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El capitán O’Halloran estacionó el jeep en el lugar destinado a ello en el patio de la embajada de los Estados Unidos, recogió una cartera de cuero negro que había a su lado, en el asiento, bajó del jeep y subió con paso vivó los escalones que llevaban a la embajada. Saludó con la cabeza al empleado que atendía el escritorio de recepción, tomó el ascensor hasta el segundo piso, siguió por un corredor y trepó seis escalones para salvar otro desnivel, mientras una mujer de unos treinta y cinco o treinta y seis años, alta y bien formada, se acercaba rápidamente hacia él. Era Marcia Davis, ayudante del jefe de la División de la CIA en París: su rostro se iluminó con una sonrisa cuando O’Halloran se detuvo, al mismo tiempo que sus ojos grises le recorrían la figura rápidamente. La cara roja y carnosa de O’Halloran, su nariz imprecisa, sus ojos de color azul pálido y su boca firme siempre la mareaban un poco. A veces se preguntaba cómo se sentiría entre esos brazos fuertes y musculosos.

—Hola, Tim —le dijo— ¿qué haces por aquí?

—¿Está el viejo? —preguntó O’Halloran; que a su vez pensaba cómo reaccionaría la atractiva pelirroja si alguna vez tenía él la suerte de ser su compañero de cama.

—¿Alguna vez no está? —replicó ella—. Si algún día no lo encuentras, ven a contármelo ¿Has salido de vacaciones?

—¿Vacaciones? ¿Qué es eso? —inquirió O’Halloran con una mueca—. Me daré por contento si las cojo en Navidad. ¿Y tú?

—Me he inscrito para un crucero en septiembre. Hasta pronto, Tim —y, con su resplandeciente sonrisa, siguió caminando apurada.

O’Halloran se volvió para observar el provocativo balanceo de caderas, que —sospechó con sagacidad— le estaba especialmente dedicado. Luego volvió a pensar en el trabajo y siguió andando por el corredor hasta llegar a una puerta que mostraba una inscripción con letras de oro:

Central Intelligence Agency

Divisional Director John Dorey

Las letras eran deslumbrantemente nuevas y O’Halloran hizo una mueca, sacudiendo la cabeza con asombrada admiración; de manera que por fin Dorey había llegado. Hubo un momento, no mucho tiempo atrás, en que en la División no se hubieran atrevido a apostar por las posibilidades de supervivencia de Dorey: era cuando de Washington les habían mandado a Thorley Warely como jefe de la División y, después de treinta y ocho años de servicio en la embajada, Dorey se había visto relegado al segundo lugar. Pero ahora Warely estaba de vuelta en Washington y Dorey, aunque tenía más de sesenta años, tenía una nueva opción a vivir. Era un hombre a quien O’Halloran admiraba y respetaba, capaz de correr riesgos y tomar atajos, un hombre con visión.

O’Halloran llamó a la puerta, la abrió y entró al cómodo despacho donde Dorey estaba, sentado frente a un enorme escritorio, revisando un fichero.

Dorey era un hombre menudo, con aire de pájaro, que usaba gafas sin montura y, siempre inmaculadamente vestido; hacía pensar en un banquero afortunado más bien que en el director de la CIA. Dejó el fichero sobre su escritorio, echó atrás su silla de ejecutivo y miró a O’Halloran por encima de las gafas.

—Hola, Tim. Hace meses que no le veo. ¿Pasa algo?

O’Halloran mantuvo la puerta abierta y con el pulgar señaló las letras de oro…

—Felicitaciones, señor.

Dorey respondió con una sonrisa fría.

—Gracias. Cierre la puerta y siéntese. —Levantó una estilográfica de oro y la examinó mientras proseguía—: Todo llega para quien juega bien las cartas en el momento adecuado.

—Lo recordaré, señor. —O’Halloran se quitó la gorra del uniforme y se sentó en uno de los grandes sillones que se agrupaban frente al escritorio de Dorey.

—Ya pensaba en jubilarme —prosiguió Dorey como si hablara consigo mismo— cuando apareció en el escenario Robert Henry Carey, y eso cambió las cosas. —Levantó los hombros y comentó—: Un golpe del destino; a veces nos tocan buenas cartas… pero por lo común, no —dejó la pluma y miró directamente a O’Halloran—: ¿Bueno, Tim, qué pasa?

—La Sûreté me ha entregado esta mañana una información —respondió O’Halloran, abriendo el cierre de su cartera. Sacó un legajo, se lo puso sobre sus rodillas, y agregó—: Pensé que usted debía estar al tanto.

Dorey se reclinó en su silla, juntó las puntas de los dedos y formó un arco con las manos: era su posición favorita para escuchar.

—Adelante.

—Hace dos noches, al atardecer del cuatro, un hombre que estacionaba su coche en el muelle de la Tournelle vio a una mujer tendida en la oscuridad y llamó a un gendarme que pasaba. La mujer estaba en coma y llamaron a una ambulancia que la llevó al hospital Saint-Lazare, pero no había camas. La mujer llevaba bufanda decolorada con la bandera de los Estados Unidos y su abrigo tenía la etiqueta de Macy, así que eso les sirvió de excusa para volverla a poner en la ambulancia y conducirla al hospital norteamericano —O’Halloran hizo una pausa para consultar el legajo.

—Hasta ahora eso no me interesa demasiado —dijo Dorey, con una nota de impaciencia en la voz.

Descubrieron que la mujer estaba bajo los efectos de una dosis excesiva de barbitúricos —continuó O’Halloran con su grave voz policial, haciendo caso omiso de la interrupción de Dorey—. La atendieron y la destinaron a una sala. Al día siguiente volvió en sí y descubrieron que padecía una amnesia aguda. No tienen idea dé quién es ni de dónde vive… Está en blanco total. Habla inglés con acento norteamericano y está en un estado de nerviosismo y angustia. Naturalmente, no es un caso raro; hay bastante gente que presenta alguna forma de amnesia y el doctor Forrester, que está a cargo de la sala, quiere verse libre de ella porque en el hospital faltan camas. Envió una descripción de la mujer a la Sûreté y allí pensaron que podía ser sueca o noruega y establecieron contacto con las embajadas, pero sin resultado.

