Sigilosamente, Zelda levantó la cabeza y miró a través del cuarto donde estaba durmiendo Carrie. La luz de la luna penetró a través de la persiana, y por unos instantes Zelda observó a Carrie. Luego con cuidado infinito, apartó a un lado las sábanas y se sentó. Esperó respirando apenas, luego apoyó los pies en el suelo.
El silencio reinaba en toda la casa del rancho. Zelda no volvió a hacer un movimiento durante un momento. Se sentó en el borde de la cama, tratando de decidir entre dos posibilidades: correr el riesgo de deslizarse fuera de la casa y llegar a la cabaña o volverse a la cama. No sabía si el italiano gordo estaba despierto. Pensó que era probable que estuviera durmiendo, pero no podía estar segura.
Se consumía por Riff. Si lograba llegar adonde él estaba, no tenía la menor duda de que él la sacaría de ese lugar. ¡Tenía que reunirse con él!
Se levantó. Inmóvil, con el corazón en un puño, observó a Carrie, pero como ésta no hizo ningún movimiento, tomó la camisa y los pantalones que había dejado sobre una silla al lado de su cama. Con precauciones indecibles se puso los pantalones, tiró el camisón sobre la cama y se puso la camisa.
Carrie se movió en sueños, y Zelda se quedó helada, latiéndole con fuerza el corazón. Esperó; luego, cuando vio que Carrie seguía durmiendo, Zelda se dirigió en silencio hasta la puerta. La abrió sin dificultad y dio unos pasos en el vestíbulo. Allí se detuvo unos instantes, escuchando. Contenta de no oír ningún ruido que pudiera alarmarla, se dirigió a la cocina, abrió, sin ninguna preocupación, la puerta de atrás y dio unos pasos en la noche cálida, a la luz de la luna.
Cerca de la parte delantera de la casa, Moe había luchado para mantenerse despierto, pero no estaba hecho para soportar una noche sin dormir. Se había relajado en el confortable sillón de bambú, con la pistola al lado y durante una hora había estado dormitando. Ahora dormía profundamente.
Zelda dio la vuelta a la casa, se detuvo el tiempo suficiente para oír el suave ronquido de Moe, luego atravesó el césped y corrió por el camino de arena, hasta la cabaña.
En la cabaña, Chita había entrado en su dormitorio, encerrándose en él. Se recostó en la cama, cansada, medio dormida y medio despierta. En el vestíbulo, Riff también estaba dormitando. Había pasado dos largas horas vigilando la casa del rancho, pero cuando la luna se escondió y las sombras rodearon la casa, ya no pudo ver a Moe. Ahora no tenía idea de si Moe estaba dormido o despierto. Ño tenía ánimo para ir hasta allí. Su oreja le dolía. No quería exponerse a recibir una bala en la pierna. Ahora, acurrucado en dos sillones, dormitaba y pensaba en su futuro con Zelda.
Un ligero ruido alertó a Chita. Se sentó para escuchar. Chirrió una puerta, luego oyó un suave murmullo procedente del vestíbulo. Se bajó de la cama y se dirigió con mucho sigilo hacia la puerta. Escuchó con el oído apretado contra el panel. Reconoció la voz de Zelda. Una corriente de sangre caliente le corrió por todo el cuerpo. Con mucho cuidado, despacio y con paciencia, hizo girar el picaporte y con suavidad abrió la puerta no más de una pulgada, de manera que podía oír sin ser vista.
Cuando la puerta delantera de la cabaña chirrió al abrirse, Riff se levantó de golpe, pero se tranquilizó al oír murmurar a Zelda:
—Todo va bien, Riff… soy yo.
Vino a él a través de la oscuridad del cuarto y se arrodilló a su lado; rodeándole con sus brazos, apoyó la cabeza contra su pecho.
—No puedo estar fuera —dijo pasando sus dedos por el pelo corto de él, cuidándose de evitar la oreja lastimada—. ¿Estás mal herido?
—¿Dónde está él? —preguntó Riff; sus torpes dedos en la espalda de ella, para atraerla contra su pecho—. ¿Está dormido?
