Tom Harper se detuvo frente a la verja enrejada que guardaba la entrada de Wastelands.
Al bajarse del auto para abrirla, se enjugó el rostro. Si bien era una tarde calurosa, advertía que sudaba más que de costumbre. También tenía una sensación de malestar en la boca del estómago: una desagradable sensación de miedo.
Estaba desarmado; pensaba dirigirse a la casa, que por el momento no podía ver, y luego iría a tocar el timbre de la puerta. Si su jefe estaba en lo cierto, la casa tenía que estar habitada por sujetos peligrosos que habían raptado a una de las chicas más ricas del mundo. Por desgracia, pensó Harper, su jefe siempre tenía razón. Si esos sujetos llegaran a tener la más pequeña sospecha de que él era un agente federal, le matarían. Los raptores no tenían nada que perder. El solo hecho de ser raptores ponía su vida en un constante peligro. No vacilarían en matarle y luego hacer que la tierra se lo tragara.
Harper abrió la verja, volvió a subir al auto y emprendió el camino. Conducía despacio y sus ojos sagaces observaban todo el paisaje en tomo de él. No veía ningún lugar donde ocultarse. Había unas pequeñas dunas de arena muy fina detrás de las cuales quizá podría esconderse un hombre, pero se hallaban demasiado lejos de la casa. Comprendió que todo auto que se acercara arrastraría tras de sí una nube de polvo.
Cuando dejó atrás los médanos de arena, divisó la casa. Había unos quinientos metros de distancia hasta allí, estaba edificada en una llanura de arena, rodeada de césped verde y varias dependencias. Vio al momento que no había esperanza de acercarse a la casa a la luz del día sin ser visto. Sabía, por haberlo observado la noche anterior, que la luna derramaba una luz blanca y brillante sobre el desierto. Sería imprudente y aun peligroso querer hacerlo de noche.
Silbó entre dientes, pensando en el trabajo que tendría Dennison si se decidía a tomar por asalto el lugar.
Cuando llegó junto a la casa, pudo ver la larga galería desierta. Observó que todas las ventanas estaban cerradas. Parecía que no había nadie dentro. Entonces vio un auto Lincoln, estacionado cerca de la casa. Estaba cubierto de polvo y tenía placa de california. Trató de memorizar el número y se acercó al auto.
De manera instintiva se dio cuenta de que le estaban observando. Bajó del auto y se quedó durante unos instantes examinando la casa; luego con pasos normales y su corazón golpeándole el pecho, llegó a la escalinata de la galería, subió y llamó a la puerta principal.
Mientras esperaba, pensó con tristeza que Dennison, a pesar de ser su futuro padre político, le había buscado un trabajo bien penoso.
Esperó un buen rato, luego se abrió la puerta y Chita le miró con unos ojos sin expresión, las cejas levantadas.
Su vista le sobresaltó. Dennison le había dado la descripción de la chica que había viajado con Zelda Van Wylie justo antes de que ésta desapareciera y que le había proporcionado el policía de tráfico Murphy. Harper reconoció al momento a Chita, según esa descripción.
Por lo tanto, Dennison tenía razón, como de costumbre, pensó. Iré directamente a ellos.
—Lamento molestarla —dijo con una amplia y amistosa sonrisa—, pero pasaba por aquí. ¿Podría ver un momento a Mr. Dermott? —inclinó la cabeza ligeramente hacia un lado—. ¿Usted no será Mrs. Dermott?
—Los dos están fuera —dijo Chita con voz fría y opaca.
—Mr. Harris Jones… en caso de que no lo sepa, es propietario de este lugar —dijo Harper—. Me la va a alquilar dentro de un par de meses. Como pasaba, me gustaría echarle un vistazo a la casa. No sé si será lo bastante grande para lo que yo necesito.
—No le puedo dejar entrar mientras ellos están fuera.
Harper abrió una sonrisa tan amplia que empezó a dolerle la cara.
—Ya veo. Bueno, entonces me voy. No hubiese querido molestarla, pero…
—Sí —dijo Chita—. Ya me lo ha dicho: pasaba por casualidad —y le cerró la puerta en las narices.