—¿Y qué les hizo pensar que era sueca o noruega? —preguntó Dorey.

—Aparentemente viene de algún país escandinavo, por su aspecto típico: rubia, alta…

—¿No tiene documentos?

—No, ni siquiera un bolso de mano.

Dorey se removió con impaciencia.

—¿Y…?

—Esta mañana he recibido la información habitual de la Sûreté —y O’Halloran miró el legajo que tenía abierto sobre las rodillas—. He aquí su descripción: rubia, excepcionalmente hermosa, ojos azules, muy tostada, altura un metro setenta, cincuenta y siete kilos de peso —se detuvo y miró a Dorey—. Señas particulares: un pequeño lunar en el antebrazo derecho y tres símbolos chinos tatuados en la nalga izquierda.

Dorey miró fijamente a su interlocutor y después levantó la estilográfica y se la frotó contra la delgada nariz.

—¿Chinos?

—Exactamente; tres símbolos chinos —O’Halloran puso el legajo sobre el escritorio—. Bueno, señor, en algún lugar de su archivo hay un legajo que yo manejé hace unos diez meses porque necesitaba información; se refería a Feng Hoh Kung, el principal investigador en cohetería de Pekín y recuerdo que, perdido en un montón de información inútil, decía que el tipo está un poquito mal de la cabeza. Le da por poner sus iniciales en todo lo que tiene y dicen que las pone en su casa, en su coche, su caballo, sus perros, las ollas de la cocina, la ropa, los zapatos… y hasta en las mujeres que le sirven. También me acuerdo que decía que hace un año tenía una amante sueca y como él tiene tres iniciales y en el trasero de esta mujer hay tres símbolos que podrían ser sus iniciales… —O’Halloran enderezó, su corpachón y sonrió— bueno, pensé que era mejor que usted lo supiera.

Dorey permaneció inmóvil.

—¿Quién más tiene esa información?

—La embajada británica, las embajadas escandinavas y France-Matin.

Dorey dio un respingo.

France-Matin le parecía un periódico abominable. Si había cualquier posibilidad de complicaciones, cualquier semilla de escándalo, invariablemente la financiaba él.

—¿La Sûreté no ha dado información a la prensa?

—Les he detenido a tiempo.

—¿Pero France-Matin la tiene?

O’Halloran sacó un periódico de su cartera y se lo entregó a través del escritorio.

—La tiene —respondió.

En la segunda página estaba el titular: ¿«Conoce usted a esta mujer»? Debajo se veía una fotografía mal reproducida, tomada por un fotógrafo policial mediocre, de una mujer rubia que podía tener cualquier edad entre veinte y treinta años y que miraba fijamente desde la turbia hoja impresa, pero su belleza triunfaba sobre la pobreza de la reproducción.

Dorey gruñó al leer: Encontraron símbolos chinos, aún no descifrados, tatuados sobre el cuerpo de la misteriosa mujer.

—¿Cómo se han llegado a enterar de esto? —preguntó furiosamente.

O’Halloran levantó los hombros.

—¿Cómo llega un buitre a encontrar su comida a quince kilómetros de distancia?

Dorey volvió a recostarse en su silla, estuvo pensando durante un momento y luego dijo:

—Podría no significar nada, supongo; muchas mujeres… —se detuvo y sacudió la cabeza—. No, es demasiada coincidencia —se enderezó—. Tim, lo abordaremos como una operación de alto nivel. Si nos equivocamos, nos equivocaremos, pero si esa mujer… —tamborileó sobre el escritorio—. ¿Qué medidas ha tomado hasta ahora?

O’Halloran se acomodó en su silla.

—He tomado precauciones —hablaba con la confianza de un hombre que conoce su trabajo—. Resulta que el general Wainwright se está haciendo un reconocimiento en el hospital, de modo que eso me sirvió de excusa para poner un guardián en el corredor, ya que Wainwright y esa mujer están en el mismo piso. Llamé al doctor Forrester y le advertí que esa mujer podía interesar a la División y que no debía atenderla ninguna enfermera que él mismo no conociera. El guardia tiene instrucciones de no dejar que nadie más que la enfermera entre en la habitación. También advertí a los recepcionistas que no admitan visitas para ella.

Dorey asintió.

—Muy bien hecho, Tim. Ahora déjalo en mis manos. Lo primero es descubrir qué significan esos símbolos que hay sobre el cuerpo de la chica y, si sé da la extraordinaria suerte de que es la amante de Kung, ya lo creo que resultará una persona muy importante y nosotros seremos responsables de ella. Váyase, Tim, y asegúrese de que todo anda bien mientras yo organizo esto.

O’Halloran se levantó rápidamente.

—Podría ser que estuviéramos perdiendo el tiempo, señor.

—¿Y si no? —sonrió Dorey—. Es una suerte trabajar con un hombre como usted. Bueno, vamos. Voy a empezar con esto ahora mismo.

Mientras O’Halloran salía de su despacho, Dorey pensó un momento, hizo para sí mismo un gesto afirmativo y tomó el teléfono.

En un sucio patio de la calle Rennes hay un pequeño restaurante llamado «Le Temple du Ciel», que no se encuentra en ninguna guía turística, aunque sirve la mejor comida china en todo París. En caso de que algún turista lo descubriera, le dirían con una sonrisa apenada que todas las mesas están reservadas. Le Temple du Ciel es para chinos únicamente.

Mientras Dorey hablaba con O’Halloran, Chung Wu, el propietario del restaurante, estaba en la caja supervisando el equipo de camareros que servían el almuerzo a un par de docenas de clientes habituales, ocultos tras las altas pantallas de seda que separaban las mesas. El repiqueteo de las fichas de Mah Jong, las fuertes voces y la sonora música de swing hacían un ruido ensordecedor, sin el cual los chinos se sienten solitarios y desdichados.

