7

Kramer se sentó en un sillón, con un cigarro entre los labios. Detrás de él estaba de pie Moe Zegetti. Frente a él, sentado en otro sillón, Vic Dermott.

Desde donde se hallaba, Vic podía ver a través de la ventana el garaje del otro lado del patio. La puerta de éste se encontraba abierta. Riff trabajaba en el Cadillac de Vic. Ya había vuelto a colocar las bujías. Ahora estaba quitando la placa con el número y reemplazándola por la que había traído Kramer consigo.

Eran unos minutos más de las nueve.

—Usted llegará a la casa de Van Wylie alrededor de las once —dijo Kramer—. Ya sabe lo que tiene que decir. Debe convencerle de que si no paga hasta el último centavo sin chistar, no volverá nunca más a ver a su hija. No estoy fanfarroneando. Si algo sale mal, yo desaparezco y les dejo a todos ustedes en manos de los Crane. ¿Entendido?

—Entendido —dijo Vic.

—Tratará de saber quién es usted —prosiguió Kramer—. Si llega a saberlo y le sigue la pista hasta aquí, habrá una matanza —se inclinó hacia adelante y señaló a Vic con su dedo gordo—. Los Crane no andan con rodeos. Matarán a su mujer, a su hijo y a la chica de Van Wylie, y luego, para terminar, se esfumarán.

Vic no dijo nada.

»Así que queda en sus manos convencer a Van Wylie de que le entregue los cheques; Cuando usted los tenga en su poder, viajará a San Bernardino. Irá al Chase National Bank y hará efectivo el primero.

»Luego irá a Los Ángeles, y una vez allí se dirigirá al Merchant Fidelity Bank y cobrará el segundo cheque. Pasará la noche en el Mount Crescent Hotel. Le he reservado una habitación a nombre de Jack Howard. A las veintitrés, le llamaré por teléfono. Si no hay ninguna novedad irá al Chase National Bank de Los Ángeles y hará efectivo el tercer cheque. Desde allí, en su viaje por la costa, irá cobrando los cheques de acuerdo con la lista que tiene en su poder. Por fin llegará a Frisco. Yo le esperaré en Rose Arms Hotel. Me entregará a mí el dinero y quedará en libertad para volver aquí. Mientras tanto, Miss Van Wylie habrá sido liberada y el resto de mi gente se habrá ido. Desde entonces en adelante no dirá y no hará nada. A usted, nunca le ha sucedido esto. Pero si usted empieza a hacerse el vivo e imaginar que puede entregarnos a la Policía, algún día llegará alguien a su casa, y lo liquidará a usted, a su mujer y a su hijo. Esto es una promesa. ¿Entendido?

—Sí, entiendo —dijo Vic secamente.

—Bien, eso es… no diga nada sobre cómo ha sido lastimado —Kramer se puso de pie—. El auto está listo. Ya es tiempo de que se vaya.

Vic se levantó.

—Mi mujer tiene miedo de quedarse sola. ¿Qué garantía tengo de que no le pasará nada mientras yo esté fuera y usted no esté tampoco aquí?

—Mi querido muchacho —dijo Kramer con su gran sonrisa falsa—, no tiene por qué preocuparse. El está aquí —señaló a Moe—. Los Crane pueden ser un poco salvajes, pero nuestro amigo aquí presente puede controlarlos. De cualquier modo, mientras usted haga lo que digamos y Mrs. Dermott no intente escaparse, no habrá ningún peligro posible para ella ni para su chico.

Vic tuvo que contentarse con eso.

Su maleta estaba hecha y él listo para salir. Temía el momento de decir adiós a Carrie, pero cuando entró en el dormitorio, la encontró muy tranquila y hasta le recibió con una sonrisa.

—Está bien, Vic —dijo rodeándolo con sus brazos—. Ya he superado mi temor. Sé que es lo único que puedes hacer. No te preocupes por mí. Ya me las arreglaré. Me portaré muy bien. Tendremos tema de conversación para el resto de nuestros días.

Kramer llegó a la puerta.

—¿Listo para salir, Mr. Dermott?

Vic besó a su hijo, besó a Carrie, la miró larga y amorosamente, luego desprendiéndose de ella y cogiendo la maleta, siguió a Kramer hasta la puerta.

