5

Era difícil imaginarse lo que hubiese llegado a ser Zelda Van Wylie si su único mérito no hubiese consistido en ser la heredera de un billón de dólares; probablemente una vendedora poco eficiente de un establecimiento de segunda categoría o tal vez una mecanógrafa mediocre; pero lo cierto es que con la educación que tenía y con su mediana inteligencia no podía haber aspirado a nada mejor.

Pero ya que tenía la suerte de haber nacido hija única de un billonario tejano que estaba embobado con ella, era capaz de superar hasta cierto punto algunas deficiencias con que la había dotado la naturaleza.

En apariencia no era más que una hoguera apagada. Había llegado a esa conclusión después de estar horas observando su cuerpo desnudo ante un gran espejo en el cuarto de baño. Era bonita, pero insulsa y descolorida. Tenía grandes ojos pardos, por lo general con expresión malhumorada; una bonita nariz y una bonita boca, pero el mentón deprimido iba desapareciendo, y esto estropeaba su aspecto general.

Era enjuta de busto, y se desesperaba cuando admiraba esas estrellas de cine con bustos superdesarrollados. Tenía anchas caderas de matrona, que trataba de disciplinar comprimiéndolas con las peores fajas que un mercado de fajas pudiera proveer. Sus piernas, sin embargo, eran largas y delgadas, y eran su consuelo.

Desde que nació había sido consentida. Ahora, a los dieciocho años de edad, estaba aburrida, sexualmente frustrada, irritable y cansada. Tenía inteligencia suficiente como para darse cuenta de que los varios jóvenes que rondaban alrededor de ella tenían puestos sus ojos calculadores en la fortuna, que en su momento sería de ella. Había llegado a tomar aversión a los hombres y desconfiar de ellos como tales, pero compensaba algunas de sus frustraciones sexuales mirando fotografías de hombres desnudos con enormes músculos en algunas revistas naturalistas.

Otro escape que tenía era la adoración por algunos astros de cine, a los que importunaba sin cesar pidiéndoles autógrafos y fotografías. Consideraba a los hombres como Cary Grant, Georges Sanders y William Holden como el sumum de la perfección masculina.

A pesar de tener todo lo que el dinero puede comprar, Zelda llevaba una vida de rutinario aburrimiento. Iba al cine cuatro veces por semana. Las reuniones que organizaba otras dos veces eran vulgares y aparatosas, pero la gente joven que asistía a ellas gozaba con las comidas exóticas y con las bebidas abundantes y variadas que se les ofrecía, ya que por ellas la mayor parte de los jóvenes se volvían parásitos de la casa. La criticaban en cuanto volvía la espalda y no le ofrecían nada en cambio de lo que ella les daba.

Las pocas personas que la conocían mejor pensaban que era triste que Zelda considerara a su padre como responsable de su aburrimiento y falta de felicidad. Si él no hubiese tenido tanto dinero, decía, ahora estaría casada y sería feliz. El casamiento significaba para Zelda la curación de todos sus males y, en particular, de su aburrimiento. El afecto empalagoso de su padre la había envuelto como una manta. Su ansiosa intervención en cualquier proyecto que ella hiciese la molestaba. Las constantes sugerencias para sacarla de su tedio eran recibidas con desdén.

Seguramente su continua insistencia para que pasara momentos agradables con muchachos de su edad fue lo que quitó a Zelda todo interés por los hombres. John Van Wylie hizo todo lo que pudo por su hija, pero fracasó por haberla mimado demasiado, colmándola de todo lo que deseaba o no deseaba; él se había convertido para ella en un viejo aburrido que le atacaba los nervios.

Esa mañana de verano del mes de julio, Zelda se había levantado a las siete y se había sometido durante una hora a los dolorosos masajes de un experto que vivía en la gran mansión, con el único fin de lograr reducir la línea de las caderas de Zelda. Luego tenía un tedioso desayuno con su padre, y por fin, unos minutos antes de las nueve, siguiendo la rutina establecida, salía de su casa y tomó el Jaguar tipo E que la esperaba frente a la escalinata de la terraza.

Había decidido dar un poco de brillo a su fin de semana haciéndose teñir su pelo mortecino del tono de los damascos frescos. Había leído en una de las revistas dedicadas a las mujeres, que el color damasco para el cabello no sólo era el que estaba más de moda, sino que también era muy chic y sofisticado.