Sonó agudo el timbre del teléfono y Chung Wu levantó el receptor, escuchó, habló suavemente en dialecto cantonés, dejó el receptor y se dirigió a una mesa donde Sadu Mitchell estaba a punto de empezar a almorzar.

Los palillos de Sadu se mecían sobre un plato de enormes camarones preparados en una leve pasta dorada cuando Chung Wu se asomó por la pantalla, saludó con una inclinación y luego, dándose vuelta, se inclinó también ante la muchacha vietnamita que estaba sentada junto a Sadu.

—Lamenta, monsieur… el teléfono… inmediato —dijo en un francés atroz.

Sadu profirió una obscenidad que provocó la risa de su compañera, arrojó los palillos e indicó a Chung Wu que se retirara.

Sadu Mitchell era alto, esbelto y de rostro delgado. Su pelo negro azabache, lacio, estaba peinado hacia atrás, su ropa era impecable y sus ojos almendrados tenían la dureza de las cuentas de azabache. Era hijo ilegítimo de un misionero norteamericano que, treinta años atrás, había fracasado de manera inequívoca en Pekín y, cuando finalmente llegó a darse cuenta de que no conseguía afecto alguno en su supuesto rebaño, buscó consuelo en el whisky y en una atrayente muchacha china que se consideró obligada a aliviar la tensión y la angustia motivadas por el fracaso de su esfuerzo por convertir a los paganos. El resultado de tantos desvelos fue Sadu —medio chino, medio norteamericano—, quien estaba tan amargamente dolido por la ilegitimidad de su origen que había llegado a considerar a los Estados Unidos como su enemigo personal.

Durante los diez últimos años, Sadu se había ganado afortunadamente la vida con una pequeña boutique en la calle Rivoli, donde vendía piezas de jade y antigüedades a precios exorbitantes a los turistas norteamericanos. Era hombre perdido si no tenía mujer, y durante el último año, después de descartar a varias, había encontrado una muchacha vietnamita que se hacía llamar Pearl Kuo y cuya belleza le había cautivado por completo, que era precisamente lo que los chinos se proponían. Sadu descubrió que el odio de ella hacia los Estados Unidos dejaba muy atrás el amargo disgusto que él mismo sentía. Pearl había perdido familia y hogar durante un ataque aéreo de los norteamericanos contra Vietnam del Norte y había escapado a Hanoi, donde se había convertido en agente de los chinos, hasta que finalmente la enviaron a París. Poco tardó en convencer a Sadu de que también él debía colaborar con el movimiento chino. Le explicó que, como él estaba en contacto con los norteamericanos que visitaban su negocio, tenía la oportunidad de recoger fragmentos de información que debía transmitir a Yet-Sen, un viejo chino que trabajaba en la embajada china. A Sadu la cosa le pareció divertida, ya que le daba ocasión de lesionar el prestigio yanqui. Era sorprendente cómo hablaban los norteamericanos cuando se encontraban en un país extranjero, como, si se imaginaran que nadie podía entender inglés, y a veces las indiscreciones que cometían eran alarmantes. Las informaciones de Sadu sirvieron para alimentar el mecanismo de propaganda china, y él sentía que estaba haciendo algo tangible para saldar la vieja cuenta con su padre, muerto unos diez años atrás. Lo que no sabía era que le estaban preparando cuidadosamente para hacer tareas más importantes y más peligrosas: suavemente impulsado por Pearl y bajo la vigilante dirección de Yet-Sen, Sadu se acercaba al punto donde ya no podría retroceder.

La llamada telefónica iba a convertirle en un agente con toda la barba.

Sadu apartó la pantalla, se dirigió al teléfono y tomó el receptor.

—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó con impaciencia, pensando que se le enfriaban los camarones.

—Estoy en su establecimiento; venga inmediatamente —reconoció la voz gutural de Yet-Sen.

—Ahora no puedo ir. Estoy…

—Inmediatamente —y la comunicación se interrumpió.

Sadu profirió una maldición y volvió a la mesa, donde Pearl le miró con aire interrogativo.

—Yet-Sen —explicó Sadu, con expresión ensombrecida por la cólera—. Quiere verme ahora mismo.

—Entonces debes ir, querido.

Sadu estaba tan sometido a la influencia de ella que ya no vaciló.

—Bueno, espérame aquí —le dijo—. No tardaré —y salió dél restaurante.

Tardó un poco menos de diez minutos en llegar a su establecimiento, conduciendo agresivamente su T.R.4 de color rojo a través del denso tránsito. Cuando se detenía, un chino gordo que había estado mirando sin ver los artículos de jade que se exhibían en los escaparates de Sadu se volvió, y fue hacia el coche, subió y dijo en voz baja:

—Vamos a alguna parte donde podamos hablar.

Sadu volvió a incorporarse al tránsito, recorrió a bastante velocidad la calle Rivoli, se abrió trabajosamente paso por la Concorde y se internó por el Quai.

—Es una emergencia —dijo Yet-Sen— y usted ha sido elegido para actuar. Es un gran honor. Busque sitio para estacionar en los jardines del Louvre.

Sadu experimentó un ramalazo de incomodidad y remordimiento. Miró al hombre gordo que se había sentado a su lado con su pesado traje de ciudad, su amarillo rostro inexpresivo y sus manos pequeñas que parecían ralladas en marfil, cruzadas sobre el vientre abultado. Como era la hora de almorzar, una vez en los jardines le fue fácil encontrar estacionamiento, frente al ministerio de Finanzas, y detuvo el motor del coche.

Yet-Sen sacó del bolsillo un ejemplar de France-Matin y se lo entregó a Sadu, golpeando con el dedo una pésima reproducción de la fotografía de una mujer rubia.