Levantando a Júnior de su cuna, Carrie se sentó sobre la cama. Sintió frío en el corazón lleno de temor; apretó al niño contra su pecho.

En la carretera que conducía a Arrow Lake, Kramer, que había estado siguiendo el Cadillac de Vic, con su auto alquilado, tocó la bocina, giró y entró en un camino lateral que llevaba a su hotel.

Vic le vio por el espejo y siguió su camino hasta que giró a su vez y se dirigió a la propiedad de Van Wylie.

Diez minutos después se detuvo ante la verja electrificada, bajó del auto y se dirigió a la cabina telefónica. Una voz de hombre contestó en cuanto levantó el receptor.

—Aquí una visita para Mr. Van Wylie —dijo Vic—. El me está esperando. Es algo que concierne a Miss Van Wylie.

—Venga directamente aquí —dijo el hombre en tono cortante.

En el momento en que Vic colocaba el receptor oyó un ruidito y vio que la verja se había abierto. Subió al coche y siguió por el caminó ondulado hasta que por fin llegó a la entrada principal de la gran mansión.

Merrill Andrews le estaba esperando en lo alto de la escalinata. El y Vic se miraron mientras Vic empezaba a subir los escalones. Andrews estaba azorado de ver una persona como Vic. Esperaba encontrarse con algún matón: no sólo estaba sorprendido, sino intrigado, pues de pronto se le ocurrió que había visto antes a este hombre en alguna parte.

—Tengo que ver a Mr. Van Wylie —dijo Vic.

—Por aquí —dijo Andrews y caminó a través de un gran vestíbulo, atravesó una habitación llena de libros y salió a un patio enlosado, donde John Van Wylie estaba esperando.

Cuando Vic llegó a la fuerte luz del sol, Van Wylie, vestido con una camisa blanca, pantalones negros de andar a caballo y botas bien lustradas, que le llegaban a la rodilla, se volvió y le observó. Con un movimiento de mano, Van Wylie despidió a Andrews, luego se dirigió a la mesa de jardín, sacó de una caja un cigarro que encendió antes de decir:

—Bueno, ¿quién es usted y qué es lo que quiere?

—Usted y yo, Mr. Van Wylie —dijo Vic con mucha tranquilidad—, nos hallamos en la misma situación. Los dos tenemos personas queridas en peligro. Mi mujer y mi hijito están en manos de los hombres que han raptado a su hija. Estoy más preocupado por la seguridad de ellos que por la de su hija.

Van Wylie estudió a Vic durante un rato largo, luego le señaló un sillón de mimbre.

—Siéntese… hable. Le escucho.

—Esta gente me ha encargado que le convenza para que entregue cuatro millones de dólares —dijo Vic sentándose—. Ayer llegaron a mi casa con su hija y se instalaron allí. Si yo no consigo el dinero de usted, intentarán asesinar a su hija, a mi mujer y a mi hijito. Esta gente no fanfarronea. Yo los he visto… usted no. Hay un joven bribón con ellos que es capaz de cualquier crueldad. Creo que ya ha asesinado a mi sirviente.

—¿Dónde está su casa? —preguntó Van Wylie.

—Se me ha prevenido que si yo le digo quién soy y dónde vivo, mi mujer y mi hijo sufrirán las consecuencias —dijo Vic—. Esta no es una advertencia inútil… No le puedo decir nada sobre mí mismo: todo lo que le puedo decir es que si usted quiere que le devuelvan a su hija indemne, me debe dar diez cheques certificados de cuatrocientos mil dólares cada uno.

Van Wylie se dio cuenta y se encaminó hasta el extremo del patio, lanzando una nube de humo por la nariz. Vic esperó. Al cabo de un rato Van Wylie volvió adonde estaba.

—¿Supongo que se da cuenta de se está haciendo cómplice de un crimen capital? —preguntó, parándose al lado de Vic y contemplándolo—. Cuando éste se realice ^ la policía se haga cargo, podría usted ir a parar a una cámara de gas.

—Yo no daría un centavo aunque fuera a parar en medio del Pacífico —dijo Vic en el mismo tono impasible—. Todo lo que me interesa es poner a salvo a mi mujer y a mi hijo.