—Sí —se estremeció suavemente al contacto fuerte y brutal de sus manos—. ¡Oh Riff! ¿No podemos irnos? ¿No podemos irnos ahora mismo?
Riff pudo ver la luz de la luna que entraba a través de las persianas. Si salían ahora y Moe se despertaba podría abatirlos de un tiro como a simples conejos.
—Este tipo sabe tirar —dijo—. Tenemos que esperar. Hay tiempo. Ya ves lo que me ha hecho a mí —hablaba con una voz que apenas era un murmullo.
—¿Dónde está ella? —murmuró Zelda, con sus brazos fuertemente abrazados alrededor de él.
—En el otro cuarto… dormida. Habla en voz baja. Podría oímos —se puso de pie atrayéndola hacia sí. Permanecieron en la oscuridad, en un estrecho abrazo. .
Chita cerró la puerta, volvió a la cama y se sentó en ella, con los puños fuertemente apretados entre sus rodillas. Escuchó los ruidos apagados que le llegaban a través de la puerta. Por último, cuando se hicieron incontrolados, se puso de pie. Se quedó parada, titubeando. Había una manera de lograr que este asunto no siguiera adelante: una manera de conservar a su hermano para ella. Oyó a Zelda sofocar un grito de placer y dolor, y eso la decidió. Se dirigió a la ventana y abrió las persianas. Miró hacia la casa del rancho, luego saltó por la ventana y cerró las persianas tras sí.
Caminando en silencio, se deslizó rodeando la cabaña en las sombras. Había un espacio de claro de Irma entre la cabaña y el garaje. Lo atravesó corriendo y se detuvo en la sombra de la puerta del garaje. Miró hacia atrás y escuchó. Nadie emitió un sonido, nadie se movió. Con grandes precauciones, levantó la barra de la puerta, caminó en la oscuridad y luego cerró la puerta detrás de ella. Durante unos instantes buscó con impaciencia la llave de la luz; la encontró y la encendió. Parpadeó mirando alrededor de ella en el garaje donde el Cadillac y la camioneta se hallaban una al lado de la otra. En el extremo opuesto encontró lo que buscaba; una pala con mango largo que se usaba con bastante frecuencia, cuando el viento amontonaba la arena formando médanos.
Cogió la pala, apagó la luz, abrió la puerta del garaje y salió al aire libre.
Tardó casi dos horas en encontrar y abrir la tumba de Di Long. Riff le había indicado en forma vaga dónde había enterrado al vietnamita, y Chita tuvo que hacer varios intentos fallidos antes de localizar por fin el lugar donde yacía el cuerpo, bajo la arena. Eran ya más de las dos y la luna estaba alta, derramando su luz fuerte sobre la casa del rancho.
Moe seguía roncando en tono menor. Carrie estaba soñando con Vic. Riff y Zelda, exhaustos, yacían en el suelo, medio dormidos, medio despiertos.
A unos cuatrocientos metros de la casa, Tom Harper con Letts y Brody, se hallaba al pie de la duna más próxima a la casa. Harper había pedido prestado un periscopio de la Agencia de Campaña de Frisco. Lo había instalado de manera que pudieran ver la casa sin ser vistos ellos. Letts y Brody dormían. Harper había estado vigilando cuidadosamente la casa, pero no había alcanzado a ver a Chita cuando abandonaba la cabaña. El periscopio no servía de mucho en las horas de oscuridad.
Chita volvió al dormitorio sin ser vista ni oída. Se acostó en la cama. La roía el odio que sentía por su hermano y por Zelda. Escuchaba el continuo murmullo que llegaba hasta allá desde el cuarto de al lado. Ese murmullo era para ella como si echaran sal en una herida que tuviera en el cuerpo.
Saciado y ya aburrido de Zelda, por fin Riff se retiró de su lado.
—Sería mejor que te fueras —dijo, y se sentó—. ¡Vamos! ¡Quítame las manos de encima…! —brutalmente le dio un empujón—. ¡Muévete! Dentro de una hora será de día.
De mala gana, Zelda se puso de pie y empezó a vestirse.