—Para mañana por la mañana esta mujer tiene que estar muerta —le dijo—, y confiamos en usted. Tendrá toda la ayuda que necesite, pero usted tiene que ocuparse de los detalles. Esta tarde a las seis un hombre irá a verle; él es el arma… cerebro no tiene. Usted debe ser el cerebro, de modo que, por favor escuche atentamente…

Sadu permaneció inmóvil, aferrando el volante con sus dedos largos y finos, y escuchó. De pronto se dio cuenta de que su mezquino odio hacia Norteamérica, la carga imaginaria que durante tanto tiempo había llevado a cuestas, se convertía finalmente en un peso real; no estaba seguro de si debía sentirse halagado o aterrado por ese súbito cambio de situación, pero instintivamente sabía que no importaba cuáles fueran sus reacciones: la tarea debía ser realizada.

En Londres, Bond Street ejerce una especial fascinación sobre los turistas. Aún cuando los negocios cierren a la temprana hora de las 17,30, se ve gente de todos los países del mundo que sigue caminando por la calle congestionada por el tránsito, mirando los escaparates de las tiendas y admirando los grabados antiguos, los libros encuadernados en cuero, la lencería, las cámaras fotográficas y los regalos de lujo que se exhiben en Asprey’s.

Entre el río de gente que recorría Bond Street a la hora del cóctel, a las siete de la tarde, había un hombre gigantesco que llevaba un raído traje de corte extranjero, toscos zapatos y usaba corbata y camisa de Marks & Spencer. Tenía el cabello plateado muy corto, un rostro cuadrado de pómulos salientes e insulsos ojos verdes, y podía tener de treinta a cuarenta años, pero no más. Su cuerpo macizo pasaba del metro noventa de altura y tenía un rostro tostado por el sol, tranquilo e inexpresivo. Se movía fácilmente, con el paso leve de un luchador adiestrado y con las manazas metidas en los bolsillos del pantalón.

Su nombre era Malik y era el agente más cotizado de, Rusia. Llevaba ya una semana en Londres y le habían dicho que anduviera mirando la City, que se empapara de su atmósfera y se condujera como un turista; también era posible que tuviera que hacer algún trabajo.

Por el momento, Malik descansaba; se había alojado en un pequeño hotel estrambótico de Cromwell Road y tenía plena conciencia de que el M.I.6. le vigilaba. También sabía que su propia gente había puesto un hombre para seguirlo y aceptaba todo eso con indiferencia. Era parte del juego y consideraba su tarea como un juego emocionante, que le gustaba y daba cauce a sus instintos sádicos.

Esa tarde, caminando por Bond Street, satisfacía su reprimido anhelo de poseer bienes, deteniéndose de vez en cuando ante un escaparate para contemplar con sus desabridos ojos verdes los artículos de lujo que deseaba, pero que sabía que nunca podría tener.

Había un juego de ruleta portátil que le habría gustado y, en otro ángulo, se veía un portasecante de cuero repujado, con un juego de lápices de oro y ónice que le hacían señas desde el escaparate del mismo modo que un juguete imposible de comprar le hace señas a un niño. Se quedó mirando el escaparate, el rostro convertido en un máscara profesionalmente inexpresiva, mientras ocultaba en los bolsillos sus enormes puños contraídos.

Siguió adelante de mala gana, caminando con lentitud y luchando con la tentación de volver a detenerse a mirar las cosas tan provocativamente expuestas en los escaparates, consciente de que había alguien que le seguía y le observaba y que estaba dispuesto a elevar un informe, celoso de su reputación y más que dispuesto a arruinarlo.

El débil sonido del claxon de un coche le hizo mirar atentamente hacia un Jaguar que había disminuido la velocidad hasta deslizarse apenas y se puso ahora a la par de él.

Una muchacha llevaba el volante: rubia y sonriente, de no más de veintitrés años, con una estola de visón sobre los hombros, de ojos incitantes y boca profundamente delineada por la experiencia del mundo y del pecado.

Malik miró hacia otro lado y siguió andando; sentía cómo la sangre se movía en su cuerpo y le invadió el súbito impulso de irse con esa puta y mostrarle de qué manera un ruso puede convertir a una mujer en un animal jadeante y lloroso, triturado por sus músculos y tendones. La urgencia del deseo le hizo brotar gotas de sudor en la frente, pero siguió caminando, preocupado por el invisible observador, ya que sabía que todos sus movimientos, buenos o malos, formarían parte del informe, esa misma noche o más adelante.

El jaguar se acercó a la acera y la muchacha le dijo suavemente:

—¿Cómo es que vas tan sólo, querido? Podríamos pasarlo bien.

Malik siguió; los artículos de lujo de los escaparates habían perdido de pronto su fascinación y lo único que quería era volver al hotel: cuatro paredes, una ventana con cortinas y una puerta cerrada con llave le ofrecerían el santuario que necesitaba, lejos de los ojos vigilantes.

El jaguar tomó velocidad y se alejó, mientras él lo miraba con pena. Cuando llegaba a Picadilly, el pulsador electrónico que llevaba en la muñeca y que imitaba un reloj, empezó a latir; era la señal de que le necesitaban. Inmediatamente se puso alerta y de su mente se borraron los deseos de la carne y las ansias de lujo. Tocó el resorte del pulsador para detener el latido y anduvo rápidamente por Picadilly hasta llegar al Berkeley Hotel. Haciendo caso omiso de la mirada del portero con sombrero de copa, entró y se abrió paso entre los grupos de gente que conversaba, bebiendo sus cócteles, y que a él le parecían estúpidos y vestidos con excesivo lujo. Llegó a las cabinas telefónicas y dio el número al empleado, ignorando otra vez la evidente desaprobación con que éste le miraba. Luego se encerró en la cabina que el hombre le indicó. Olía a perfume caro, cosa que le hizo pensar por un momento en la rubia del Jaguar y apretar los puños; habría estado bien demostrarle de qué manera un ruso toma a una mujer. El timbre del teléfono sonó y Malik levantó el receptor.