Condujo el Jaguar siguiendo el largo camino. Uno de los pocos talentos que poseía Zelda era el saber conducir cualquier automóvil como un corredor experto.

En el extremo del camino, al lado de la verja electrizada, la esperaba Chita. Estaba al lado de un Ford Lincoln azul que Kramer había comprado en algún emporio de autos fuera de uso.

A unos pocos metros de ellos, Moe Zegetti se hallaba escondido detrás de un espeso grupo de arbustos, notando que su corazón le latía con fuerza. No tenía la menor duda de que Chita haría todo lo que se le había pedido, y sabía que una vez que tuvieran a la chica, ya no se echaría atrás. Igual que Riff Crane, él también se daba cuenta de que se estaban jugando la vida. Aunque tratando de convencerse a sí mismo de que Kramer nunca había cometido una falta, tenía que admitir que Kramer ya no era el mismo de antes, aquel que una vez había dirigido los sindicatos con tanta crueldad y tanto éxito.

Para aumentar su malestar, cuando salía para encontrarse con Chita, había recibido una llamada del hospital. La enfermera le había dicho que su madre estaba ahora muy grave y que preguntaba por él.

Moe no podía hacer nada. Se había comprometido en el negocio. Le había dicho a la enfermera que iría lo más pronto que pudiera. El sabía que su madre lo comprendería. Sus deprimidos pensamientos fueron interrumpidos por el ruido de un automóvil que se acercaba; tuvo tiempo de ver el Jaguar que salía de la verja antes que desapareciera de su vista.

En ese momento Chita había levantado el capot del auto. Llevaba un vestido de algodón azul y blanco, comprado con el dinero que le diera Kramer para esta ocasión, y sus cabellos teñidos estaban atados atrás de manera muy cuidadosa con un trozo de cinta azul. Terna el aspecto de una chica americana de las que se ven a montones.

Al revés que Moe y su hermano, Chita había entrado en el negocio con una confianza absoluta. Ya estaba haciendo proyectos de lo que harían cuando tuvieran los diez mil dólares que les habían prometido. En ningún momento se le había ocurrido, a pesar de la preocupación de Riff, que el asunto podía salir mal.

Cuando Zelda se bajó del auto para abrir la verja, contempló a Chita con envidia. Se dio cuenta, por los fuertes pechos que levantaban el género barato del vestido de Chita, de que esta chica no usaba esos horriblemente incómodos rellenos que ella se veía obligada a usar.

—¿Puede ayudarme? —preguntó Chita, con una sonrisa amplia y amistosa—. Hay algo que no anda en la parte eléctrica. ¿Hay algún garaje cerca de aquí?

Observando y escuchando, Moe movía la cabeza en señal de aprobación. Chita se estaba comportando en forma natural y aceptable.

A Zelda le gustó el aspecto de esa chica. Era de un mundo en el cual nunca tendría la oportunidad de alternar. La chica le interesó.

—Hay un garaje en la carretera. Yo la llevaré… súbase.

Había resultado demasiado fácil.

Cuando Chita se subió al auto, exclamó:

—¡Qué belleza! ¿Es suyo?

Zelda asintió mientras apretaba el arranque.

—Sí… ¿le gusta?

—¡Supongo que irá a más de cien!

Esto fue lo peor que pudo haber dicho, porque Zelda era muy engreída. Apretó con el pie el pedal de arranque, luego lo puso en velocidad. El coche se lanzó hacia adelante, y en unos segundos la aguja del marcador señalaba alrededor de doscientos quince kilómetros por hora.

Moe, que iba a subir al Lincoln, vio al Jaguar desaparecer literalmente de su vista. Arrancó lo más rápido posible.

Viendo que a Moe no le sería posible alcanzarlas a esa velocidad, se llevó las manos a la cara y gritó:

—¡Corre demasiado! ¡Por favor! ¡No tan ligero!

Zelda se rio. Le encantaba asustar a otros con la velocidad. Fue disminuyendo la marcha hasta llegar a andar a un paso sedante de ciento diez kilómetros por hora.

—¿Estaba de veras asustada? Casi siempre conduzco así de deprisa… ¡Me encanta la velocidad!

—Creo que sí —dijo Chita, y miró por encima de su hombro a través de la ventanilla trasera. No había señal de Moe—. Pero… ¡era demasiado ligero! —se detuvo, y luego prosiguió—: Habrá algún automóvil… usted no irá a San Bernardino, ¿no? Tengo una cita… Ya llego tarde.