Con la misma sensación de ser observado, Harper se dirigió al auto. Le parecía tener la nuca llena de púas. No se apresuró, aunque hubiese deseado correr. A pesar de que estaba esperando recibir una bala en la espalda en cualquier momento, sus ojos seguían observándolo todo. Había una pequeña cabaña a su derecha, con seguridad para el personal; a su izquierda, un garaje doble, luego una extensión de césped y otra vasta extensión de arena. Debía ser endiabladamente difícil acercarse sin ser visto.
Sólo cuando estuvo instalado en el auto y conduciendo por el camino, empezó a relajarse. Tenía la información que Dennison deseaba, y había salido con el pellejo sano. Si Dennison podría o no llegar a apoderarse del lugar, ese era problema de Dennison.
Una vez que se encontró fuera del alcance de la vista de la casa, Harper se detuvo y anotó el número de la placa del Lincoln. Luego condujo a gran velocidad hasta Pitt City. De allí llamó a Dennison.
—Ha sido un verdadero impacto —le dijo a Dennison, cuando éste estuvo en la línea—. Esta chica que viajaba con Miss Van Wylie salió a la puerta. Por la descripción estoy seguro de que es la misma —se puso a describir el acceso a la casa del rancho y le dio detalles sobre los alrededores.
—Muy bien —dijo Dennison—. He aquí lo que vas a hacer ahora: llévate a Brody y Letts y vuelve allí después de que oscurezca. Acércate lo más que puedas al lugar… vas a tener que hacer andando una parte del camino. Llévate unos prismáticos; quiero que vigiléis la casa durante veinticuatro horas. Ve preparado. No hace falta decirte lo que necesitas. Ve a Franklin de Pitt City para que te equipe debidamente. Quiero que averigüéis quién está en la casa. ¿Entendido?
—Sí —dijo Harper.
—Lo más importante es que nadie en la casa tenga la más mínima sospecha de que están vigilados. Esta es responsabilidad tuya. No te arriesgues. Buena suerte —y Dennison cortó.
El recepcionista del Mount Crescent Hotel de Los Ángeles sonrió con amabilidad cuando Vic Dermott se acercó a su escritorio.
—Tiene una reserva para mí —dijo Vic—. Mi nombre es Jack Howard.
—Está bien, Mr. Howard. Habitación 25. ¿Se quedará sólo una noche?
—Sí —Vic consideraba que el empleado observaba con curiosidad su cara lastimada—. Sólo una noche.
Firmó el registro, tomó la llave de manos del botones y lo siguió al ascensor.
Faltaban diez minutos para las dieciocho. Cuando el botones acabó de dar vueltas por el cuarto y se hubo ido, Vic se sentó sobre la cama y apoyó su cara dolorida en las manos. Sus pensamientos iban a Carrie y a Júnior. Tenía miedo de lo que les pudiera estar pasando.
Tenía ochocientos mil dólares en billetes de cien, dentro de su maleta. No había tenido ninguna dificultad en cobrar los dos primeros cheques. Mañana compraría otra maleta y luego iría al Chase National Bank y cobraría el tercer cheque. Entonces se iría de Los Ángeles y viajaría por la costa según las instrucciones. El gángster gordo le había dicho que le llamaría por teléfono esta noche a las veintitrés.
El molesto dolor de la cara y la tensión nerviosa de todo el día le habían dejado exhausto. Se dejó caer sobre la cama y cerró los ojos. Tenía esperanza de poder dormir un rato.
En el Rose Arms Hotel, de San Francisco, Kramer se sirvió un buen vaso de whisky de la botella que se hallaba en la mesa tocador, le agregó agua y trató de ponerse cómodo en el sillón que era un poco pequeño para su voluminoso cuerpo.
Se quedó mirando con impaciencia su reloj. Ahora eran las veintitrés menos cinco. ¿Habría logrado Dermott conseguir la primera parte del dinero? ¿Cómo andarían las cosas en Wastelands? Kramer tomó un poco de whisky. Tal vez se sintiera mejor después de esta copa, pensó. Había estado bebiendo continuamente desde que acabó de comer en ese hotel anodino. Sentía la cabeza caliente y tenía ese maldito dolor en el costado. Volvió a beber y dejó el vaso. Encendió un cigarro y luego se dirigió al teléfono. Pidió a la operadora del hotel que le comunicara con el Mount Crescent Hotel, de Los Ángeles. Hubo una corta demora, luego consiguió el número.