—Hola —dijo una voz de hombre.

—Cuatro y dos y seis son doce —dijo Malik, usando su propio código de identificación.

—Usted sale inmediatamente para París —le dijo el hombre, en ruso—. Tiene pasaje reservado en el vuelo 361 que parte a las 20,40; su equipaje ya está hecho y le espera en la Terminal Aérea S. le espera en Le Bourget. Es una emergencia —y la comunicación se interrumpió.

Malik pagó la llamada, salió del hotel, tomó un taxi y se hizo llevar a la Cromwell Road Air Terminus.

Un hombre gordo de rostro seboso, a quien Malik conocía como Drina, le esperaba en el salón de entrada; tenía consigo la destartalada maleta de Malik, el pasaje y trescientos francos.

—Todavía queda un poco de tiempo —le dijo respetuosamente Drina. Era un gran admirador de Malik y le hubiera gustado tener el talento y el empuje que habían convertido a éste en el agente de más categoría—. ¿Puedo hacer algo más? Se lo he puesto todo en la maleta. Smernoff le esperará al llegar y le gustará que le lleve algunos cigarrillos libres de impuesto —el rostro grasiento se contrajo en una sonrisa—. Pensé que podía decírselo.

Malik odiaba a ese hombre regordete como odiaba todo lo que se vinculara con el fracaso. Había tenido trato con él antes y sus modales serviles y aduladores le irritaban.

Sin decir palabra, cogió la maleta, el pasaje y el dinero y se alejó. Sabía que todavía lo vigilaban, y ni siquiera podía ser brusco con Drina.

Cuando llegó al aeropuerto de Le Bourget pasó el control policial sin dificultades. Su pasaporte falso estaba en orden: viajaba como ciudadano norteamericano de vacaciones y la policía del aeropuerto estaba acostumbrada a los norteamericanos y consideraban que Norteamérica les enviaba un pintoresco muestrario de razas. Ese hombre de aspecto eslavo era un visitante más y sus dólares le aseguraban la bienvenida. Malik pasó la barrera y sé internó en el vasto hall de recepción donde le esperaba Boris Smernoff. Malik se alegraba de verle, pues Smernoff conocía su trabajo: tenía fama de ser el más inteligente y despiadado de los cazadores de hombres y Malik había trabajado muchas veces con él. Era macizo, moreno y de constitución sólida, calvo, tenía ojos pequeños y crueles y un talento especial para aceptar las dificultades sin quejarse. Su filosofía era: si es posible se hará; si es imposible, se puede hacer.

Pocos minutos antes de la llegada de Malik se había producido una repentina escena de violencia. Tres jóvenes beatniks, con chaquetas de cuero y rostros indescriptiblemente sucios habían aparecido de pronto y habían atacado a un hombre que estaba inocentemente sentado junto a la barrera a donde llegarían los pasajeros de Londres; uno de ellos le había dado un golpe en la cabeza con una cachiporra de goma y, antes de que nadie pudiera hacer nada, los tres habían escapado y, subiendo atropelladamente en un estropeado Simca, habían desaparecido rápidamente en la lluvia y la oscuridad.

El atacado era uno de los agentes, del M.I.6 en París, advertido desde Londres de la llegada de Malik; se lo habían llevado en una ambulancia y Smernoff, que había organizado el ataque, confiaba en que no habría nadie más para verificar tal llegada.

Mientras Malik atravesaba el hall en dirección a Smernoff, los labios delgados de éste se distendieron en un sonrisa.

—¿Me ha traído cigarrillos? —preguntó, mientras ambos^ se estrechaban la mano.

—Puede envenenarse solo —respondió Malik— ¿por qué habría yo de acelerar su muerte?

—Usted no piensa más que en usted mismo —dijo Smernoff, encogiéndose de hombros—. Nunca he oído que haya hecho un favor a nadie.

Malik gruñó, pero mientras salían del aeropuerto se dio cuenta de que la observación le había dejado pensando, y le irritó encontrar que era cierto.

Subieron los dos a un 404 que Smernoff había dejado en un aparcamiento y, mientras ponía el coche en movimiento, éste informó:

—Podría ser un asunto engañoso. Han encontrado a una mujer que ha perdido totalmente la memoria y por el momento la tienen en el hospital norteamericano. Se cree que es la amante de Feng Hoh Kung, y tenemos órdenes de sacarla del hospital y llevarla a una casa de Malmaison, que ya está preparada. Han decidido que usted se haga cargo de la operación. El servicio de seguridad norteamericano sabe quién es ella y ya han puesto guardia en el hospital, y también, es posible que en unas pocas horas la trasladen a un sitio menos accesible.

—¿Piensan que tiene información? —preguntó Malik.

—Piensan que puede tenerla.

Durante unos minutos, Malik permaneció en silencio pensando en su misión, que le resultaba interesante. Le gustaba la acción, y entrar a un hospital vigilado para secuestrar a una mujer y después desaparecer era precisamente el tipo de tarea para la cual se sentía adecuado.

—¿Ya han hecho algo o me esperan?

—Es un asunto urgente —respondió Smernoff—. Tengo un hombre vigilando en el hospital y nos informa cada diez minutos, Me parece que la forma más rápida de proceder es entrar y llevársela. Y tenemos suerte: en el mismo piso de ella hay un general norteamericano que está internado para un reconocimiento. Dispongo de uniformes del ejército norteamericano, de un jeep y cíe una ambulancia, pero si no le gusta la idea, dígalo. Esta operación es de usted, no mía.

Malik echó una mirada al rostro duro y cruel de su compañero y sus ojos brillaron: Smernoff era un ayudante y debía recibir órdenes, pero Malik pensaba cuánto tiempo duraría eso si Smernoff empezaba a usar tan bien los sesos. Había bosquejado el mismo plan en que habría pensado Malik, y éste lo sabía.

—Usted piensa igual que yo, Boris; da gusto trabajar con usted. El plan es bueno y funcionará. Me ocuparé de que se lo reconozcan.