Van Wylie miraba ahora la lívida herida que bajaba a lo largo de la cara de Vic.

—¿Cómo le han hecho eso? —preguntó, señalando con el dedo.

—Fue el joven bribón de quien le he hablado —dijo Vic—. Se enrolla una cadena de bicicleta alrededor del puño y golpea… como si fuese un zueco.

Van Wylie se quitó el cigarro de los labios, lo contempló con disgusto y lo aplastó en el cenicero.

—Este bribón —prosiguió Vic— es capaz de dirigir su puño de bestia a la cara de mi pequeñuelo o de mi mujer, y quizá también a la de su hija. Usted tiene mucho dinero, ¡Por consiguiente debe hacer lo que le pide! Diez cheques certificados de cuatrocientos mil dólares cada uno. No veo ninguna razón, excepto el orgullo, por la que usted pueda titubear. Si su hija recibe un puñetazo de este sujeto en la cara, no le quedará un pedazo de cara entera. Y no hablo por hablar, Mr. Van Wylie, le estoy contando los hechos tal cual son.

—¿Cómo puedo saber, si yo le doy a usted mi dinero, que volveré a ver a mi hija? —preguntó Van Wylie, poniendo sus manos grandes y poderosas sobre la mesa e inclinándose hacia adelante para observar a Vic.

—Usted no lo sabe, como yo no sé tampoco si cuando vuelva encontraré a mi mujer y a mi hijo muertos —dijo Vic—, pero es la única salida posible. Usted está lleno de dinero. Si usted quiere tener la suerte de volver a ver a su hija, ahí tiene el medio de conseguirlo.

—Yo no tengo el medio —dijo Van Wylie, y se sentó en un sillón de mimbre frente a Vic—. Le puedo dar mi dinero, pero no sé lo que estoy comprando.

Vic hizo un movimiento de impaciencia. No dijo nada.

Al cabo de un rato, Van Wylie preguntó:

—¿Ha visto usted a mi hija? ¿Está bien?

—Sí, la he visto, y lo que sé hasta ahora es que está muy bien.

—Hábleme de esa gente que la ha raptado. ¿Cuántos son?

—Mi tarea con usted consiste en persuadirle de que me dé el dinero para el rescate —dijo Vic—. Se me ha prohibido darle ningún informe. Todo lo que tiene que hacer es decidir si usted va a pagar o si está dispuesto a dejar a su hija en manos de esa gente. Eso es todo.

Van Wylie le observaba, con sus negros ojos escrutadores, luego accedió y se puso de pie.

—Espere aquí. Yo arreglaré esto.

Caminó apresuradamente a través del patio y entró en el despacho, donde le esperaba Andrews.

Van Wylie le transmitió sus órdenes, y Andrews se dirigió al teléfono. Habló con el gerente del Banco de California y al Merchant Bank. El gerente, algo asombrado, dijo que tendría los cheques certificados dentro de una hora.

—Este tipo no pertenece a la banda —dijo Van Wylie cuando Andrews volvió a colocar el receptor—. Le están usando como pantalla… vivos. El tiene mujer e hijo. Llegaron a la casa con Zelda. Tiene que reunir el dinero. Si hay alguna complicación se apoderan de su familia.

—Yo le he visto antes —dijo Andrews—. Estoy tratando de recordar quién es… alguien: una personalidad. Creo que tiene que ver con el teatro.

Van Wylie se sentó en el borde del escritorio. Sus ojos, pequeños y duros, se volvieron negros mientras miraban a Andrews.

—Le han golpeado. ¿Ha visto la herida que tiene en la cara? Estos sujetos son peligrosos —se inclinó hacia adelante—. ¿Dónde le ha visto anteriormente?

—No sé —dijo Andrews—. Pero estoy seguro de que le he visto. Es alguien que sale en los diarios.

—Esto nos ayuda muchísimo, ¿no le parece? —dijo Van Wylie alzando un poco la voz—. ¡Piense un poco! ¡Quiero saber quién es!

Andrews se dirigió hacia la ventana y miro hacia amera. ¿Dónde había visto antes a este hombre? ¿Por qué le recordaba el teatro? ¿Era un actor? Estaba todavía parado allí, indagando en su memoria, cuando Van Wylie, con un gesto de impaciencia, volvió al lugar en que Vic permanecía esperando.