—Justamente es allí donde voy —dijo Zelda—. Pero podemos parar en el garaje y buscar quien arregle su auto. Se lo pueden llevar a San Bernardino.

Chita pudo ver ante ellas la señal de Shell. Rápidamente dijo:

—No importa. Tomaré un taxi para volver. De veras quisiera llegar a San Bernardino lo más pronto posible.

Zelda se encogió de hombros, y el Jaguar pasó como una bala ante la estación de servicio. Después, mirando por el espejo, exclamó:

—¡Demonios! ¡Todavía no!

—¿Qué es eso? —preguntó Chita secamente.

—Un maldito inspector de velocidad —dijo Zelda con disgusto.

—Siento mucho, pero va a ser mejor que pare —y disminuyó la marcha, se colocó en el borde de la calzada y se detuvo.

Un momento después, un policía grandote, de cara colorada, se paró al lado del auto. Chita se quedó quieta, apretando las manos entre las rodillas. Mantenía la cara un poco vuelta cuando el policía bajó de su motocicleta y se inclinó dentro del auto.

—Buenos días, Miss Van Wylie —dijo con una radiante sonrisa—. Iba a ciento treinta en este momento. Lo siento, pero tengo que ponerla una multa.

—¡Al diablo con usted y su mujer y sus hijos! —gritó Zelda—. ¡Adelante y póngame la multa!

El agente se rio.

—Claro, Miss Van Wylie, pero por el amor de Dios, ande más despacio en la carretera —garabateó en una libreta y le dio la multa—. ¿Su papá está bien, Miss Van Wylie?

—¡A usted qué le importa! —dijo Zelda, y le hizo una mueca—. Le odiará aún más que lo que le odiaba ahora cuando le cuente esto.

El agente se rio de nuevo. Se anotaba un punto imponiéndole una multa por exceso de velocidad a una de las chicas más ricas del mundo. Conocía bien a Zelda. La multaba por lo menos una vez por semana. Los pequeños ojos del agente miraron a Chita y adquirieron una expresión de dureza. La observó un largo rato; Chita volvió la cabeza con lentitud y le miró directamente. De pronto, durante breves instantes, se sintió pequeña y desnuda bajo la mirada directa y dura del agente; luego, dominando su sensación de miedo, miró para otro lado.

El policía se retiró haciendo un saludo complicado.

—Siento mucho haber tenido que entretenerla, Miss Van Wylie, pero las cosas se han presentado así.

—¡Oh, déjese de monsergas! —dijo Zelda, y se sonrió.

En el momento que entraba de nuevo en la carretera, llegaba Moe_ en el Lincoln. Continuó su marcha, pasándolas; vio al policía y sintió un vuelco en el corazón.

—Ese auto se parece al suyo —dijo Zelda secamente.

Ahora rodaban a un promedio tranquilo de sesenta y cinco kilómetros por hora.

Chita sacudió la cabeza.

—¿Mi auto? ¿Cómo podría ser?

Zelda se mostró algo perpleja, y luego se encogió de hombros.

—Me ha parecido su auto. ¡Qué fastidio con ese policía! Ahora me va a seguir todo el tiempo hasta San Bernardino.

Chita titubeó. Miró para atrás. A lo lejos pudo ver al policía que las estaba siguiendo: esto podría ser peligroso. Tal vez se volviera una vez que llegaran a la ciudad. Abrió su bolso y sacó el frasco plano que le había dado Kramer.

—¿Qué tiene usted ahí? —preguntó Zelda.

Con un repentino tono maligno en la voz, Chita se lo dijo.

Por espacio de varios segundos, Vic Dermott miró con asombro su zapato teñido de sangre, luego, con una mueca de disgusto, se quitó el zapato del pie.

Carrie se había sentado bruscamente en la cama.

—Es sangre, ¿no? —preguntó con voz trémula.

—Podría ser… no sé. Vamos, Carrie, no te sientes ahí ahora. ¡Vámonos!

El tono de urgencia que había en su voz obligó a Carrie a levantarse.

—Ya estoy casi lista… Vic… es sangre, ¿no?

Vic se puso otro par de zapatos. Estaba tratando de recordar dónde podía haber pisado esa sangre que manchó su zapato. Estaba seguro de que hubiera notado la sangre si ésta se hubiese hallado a la luz del día. Debió haber sido en la cabaña, se dijo. ¿Estaría Di-Long herido?