—Oh, no —respondió—. Si usted aprueba el plan, yo encantado de pasárselo a usted. Para mí, que me lo reconozcan no significa nada. ¿Por qué voy a preocuparme por eso?

—¿Es que no es ambicioso, Boris? —preguntó Malik.

—No… ¿y Usted?

—A veces no sé. No… creo que no.

Smernoff empezó a decir algo y luego se interrumpió recordando que no era prudente hablar demasiado de uno mismo.

—¿Quién se ocupará de esa mujer cuando la llevemos a Malmaison? —preguntó Malik—. No esperarán que hagamos de enfermeras, ¿no?

—Yo no tendría inconveniente, porque es muy hermosa y podría ser divertido —respondió Smernoff—. Pero no, Kovski le ha encargado esa tarea a Merna Dorinska.

—¡A esa perra! ¿Y qué hace en París? —exclamó Malik, poniéndose alerta.

—Muchas veces está aquí. Dicen que Kovski y ella…

—¿Quién lo dice? —casi ladró, más que preguntó, Malik.

Pero Smernoff no se intimidaba fácilmente y se encogió de hombros.

—¿Pero usted no lo sabía? Debe ser el único…

—Sé, pero es mejor no hablar de eso.

—Usted sabe que yo preferiría irme a la cama con una cabra y no con esa mujer —dijo Smernoff.

—Kovski no notaría diferencia.

Ambos se echaron a reír y todavía estaban riéndose cuando Smernoff entró al patio de la embajada rusa.

John Dorey llegó al hospital norteamericano a las 16,40, irritadísimo porque sabía que había perdido un tiempo precioso, pero tenía que asegurarse de que las marcas tatuadas sobre el cuerpo de la mujer eran auténticas. Primero había tenido que localizar a Nicolás Wolfert, el experto en asuntos chinos de la embajada de los Estados Unidos. Pero Wolfert se había tomado el día libre y estaba pescando en una pequeña finca que tenía en Amboise, de modo que para cuando lo localizaron, lo trajeron a París en helicóptero, lo llevaron en un coche a la embajada y lo pusieron al tanto de todo ya se habían perdido cuatro horas irrecuperables. Además de Wolfert, Dorey llevaba también consigo a Joe Dodge, el mejor fotógrafo de la embajada.

El doctor Forrester era un hombre alto y flaco, de rostro fatigado y ojeroso, que recibió a Dorey en su consultorio mientras Wolfert y Dodge esperaban en el corredor.

Forrester ya había sido advertido por O’Halloran de la posible importancia de su paciente y estaba muy dispuesto a cooperar.

—Esto puede ser altamente secreto —le dijo Dorey mientras se sentaba— y confío en usted, doctor, para que no lleguen a descubrirla. Hay muchas razones para que quieran asesinarla, de modo que quiero que le prepare la comida alguien en quien usted tenga absoluta confianza y que no la atienda ninguna enfermera a menos que usted se haga responsable de ella.

Forrester asintió.

—El capitán O’Halloran ya me ha explicado todo y estoy haciendo todo lo posible. ¿Qué más necesita?

—Necesito fotos de los signos tatuados y tengo un fotógrafo esperando.

Forrester frunció el ceño.

—Esa mujer tiene los tatuajes en la nalga —se recostó y examinó a Dorey— y no se puede mandar un extraño a su habitación, y esperar que se ponga en exhibición mientras le toma las fotos. Eso no puedo permitirlo.

—¿De modo que está consciente?

—Claro que está consciente. Ya hace tres días que está consciente y se encuentra en un estado de gran nerviosismo.

—Pero necesito esas fotografías —insistió Dorey con cierta esperanza en la voz— y hasta es posible que haya de mandárselas al presidente. Si le dan una inyección de pentotal ni siquiera sabrá que la han fotografiado, y eso no será cuestión más que de unos minutos. También quiero que mi experto en asuntos chinos vea las marcas; hagámoslo ahora mismo.

Forrester vaciló y se encogió de hombros.

—Bueno, si es tan importante —accedió, tomó el teléfono, habló en voz baja y cortó la comunicación—. Sus hombres pueden subir dentro de diez minutos.

—Espléndido —Dorey fue hacia la puerta a hablar con Dodge y luego volvió a sentarse—. Hábleme de esa mujer.

—Citando la trajeron encontramos…

—Todo eso ya lo sé; leí su informe —interrumpió Dorey con impaciencia—. Lo que quiero saber es… ¿no está fingiendo? ¿Realmente tiene amnesia?

—Yo diría que sí; no responde a la hipnosis y cuando llegó tenía una pequeña contusión en la cabeza. Puede habérsela producido cuando tuvo el colapso y es posible que eso haya causado la pérdida de memoria; es un poco raro, pero puede ser. Sí, creo que la pérdida de memoria es auténtica.

—¿Tiene alguna idea de cuánto puede durar?

—Tanta como usted. Una semana… un mes… no creo que más de un mes.

—¿Y si le dieran escopolamina?

Forrester sonrió.

—Ya hemos pensado en la escopolamina, pero es peligrosa. Si está fingiendo daría resultado, pero si no, siempre existe el riesgo de que pierda más profundamente la memoria. Si usted quiere probar no me opondré, pero si ella realmente sufre de amnesia la escopolamina puede demorar en meses la recuperación de la memoria.

Dorey pensó un rato y luego se puso en pie.

—Lo veré de nuevo después de hablar con mi experto en asuntos chinos. Gracias por su cooperación, doctor. Trataré de mudarla tan pronto como pueda organizar un lugar para tenerla.

Treinta minutos más tarde Wolfert, un hombre calvo y regordete cuyo cutis blanco y rosado desmentía sus cuarenta y seis años, entraba en la pequeña habitación que Forrester había puesto a disposición de Dorey. Allí le esperaban Dorey y O’Halloran.

—¿Y…? —interrogó Dorey, poniéndose de pie.