Reconoció la voz de Dermott.
—Sabe de quién se trata —dijo—. ¿Cómo ha ido la cosa? Cuidado con lo que habla. ¿Ha tenido alguna dificultad?
—No —dijo Vic.
—¿Tiene la primera partida?
—Sí.
Kramer sonrió. ¡Cuando hacía planes, se entregaba por completo, sacando el mejor partido de ellos!
—Perfecto.
—Mañana irá a Santa Bárbara y después a Salinas. He reservado un cuarto para usted en el Hotel Cambria, bajo el mismo nombre. Le llamaré mañana a esta hora.
—Comprendo —un corto silencio y luego Vic dijo con ansiedad—. Quiero hablar con mi mujer. ¿Puedo?
—Yo no lo haría, si fuese usted —dijo Kramer despacio—. A menos que usted quiera molestar a nuestro amigo. No le gustan las llamadas telefónicas —y cortó la comunicación.
Terminó su whisky y volvió a llenar el vaso. Su rostro espeso estaba enrojecido y gotas de sudor brillaban en su calva a la fuerte luz de la araña.
Tenía ahora ochocientos mil dólares, se dijo. ¡Dentro de tres días tendría cuatro millones de dólares en efectivo! Estaba Moe y estos dos jóvenes truhanes con quienes había que tener cuidado, pero aun después de haber deducido su parte, le quedarían tres millones y medio de dólares para él. ¡A su edad, sería un dinero duradero!
Sintió una brusca necesidad de hablar con Helene. Vaciló unos instantes antes de pedir la comunicación. No podría haber ningún peligro, se quería asegurar a sí mismo. ¿Por qué iba a haberlo? Dio el número de su casa a la operadora y apoyó el receptor. Se sonrió a sí mismo. Helene podría estar preocupada, pensó. Tal vez sería el momento de contarle lo de Solly Lucas. Lo tendría que saber tarde o temprano. Si empezaba a hacerle demasiadas preguntas siempre podría colgarle, pero era mejor prevenirla; sería mejor no decírselo todo de una vez.
El timbre del teléfono comenzó a sonar, y él levantó el receptor.
—¿Hola? —dijo Helene. Su voz parecía muy lejana y tensa—. ¿Quién es?
—Es tu galán —dijo Kramer, y se echó a reír. Se estaba sintiendo un poco bebido.
—¡Oh Jim! ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde estás?
Joe Seesbruger, uno de los hombres de Dennison, que tenía conectada la línea de Kramer, apretó apenas el botón de arranque de la cinta de la grabadora, conectada a la línea.
—¿Cómo estás, mi vida? —estaba diciendo Kramer—. ¿Me echas mucho de menos?
—¡Jim! ¡Dos agentes federales han estado aquí preguntando por ti!
Kramer sintió como si alguien le hubiese golpeado con fuerza abajo del corazón.
Seesbruger le estaba indicando al técnico del teléfono.
—Tome esta llamada —murmuró.
—¿Qué? —decía Kramer—. ¿Qué querían?
—Querían hablar contigo. ¡Oh Jim, estoy muy preocupada! ¡Ellos saben que Moe ha estado aquí! Este hombre, el inspector Dennison…
Kramer casi dejó caer el receptor.
—¡Dennison!
—Sí. Dijo que Moe no tenía un restaurante; que Moe no tenía un centavo que fuera suyo. El… él dijo que esperaba por tu bien que no estuvieses planeando algo malo. ¡Oh Jim! No estás haciendo nada, ¿verdad, Jim?
Kramer apenas oía. Hubiese querido ahora no haber bebido tanto. No podía pensar con claridad. ¡Dennison! Uno de los federales más vivos del oficio y un viejo enemigo suyo. ¡Dennison era un hombre a quien no se atrevía a despreciar!
—Te volveré a llamar —dijo rápidamente—. No tienes por qué preocuparte. Tengo que salir ahora. No te preocupes —y cortó la comunicación.
El empleado del conmutador dijo:
—Hay una llamada del Rose Arms Hotel, de Frisco.