Moe parecía una pulga en un horno caliente. No podía serenarse ni concentrarse; no podía pensar más que en su madre. ¿Qué le sucedía?, se preguntaba a sí mismo. ¿Estaría un poco mejor? ¿Se estaría muriendo? De vez en cuando miraba fijamente el teléfono, deseando levantar el receptor y llamar al hospital, pero sabía que una llamada tal podría resultar un desastre. Si por casualidad Van Wylie había avisado a la policía y ésta llegaba a localizar de dónde provenía la llamada a Wastelands, su oportunidad de ganar un cuarto de millón de dólares se esfumaría como el humo de un pistoletazo.

Pero ¡él tenía que saber!

Zelda y Carrie estaban juntas con el niñito en el dormitorio. Podía oírlas conversar. Los Crane estaban tendidos al sol, bebiendo coca-cola y mirando revistas cómicas que Riff había encontrado en la casa. El lugar parecía bastante tranquilo. Moe luchaba contra la tentación. El sabía que actuaría en contra de las órdenes de Kramer, pero tenía que encontrar un teléfono de donde pudiera llamar al hospital y saber cómo estaba su madre. Ya no podía seguir aguardando y esperando. ¡Tenía que saber!

La cabina telefónica más próxima se hallaba en Boston Creek, a unos treinta kilómetros de distancia. Si conducía ligero, podía ir y volver en una hora exacta. ¿Qué podía suceder durante ese tiempo? Sudando, nervioso y ansioso, se puso de pie. ¡Tenía que ir!

Los Crane vieron salir a Moe de la casa del rancho y dirigirse hacia ellos.

Cuando Moe llegó les dijo:

—Tengo algo que hacer. Estaré de vuelta pronto. Tened cuidado. No hay que meterse en líos. Cuidad que las dos chicas permanezcan donde están —miró su reloj—. Yo volveré dentro de una hora.

—Claro —dijo Riff, y se sonrió con sarcasmo—. Estaremos aquí hasta que usted vuelva. Nosotros no tenemos lugar para ir —Moe le observó con suspicacia.

—Quedaos aquí —dijo—. Yo no tendré ninguna dificultad.

—¿Quién habla de dificultades? —dijo Riff desperezándose—. Yo lo estoy pasando muy bien. Usted váyase. Nosotros podemos hacernos cargo de todo.

Moe, súbitamente inquieto al ver la expresión despectiva de sus ojos, titubeó; pero los Crane volvieron a tomar sus historietas cómicas y parecieron olvidarse de él, dio media vuelta y se dirigió al garaje. Subió al auto en que había venido, puso el motor en marcha y anduvo por el camino de tierra hasta la carretera.

Cuando lo vio desaparecer en una nube de tierra, Riff tiró sus historietas, volvió a desperezarse y luego se puso de pie. Chita le miró.

—¿Adónde vas? —preguntó con suspicacia.

—¡Cállate! —gruñó Riff—. Voy a estirar las piernas. ¡Qué te importa adónde voy!

—¡Basta con eso! ¡Siéntate! Ya sé lo que piensas hacer. ¡Basta! ¡Estamos metidos en la salsa por diez mil dólares! ¡No vas a echarlo todo a perder!

Riff le sonrió con sarcasmo.

—¡Tonta! ¡No te das cuenta que ya está todo echado a perder! ¡Tú te vas a quedar aquí! No te lo vuelvo a repetir.

—¡Deja a la chica en paz! —dijo Chita, pero ella no se movió. Por la expresión maligna de su hermano, adivinaba que si no se quedaba la iba a golpear.

—¡Estúpida! —dijo Riff, y arreglándose los pantalones de cuero se dirigió hacia la casa, bamboleándose.

Si había algo que le disgustara a Zelda eran las criaturas. Para ella no eran más que animalitos repugnantes, que siempre llamaban la atención más que ella, aun cuando era la heredera de una de las tres fortunas más grandes del mundo. Cuando un chico entraba en escena, todo el mundo parecía haberse olvidado de ella. ¡Odiaba a las criaturas!