—Es Erica Olsen, la amante de Kung —dijo Wolfert—. He visto sus iniciales en varias cosas suyas, tantas veces, que no puedo confundirme con las marcas que esa mujer tiene en el cuerpo. Es un tipo de tatuaje muy especial… un color especial, casi imposible de imitar.

Dorey miró atentamente a ese hombre, considerado el principal experto en lo referente a costumbres chinas.

—¿Casi?

—Supongo que un verdadero artista del tatuaje podría imitarlo, pero lo dudo. Simplemente, me cubro —el gordo rostro de Wolfert se iluminó con una sonrisa de entendido—. Nadie podría estar absolutamente seguro, pero yo apostaría mi pensión a que es la amante de Kung.

Dorey miró a O’Halloran.

—Vigüela, Tim. Tendré que avisar a Washington; no puedo hacer nada sin su autorización —pensativo, se frotó la frente—. Significa más demora, pero podría ser algo importante. Volveré a la embajada.

—No se preocupe por ella —dijo O’Halloran—. Estará aquí sana y salva cuando la necesite.

Pero O’Halloran no sabía que en el término de unas horas Malik llegaría a París; e incluso cuando éste llegó, el jefe de división de M.I.6. estaba tan furioso porque su agente había sido golpeado y había perdido el rastro de Malik, que olvidó advertir a O’Halloran que el más peligroso de los agentes rusos vagaba sin vigilancia por las calles de París. De haberlo sabido, O’Halloran habría custodiado más de cerca a Erica Olsen, pero como lo ignoraba, supuso que un guardia armado con un rifle automático era suficiente.

Sin embargo, cuando se trataba de Malik, nada era suficiente.

Pocos minutos después de las seis de la tarde, un muchacho de constitución delicada entró en el establecimiento de Sadu Mitchell. Llevaba una maleta pequeña y destartalada, con cantoneras de metal, dél tipo que llevaría un vendedor ambulante. Tenía aspecto enfermizo, con el color y la textura de un pescado muerto y podrido y sus diminutos ojos negros se movían incesantemente a derecha e izquierda con la sospecha inquietud de un hombre que no confía en nadie. Podría haber tenido veinticinco años e incluso treinta, pero en realidad tenía dieciocho; Su pelo negro carbón estaba cortado muy corto y formaba una especie de casquete sobre la cabeza pequeña. Sus movimientos eran tan flexibles y sinuosos como los de una víbora.

Jo-Jo Chandy había nacido en Marsella; su padre había sido un rufián de puerto y de su madre nada se sabía. Cuando el niño tenía diez años su padre murió en una pelea a cuchillo, lo que no preocupó nada a Jo-Jo, que estaba contento de ser libre y no tardó en ganarse razonablemente la vida trabajando como anunciador de una prostituta negra cuyas técnicas sexuales le habían ganado la admiración de Jo-Jo y una cantidad de clientes. Cuando ahorró suficiente dinero decidió que París le ofrecería muchas más oportunidades para su perverso talento, pero, durante un tiempo, descubrió que se equivocaba: en París, a la policía no le gustaban los rufianes y, después de ser arrestado y castigado varias veces, abandonó el intento y se empleó como lavaplatos en un restaurante chino. Allí conoció a una muchacha, china que era una de las agentes de Yet-Sen y que pronto advirtió que ese muchacho delgado y vicioso era un arma potencialmente útil. Yet-Sen se encargó de él, lo adiestró y le dio dinero y, un año más tarde, Jo-Jo se había convertido en uno de los asesinos a sueldo de más confianza de Yet-Sen.

Completamente amoral, sin sentido alguno del bien o del mal, Jo-Jo sólo existía para el dinero y no había tarea, por peligrosa o perversa que fuera, que no se animara a emprender siempre: que la recompensa final fuera dinero. Para él, la vida era el; girar de una ruleta y su filosofía era: según lo que apuestes, eso ganas, y el riesgo no importa.

Pearl Kuo, que estaba vendiendo algunos artículos de jade a una norteamericana gorda tocada con un absurdo sombrero lleno de flores y que usaba unas gafas enjoyadas igualmente absurdas, miró brevemente a Jo-Jo cuando éste se presentó en el establecimiento; sabía quién era y su llegada la entusiasmó. Pensaba que por fin Sadu iba a tomar parte activa en el movimiento chino, algo que ella había estado esperando con ansiedad e impaciencia.

Cuando la norteamericana se fue, Pearl sonrió, mirando a Jo-Jo con sus brillantes ojos almendrados y al mirarla a su vez, él sintió que le invadía una ola de lujuria.

—Te espera —dijo Pearl—. Por favor, pasa por aquí —y abrió una puerta que había tras el mostrador de cristal.

Jo-Jo siguió mirándola fijamente, recorriendo con sus ojillos el cheongsam floreado que revelaba su cuerpo perfectamente proporcionado, y después pasó a la salita de Sadu.

Durante las horas que había pasado esperando, Sadu le había contado a Pearl lo que le había dicho Yet-Sen.

—Espera que yo mate a esa mujer —había dicho Sadu, con el rostro pálido brillante de sudor— y eso sería un asesinato. ¿Qué tengo que hacer?

—No tienes más que arreglar las cosas, pero no la matarás tú mismo —repuso Pearl en tono tranquilizador, acariciándolo con sus dedos finos—. Es por China, Sadu, y además ahora es demasiado tarde para retroceder; debes obedecer y si no lo haces, yo tendré que abandonarte y ellos te matarán. Pero no hace falta hablar de eso. Si me ordenaran a mí que lo hiciera, yo lo haría; debes estar orgulloso de que te hayan elegido.

Comprendiendo cuál era su situación, Sadu decidió que era mejor estar orgulloso. Odiaba a los norteamericanos porque le habían hecho daño y, si se lo pensaba bien, esto no era un asesinato sino una venganza.

Recibió a Jo-Jo con un desdén arrogante.