Se detuvo en seco al oír un ruido que provenía de la puerta de la nevera que se cerraba.

—¿Oíste eso? —murmuró Carrie, abriendo grandes los ojos—. ¡Hay alguien en la cocina!

Vic terminó rápidamente de hacer el nudo de su zapato y se enderezó. Se miraron uno al otro.

—Ha sido como si hubiesen cerrado la puerta de la nevera —dijo, un poco nerviosa.

—¡Y ha sido eso! ¡Oh Vic! ¡Hay alguien en la casa!

—Muy bien… muy bien —dijo Vic—. Ahora no te quedes mirando. No te muevas de aquí. Yo voy a ver.

—Querido… por favor…

Moviéndose en silencio, se dirigió a la puerta del dormitorio, que permanecía entreabierta. Escuchó, no oyó nada, entonces, mirando por encima de su hombro, dijo en tono bajo:

—Quédate con Júnior —y avanzó rápida y silenciosamente a través del vestíbulo hasta la puerta de la cocina.

Se detuvo en el umbral de la puerta, sintiendo que el corazón le saltaba un poco. La vista de Riff Crane con su vestimenta raída de cuero negro, con su cara cuadrada, sentado sobre la mesa de la cocina, mordiendo una pata de pollo, habría hecho flaquear a cualquiera con los nervios mejor templados que los de Vic.

Vic se quedó parado sin movimiento, sintiendo los golpes que le daba el corazón y una ola de sangre que le subía por la espina dorsal.

Riff le sonrió satisfecho.

—Aposté a que le metería miedo —dijo. Comió el último bocado de la pata de pollo y arrojó el hueso a través de la cocina.

Mientras el hueso se deslizaba por el piso, el miedo de Vic se transformó en un súbito furor.

—¿Qué piensa hacer aquí? —preguntó—, ¿quién es usted?

Riff le echó una mirada. La sonrisa volvió a su rostro cuadrado, pero sus ojos se tornaron negros y duros. Sacó de su bolsillo la cadena de bicicleta.

—Escuche, Mac, usted va a tener que serme útil. Estoy aquí por un tiempo. Tranquilícese y no será maltratado. Si hace lo que yo le digo, a usted, a la muñeca y al mocoso no les pasará nada —empezó a envolver muy despacio la cadena alrededor de su puño derecho—. Quiero café. Dígale a su muñeca que me prepare un poco… ¿me oye?

—¡Fuera de aquí! —dijo Vic—. Vamos… ¡fuera!

Carrie llegó a la puerta. Mantuvo su respiración jadeante a la vista de Riff, que le echó una mirada y sonrió.

—Bueno —dijo, y la miró maliciosamente—. ¡Eh!, muñequita, prepárame un poco de café o su preciosa criatura será maltratada.

Vic hizo un movimiento hacia atrás, pero Carrie, horrorizada a la vista de Riff, le agarró del brazo.

—¡No Vic! Le daré café. Vic… ¡por favor!

—Así me gusta, chiquita. Mientras los dos hagan lo que se les diga, no se les maltratará —dijo Riff. Entonces su expresión se volvió como la de un animal salvaje y apretó sus puños con fuerza brutal por debajo de la mesa. Gritó—: ¡Café! ¿Me oyen? ¡No voy a volver a pedirlo!

Vic tomó a Carrie y la empujó con rudeza fuera de la cocina.

—Quédate con Júnior —dijo—. ¡Tengo que arreglar algo con este bribón!

Se volvió a tiempo para ver a Riff levantarse de encima de la mesa y venir a él con una sonrisita burlona en los labios.

Vic siempre se había mantenido en forma, y en sus días de Universidad había sido un buen boxeador, pero no era contrincante para Riff, que había estado peleando brutalmente desde que podía recordar. Vic le lanzó un punch de izquierda que Riff evitó con un rápido movimiento de cabeza; entonces su puño armado golpeó el costado de la cara de Vic, y luego siguió pegándole como si lo hiciera con un martillo. Vic cayó inconsciente a los pies de Riff.

Con un grito agudo, Carrie se arrodilló al lado de su marido. Dándole la vuelta y gritando de nuevo al ver la sangre que le corría por la cara.

Riff desenrolló la cadena y volvió a guardársela en su bolsillo, luego, inclinándose hacia adelante, enroscó sus gruesos dedos en el pelo de Carrie, tiró de ellos y la levantó. Ella le pegó ciegamente, pero él le dio una sacudida que la dejó paralizada y casi le rompe el cuello, luego, soltándola, la empujó hacia afuera.