—¿No nos vamos de aquí? —preguntó—. Creo…
—¡Cállate la boca! —gritó Riff.
—Pero ¿no nos vamos? —murmuró mientras levantaba la cremallera de su pantalón.
—¿Quieres un agujero en el pellejo? —dijo Riff. Ya estaba harto. Se había dado el gusto y ahora quería verse libre de ella—. ¡Ese tipo tirará… y sabe tirar!
—Pero querido, ¿le tendrías miedo a un hombrecito gordo como ese? —dijo Zelda mirándole fijamente.
—¿A él? ¿Quién le va a tener miedo a un sujeto así? Pero no tengo la pistola… él puede tirar. ¡Mira, sal de aquí y vete al diablo! —Riff se dirigió a la puerta—. ¡Ya pensaré algo! Déjame manejar este asunto… ¡vete, rápido!
Nadie le había hablado a Zelda en esa forma. Le pareció excitante.
—Me quieres de veras, ¿no es así? —dijo y se dirigió hacia él.
—Sí, sí, sí —dijo Riff con impaciencia; estaba casi frenético—. Ahora vete.
La cogió del brazo y la empujó hasta la puerta; la abrió y la hizo salir sin ningún miramiento a la luz mortecina del desierto.
Con el impulso del violento empujón, Zelda salió casi corriendo, tambaleándose por la pendiente que llevaba a la cabaña. De pronto se paró en seco y miró la cosa horrible que yacía a sus pies. Se horrorizó como se había horrorizado Riff, y cogiéndose la cabeza con las manos se puso a gritar.
Chita escuchó los gritos con un placer sádico.
En el Hotel Cambria, de Salinas, Kramer pidió a la telefonista que le comunicara con un número de Paradise City. Llamaba a Phil Baker, el compañero con quien jugaba al golf regularmente y que era la única persona a quien podía dirigirse en esta ocasión y en quien podía confiar como amigo.
Kramer había decidido mudarse al Hotel Cambria, donde Vic Dermott tenía que llegar más tarde. Kramer estaba perdiendo el control. El hecho de que Dennison hubiese tomado tanto interés en sus asuntos le molestaba. Dennison era el último a quien Kramer desearía ver metiendo las narices en sus cosas. Kramer empezó a pensar si no sería mejor coger el dinero que Dermott había conseguido ya y salir del país. Por ahora, Dermott debía tener un millón y medio de dólares en efectivo. Kramer trataba de decidir si sería mejor tomarlo y desaparecer dejando a Zegetti y a los Crane esperando su parte o seguir con su plan primitivo. Pensó que ante todo tenía que llamar a Helene, antes de tomar una determinación definitiva.
Baker estaba en la línea. Eran un poco más de las diecisiete.
—Phil… soy Jim —dijo Kramer—. He tenido un inconveniente. Confío en usted como en un amigo. Quisiera que hiciese algo por mí, y deseo que no me haga preguntas. ¿Estaría dispuesto?
Lógicamente extrañado, Baker preguntó:
—¿Dónde ha estado? Perdí un partido por esperarle.
—Lo siento mucho, pero estoy en una situación que necesita ser bien llevada —dijo Kramer con impaciencia—. ¿Quiere hacer algo por mí? Tiene que ser sin preguntas.
—Claro, naturalmente, Jim… cualquier cosa —Baker parecía ahora un poco resentido—. ¿Qué puedo hacer?
—¿Quiere ir hasta mi casa y decirle a Helene que vaya al club y me llame a mí a las diecinueve en punto? ¿Haría eso por mí?
—Por supuesto —dijo Baker—. Pero no entiendo. ¿Por qué usted…?
—He dicho que no quería preguntas —estalló Kramer—. ¿Quiere o no quiere hacer eso?
—Ya le he dicho que sí, ¿no es verdad? Usted quiere que vea a Helene y le diga que vaya al club y le llame a usted a las diecinueve: ¿está bien?
—Así es.
Kramer le dio el número del teléfono del Hotel.
—Cuando le vea la semana que viene se lo explicaré, pero en este momento no quiero hablar del asunto. ¿Entendido, Phil?