Se sentó cómodamente en un sillón y observó cómo Carrie le cambiaba los pañales a Júnior. Frunció la nariz con asco. ¡Bebés! Pero el estar en la casa de Vic Dermott le producía una tremenda emoción. Había visto todas sus obras. Pensó que era, en verdad, muy romántico que, entre tanta gente, fuese Dermott el hombre elegido para conseguir el rescate. Vic Dermott. ¡Qué fuente de conversación interminable iba a ser cuando volviera a su casa!

Le gustaba Carrie. Era una lástima que una chica tan atractiva estuviese tan obsesionada con este bebé gordo y pesado. Deseaba relajarse y conversar con Carrie sobre modas. No dudaba de que Carrie podría ayudarla. Tenía tan poca confianza en sí misma para saber lo que tenía que usar. Si al menos Carrie dejara de agitarse con ese pequeño monstruo, lo pusiese en cualquier parte y se dedicase un poco a ella, Zelda sería feliz.

Con cierto alivio, miró cómo Carrie volvía a poner al bebé en su cuna y arreglaba los juguetitos que colgaban de ella para tenerle distraído.

—Bueno, está listo por el momento —dijo Carrie—. Ahora creo que sería mejor que arreglara este cuarto o tal vez que usted lo hiciera mientras voy a ver qué hay para almorzar.

Zelda se quedó mirándola azorada, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.

—¿Hacer eso YO? No sé lo que quiere decir.

—Bueno, alguien tiene que mantener este lugar en orden —dijo Carrie con paciencia—. Yo voy a ocuparme de la cocina. Pensé que usted podría estirar las camas. Esos dos que están afuera parece que no van a hacer nada.

—Yo tampoco pienso hacer nada —dijo Zelda enojada—. ¡No soy una sirvienta! Dentro de uno o dos días mi padre pagará el rescate y yo volveré a casa. ¡Lo que sucede aquí no me concierne en lo más mínimo!

Carrie la miró pensativa.

—Bueno, por supuesto, si esa es la idea que tiene usted de todo esto —dijo—, entonces lo haré yo. ¿Supongo que querrá comer?

—¡Claro que quiero comer!

Las dos jóvenes se miraron, y Carrie se encogió de hombros.

—Muy bien, si usted se quiere quedar sentada, yo me ocuparé —dijo.

—Esté segura que no me voy a convertir en una sirvienta —exclamó Zelda de mal humor, y miró por la ventana.

En ese momento, la puerta del dormitorio se abrió de golpe, y Riff apareció en el umbral de la puerta.

Carrie y Zelda se quedaron rígidas, y le miraron atónitas. La cara cuadrada de Riff estaba bañada en sudor. Carrie estaba más cerca de él que Zelda. Podía oler la suciedad que tenía encima, y se echó hacia atrás. El no la miraba. Miraba a Zelda, quien parecía haberse quedado rígida.

Carrie se colocó frente a Zelda y encaró a Riff.

—¡Fuera de aquí! —dijo con fiereza—. No va a tocarla —Riff tuvo una sonrisa maligna.

—¡Apártese de mi camino o empiezo primero con usted!

Carrie no se movió. Estaba aterrada, pero algo dentro de ella la obligaba a hacer frente a la ruda cara de ese rufián.

—¡Fuera de aquí!

La izquierda de Riff, con el puño medio cerrado, alcanzó un lado de la cara de Carrie. Era como si hubiese recibido un tremendo golpe de viento. Salió tambaleándose a través del cuarto, se golpeó contra la cama y cayó atravesada en ella, atontada y medio inconsciente.

Se daba cuenta vagamente de que Zelda estaba gritando. Hizo un esfuerzo desesperado para ponerse de pie, pero las piernas no la sostenían y se deslizó de la cama al suelo. Desvaneciéndose, tratando de levantarse, podía ver a Zelda luchando con Riff. Zelda estaba indefensa en su abrazo salvaje. La hizo poner de pie y la llevó fuera del cuarto. Sus gritos repercutieron en toda la casa. Sus puños golpeaban impotentes el uniforme de cuero raído. Riff la arrastró por el pequeño pasillo hasta el dormitorio que ella ocupaba. Brutalmente la tiró sobre la cama, luego, dándole la vuelta, cerró la puerta con llave. En el momento que se tiraba de la cama, los ojos llenos de terror, Riff se dirigió a ella. Cuando sus manos la alcanzaban empezó a gritar de nuevo.