—Café —le gritó—. ¡Óigame! ¡Café o pongo la bota sobre este sujeto!

Carrie se levantó. Miró con horror las botas con tacones de acero que usaba Riff, luego, sin saber muy bien lo que estaba haciendo, caminó con paso incierto a través de la cocina y conectó la cafetera.

Uno de los teléfonos que tenía Jay Dennison sobre su escritorio sonó con urgencia. Levantó el receptor, se lo acercó al oído y gritó:

—Aquí la Policía Federal de Campaña. Habla el inspector Dennison.

—Jefe… es Tom el que habla —Dennison reconoció la voz de su futuro hijo político—. Lo siento mucho, pero he perdido de vista a Kramer… en este instante. Supongo que sabía que le estaba siguiendo. Tengo a Abe conmigo, pero Kramer fue demasiado listo para nosotros dos juntos. Se esfumó en el espacio.

Dennison apretó los labios con furia. Se quedó silencioso un rato largo mientras se iba tragando las malas palabras que le subían a la boca, luego dijo:

—Bueno, muy bien, Tom, regresa y rápido —y colgó.

Diez minutos más tarde el teléfono sonó de nuevo. Esta vez era el agente especial Harry Garson.

—Lo siento, jefe, pero hemos perdido de vista a Zegetti.

—Ya sé —dijo Dennison rabioso—, se ha esfumado en el espacio —y colocó de un golpe el receptor. Se echó para atrás en su silla, y cuando empezaba a llenar su pipa la puerta se abrió y entró Tom Harper.

—Zegetti también —dijo Dennison—. Por consiguiente, estos dos deben andar juntos en algo… pero ¿en qué?

Harper empujó una silla hacia él y se sentó a horcajadas.

—Sabía que lo seguíamos, por supuesto —dijo—, pero nunca me imaginé que pudiera hacer semejante prueba dé magia: se esfumó. Se dirigía al vestíbulo del…

—No interesa —interrumpió Dennison con impaciencia. Se puso de pie—. Vamos a dar un paseo —se colocó el sombrero para atrás y se dirigió a la puerta. Veinte minutos más tarde se detenía a un lado del largo camino que llevaba a la casa de Kramer.

—Apostaría a que no está en su casa —dijo, mirando la imponente verja de hierro—. Pero con un poco de suerte encontraremos a su mujer. En otros tiempos fue una cantante de «night club». Hace años que no la veo. Por lo que he oído, se ha vuelto respetable. La visita de agentes federales puede ponerla fuera de sí.

Tom bajó del auto, abrió la verja y volvió a subir.

—Qué manera de vivir, ¿no? —dijo con envidia mientras atravesaba el parque y se dirigía hacia la imponente casa.

—Así vivirá usted cuando haga su primer millón —dijo Dennison con acritud—. El hizo cuatro.

Una negra gorda de cara agradable abrió la puerta de la entrada.

—Mr. Kramer —dijo Dennison.

—Mr. Kramer no está en casa —dijo la negra, mirando a los hombres con suspicacia.

—Entonces Mrs. Kramer será lo mismo. Dígale que es el inspector Dennison, de la Agencia Federal —Dennison hizo una paso adelante y la negra salió corriendo. Los dos hombres entraron en el vestíbulo amplio y bien amueblado.

Helene Kramer bajaba las grandes escaleras. Se detuvo a la vista de los dos hombres. Se llevó la mano a la garganta con cierto malestar.

—Buenas tardes, Mrs. Kramer —dijo Dennison, despacio—. Somos agentes federales. Mr. Kramer no está, ¿he entendido bien?

Helene sintió que un frío mortal la vaciaba por dentro. ¡Agentes federales! Su mano apretaba el pasamanos. Había estado esperando siempre este momento desde que Jim se había retirado. Permaneció parada, sin movimiento, contemplando a los dos hombres, con pánico en la mirada; luego haciendo un esfuerzo, bajó las escaleras, haciéndole señas a Martha para que se fuese a la cocina.

—Sí, Mr. Kramer está fuera —dijo, tratando de dominar su voz—. ¿Qué pasa?

—Deseo verle. Soy el inspector Dennison —Dennison miró por la puerta abierta que daba a la sala—. ¿No podríamos hablar mejor allí? —y se dirigió con paso pesado hacia la amplia habitación, seguido por Harper.