—Por supuesto… Estaré en su casa dentro de media hora. Deje que todo corra por mi cuenta —se hizo un silencio, luego Baker inquirió—: Jim… ¿no está en alguna dificultad?
—¡Por el amor de Dios, Phil! Haga lo que le pido —estalló Kramer—. Se lo contaré todo la próxima vez que le vea. Por ahora, hasta pronto —y cortó la comunicación.
Se sentó mirando distraído por la ventana, meditando. Fue una espera interminable, pero por fin, unos minutos antes de las diecinueve, Helene le llamó.
—Hola, querida —dijo Kramer, esforzándose en parecer alegre—. ¿Cómo andan las cosas? ¿Estás bien?
Se hizo un silencio, luego Helene dijo con una voz que Kramer apenas reconoció.
—¿Si estoy bien? ¿Cómo puedes preguntar semejante cosa? ¿Qué sucede? ¡Jim! ¿Qué está pasando? ¡Yo tengo derecho a saberlo! Phil ha venido… me miraba como si yo fuese una especie de criminal. ¿Qué es lo que pasa?
Kramer sintió un repentino dolor en el lado izquierdo mientras decía:
—Tranquilízate, Helene. Quería hablar contigo sin que los federales estuviesen escuchando. ¿No te das cuenta de que han intervenido nuestro teléfono?
—¿Por qué han intervenido nuestro teléfono? —preguntó Helene con voz estridente—. ¿Por qué han hecho eso? ¿Has hecho algo malo? ¡No entiendo nada de lo que estás diciendo!
—¡Cállate! —dijo Kramer de mal modo—. Quiero verte. Los federales te seguirán. Tienes que despistarlos. Tú lo hacías en otro tiempo, puedes hacerlo ahora. Cuando les hayas despistado, quiero que vengas al Hotel Cambria en Salinas. Estoy alojado aquí. Podría ser que tú y yo emprendiéramos un largo viaje… podría ser, nosotros tenemos que desaparecer.
Se produjo un largo silencio en la línea, y Kramer se puso más nervioso.
—¿Helene?
—Estoy aquí. ¿Así que estás metido en líos? —su voz tenía un tono de desesperación que hizo estremecer a Kramer—. Con todo tu dinero. ¿Cómo pudiste ser tan estúpido?
—No me llames estúpido —exclamó Kramer, sintiéndose ultrajado al pensar que su mujer podía decirle semejante cosa—. No sabes ni la mitad de lo que pasó. ¡Solly se quedó con todo nuestro dinero! Ese ladrón lujo de perra se jugó todo nuestro dinero… ¡cuatro millones de dólares! ¡Nos dejó en la calle!
—¿Solly? —se oyó la voz de Helene—. ¡Oh, no! ¡Solly no nos pudo hacer eso! ¿Cómo pudo hacer semejante cosa?
—Bueno, ¡lo hizo! Pero yo voy a recuperar el dinero. Escucha, Helene, tú ven para acá y te lo explicaré todo. Por el amor de Dios, fíjate bien cómo vas a venir. Tienes que despistar a cualquiera que te siga… asegúrate de que sea así. No lo vayas a conducir hasta mí, aquí… ¿me entiendes?
Hubo otra larga pausa, y Kramer, con su cara roja, el dolor del costado haciéndole sudar, dijo:
—¡Helene! ¿Estás aún ahí?
—Sí. Estaba pensando. ¿De manera que no tenemos más dinero?
—Así es, pero volveremos a tener. Estoy trabajando en un proyecto que nos hará recuperar todo lo que hemos perdido. Vente para aquí y te explicaré lo que sucede.
—No, Jim. Lo lamento, pero no iré. Me estoy haciendo vieja. Tú también estás viejo, Jim… demasiado viejo para volver al hampa. A mi edad no tengo ganas de estar tratando de evadir a los agentes federales. Tal vez haya sido divertido hace quince años, pero no sería divertido ahora. Vuelve a casa, Jim. Pensaremos algo juntos.