Seesbruger agarró el teléfono y pidió que le pusieran en comunicación con la Oficina Federal de San Francisco.
Kramer estaba de pie. ¡Qué estúpido y loco había sido al llamar a Helene! Le habían visto con Moe y habían decidido directamente que estaban planeando algo. Había sido lo bastante estúpido como para pensar que les podía perder de vista, pero con Dennison metido en el asunto no había sido posible. Dennison debía tener intervenida la línea del teléfono de su casa. ¡Ahora ya sabían que él estaba en este hotel! ¡En pocos minutos estarían aquí! El ya estaba poniéndose la chaqueta ligera. Su maleta sólo contenía una muda de ropa y sus objetos de aseo. ¡Al diablo con todo! No iba a tener tiempo de pagar su cuenta antes de que los federales llegaran, ¡tenía que irse al instante!
Once minutos después, dos agentes federales entraban apresuradamente en el Rose Arms Hotel. Presentaron sus credenciales y mostraron al recepcionista principal la fotografía de Kramer.
—¿Han visto a este hombre? —preguntó uno de ellos.
—Sí, ¿por qué? —dijo el empleado—. Ese es Mr. Masón. Se ha ido hace sólo dos minutos.
Los dos agentes federales cambiaron miradas exasperadas. El más alto de los dos, Bob Arlan, dijo:
—¿Mr. Masón hizo alguna llamada telefónica esta tarde?
—No sabría decirle —dijo el empleado—, pero puedo averiguarlo sin dificultad. Se dirigió hacia una puerta que daba a la centralita. Arlan le siguió.
La telefonista, asombrada de verse interrogada por un oficial federal, le dio a Arlan la información que éste necesitaba.
Dennison estaba a punto de irse a su casa cuando le llamó Arlan.
—Kramer se nos acaba de escurrir —informó Arlan—. Ha tenido otra llamada además de la de su casa. Alrededor de las veintitrés, habló con alguien en el Mount Crescent Hotel, de Los Ángeles.
—Muy bien —dijo Dennison—. Olvídese de Kramer ahora. No estoy preparado para cogerlo —cortó la comunicación y se dio vuelta hacia Seesbruger—. Quédese donde está. Quiero detalles de todas las llamadas que haya hecho Kramer.
Seesbruger dijo en tono cansado que su trabajo andaba bien.
Dennison miró su reloj. Eran diez minutos después de la medianoche. Llamó a su casa y avisó a su mujer que llegaría tarde, luego se dirigió a donde había estacionado su auto y salió precipitadamente rumbo a Los Ángeles.
Estaban todos en el dormitorio de Carrie, donde hacía un calor insoportable, porque Moe había cerrado todas las ventanas al ver que Harper se acercaba.
Carrie estaba cerca de la cuna. Feliz, Júnior, vencido por el calor se había dormido. Zelda y Riff estaban al lado de la ventana, disimulados por las cortinas. Moe, con la pistola en la mano, se hallaba en condiciones de poder mirar por la ventana y al mismo tiempo vigilar a los otros tres que se hallaban en la habitación.
Estos observaban a Harper que subía al auto y se iba. La puerta había quedado entreabierta y habían oído toda la conversación entre Chita y Harper. Ahora, Chita volvió al cuarto.
—Muy bien —dijo Moe relajándose un poco—. Era sólo eso. Podéis abrir las ventanas.
Riff empujó las ventanas y dejó entrar la ligera brisa de la tarde.
—Escuchad vosotros dos —dijo Moe—. Me importa un rábano lo que hagáis después de haber cobrado el rescate. Por mí puedes casarte con esta chica o con tu abuela, pero no te irás de aquí hasta que vuelva Kramer con el rescate. Yo he manejado tipos como vosotros durante la mayor parte de mi vida. Si pensáis que podéis hacer algo contra mí, intentadlo, pero os advierto que la próxima vez que hagáis la prueba, os mataré primero y después lloraré por vosotros. ¿Está bien comprendido?
Riff le echó una ojeada. Estaba en un estado de furia salvaje, pero el modo en que Moe había sacado la pistola como por obra de magia le había dejado pasmado. Sabía que no estaba preparado para luchar contra un hombre que podía manejar una pistola con esa velocidad. No tenía ánimo para enfrentarse con Moe.
