lluvia caía sobre el rostro acalorado de Sadu, quien sentía cómo le martilleaba el corazón. Un grupo de enfermeras que charlaban y reían animadamente salió del hospital y pasó junto a él. Sadu, temeroso de que le vieran, volvió al coche y encendió un cigarrillo con mano temblorosa, satisfecho de tener excusa para no estar mirando a Jo-Jo cuando éste empezaba a avanzar por la cornisa, atisbando por las ventanas iluminadas por donde esperaba ver a Erica Olsen.

Jo-Jo no sabía que la enfermera asesinada había mentido, que no había pacientes mujeres en el quinto piso y que no existía una habitación 112.

Mientras Jo-Jo andaba por la cornisa echando maldiciones, un brillante Mercedes negro se detuvo junto a la entrada del hospital y de él descendió Girland. Cerró enérgicamente la puerta, mientras con el rabillo del ojo veía que en la oscuridad había una ambulancia Citroën. No le dio importancia; hospitales y ambulancias van juntos, pensó.

Subió rápidamente los escalones y entró al vestíbulo.

¿Monsieur? —interrogó el empleado de la recepción, mirándole con disgusto. Las visitas tardías nunca eran bienvenidas.

—El doctor Forrester, por favor —pidió Girland.

—El doctor Forrester, no está; ya se ha marchado.

—Vengo a llevarme a mi mujer a casa —dijo Girland—. Habitación 140. ¿Usted está al tanto?

El empleado de la recepción, un hombrecillo que se estaba quedando calvo y tenía manchas hepáticas bajo los ojos, se animó de pronto. ¿Quién en el hospital no estaba al tanto del caso de la mujer de los signos tatuados?

—¿La mujer que ha perdido la memoria?

—La misma —respondió Girland—. Pero hagamos algo. Me la voy a llevar a casa. ¿Quién está al cargo del caso?

El empleado abrió un fichero, lo examinó y dijo:

—Sí, aquí tengo la nota… ¿es usted el señor Girland?

—El mismo.

—Ah, claro… enfermera Roche —levantó el receptor telefónico y habló un momento—. En seguida baja.

Girland resistió la tentación de encender un cigarrillo. De pronto se había dado cuenta de que tenía hambre. Todo había sido muy precipitado: después de separarse de Dorey había ido al aparcamiento, se había informado de los recursos que le ofrecía el coche y había ido hasta su apartamento para recoger la maquinilla de afeitar y algunas cosas que podría necesitar. De allí partió para el hospital, no tuvo tiempo de comer nada, y ahora le esperaba un viaje de 900 kilómetros con una mujer que había perdido la memoria y que podía ser una trampa. Qué noche me espera, pensó sacudiendo la cabeza.

Una joven enfermera vino desde el ascensor. Todavía no tenía veinte años y su carita inteligente y sus ojos vivaces despertaron el interés de Girland.

—¿Viene a buscar a su esposa, señor Girland?

—Exactamente.

—El doctor Forrester avisó que usted vendría. ¿Tiene coche?

—Sí. ¿Cómo está ella? ¿Puede viajar?

—Oh, sí, el doctor Forrester está satisfecho. Claro que puede viajar.

—Muy bien, vamos entonces.

Mientras iban hacia el ascensor la enfermera que se llamaba Ginny Roche, preguntó:

—Tenemos una curiosidad enorme, señor Girland. ¿Fue idea de usted que su mujer se tatuara?

Girland la miró con expresión seria.

—Oh, no. Es una vieja costumbre de familia; tendría que ver a la madre.

La muchacha abrió enormes los ojos.

—¡Qué espanto!

—Mi mujer está orgullosa de su tatuaje —dijo Girland cuando subían en el ascensor—. Tengo que andar vigilándola, porque siempre está intentando mostrarlo… y resulta un poquito incómodo.

Ginny le miró y se rió.

—¡Ah…! era una broma.

Girland le sonrió.

—Exactamente.

—Me imagino que estará contento de haberla encontrado. Debe ser terrible perder la memoria.

—A mí me vendría bien —comentó Girland—. Tengo muy cargada la conciencia.

Las puertas del ascensor se abrieron y Ginny le llevó por el corredor hasta la habitación 140.

Abrió la puerta y Girland, que percibió repentinamente una tensión inesperada, entró en la habitación y se detuvo de pronto al ver a un hombre bajo y macizo que vestía guardapolvo blanco y se inclinaba sobre el lecho de la mujer.

—¡Oh, disculpe! —exclamó Girland.

