El agente especial Abe Masón se sentó en su coche a unos cuarenta metros de la entrada del Regis Court Hotel, un hotel tranquilo de segunda categoría en una calle lateral de la Van Ness Avenue, en San Francisco.
La tarde anterior, el agente especial Harry Garson informó a la oficina de campaña que Kramer había llegado al hotel y se había registrado en él. Desde entonces, Garson y Masón se turnaban para vigilarlo.
Desde que Kramer había llegado, ninguno de los agentes consiguió verle; parecía que se lo había tragado la tierra. Se alegraban de que el edificio no tuviera salida por la parte posterior. Cuando Kramer se dignara mostrarse, le distinguirían en seguida.
Eran las once y veinte, según el reloj de Masón. La mañana había sido poco productiva hasta ahora, pero Masón estaba acostumbrado a tener paciencia. Bastante a menudo había permanecido al lado de algún hotel durante días sin que pasara nada al final; pero él sabía que tarde o temprano, mientras permaneciera donde estaba, algo iba a suceder.
Exactamente a las once y media, su paciencia fue recompensada. Un taxi se paró delante del hotel y Moe Zegetti bajó de él. Después de pagar al chófer entró apresuradamente al edificio. Masón subió el tono del micrófono de su radioteléfono e informó a Jay Dennison.
—Péguese a ellos, Abe —dijo Dennison—. Le voy a mandar a Tom. Cuando Zegetti salga, Tom cuidará de él. Usted ocúpese de Kramer.
Unos minutos antes de mediodía, una chica y un muchacho venían caminando por la calle. Parecían mellizos. La chica, con sus cabellos teñidos de rubio, llevaba puesto un vestido de algodón ordinario, calzaba zapatos blancos y tenía gafas de sol. El joven era moreno. Llevaba pantalones verde botella, una vieja camisa blanca con cuello abierto y de sus hombros colgaba una chaqueta ligera descolorida. También usaba gafas negras. Parecía una pareja de estudiantes de vacaciones. Masón les dirigió una mirada distraída y luego los descartó. Porque Moe Zegetti había tenido la inteligencia de insistir en que ninguno de los Crane vistiera su uniforme, entraron al hotel sin despertar sospechas en el agente federal.
—El tipo en el auto, al otro lado de la calle —dijo Chita en un murmullo— podría ser un detective.
—Sí, ya lo he visto —dijo Riff—. Será mejor que avisemos a Zegetti. Puede no significar nada; podría ser un detective privado para un caso de divorcio.
Moe les había dicho que fuesen al primer piso, habitación 149, que allí llamaran dos veces y esperaran.
Había algunas personas mayores sentadas en el sucio vestíbulo, quienes miraron a hurtadillas a los Crane cuando se encaminaban a la escalera. Un empleado les echó una ojeada, empezó a levantarse, pero decidió que era demasiada molestia. Estos dos parecían saber dónde tenían que ir.
Llegaron a la habitación 149, llamaron y la puerta se abrió al momento. Moe movió el pulgar y ellos entraron en un salón confortablemente amueblado, con una puerta del lado opuesto que daba al dormitorio.
Big Jim Kramer se sentó en un sillón cerca de la ventana, con un cigarro entre los labios. Examinó a los Crane mientras entraban al cuarto. Se movían con cautela, como animales molestos en su nuevo corral. Moe tenía razón. Estos dos eran duros. Sus ojos se detuvieron en Chita: la chica era algo… ¡ese busto! ¡Si tuviera cinco años menos, podría haber pensado en ella en otra forma!
Ignorando a Kramer, Riff previno a Moe:
—Hay un detective parado ahí afuera… podría ser particular… podría ser uno de la Policía Federal.
Moe titubeó. Su cara grasienta perdió un poco el color. Miró rápidamente a Kramer, quien dijo tranquilamente:
—Olvídese de él. Lo tendré marcado. Los federales se interesan cuando Zegetti y yo andamos juntos… no se equivocan mucho —se acomodó en la silla haciéndola crujir—. Cuando esté listo, lo despistaré. He estado despistando polizontes durante cuarenta años.
A su vez los Craner examinaron a Kramer. Habían tenido noticias de él por los periódicos cuando eran chicos. Lo conocían como uno de los grandes sujetos en los negocios del hampa; un hombre que había hecho seis millones de dólares. Al verle ahora, pesado, viejo, con una complexión de whisky, no podían disimular su desilusión. Habían esperado ver a un hombre de aspecto más curtido que este pedazo de carne de sesenta años sentado en un sillón y fumando un cigarro.
—Siéntense ustedes dos —prosiguió Kramer. Observaba a Riff, que aún tenía un par de ampollas en la cara, en los lugares donde dos semanas antes el amoníaco lo había quemado—. ¿Qué te pasó en la cara?
—Me golpeó una ramera —contestó Riff, y se sentó.
Hubo un largo silencio. La cara rolliza de Kramer se puso roja, y sus pequeños ojos parpadearon.
—Escúchame, joven estúpido —gruñó—, cuando yo hago una pregunta se me contesta con respeto…, ¿me oyes?