Helene titubeó, luego les siguió a la habitación.

—No entiendo… ¿Qué pasa?

—Quiero hablar con él… es asunto de la policía. ¿Dónde está?

Helene vaciló. Los dos hombres observaban cómo se retorcía las manos.

—Nueva York. Yo… yo no sé con exactitud dónde está. El… se ha ido allí por negocios…

Dennison la observó un rato largo. Recordaba lo que había sido quince años atrás. Ahora estaba más bien avejentada, pensó, y además con toda seguridad, está presa de pánico.

—¿Es cierto, Mrs. Kramer —preguntó con su voz de polizonte—, que un hombre llamado Zegetti, un ex presidiario y un conocido criminal visitó esta casa hace un par de semanas?

Helene buscó una silla y se sentó.

—Sí, así es. Es un viejo amigo de mi marido. Estaba buscando un lugar para abrir un restaurante en Paradise City —dijo despacio—. Como pasaba por aquí, mi marido le invitó a almorzar. Han sido amigos durante años.

Dennison se acarició la cara, y preguntó con una expresión sarcástica en la mirada.

—¿Zegetti abriendo un restaurante? ¿Le contó él eso?

—Sí, eso es lo que nos dijo —contestó Helene.

—¿Le sorprendería saber que Zegetti ha sido camarero de tercera categoría los meses pasados y no tiene ni un centavo suyo?

Helene cerró los ojos, se estremeció, y luego miró ansiosamente a Dennison.

—No sé nada de ese hombre —dijo—. Sólo lo que le contó a mi marido.

—Mire, Mrs. Kramer —dijo Dennison—, no tenemos nada contra usted ni contra su marido tampoco. El fue uno de los sujetos más importantes del hampa. Tuvo la habilidad de escapar antes de que lo pudiéramos agarrar. Tengo idea de que está saliendo de su retiro. Espero, por su tranquilidad y la suya, en que no sea así. Si puede ponerse en contacto con él dígale que le estoy buscando. Dígale que si está planeando algo, se va a encontrar con dificultades. Es un consejo de amigo; no le daré otro. ¿Me entiende? —le hizo una seña con la cabeza a Harper—. Vamos, salgamos de aquí.

Cuando los dos hombres se fueron, Helene se llevó las manos a la cara y se deshizo en lágrimas.

Mientras el inspector Dennison había estado hablando con Helene, Jim Kramer llegó en un taxi al Lake Arrowhead Hotel, un hotel de lujo, que en esta época del año estaba repleto de ricos visitantes.

Firmó el registro con el nombre supuesto de Ernest Bendix. La semana anterior había tenido la precaución de llamar por teléfono haciendo una reserva; fue llevado inmediatamente a una confortable suite que tenía balcón con vista al lago.

Estaba satisfecho consigo mismo. El modo con que había burlado a esos dos federales le probaba que no había perdido su pericia. Esperaba que Moe habría tenido el mismo éxito. Después de deshacer la maleta, se dirigió al balcón. Se sentó allí, admirando la vista y fumando un cigarrillo, hasta un poco después de las diecinueve; entonces se fue al vestíbulo de la entrada e hizo una llamada a la Twin Creek Tavern. Pidió que le comunicaran con Mr. Marión: el nombre bajo el cual se había registrado Moe.

Los dos hombres hablaron en forma rápida y breve. Cualquiera que hubiese escuchado la conversación no habría podido sacar ningún informe, pero Kramer consiguió enterarse de que todo andaba bien y que los Crane habían llegado.

—Llámeme mañana, cuando haya mandado su encargo —dijo, y colgó.

Se preguntó si llamaría a Helene, pero decidió que no lo haría. Le había dicho que tenía un asunto urgente en Nueva York, concerniente a la muerte de Solly Lucas, y que no se preocupara si no sabía nada de él en varios días. Estaba un poco molesto recordando el aspecto afligido que tenía cuando él se había ido. Sabía que ella no era tonta y le fastidiaba pensar que con toda seguridad no había creído en su historia. Sería peligroso llamarla, decidió. Ella podría conseguir sin dificultad averiguar de dónde provenía la llamada y que no estaba en Nueva York.

Le sirvieron una excelente comida en su cuarto, y pasó la tarde en el balcón, fumando y bebiendo whisky, escuchando a la gente que se arremolinaba en la terraza de abajo.

Permaneció en su habitación toda la mañana siguiente. Después de las once, Moe telefoneó. Parecía fuera de aliento y había un temblor en su voz que a Kramer no le gustó.