—¡Usted está mal de la cabeza! —gruñó—. ¿No se da cuenta de que esto nos perjudica? La devolvemos y estamos salvados. Cobramos el rescate y tendremos dificultades. ¿No se da cuenta, pedazo de estúpido?
—Nadie va a tener dificultades —dijo Moe tranquilamente—. Todo irá bien. Vosotros dos… —dirigió la pistola hacia los Crane—. Salid de aquí. De ahora en adelante viviréis en la cabaña. Ella… —apuntó a Zelda—, se quedará aquí. Si os vuelvo a ver a uno de los dos a menos de cincuenta metros de la casa, el que sea, recibirá una bala en la cabeza. No os mataré, pero os romperé una pierna. ¿Entendido?
Riff le sonrió perversamente.
—¿Y usted qué piensa hacer? —le dijo burlón—. ¿Quedarse despierto noches enteras?
La habitación resonó con el estampido del tiro. La desagradable llamarada amarilla que iluminó las sombras como el flash de un fotógrafo, hizo que Zelda lanzara un grito.
Riff se echó hacia atrás. Se llevó la mano a la oreja. La sangre corría entre sus dedos y comenzó a correrle por el costado del cuello. Riff miraba sus dedos manchados de sangre como si no pudiera creer a sus ojos.
Moe le miró con fijeza. Una pequeña columna de humo se alzaba del cañón de la pistola.
—Yo no puedo matar, Riff —dijo suavemente—. ¡Ahora vete al diablo y sal de aquí! ¡Tú también! —dirigiéndose a Chita.
Impresionado y sangrando, Riff salió del cuarto. Se iba apretando el pañuelo sucio contra la oreja. La bala le había rozado el lóbulo con la precisión del bisturí de un cirujano.
Cuando Chita le siguió, Júnior empezó a llorar. Zelda se había arrojado sobre la cama, hundiendo la cara en ella, sollozando y golpeando con sus puños cerrados. Carrie, con la cara blanca debido a la impresión que le había producido el tiro de la pistola, levantó a Júnior de la cuna.
Moe se quedó al lado de la ventana vigilando cómo Riff y Chita cruzaban el verde césped hasta que llegaron a la cabaña y entraron en ella; luego se volvió y miró a Carrie.
—Usted tendrá que vigilar a esta chica —dijo en tono amable—. No la pierda de vista. Yo voy a vigilar a los otros dos. Son malos. Si usted y su bebé quieren salir con vida de este lío, tiene que colaborar conmigo. Tenemos tres días por delante antes que llegue el rescate —se hizo un silencio, luego preguntó—: ¿Me ayudará?
Carrie titubeó. Hasta ahora, este italiano gordo y moreno se había portado como un ser humano, razonó. Los Crane y esta chiquilla estúpida eran gente en quien no se podía confiar. Se dio cuenta de que no podía permanecer neutral dentro de esta pesadilla. Tenía que ponerse de un lado y no había opción. Movió la cabeza con lentitud.
—Sí —dijo—. Le ayudaré.
Moe se tranquilizó visiblemente. Puso la pistola a un lado. Se quedó mirando a Júnior, que todavía estaba llorando, y le sonrió.
—Mi hermano tenía diez hijos —dijo—. Le mataron en la guerra. Yo cuidé de sus chicos. Soy bueno con los chicos. ¿Puedo cogerlo?
Carrie sintió una sensación de frío a lo largo de su columna. Pensó no dejarle, pero había en los ojos de Moe una mirada singular, bondadosa, que la hizo detenerse.
—A él… no le gustan los extraños —dijo—. Tal vez usted…
Pero Moe lo había alzado, y ella, aunque se le resistía, dejó que lo hiciese. El gángster y el bebé se miraron mío al otro. Entonces Júnior de repente dejó de gritar y volvió la cara para seguir mirando a Moe. El inflaba sus gordas mejillas, lanzaba suave silbido, paraba, seguía otra vez con el silbido y después dejaba oír una franca carcajada. Júnior le contemplaba; decidió que era muy divertido y comenzó a reírse.
Viendo que nadie prestaba atención a sus histerismos, Zelda dejó de llorar y se volvió. Se quedó mirando a Moe y a Carrie, que seguían sin hacerle caso.