—No tenemos casa ya —dijo Kramer furioso—. ¿No me oyes lo que te digo? ¡Estamos completamente en la calle! Estoy en algo que nos permitirá volver a lo que éramos, pero tienes que venir aquí y juntarte conmigo. Ven para acá en seguida, pero ten mucho cuidado y fíjate bien cómo lo haces.
—No iré —dijo Helene—. Hace años estuvimos metidos en eso, pero no quiero volver a estárlo. Pensé y esperé que tú y yo nos habíamos liberado del hampa. No iré. Adiós, Jim. Me las arreglaré de algún modo y espero que tú también te las arregles. Si cambias de idea, si abandonas todo lo que estás haciendo, entonces te aguardaré, pero de otro modo, Jim, te digo adiós para siempre.
El golpecito seco en la línea cuando ella colgó fue como el golpe de una puerta que se cerrara sobre unos pocos años de vida de que había gozado Kramer y de los que se había enorgullecido.
Movió la horquilla del teléfono, incapaz de creer que su mujer le hubiese colgado en esa forma. ¡Helene! Una cantante de segunda categoría que él había recogido de un night club… de tercera categoría… ¡haberle hecho semejante cosa a él! ¡Una mujer a quien él había dado fortuna, posición y seguridad social! ¡No podía creerlo!
Sin prisas, colocó el receptor. Miró en derredor, el cuarto pequeño y frío. Se sentó un momento, sudando, asustado y muy dolorido.
—Adiós, Jim —le había dicho ella.
Había habido en el fondo de su voz algo que decía: He terminado contigo.
Lentamente, Kramer se puso de pie. Caminó con paso pesado y con dificultad hacia donde estaba su maleta y sacó una botella de whisky. Se fue al cuarto de baño y se sirvió un trago bien cargado. Lo tomó sin agua, dejó el vaso y luego volvió despacio al dormitorio.
¡Helene! ¿Qué haría? No debía haber ningún dinero en la casa. Pensó en la estola de visón que le había prometido. ¿Qué diablos se imaginaría que iba a hacer sin él?
Sonó el timbre del teléfono, haciéndole estremecer en tal forma, que volcó whisky en la alfombra. Dejó el vaso y levantó el receptor.
—Usted pidió que se le avisara cuando Mr. Jack Howard llegara —le dijo el recepcionista—. Acaba de firmar el registro; habitación ciento treinta y cinco.
—Gracias —dijo Kramer, y colgó. Terminó su copa y encendió un cigarro. La habitación 135 debía estar en ese mismo piso, en el extremo del corredor. Dermott debía tener un millón y medio en efectivo. ¿Que iba a hacer?, se preguntó Kramer. ¿Podía creer de veras que Helene le había dicho adiós para siempre? Si ella en realidad había querido decir eso, ¿para qué iba a seguir insistiendo? ¿Por qué no tomar lo que había conseguido ya del rescate y largarse lejos de aquí? ¿Para qué se iba a estar rompiendo la cabeza pensando en Moe y en los Crane?
El cigarro le pareció amargo, y con un gesto de impaciencia lo apagó.
Un hombre puede vivir muy bien con un millón y medio de dólares. Podría coger un barco e ir a Cuba. Tal vez, más tarde, Helene quisiera reunirse con él. Cerró los ojos. Se sentía terriblemente cansado, y el insistente dolor del costado le preocupaba. ¿Podría separarse de Moe? Se llevó la mano a la cabeza y trató de decidir qué le convenía hacer. Por fin, aún indeciso, se irguió, tomó otro trago y después se dirigió al largo corredor. Se detuvo delante de la habitación 135.
Vic Dermott se lavaba las manos en el pequeño cuarto de baño cuando oyó que llamaban a la puerta. Secándoselas atravesó el cuarto, y todavía con la toalla en las manos dio vuelta a la llave en la cerradura y abrió la puerta. La vista de Kramer le hizo pararse en seco. Retrocedió cuando Kramer entró, empujando la puerta y cerrándola tras él.
—¿Bien? —dijo Kramer—. ¿Cómo le ha ido?