Chita se sentó inmóvil al calor del sol, mientras escuchaba los agudos gritos que provenían de la casa del rancho. No se movió. Se quedó rígida, con su rostro como de madera, sus manos apretadas entre las rodillas.

Al cabo de un rato cesaron los gritos.

Moe Zegetti estaba esperando en la cabina del teléfono. Él sudor caía por su gruesa cara. A través del cristal de la cabina, observaba a dos chicas vestidas con jersey muy ajustados y pantalones vaqueros descoloridos, sentadas sobre taburetes y sorbiendo Coca-Cola con una pajita. Un muchacho, con una blusa marinera y con la nariz llena de pecas, apoyó su codo en el mostrador y conversó con ellas. El también tenía una botella de Coca con una pajita en la mano.

Moe se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano.

¿Cuánto tiempo tendría que esperar? Podía oír el ruido que había en la línea, y de vez en cuando se oían voces apagadas. Había pedido comunicación con el hospital. Le habían dicho que esperara. Los minutos fueron pasando. Una de las chicas que estaba en el mostrador se deslizó de su taburete y se dirigió al tocadiscos automático. Introdujo una moneda. Cuando el tocadiscos comenzó a tocar una pieza de jazz, ella se puso a mover sus pequeñas caderas de niña, hizo chasquear sus dedos mientras su compañera y el muchacho la miraban, sonrientes.

Una voz dijo:

—¿Mr. Zegetti? Aquí la enfermera Handisty. Lamento mucho decirle que su madre falleció anoche, sin sufrimiento.

El sonido estridente del tocadiscos automático le llegó a través del cristal de la cabina y rompió el aislamiento de Moe. Le pareció imposible que pudiera estar oyendo lo que le decía la mujer. Apretó el receptor contra su oído; el corazón le daba fuertes golpes. No podía realmente haber oído bien… su madre… fallecida… ¡esto significaba que estaba muerta!

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Espere un momento —abrió la puerta de la cabina y gritó—. ¡Paren ese maldito aparato!

La chica dejó de bailar y se quedó mirándole. La otra chica y el muchacho se volvieron y le miraron también. Entonces la chica comenzó a bailar de nuevo, balanceándose y moviendo las caderas hacia Moe, y se fue hacia la puerta, haciendo chasquear los dedos y cantando.

Desesperado, Moe, de un portazo, cerró la puerta de la cabina:

—¿Cómo está mi madre? —gritó cubriendo el ruido de la música.

—Ya se lo he dicho —la enfermera gritó impaciente—. Ha pasado a mejor vida muy tranquila…

—¿Quiere decir que ha muerto?

—¿Cómo? Sí, desde luego. Le estoy diciendo… que su madre murió anoche muy tranquila.

Lentamente, Moe volvió a dejar el receptor. Se apoyó contra la pared de la cabina y cerró los ojos. Un moscardón pasó volando una y otra vez delante de él. La chica meneaba su cuerpo delgado mientras su compañera y el muchacho golpeaban las manos al ritmo de la música.

Moe de repente no tuvo más deseos de poseer un cuarto de millón de dólares. ¿Para qué le serviría el dinero? Estaba solo. Siempre estaría solo ahora que Dolí había muerto. Con ella habría sido divertido tener dinero para despilfarrar, pero sin ella…

Salió lentamente del café, sin darse cuenta de que el barman y tres jóvenes le observaban con curiosidad; se sentó en el auto dejando las manos sobre el volante. ¿Volvería a Wastelands? ¿Y si algo salía mal? Kramer era viejo: ¿Si abandonara sus planes? Moe pensó en esos años terribles que había pasado en la cárcel. De cualquier manera, ¿qué haría él con un cuarto de millón de dólares? Pero en ese momento pensó en el pequeño restaurante y en las largas horas de esclavitud. No podía volver allá. Con dinero, podría comprar para él una casita y vivir de un modo decente. Tal vez podría encontrar una mujer con quien compartir su vida. Por consiguiente, no podía dejar caer a Kramer. No… tenía que volver. Kramer nunca le perdonaría que le abandonara ahora. Con un gesto de desesperación dirigió el auto hasta la carretera y luego hacia Wastelands.