El hombre se volvió lentamente y le miró; sus ojillos negros pasaron del rostro de Girland al de Ginny, que le miraba con expresión consternada.

Smernoff no tardó en recobrar el aplomo.

—¿Qué pasa, enfermera? ¿Quién es este señor?

—Disculpe, doctor —Ginny estaba intrigada. No hacía mucho que trabajaba en el hospital, pero creía conocer de vista a todos los médicos y, aunque nunca había visto antes a ese hombre, su terror a la autoridad la inmovilizó.

—Es mi esposa —dijo Girland señalando a la mujer, tendida en la cama— y el doctor Forrester dice que está bien y que puedo llevármela a casa.

Smernoff retrocedió hacia la oscuridad, y dejando caer la jeringuilla en el bolsillo miró a Girland. Inmediatamente supuso que ese hombre alto y acerado debía de ser uno de los agentes de Dorey. Eso podía ser un problema; además, algo de ese hombre le resultaba familiar. Estaba seguro de haberle visto antes.

—Bueno, está bien —respondió—. Pero acaban de ponerle una inyección y no se despertará hasta mañana por la mañana. Vuelva entonces y estará en condiciones de viajar.

Cuando uno entra en un hospital, el médico se convierte en una especie de dios; el guardapolvo blanco, o el estetoscopio y el aire de saberlo todo impresionan a la mayoría de las personas, y Girland no era la excepción.

—Discúlpeme, doctor, pero me dijeron que podía llevármela esta noche.

—Pues no —interrumpió Smernoff—. ¿No ha oído lo que he dicho? Le han dado una inyección y podrá salir mañana, pero no antes.

Girland se encogió resignadamente de hombros y empezó a andar hacia la puerta cuando observó de pronto que ese hombre llevaba pantalones color caqui debajo del guardapolvo y que sus zapatos; muy lustrados, eran de corte militar. Levantó los ojos hacia el rostro duro e inexpresivo y súbitamente recordó a un hombre armado de un rifle, que le disparaba en un desolado desierto de Senegal.

—Está bien, doctor, entonces volveré mañana por la mañana dijo suavemente, mientras su mente trabajaba con rapidez. Debo estar equivocado, dijo para sus adentros. El ruso que trató de matarme en el Senegal murió; de eso estoy seguro.

Abrió la puerta y se encontró con Kordak, que venía empujando una camilla, sobre la que se veía el rifle automático. Con la rapidez de un relámpago, Kordak se apoderó del rifle y apuntó a Girland.

—¡No se mueva!

Ginny inspiró profundamente y retuvo el aliento y, mientras maldecía a Kordak, Smernoff se abalanzó sobre ella y le tapó la boca con la mano.

—¡Grita y te rompo el cuello! —gruñó.

Girland retrocedió cautelosamente, con las manos a la altura de los hombros, mientras Kordak entraba en la habitación.

Hubo una pausa breve y tensa y luego Smernoff soltó a Ginny.

—Hagan un ruido y lo lamentarán —advirtió, mientras se despojaba del guardapolvo blanco y sacaba el revólver de servicio de la pulida cartuchera—. ¡Pongan a esa mujer en la camilla! ¡Ustedes dos! —el revólver señaló a Girland y a Ginny—. ¡Pronto!

Girland entró la camilla en la habitación y la llevó junto a la cama. Mientras lo hacía se sacó la píldora radial de debajo de la uña del pulgar.

Ginny, pálida pero serena, dio la vuelta a la cama y apartó la sábana y la manta. La mujer dormida, tenía puesto un camisón del hospital, pero Girland estaba demasiado ocupado para admirar su belleza. La tomó por las axilas y empezó a levantarla, tropezó deliberadamente y casi se cayó sobre ella. En ese momento, mientras recobraba el equilibrio, le metió en la boca la píldora radial, con la esperanza de que ella la tragara.

—¡Cuidado con lo que hace! —gruñó Smernoff—. ¡Apresúrese!

Con la ayuda de Ginny, Girland deslizó sobre la camilla el cuerpo de la mujer dormida y, mientras lo hacían, sus ojos se encontraron. Girland le guiñó tranquilizadoramente un ojo, pero ella no pareció tranquilizarse.

En ese momento Jo-Jo, que había encontrado una ventana abierta y ya había revisado todas las habitaciones del quinto piso, se dio cuenta de que la enfermera asesinada le había mentido. Con una maldición, pistola en mano, corrió por las escaleras hasta el cuarto piso.