—Me gustan los chicos —decía Moe—. Y yo les gusto a ellos —puso a Júnior de nuevo en los brazos de Carrie y se dirigió hacia la puerta—. Usted y yo y el bambino juntos, ¿eh? Usted la vigila. Si se pone molesta, me llama. Yo la arreglaré.
Se fue a la galería y se sentó. De donde se hallaba podía ver la cabaña y observar las ventanas que daban a la galería. Se sentía inquieto. Estaba seguro de que podía confiar en Carrie, pero los Crane eran como víboras. No podía permanecer tres noches despierto. Riff había señalado justo el punto débil de los planes de Moe; Sólo podía esperar que Kramer telefoneara y que pudiera ponerle sobre aviso de lo que estaba sucediendo. Tal vez Kramer mandaría a alguno o vendría él mismo. Miró hacia la cabaña. Las persianas estaban cerradas. La puerta también estaba cerrada. Se preguntaba qué podían estar haciendo los Crane allí dentro.
En la cabaña, Riff se hallaba inclinado sobre el lavabo, empapando su oreja con agua fría y maldiciendo. La experiencia de haber sido baleado, le había puesto nervioso.
Chita estaba echada en un sillón en el pequeño vestíbulo. Desde donde estaba podía observar a su hermano. No mostró ningún deseo de ayudarle.
—¿No puedes hacer nada, tú? —gruñó Riff mientras la sangre seguía goteando en el lavabo—. No te quedes ahí sentada. ¿No puedes hacer para parar esta sangre?
Chita no contestó nada. Por primera vez en su vida no quería ayudar a su hermano. El solo hecho de que hubiese pensado en casarse con esa acaudalada perdida había hecho nacer en ella sentimientos de odio y celos tales que sentía que el lazo que les había mantenido siempre juntos se había roto con la fuerza del hacha de un verdugo.
Conocía a Riff como a ella misma; sabía que cuando dijo que iba a casarse con Zelda no había sido una cínica mentira. Ya estaba haciendo proyectos para vivir de su dinero y pensaba cómo iba a abandonar esa vida dura y difícil de la que Chita tanto gozaba. Cómo se iba a revolcar en la molicie de la opulencia. Chita sabía que más tarde o más temprano la iba a dejar. No querría tenerla siempre pisándole los talones. Ella le obstaculizaría en su camino. El le daría dinero… no dudaba de que haría eso, pero iba a querer desembarazarse de ella para dedicarse a la vida blanda, fútil, sin objeto, del rico, que minaría su fortaleza y le convertiría en uno de los centenares de «play boys» con quienes Chita se había acostado; pusilánimes, desanimados e inútiles. Siempre blasfemando, Riff entró en el dormitorio, arrancó una tira de una de las sábanas, hizo una venda y se la colocó en la oreja. Se ató otra tira de la sábana alrededor de la cabeza y por último pudo contener la hemorragia.
Cuando terminó esta operación, estaba oscureciendo. Entró al vestíbulo, con la chaqueta de cuero manchada de sangre, la cara pálida, los ojos malignos, llenos de furia.
—¿Qué bicho te ha picado? —gruñó—. ¿No podías haberme ayudado?
Chita no dijo nada. Fijó su mirada en sus piernas esbeltas, sin expresión en el rostro.
—¡Este tipo! —explotó Riff—. ¡Quién iba a pensar que podía tirar así! ¡Me hubiese podido matar!
Lo mismo podía haber hablado solo, a juzgar por el caso que le hacía Chita.
La miró durante un buen rato, sintiéndose molesto. Nunca se había portado así con él. Entonces, como su orgullo no le permitía convencerla de que hablara con él, se dirigió a la ventana. Espió a través de la abertura de la persiana. Podía ver a Moe sentado en la galería. De haber tenido un arma, lo habría podido alcanzar. La distancia no importaba. De donde él estaba no podía errar a Moe. Entonces se acordó de pronto del misterio de la pistola perdida. Había puesto la pistola de Dermott en el bolsillo de su pantalón. Cuando había ido a buscarla había desaparecido. Alguien la había cogido. No era Moe, porque éste no estaba en la casa del rancho en el momento en que desapareció la pistola. De manera que tenía que ser una de las tres mujeres.