—Tenemos el encargo —dijo Moe—, pero hay complicaciones.

—¿Dónde está usted? —preguntó Kramer, con voz cortante.

—En Lone Pine. Estoy hablando desde un teléfono público.

En el vestíbulo del hotel había una cantidad de cabinas telefónicas que Kramer sabía que no se comunicaban con la centralita.

—Quédese donde está. Deme su número. Yo le llamaré de nuevo —le dijo.

Se daba cuenta de que eso era peligroso. Una de las operadoras de la centralita podría estar escuchando; pero tenía que saber cuáles eran las complicaciones.

Moe le dio el número y colgó.

Kramer cogió el ascensor, bajó al vestíbulo del hotel, lleno de gente. Tuvo la suerte de encontrar una cabina desocupada. Encerrándose en ella, marcó el número que le había dado Moe. Este contestó al instante.

—¿Qué pasa? —preguntó Kramer—. ¿Qué es lo que anda mal?

Moe le contó lo del policía de tráfico.

—Si el negocio sale mal —dijo Moe inquieto—, el agente podrá describir a Chita. La miró bien. Fue mala suerte, pero la chica conducía como una loca.

Kramer pensó con gran rapidez.

—No saldrá mal —dijo—. Eso es la trampa de este asunto. Los policía no se meterán en esto. Tranquilícese. ¿Cómo se porta la chica de Van Wylie?

—Chita la maneja… no hay dificultad por ese lado. El ácido la asustó en tal forma, que se quedó quieta. Pensé que usted debía saber lo del policía.

—Sí, muy bien, Moe, usted váyase. Tiene que estar en Wastelands dentro de una hora. Le llamaré allí a las doce y media. Crane estaba encargado de desconectar el teléfono. Arréglelo en cuanto llegue allí, yo voy a hablar con Van Wylie.

Moe dijo que estaba de acuerdo, y colgó.

Kramer volvió a su suite y se dirigió al balcón. Uno nunca podía dar por seguro ningún negocio, pensó con cierto malestar. El asunto del agente le inquietó. Si resultaba ser uno de esos que meten las narices en los asuntos de los demás, era posible que pudiera informar a la jefatura que la chica de Van Wylie viajaba con una chica que no era de su nivel social. Lo probable era que no lo hiciera, pero podía hacerlo.

Un poco menos seguro de sí mismo, Kramer trató de tranquilizarse bajo los rayos del sol. Notó que miraba sin cesar el reloj. Por fin, unos pocos minutos antes de las doce y media, bajó al vestíbulo y pidió una comunicación con Wastelands.

Había un poco de demora, y luego la operadora dijo:

—Lo lamento, pero la línea está averiada. Nuestro técnico está en camino para allá en este momento. Si quiere volver a llamar dentro de una hora, estaré en condiciones de comunicarle.

Su rostro de pronto pareció de granito; Kramer le dio las gracias y colgó.

Ahora las cosas tenían que seguir su curso. Era posible que el peluquero llamara a Van Wylie para decirle que su hija no había llegado a la cita. A lo mejor había esperado hasta la hora de almorzar para llamar al Country Club, sabiendo que su hija siempre almorzaba allí, después de su cita con el peluquero. Cuando le informaran de que no la habían visto, lo probable era que llamase a la policía, y entonces el asunto se pondría feo.

NUESTRO TÉCNICO ESTA EN CAMINO PARA ALLÁ

¿Sería capaz Moe de manejar la situación? ¿Qué pensaría el técnico cuando viera las líneas cortadas? ¿Volvería a informar? ¿Llegaría ese informe a la policía? Todo dependía ahora de cómo manejara las cosas Moe. Kramer se dio cuenta de repente de que su cuello se apretaba demasiado. Introdujo dos de sus gruesos dedos en la tirilla del cuello y lo aflojó un poco. Su mente trabajó con agilidad. Hubiese tenido que cerciorarse de que Moe y Chita habían llevado a la chica a Wastelands. Tenía que llamar a Van Wylie antes de que éste alertara a la policía.

Sacó del bolsillo una pequeña libreta. En ella, entre otros números telefónicos, había anotado el de Van Wylie.

En el momento que empezaba a marcar el número en el dial, titubeó de pronto y colgó el receptor. ¡Había estado a punto de cometer un error! Un hombre como Van Wylie tendría muchas vinculaciones en este distrito. Podría con mucha facilidad encontrar los rastros de esta llamada hecha desde el hotel, y eso podía resultarle fatal si llegaba a hacerse una investigación.