—Claro que sí —dijo Riff con expresión indiferente—, pero mi cara me pertenece; no le importa lo que le ha pasado.
Zegetti miró a Kramer de soslayo con cierta inquietud. En los tiempos pasados, si algún bribonzuelo le hubiese contestado, Kramer lo habría aplastado con un revés en la cara, pero en lugar de eso, se encogió de hombros y dijo:
—Estamos perdiendo tiempo. Ahora escuchad los dos, os estoy proponiendo un negocio. Os puedo dar trabajo si queréis entrar en él. No hay riesgo y vale cinco billetes grandes. ¿Qué me decís?
Chita se daba cuenta de la impresión que le había causado a Kramer. Sabía por instinto cuando perturbaba a un hombre y sabía muy bien que había despertado los deseos de Kramer.
—¿No hay riesgo? —preguntó—. Entonces ¿qué hace un polizonte plantado ahí afuera?
—Vosotros dos, mocosos, no sabéis lo que es ser famoso —dijo Kramer—. Moe, aquí presente, era uno de los mejores artífices, y yo conozco a más de quinientos tipos que realmente entendieran bien el negocio. Ya es sabido que cuando Moe y yo nos encontramos, los federales se mantienen alerta. Ya os he dicho que os olvidéis de eso. Yo los perderé de vista cuando quiera. Por ahora pueden quedarse ahí y esperar. Que estén donde se les dé la gana. Cuando yo cobre este trabajo, no sabrán nada. ¿Queréis el empleo? Vale cinco billetes grandes. Reflexionad. Si lo aceptáis, decidlo.
Riff se acarició una de las feas cicatrices de la cara y retrocedió con fastidio.
—¿Cuál es el trabajo?
—Tenéis que comprarlo sin verlo —dijo Kramer—. No tendréis ningún dato hasta que digáis que entráis en el negocio, y una vez que hayáis entrado, tendréis que quedaros en él, ¡maldita sea! si no tendréis que véroslas conmigo.
Los Crane se miraron. Las dos últimas semanas lo habían pasado muy mal. Se había corrido la voz del castigo que les había propinado el hombrecillo aquel, y esto les había hecho perder prestigio ante su; pandilla. Chita había sido importunada en la calle por tipejos que no se hubiesen atrevido a tocarla antes. Riff había guardado cama una semana. El ofrecimiento de cinco mil dólares les entonó. Era más dinero del que habrían esperado tener en sus manos en toda su vida. Hasta ahora habían jugado poco, pero seguro. Atarse a un viejo cuadrado como era Kramer podría traerles dificultades que siempre habían evitado.
Pero el dinero era una tentación demasiado grande. Riff le hizo a Chita una seña con la cabeza, y ésta se la devolvió.
—Bueno, perfecto, aceptamos —dijo Riff, y tomando un par de cigarrillos, le pasó uno a Chita y encendió el otro para él—. ¿Cuál es el negocio?
Kramer les dijo lo que le había dicho a Moe, pero sin mencionar ningún nombre. Dijo que la chica era la hija del hombre de más fortuna que había en el país y que pagaría el rescate sin ir a la policía.
Hubo un largo silencio después que Kramer terminó de hablar. Los Crane se miraron, luego Riff movió lentamente la cabeza. Se dirigió a Kramer:
—Esta gracia puede llevarnos a la cámara de gas. Cinco billetes no es suficiente. Si vamos a arriesgar el pescuezo queremos cinco billetes cada uno.
La cara de Kramer se transformó en una mancha colorada.
—Ya os lo he dicho, ¡no hay riesgos!
—Es un secuestro. Puede andar algo mal —dijo Riff—. Es difícil mantener alejados a los polizontes de un asunto como éste. Diez billetes o no nos metemos.
Moe miró ansiosamente a Kramer. El viejo parecía que se le iba a reventar una vena.
—¡Entonces fuera de aquí! —explotó Kramer—. ¡Los dos! ¡Fuera! ¡Hay montones de bribones que harían el trabajo por ese precio!
Chita se movió algo molesta, pero su hermano la miró con dureza.
—Por diez billetes haremos el trabajo y lo haremos bien y limpio. No tendrá ninguna queja de nosotros. Se lo prometo.
—¡Fuera de aquí! —gruñó Kramer, echándose hacia atrás, con la cara congestionada—. ¿Me oís? ¡Fuera!
—No es su dinero —dijo Riff sin moverse—. ¿Por qué se excita en esa forma? Sólo tiene que pedir un poco más por el rescate, y en cambio cuenta con un servicio impecable.
—¡Son cinco billetes o nada! —dijo Kramer poniéndose de pie. Metió la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta, donde se notaba el bulto que hacía un revólver escondido.
Riff lo contempló durante largo rato, sin ninguna expresión en la cara, luego se levantó.
—Vamos, Chita —dijo—. Tenemos que hacer.
—¡Esperad! —dijo Moe secamente. Volviéndose hacia Kramer, dijo—: Quisiera decirle una palabra, Jim —y entró en el dormitorio.