Se volvió y miró con suspicacia a Chita, que estaba encendiendo un cigarrillo.
—¿Me has cogido la pistola? —preguntó.
Ella le miró con indiferencia, los ojos fríos y hostiles.
—¿La pistola? ¿Qué pistola?
Bueno, por lo menos, ahora le hablaba, pensó Riff.
—¡La pistola de Dermott! —gruñó—. La tenía en el bolsillo de mi pantalón. Me ha desaparecido.
—¿No será por la prisa con que te quitaste los pantalones? —dijo Chita con tono de burla.
—¿La has cogido? —gritó Riff con el rostro desfigurado por la ira.
—¿Para qué la iba a coger? —Chita se puso de pie—. Tengo hambre. Comenzó a cruzar el vestíbulo para ir a la cocina.
Riff la cogió del brazo.
—¿La has cogido? —volvió a gritar.
Ella le quitó la mano con una fuerza que siempre le sorprendía.
—¡Quítame las zarpas! ¡No la he cogido! ¡No me importa quién haya sido!
Entró en la cocina, y él la oyó abrir la puerta de la nevera.
Volvió a la ventana, maldiciendo y preocupado. Siguió observando a Moe a través de la persiana.
Era un poco más de la una de la mañana cuando Dennison entró en el hall de recepción del Mount Crescent Hotel de Los Ángeles.
El empleado de turno estaba a punto de retirarse. Dennison tuvo suerte. Generalmente, el empleado que hacía ese turno se iba mucho antes, pero sucedía que su amiguita le había plantado, y como no tenía ganas de volver a su triste cama solitaria, se había demorado en el hotel conversando con el sereno de la noche.
Dennison se dio a conocer, luego hizo preguntas sobre los pensionistas del hotel, llegados últimamente. El empleado le mostró el registro. Después de unos minutos de conversación, Dennison dijo:
—Y este muchacho, Jack Howard… ¿le recuerda?
—¿Por qué? Claro que le recuerdo —dijo el empleado—. Es alto, moreno y bien vestido. Tiene una fea herida en el lado izquierdo de la cara… una herida de todos los diablos.
Dennison murmuró algo.
—Deme una llave maestra —dijo—. Es la persona con quien deseo hablar.
El empleado titubeó un poco, luego se dirigió al otro lado del mostrador, sacó una llave del tablero y se la entregó a Dennison.
—No queremos ningún lío aquí, inspector —dijo sin muchas esperanzas—. Ya lo sabe.
—Claro, claro —dijo Dennison—. ¿Quién quiere líos?
Vic no había podido dormir. Estaba acostado en la oscuridad, pensando en Carrie. Había permanecido así, preocupado, más de dos horas. Quería tratar de convencerse de que hasta ahora había llevado bien su parte del trabajo. Carrie y Júnior estarían a salvo, pero no podía apartar de su mente la imagen de los Crane. Estos dos le preocupaban de veras. Eran capaces de cualquier cosa. De repente, oyó un ruido apagado que le puso alerta, con el corazón en un puño.
Dennison sacó suavemente la llave de la cerradura. La llave cayó al suelo. Luego introdujo la otra y abrió la puerta. En ese momento, Vic encendió la luz.
Los dos hombres se miraron. Dennison entró y cerró la puerta.
—Inspector Dennison —dijo—. Agente Federal. Usted es Mr. Victor Dermott, si no me equivoco.
Vic titubeó, luego dijo:
—Ese es mi nombre —se sentó en la cama—. ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué…?
—Está bien, Mr. Dermott —dijo Dennison con su sonrisa paternal que guardaba para ocasiones especiales—. Estoy aquí para ayudarle. Sabemos lo que está haciendo —se sentó al borde de la cama—. Sabemos en qué lío está metido. Ahora, mire, déjenos ayudarle. Queremos coger a esos bribones, pero al mismo tiempo no queremos causar ningún problema a Mrs. Dermott y su hijito. Le doy mi palabra de que no adoptaremos ninguna medida hasta que el rescate se haya pagado y Mrs. Dermott haya sido liberada. Tal vez le dé cierta tranquilidad saber que tenemos tres hombres vigilando Wastelands en este momento. Si llegara a suceder algo malo, ellos estarán allí e irán donde puedan ayudar a su mujer.