—Muy bien —dijo Vic, y arrojó la toalla sobre la cama—. No esperaba verle a usted aquí.
—¿Cuánto dinero ha conseguido? —preguntó Kramer.
—Un millón seiscientos mil hasta ahora —contestó Vic, y se dirigió a las dos maletas que estaban en el suelo cerca de la cama.
—Déjeme ver… ábrala —dijo Kramer.
—Ábrala usted mismo —replicó Vic tranquilamente.
Kramer miró largo rato a Vic, que se hallaba_ detrás de él, con expresión amenazadora, luego con un gruñido, se acercó a las maletas, levantando y abriendo una de ellas. Al hacer esto sintió algo así como si una lanza lo atravesara y le quemara todo el cuerpo. Sus grandes manos ya habían abierto la tapa de la maleta. Se echó hacia atrás, sus ojos fijos en el montón de billetes de cien dólares que había en ella; el dolor del costado lo dejó sin habla.
Trató de decir algo. Trató de retirar la vista de la maleta abierta. De golpe se sintió sin fuerza, como un muñeco de trapo. Entonces tuvo otra punzada de dolor que le hizo gemir y se relajó en la muerte, sus manos asidas como garfios al dinero que nunca iba a gastar.
Paralizado por la sorpresa y la impresión, Vic contemplaba al hombre muerto. Cuando el pesado cuerpo quedó tendido en el piso, Vic retrocedió un poco tratando de hacer algo, sin ayuda ni esperanza.
Se quedó parado al lado del cuerpo sin vida, y pensó en Carrie y en Júnior. De pronto recordó que el agente federal le había dicho que uno de ellos estaría siempre cerca de él. Se dirigió a la puerta y la abrió, saliendo al corredor. Hubo un largo silencio, luego se abrió una puerta más allá del pasillo y apareció un hombre alto y corpulento. Miró a Vic y levantó las cejas.
—Venga, por favor —dijo Vic—. Está muerto.
Una hora después, Jay Dennison llegaba al hotel. Fue inmediatamente a la habitación de Vic. Este había esperado en la habitación de Kramer con Abe Masón, el agente federal. Ahora los dos se unieron a Dennison, quien se hallaba observando el cuerpo de Kramer, acariciándose la barba, pensativo. Luego miró las dos maletas llenas de dinero.
—¿Cuánto hay en este montoncito? —preguntó.
Vic se lo dijo.
Dennison se volvió hacia Masón.
—Ocúpese de que el cuerpo sea trasladado mientras el hotel está durmiendo —dijo—. No quiero ninguna publicidad sobre esto.
Cerró las maletas y las levantó.
—Usted y yo, Mr. Dermott, vayamos a algún lugar donde podamos conversar.
Vic le llevó de nuevo a la habitación de Kramer, y los dos hombres se encerraron en ella. Dennison se sentó en la cama mientras Vic lo hacía en el único sillón que había.
—Tiene bastante dinero aquí para dejar satisfechos a los otros tres —dijo Dennison—. Creo que sería mejor que actuáramos en seguida. Quiero que vuelva a Wastelands y les dé su dinero a estos bribones. Cuando lo tengan en sus manos, se irán. Una vez fuera de Wastelands estarán al descubierto. Mis hombres estrecharán el círculo alrededor de ellos y será su fin. ¿Le gustaría llevar un arma, Mr. Dermott?
Vic movió la cabeza.
—No… si vuelvo allá sólo estoy seguro de que me registrarán. Si encuentran que llevo un arma se darán cuenta de que algo pasa. No; no quiero armas.
—Podemos esconder una pistola en su auto.
Vic volvió a menear la cabeza.
—No puedo aventurarme. Esto es demasiado importante para mi mujer y para mí mismo. Además no sé manejar un arma.
—Bueno, perfecto: tal vez tenga usted razón —Dennison reflexionó durante un largo rato—. Querrán saber dónde está Kramer. Dígales que los está esperando en el Arrowhead Motel, cabaña cincuenta y siete. No llegarán nunca hasta allí, pero suena a cierto.
—¿A usted le parece? —Vic no estaba muy seguro—. ¿Y si uno de ellos llama por teléfono al motel y pregunta por Kramer?