—¿Todavía no recuerda dónde le ha visto? —preguntó Van Wylie. Estaba de pie al lado de la ventana, observando a Dermott, cuando éste subió a su Cadillac. Vic seguía su camino hacia California y el Banco de Comercio para cobrar los cheques certificados.

—No… pero estoy seguro de que le he visto en algún lado —respondió Andrews—. Estoy seguro de eso, y estoy seguro que tiene algo que ver con el teatro.

—¿Se acuerda del número de su auto?

—Claro que sí.

El Cadillac había desaparecido de la vista. Durante un largo rato, Van Wylie se quedó pensando.

—Muy bien, ahora vayamos a nuestro asunto —dijo—. Si estos bribones creen que se van a fugar con cuatro millones de dólares, van a tener una sorpresa. Dicen que tienen el teléfono intervenido aquí. Puede ser un bluff, pero no quiero correr ningún riesgo. Jay Dennison es la persona que necesitamos. Mándele un telegrama. Dígale que vaya a verme al aeropuerto de Los Ángeles a las doce. Insístale en que es una reunión secreta. Tomaremos el helicóptero. No podrán seguimos. Vamos ya.

Una hora y media más tarde, Van Wylie con Andrews siguiéndole los pasos, entraron por la puerta giratoria del aeropuerto y penetraron en un pequeño despacho, donde Jay Dennison había quedado en verle. Con él estaba Tom Harper.

Hacía algunos años que Van Wylie y Dennison se habían conocido. Luego Dennison le había hecho ganar a Van Wylie una suma de dinero considerable al descubrir el fraude de un Banco, mediante un brillante trabajo detectivesco. Van Wylie no se había olvidado del trabajo de Dennison, y cada Navidad éste había recibido una gran cesta con los buenos deseos de Van Wylie.

Los dos hombres se dieron la mano, y Dennison no tardó en ver cierta amargura en los ojos de Van Wylie.

—Mi hija ha sido raptada —dijo en tono brusco, mientras se sentaba en el borde del escritorio—. El rescate es de cuatro millones de dólares, con las amenazas usuales, si recurro a la Policía y les pongo sobre la pista. Le consulto, Dennison, porque tan pronto como pueda deseo que usted atrape a esos rufianes. Hemos volado hasta aquí. No pueden saber que estamos reunidos y no deben saberlo —sacó de su bolsillo una pequeña cinta—. He grabado las órdenes de ese hombre. Sería mejor que la tuviera usted —y le pasó la cinta a Dennison.

—¿Cuándo sucedió esto, Mr. Van Wylie? —preguntó Dennison, sentándose detrás del escritorio. Echó una mirada a Harper, que tenía su libreta de notas lista.

Con todo lujo de detalles, Van Wylie relató los hechos, mientras Dennison escuchaba. Por fin Van Wylie llegó al papel que le correspondió a Vic Dermott en el rapto.

—Es evidente que el muchacho no tiene nada que ver con los raptores —dijo Van Wylie—. Está en un aprieto tan grande como yo. Andrews aquí presente cree que le ha visto antes de ahora.

Dennison miró con expresión interrogativa a Andrews.

—Estoy tratando de recordar dónde; pero no puedo situarlo —dijo Andrews con su voz lenta—. Estoy seguro de que es algo que tiene que ver con el teatro… tal vez un actor. Estoy absolutamente seguro de que no es un actor de cine… tiene que ver con el teatro.

—Bueno, tenemos algo para empezar —dijo Dennison, y tomó el teléfono. Consiguió comunicarse con la Oficina de Campaña de Paradise City y habló con Abe Masón—. Se lo mando a Mr. Merrill Andrews. Estará con usted dentro de una hora. El le explicará. Deseo que vea a Simons y Ley, los agentes teatrales. Véalos para que le consigan fotografías de todos los actores que tengan alrededor de un metro ochenta de estatura, robustos. Ellos los tienen en sus archivos. Es un trabajo urgente —colgó y miró a Andrews—. ¿Quiere usted ir, Mr. Andrews? Hay una probabilidad de que pueda identificar al sujeto por las fotografías que mi hombre le va a mostrar.

Andrews consultó con la mirada a Van Wylie. A una seña suya, salió rápidamente del despacho.