Vic sintió frío y un miedo enfermante iba creciendo dentro de él.
—¿Por qué no se han mantenido alejados de esto? —dijo tristemente—. ¿Qué son cuatro millones de dólares para un hombre como Van Wylie? ¡Esos demonios son mortíferos! ¡No dudarán un minuto en matar a todos los de la casa! Ya han matado a mi sirviente. Ellos…
—Un momento —cortó Dennison—. ¿Dice que han matado a su sirviente?
Vic se acercó a él.
—No estoy del todo seguro, pero había sangre en la cabaña donde dormía. Y ha desaparecido.
—Puede ser que le hayan golpeado muy fuerte, como le han golpeado a usted —dijo Dennison con calma—. Ahora mire, Mr. Dermott, trate de relajarse. Yo sentiría lo mismo que usted si estuviera en su situación, pero no debe excitarse demasiado. Nadie sabe que usted y yo estamos reunidos. Por ahora lo único que quiero de usted es una información. Necesito una descripción de toda esa gente. Le doy mi palabra de que no vamos a mover un dedo hasta que su mujer y su hijo estén a salvo. Tampoco adoptaremos ninguna medida sin su aprobación previa.
Vic volvió a acostarse. La cara le seguía doliendo. Se acordó del consejo de Kramer.
—No puedo decirle nada —dijo—. No me interesa nada más que ver a mi mujer y a mi hijo sanos y salvos.
—Lo comprendo perfectamente, pero esto va más lejos, Mr. Dermott. Quiero que me crea. Supongamos que yo le hago preguntas y usted me dice si estoy en lo cierto —se sonrió, y luego prosiguió—: El hombre que según creemos está detrás de este rapto tiene alrededor de sesenta años, alto, corpulento y con aspecto de dipsómano. ¿Es así?
Vic titubeó, se encogió de hombros y asintió.
—Hay otro sujeto que trabaja con él: un italiano, bajo, gordo y moreno. ¿Es así?
Nuevo asentimiento de Vic.
—Hay una chica rubia teñida, alta, bien parecida dentro de su tipo ordinario, de veintidós o veintitrés años más o menos. ¿Es así?
Vic volvió a asentir.
—Además hay otro, pero a ese todavía no he podido ponerle el rótulo —dijo Dennison—. Ese es el que me interesa.
De nuevo, Vic titubeó, luego dijo:
—Es el hermano mellizo de la muchacha. Es el que me asustó… un tipo maligno y brutal. Es él quien me golpeó. Se enrolla una cadena de bicicleta en el puño.
—Descríbamelo —dijo Dennison.
Vic le dio la descripción de Riff, y cuando hubo terminado, Dennison se puso de pie.
—Siga haciendo lo que tenga que hacer como hasta ahora, Mr. Dermott —dijo—. Cobre el rescate —puso una tarjeta sobre la mesita de noche—. Este es el número de mi teléfono. Memorícelo y después destruya la tarjeta. Cuando tenga el rescate, llámeme por teléfono. Estos bribones se imaginan que una vez que tengan el rescate estarán fuera de peligro, pero han subestimado a Van Wylie. Tan pronto como sepamos que usted, su mujer, su hijo y Miss Van Wylie están a salvo, nos lanzaremos tras ellos. De ahora en adelante, tres de mis hombres le seguirán a usted. Si en cualquier momento necesita ayuda, estarán al instante a su lado. No tiene que preocuparse de nada. Tiene mi palabra de que no haremos absolutamente nada hasta que su mujer esté a salvo.
Vic se encogió de hombros con gesto de desamparo.
—Creo que tengo que confiar en usted —dijo—, pero por favor, quédese quieto hasta que estos bribones se hayan ido de Wastelands.
—Tiene mi palabra —dijo Dennison, y se dirigió a la puerta—. No tiene por qué preocuparse. Lamento haber entrado en esa forma. Buenas noches, Mr. Dermott —y abandonó el cuarto.
Vic estaba aún acostado, mirando desesperado a la pared de enfrente, cuando oyó el paso pesado de Dennison que se iba apagando a medida que se alejaba por el pasillo.