Dennison se sonrió.
—Yo arreglaré todo eso, Mr. Dermott. El dueño del motel ha trabajado conmigo anteriormente. Les dirá que Kramer ya se ha ido.
—Aún tengo más cheques para cobrar. ¿Qué haré con ellos?
—Es una suerte que Kramer no les haya dicho a los otros cuánto iba a pedir. Estarán bastante contentos con un millón y medio de dólares. Deme el resto de los cheques. Se los devolveré a Mr. Van Wylie.
Mientras Vic buscaba los otros cheques, dijo:
—No me esperaban antes de dos o tres días. ¿No les parecerá sospechoso que vuelva tan pronto?
—Dígales que Kramer ha apresurado la operación —contestó Dennison—. Dígales que como no ha tenido ninguna dificultad para cobrar los cheques, se adelantó al programa. ¿Por qué van a sospechar?
Vic recapacitó sobre todo esto. No le gustaba, pero no veía qué otra cosa podía hacer.
—Muy bien; entonces estoy listo para salir.
Dennison miró su reloj.
—Puede llegar a San Bernardino en tres o cuatro horas.
Pase la noche allí y llegue a Wastelands alrededor de las diez, mañana por la mañana. Tengo a tres de mis hombres apostados en las dunas de arena, vigilando la casa. Usted no estará solo, pero ande con mucho cuidado. Apostaría que cuando tengan todo ese dinero en sus manos se irán rápidamente.
—No esperaré hasta mañana por la mañana —dijo Vic con tranquila determinación—. No tengo la intención de dejar a mi mujer allí otra noche más. Saldré para Wastelands esta noche.
—Ahora mire, Mr. Dermott… —empezó a decir Dennison, pero Vic le paró en seco.
—He dicho que viajaré esta noche a Wastelands. Y nadie podrá detenerme.
Dennison estudió su rostro, luego asintió.
—Creo que yo haría lo mismo. Muy bien, pero ande con cuidado.
Mientras Vic tomaba las dos maletas, Dennison se dirigió al teléfono.
Harper estaba a punto de despertar a Letts para tomar su tumo en la vigilancia de la casa del rancho cuando oyó los gritos de Zelda.
El mido despertó a los otros dos agentes federales, y los tres hombres se miraron.
—¿Qué diablos estará pasando allí? —dijo Letts, mirando a sus pies.
Los gritos penetrantes que llegaron con la brisa nocturna, súbitamente dejaron de oírse y de nuevo el silencio cayó sobre el desierto.
—Voy para allá —dijo Harper.
—Espere —dijo Letts—. Estoy más acostumbrado a esta clase de líos que usted. Puedo llegar allí sin ser visto. Si nos descubren se armará un tremendo lío.
Letts era un hombre pequeño, flaco y nervioso, que había hecho su servicio como explorador en la selva durante la guerra. Harper reconoció que tenía razón. Si alguno podía llegar a la casa del rancho sin ser visto, ese era Letts.
—Muy bien, Alex, pero vaya rápidamente. Estoy deseando saber qué sucede.
Mientras Letts avanzaba, primero con las manos y las rodillas y luego aplastado contra la arena, Harper levantó la radio y trató de tomar contacto con Dennison. Le dijeron que estaba ocupado.
—¡Llámele! —dijo Harper apremiante—. Aquí hay dificultades. Una mujer ha gritado. Encuéntrenlo y díganle eso.
Al oír los gritos de Zelda, Moe volvió de su pesado sueño con un impulso que le hizo ponerse de pie, inquieto. Durante un largo rato no pudo darse cuenta de dónde estaba. Había empuñado la pistola, su respiración era opresiva, el corazón le latía con fuerza; se despertó por completo y miró hacia la cabaña donde podía ver a Zelda, con las manos en los cabellos, gritando.
Riff corrió hacia ella y la abofeteó en el rostro. Sus gritos cesaron. Sollozando frenéticamente, trató de abrazarse a él, pero Riff la apartó de un empujón.