—Siéntate. Entiendo que tú tienes que matar a esa mujer y yo tengo que ocuparme de que hagas bien el trabajo.

Jo-Jo se sentó, apoyando la maletita en las rodillas. De él emanaba un< débil pero inconfundible olor a suciedad que hizo que Sadu, frunciera el ceño.

Seguro ahora de sí mismo, Sadu continuó:

—Primero tenemos que descubrir en qué lugar del hospital está esa mujer; en qué piso y en qué habitación. Una vez que sepamos eso, debe ser fácil para ti. Puede que tengas que trepar a su habitación —satisfecho con su plan, miró a Jo-Jo con una sonrisa condescendiente—. ¿Supongo que sabes trepar?

Mientras seguía aferrando la maleta, Jo-Jo preguntó:

—¿Es su primer trabajo? —sus labios delgados se curvaron en una sonrisa entre burlona y divertida—. No se preocupe. Usted conduce el coche… y yo me ocupo de los detalles: el crédito será para usted… y para mí el dinero. Así todo el mundo estará contento.

Sadu se puso rígido y la furia le hizo enrojecer. Se acercó a Jo-Jo, imponiéndose con su altura.

—¡No me hables de esa manera! ¡Aquí mando yo! —estalló con voz sofocada por la cólera—. ¡Harás exactamente lo que yo te diga!

—Sadu… por favor… —La dulce voz de Pearl hizo que Sadu se volviera sobresaltado—. Creo que él debe manejarlo. Después de todo, tiene experiencia. Por favor…

Jo-Jo la miró y abrió la maleta, de la que sacó una automática calibre 25 con silenciador. Atornilló el silenciador en el cañón del arma y luego se aseguró la pistola en el cinturón. Al ver el arma y los movimientos profesionales y deliberados de Jo-Jo, la cólera se desvaneció y durante un momento permaneció inmóvil, vacilando.

—Ahora vamos al hospital —dijo Jo-Jo. Sus ojos recorrieron de nuevo el cuerpo de Pearl y después miró directamente a Sadu—. Primero, como dice usted, tenemos que descubrir dónde está la mujer. Todavía tenemos tres horas de luz de modo que eso nos da mucho tiempo —arrojó la maleta en un rincón y salió del cuarto.

Pearl tomó del brazo a Sadu:

—Haz lo que te dice; es un profesional y te servirá su experiencia.

Sadu vaciló y luego, dominando su miedo y súbitamente consciente de su total incompetencia, salió con Jo-Jo a la bulliciosa calle Rivoli.

Pearl miró cómo los dos hombres subían al coche deportivo de Sadu y se alejaban. Era muy temprano para cerrar el establecimiento, pero encendió una varilla perfumada y se arrodilló durante largos instantes en oración, mientras el humo aromático se enroscaba en torno de ella.

Más o menos a la hora en que Malik se encontraba con Smernoff en el aeropuerto de Le Bourget, Dorey recibía de Washington el visto bueno para seguir con su plan.

Su sugerencia había sido estudiada por los jefes de la CIA y del FBI, que habían sido cautelosos, porque ^consideraban que, por el momento el asunto no podía llegar a nivel presidencial. La mujer podía estar fingiendo, pero aceptaban la posibilidad de que fuera algo de que debía ser tratado como una operación importante. En una conversación telefónica vía satélite, el jefe de Dorey en Washington le había dicho:

—Usted se encargará de esto, John, por lo menos para las jugadas principales. Puede gastar lo que quiera… si el asunto no resulta, ya cubriremos los gastos. Pero en este momento preferiría no saber qué es lo que usted hace. Siga adelante en forma oficial y si del huevo sale un pollo, avíseme.

Dorey sonrió sin alegría.

—Descuide, señor; yo me ocupo —dijo, y cortó.

Sin embargo, era una misión de las que le gustaban a Dorey: ahora tenía las manos libres, dinero para gastar y nadie más que él sería responsable del éxito o del fracaso. Durante la hora; anterior había estado pensando y estaba listo para entrar en acción. Eran las ocho de la noche y en ese momento Malik estaba en el avión que le traía a París, mientras Sadu y Jo-Jo se encontraban en el coche del primero, junto al hospital norteamericano. La mujer de quien se pensaba que fuera Erica Olsen, la amante del principal experto en cohetes y ciencia atómica de China, estaba todavía dormida por la inyección de pentotal. El guardia, Willy Jackson, un soldado alerta y disciplinado, no demasiado inteligente, pero muy rápido para disparar, recorría incesantemente el corredor del hospital echando de vez en cuando una mirada a la puerta cerrada tras la cual dormitaba Erica Olsen.

—Tim… ¿se acuerda de Mark Girland?

—¿Girland? Sí, claro…, solía trabajar para. Rossland, ¿no?

—Ese mismo. Ahora está en París y le necesito. Tiene un apartamento y estudio en la calle des Suisses. No me importa lo que haya que hacer para conseguirlo, pero tráigamelo; quiero tenerle aquí dentro de una hora.

—Un momento, señor; si mal no recuerdo, ese Girland es un cabeza dura. ¿Y si no quiere venir?

—¿Girland, cabeza dura? Ahora no está trabajando conmigo y creo que es fotógrafo callejero o algo así. Tráigamelo de cualquier modo, Tim. Envíe un par de hombres capaces. Le quiero aquí dentro de una hora.

Colgó el receptor y se reclinó en su silla de ejecutivo, satisfecho consigo mismo; le parecía que estaba manejando brillantemente la situación.

¡Mark Girland! Muchos ni siquiera habrían pensado en Girland; era el hombre justo para resolver el problema de Dorey, hecho a medida para la tarea.

Dorey frunció el ceño. Hecho a medida… naturalmente, si lograban convencerle de que la hiciera.

Marcia Davis le había dejado un plato de sandwiches de pollo y un vaso de leche sobre el escritorio antes de irse a casa y Dorey, mientras calculaba cómo debería manejar a Girland, cogió un sandwich y lo mordió pensativamente.