—Los raptores son peligrosos —dijo Van Wylie—. No quiero que Zelda corra ningún riesgo. ¿Me entiende?

—Claro que sí —dijo Dennison, muy tranquilo—. Sabemos cómo manejar este asunto. Cuéntenos algo más sobre las costumbres de su hija. ¿Usted dice que iba siempre a la peluquería a la misma hora y el mismo día?

Una hora después, Van Wylie se puso de pie.

—Esto es todo —dijo—. Lo dejo en sus manos, pero usted no tomará ninguna actitud sin consultarme primero.

—Eso se sobreentiende —respondió Dennison, poniéndose de pie y dándole la mano.

Van Wylie le miró fijamente durante un largo rato.

—Prefiero perder cuatro millones de dólares que a Zelda —dijo—. Ella es todo lo que me queda.

Cuando se fue, Dennison se dirigió al teléfono.

En la Oficina de Campaña, Merrill Andrews dejó caer la última fotografía sobre el escritorio de Abe Masón, con una exclamación de disgusto.

—No… no está entre éstos —dijo.

—Tal vez sea un actor de cine —dijo Masón—. Puedo ver…

—No es un actor de cine —cortó Andrews—. Estoy tan seguro como de que estoy sentado aquí, tiene algo que ver con el teatro, y es muy conocido en ese medio.

—Muy bien —dijo Masón, mirando a sus pies—. Vayamos a la oficina del Herald y busquemos entre sus fotografías. Ellos tienen un archivo de personas famosas. Tal vez lo encontremos allí.

Cuando salían del edificio se encontraron con Dennison que venía del aeropuerto.

—¿Buena suerte? —preguntó Dennison, deteniéndose.

Masón explicó adónde iba, y Dennison asintió.

El se dirigió a su despacho y pidió una comunicación con la Policía de San Bernardino. Preguntó si alguna patrulla de la carretera que llevaba de la propiedad de Van Wylie hasta San Bernardino había visto la víspera a Miss Van Wylie alrededor de las nueve. El sargento de guardia le dijo que le volvería a llamar.

Dennison pidió entonces al sargento que avisara a todas las patrullas oficiales para que buscaran un automóvil Jaguar tipo E, y dio el número de matrícula de Zelda.

Hecho esto, le dijo a Harper que se fijara en el número de la placa del Cadillac que Andrews le había dado.

—No es ese número —dijo Harper cuando colgaba el receptor del teléfono.

Dennison gruñó. Atrajo hacia sí una grabadora y envolvió en el carretel la cinta que Van Wylie le había dado.

Los dos hombres escucharon la voz. Después de pasar la cinta tres veces, Dennison retiró la grabadora. Buscó un cigarro, lo encendió y se echó hacia atrás en la silla.

—¿Conoce a alguien que se enrolle el puño con una cadena de bicicleta para utilizarla como arma? —preguntó de pronto.

—Más o menos doscientos —dijo Harper—. Hay probablemente veinte o treinta mil que yo no conozca. Es la última moda.

—Sí, pero este asunto no es cualquier cosa, Tom. ¡Cuatro millones de dólares! —era la voz de un hombre viejo. Dennison lanzó el humo hacia el techo—. Me recuerda los viejos tiempos en que los gangsters pedían mucho dinero para un rescate. Usted sabe, es el tipo de trabajo que haría Jim Kramer si fuese lo suficientemente loco para salir de su retiro. Conociendo Kramer mi manera de actuar, no puedo creer que quisiera ensayar un rapto. Mande un aviso a todos los bancos del Estado, diciéndoles qué le informen cuando alguien cambie un cheque al portador firmado por John Van Wylie, de cuatrocientos mil dólares. Quizá sea un poco tarde, pero a lo mejor podemos atrapar al sujeto cobrando los cheques.

Harper asintió y salió del cuarto.

Dennison siguió fumando, los ojos abiertos, el rostro sin expresión.

¡Kramer! Tal vez fuese posible. Se había esfumado. La cara de Dennison se iluminó de pronto con una gran sonrisa. Si fuese Kramer y ellos lo atraparan, tendría la satisfacción de mandar a Kramer a la cámara de gas. Ningún agente federal podría desear un regalo mejor para poder retirarse.