El hedor de la muerte que provenía del vietnamita les enfermó a los dos.
Paso a paso, Moe bajó los escalones de la galería. Una luz se había encendido en el cuarto de Carrie y ésta se asomó llena de miedo a la ventana abierta. Hasta donde se hallaba le llegó el hedor de la muerte.
Zelda se volvió y corrió ciegamente por el camino. Riff la empezó a seguir, luego se detuvo cuando vio que Moe venía hacia él con la pistola en la mano.
Moe le gritó a Zelda llamándola, pero ella siguió corriendo.
—Sígala —le gritó a Riff—. Se está escapando.
Pero Riff no le hizo caso. Ahora observaba al hombre que él había matado. De pronto se convenció de que nunca se casaría con Zelda, y sus esperanzas de riquezas y de vida fácil se desvanecieron.
Entonces Moe vio el cuerpo del vietnamita y se quedó rígido, sintiendo que los cabellos se le erizaban.
Chita había bajado de la cama. Estaba mirando satisfecha a través de las persianas.
Letts, unos cien metros más allá, se encontró de golpe al descubierto. A la clara luz de la luna, se dio cuenta de que si hacía un movimiento para adelante, podría ser visto. Observó a Moe y a Riff que examinaban algo oscuro que yacía en la arena. Entonces vio a Zelda que corría como una loca hacia él. La reconoció, y de un salto se puso de pie.
Moe vio de golpe a Letts surgir del suelo. Vio a Zelda desprenderse de él y echar a correr. Apuntó a Letts… No tenía la intención de apretar el gatillo. Fue un movimiento instintivo producido por la impresión y el miedo.
Con una bala en la cabeza, Letts cayó hacia adelante, mientras el destello del arma hizo retroceder a Riff. Ahora Zelda había desaparecido más allá de la primera duna de arena.
—¿Qué sucede? —inquirió Moe. Sentía que se volvía loco—. ¿Que es lo que pasa?
Blasfemando, Riff corrió hacia donde yacía Letts. Se inclinó sobre él, le dio vuelta y empezó a registrarlo. Encontró la cartera y la insignia del F. B. I. Examinó la insignia, luego poniéndose de pie corrió de nuevo hacia Moe.
—Es un federal —gruñó al llegar cerca de Moe—. Usted, grandísimo estúpido, ¡usted lo ha matado!
Cuando Zelda desembocó en el camino, Harper, al verla venir dio un salto y la agarró.
—Todo va bien. Somos agentes federales —dijo y le puso la mano sobre la boca para que dejara de gritar. Ella se apoyó en él, con los ojos muy abiertos por la impresión y el terror, pero por fin logró tranquilizarla, repitiendo una y otra vez que era un agente federal. De golpe su cuerpo se aflojó y se fue deslizando poco a poco hacia el suelo.
—¡Jack! —dijo Harper con apremio—. Llévela a Dennison. Es Miss Van Wylie.
Brody estaba mirando hacia la casa del rancho.
—¿Qué pasa con la mujer y el niño que están allí?
—¡Haga lo que le digo! —exclamó Harper—. Yo cuidaré de ellos.
Brody cogió a Zelda, un poco arrastrándola y otro poco sosteniéndola, la llevó hasta el jeep, escondido detrás de una gran duna de arena.
Harper puso toda su atención en la casa del rancho. Vio tres figuras que corrían hacia la casa. Desaparecieron en su interior. De donde él estaba pudo oír el golpe que dio la puerta al cerrarse… La luz de uno de los cuartos se apagó.
Cuando el jeep arrancaba, él y Brody pudieron ver las luces de un auto que se acercaba. Zelda sollozaba de forma histérica tirada en el asiento, al lado de Brody. El le dio unas palmaditas en el brazo para tranquilizarla y luego bajó del jeep. Harper se reunió con él. Los dos hombres tenían armas en las manos y se dirigieron al encuentro del auto que se acercaba.
Vic los vio. Puso el pie en el freno y detuvo el auto.
Mientras los dos hombres iban hacia él, Vic oyó a una mujer que lloraba con sollozos entrecortados, que le hicieron estremecer.