Abandonando la sombreada cabina, Kramer salió al pleno y brillante calor del sol. Llamó un taxi y dijo al chófer que le llevara a Main Street. Unos minutos después estaba en la Oficina Central de Correos, marcando el número de Van Wylie.

Oyó una voz de hombre que decía:

—La residencia de Mr. Van Wylie.

—Deseo hablar con Mr. Van Wylie —dijo Kramer—. Es urgente… tiene que ver con Mis Van Wylie.

—¿Cuál es su nombre, por favor?

—El no me conoce. Soy un amigo de su hija. Mi apellido es Mannikin.

—¿Puede esperar un momento, por favor?

John Van Wylie había vuelto justamente de su rutinario paseo matinal. Estaba en su despacho, un martini doble sobre su escritorio y una voluminosa correspondencia ante sí.

Fellows, su criado, llamó a la puerta y entró. Le dijo a Van Wylie que un tal Mr. Mannikin estaban en el teléfono.

—Dice, señor, que es un amigo de Miss Zelda.

John Van Wylie era un hombre pesado, bajo, con una cara ancha, pequeños ojos de mirada dura, una boca grande de labios finos y mandíbula cuadrada y agresiva. Era lo que parecía: el hijo de un maquinista y un hombre capaz de haber convertido un dólar en diez, sin importarle mucho cómo lo había hecho.

Miró largo rato a Fellows, con ojos que no eran más que un tajo. No recordaba a ningún amigo de Zelda que se llamara así. Se dirigió al teléfono, y con la mano izquierda conectó una cinta de grabar al teléfono y con su mano derecha levantó el receptor.

—¿Sí?

—¿Mr. Van Wylie?

—Sí.

—Es algo que concierne a su hija. No tiene ningún motivo para alarmarse… todavía —dijo Kramer, hablando rápidamente, no muy seguro de que Van Wylie no pudiera seguir los rastro de esta llamada—. Su hija ha sido raptada. Está perfectamente bien y le será devuelta dentro de unos días sin ningún daño. Sin embargo, si usted intenta recurrir a la policía o hace cualquier cosa que no se le haya indicado, no volverá a ver más a su hija. Formamos una gran organización, y su casa está vigilada; la línea de su teléfono está controlada. No haga nada, no diga nada y espere. Mañana sabrá algo de mí. Le vuelvo a aconsejar que si desea ver de nuevo a su hija, espere y no haga nada —cortó la comunicación, y saliendo de la cabina, caminó lo más rápido que pudo hacia una fila de taxis y pidió a uno de los conductores que le llevara de regreso al hotel.

John Van Wylie permaneció un rato parado y sin moverse, con el receptor del teléfono apretado en su mano grande y fuerte. Su rostro había perdido algo de su color, pero su boca se transformó de golpe en una línea fea y de aspecto cruel. Volvió a colocar el receptor y desconectó la cinta del grabador.

—Busque a Andrews —dijo con voz cortante y dura.

Fellows salió rápidamente. Luego de un par de minutos, Merrill Andrews, el secretario de Van Wylie, un tejano alto, bronceado y fuerte, que vestía una camisa de sport y pantalón vaquero, entró en la habitación. Van Wylie estaba hablando con la supervisora del teléfono.

—La llamada se ha hecho desde la Oficina General de Correos, Mr. Van Wylie —le dijo, un poco azorada por estar hablando a uno de los hombres más ricos del mundo—. Desde una de las cabinas públicas.

Van Wylie le dio las gracias, y colgó. Se volvió hacia Andrews, que le estaba mirando expectante.

—Me acaban de llamar para decirme que Zelda ha sido raptada —dijo Van Wylie—. Consígame una comunicación con la casa de peinados y con el Country Club. Averigüe si Zelda ha estado allí.

Andrews se dirigió al teléfono mientras Van Wylie iba hacia la ventana. Van Wylie miró hacia afuera, sus manos apretadas detrás de la espalda. Andrews habló rápida y eficientemente. Pasados unos minutos, dijo:

—Miss Zelda no llegó a la peluquería. No ha sido vista en el Club. ¿Puedo llamar a la Policía Federal?

—No —dijo Van Wylie con un gruñido—. ¡No diga nada a nadie sobre esto! Ahora ¡váyase! Tengo que pensar algo.