Después de dudar un poco, mientras miraba a Moe con expresión fija y penetrante, entró encolerizado en el dormitorio dando un portazo.
—¿Qué significa esto? —gruñó.
—Tranquilícese, Jim —dijo Moe despacio—. No diga que no le he prevenido. Estos dos son tramposos, y usted los está manejando mal. Valen diez billetes. Harán el trabajo. No podemos arriesgarnos ahora a no pagarles. Saben que estamos planeando un rapto. Son como víboras. Ya se lo dije. Deles lo que quieren y harán bien el trabajo, pero si los largo ahora, cruzarán la calle y le contarán al federal lo que se está cocinando aquí. Ninguno de ellos tiene antecedentes, pero nosotros lo tenemos. Estos dos nos tienen agarrados ahora. ¿No lo está viendo?
Durante unos segundos Kramer se quedó mirando a Moe asombrado, su cara era color púrpura, sus grandes puños se abrían y se cerraban. Por fin dijo con una voz llena de rabia:
—¿Se imagina que voy a ser el juguete de un mozalbete como éste? Voy a conseguir algún bribón que le mate. Voy a…
—¿A quién va a encontrar que quiera hacer eso? —preguntó Moe—. Ninguno de nosotros tenemos pistoleros a quienes llamar ahora, Jim. Si encontrara alguno tendría que pagarle y de cualquier manera, ya sería demasiado tarde. Una vez que los federales sepan que estamos tramando un rapto, estamos listos.
Kramer se dirigió con pasos lentos y pesados a la ventana. Daba la espalda a Moe. Sintió un feo dolor en el corazón. Hacía años que no trabajaba tanto, y este dolor le asustaba. Se quedó sin moverse, respirando con lentitud hasta que sintió que la sangre abandonaba su cara poco a poco y que su respiración se hacía normal.
Moe le observó con cierto malestar, viendo cómo se le caían los hombros y cómo se apretaba furtivamente con la mano su costado izquierdo.
Kramer se volvió.
—¿De veras piensa que estos estúpidos pueden hacer un buen trabajo? —preguntó.
—Estoy seguro de que sí —contestó Moe.
Kramer dudó un instante, dio un largo y profundo suspiro, y luego se encogió de hombros.
—Muy bien, pero si tengo alguna otra dificultad con ellos ¡los mato yo mismo!
Sabiendo que era un fanfarrón, Moe asintió.
—Está bien, Jim, pero ahora mismo, hablemos con ellos de nuevo.
Volvieron al salón. Riff estaba encendiendo otro cigarrillo con cara inexpresiva. Chita estaba tirada en su sillón, con los ojos cerrados. Su vestido barato se le había subido un poco; mostraba la parte superior de sus medias. Cuando los dos hombres entraron, se estiró y se bajó la falda, pero no antes que Kramer hubiera visto todo el largo de sus piernas delgadas y sensuales.
—Vamos a conversar sobre esto —dijo Moe antes que Kramer pudiera hablar—. Tendréis cinco mil billetes cada uno, pero por ese dinero deberéis hacer el mejor trabajo.
Riff asintió. Sus ojos negros brillaron, pero su cara permaneció inexpresiva.
—Haremos un buen trabajo —dijo mirando a Kramer. Tuvo una sensación de triunfo. Sabía que Chita había pensado que se había vuelto loco, cuando hizo una contraoferta. Durante un minuto él también pensó que había cometido un error, pero ¡había engañado a ese viejo cuadrado y lo había vencido!— Nos dice lo que tenemos que hacer y nos otros lo hacemos.
Kramer se sentó. Su cara era una mancha roja y aún sentía ese dolor desagradable en el costado izquierdo. Sintió que su mirada iba hacia Chita recordando la visión fugaz que había tenido de su blanco muslo. Cuanto más la miraba, más se turbaba su cuerpo sensual.
—Os advierto a los dos —dijo—, que de ahora en adelante haréis lo que yo diga. No quiero tener la menor dificultad con ninguno de vosotros… ¿entendido?
Habiendo obtenido su victoria, Riff pudo arriesgar un movimiento servil de la cabeza.
—No tiene por qué preocuparse —dijo—. ¡Puede estar seguro de eso!
Kramer le miró fijamente. La cara marcada, inexpresiva, los ojos duros con mirada de víbora le asustaron un tanto. Hacía mucho tiempo que no había tenido que enfrentarse con alguien tan peligroso como este mozalbete estúpido.
—Muy bien —dijo, tomándose el tiempo de encender un cigarro, luego cuando estuvo a su gusto, prosiguió—: Este es el plan. El rapto va a ser fácil. He estado averiguando datos de la chica. Todos los viernes por la mañana se va sola en auto a San Bernardino para una cita con el peluquero… Luego almuerza en el Country Club antes de volver a su casa. Hace dos años que da esta vuelta rutinaria. Vive con su padre en una gran finca cerca de Arrowhead Lake. Hay casi cinco kilómetros desde la casa, por el camino particular, hasta la carretera principal de San Bernardino. La entrada al camino privado está guardada por una verja enrejada. Tienen un teléfono al lado de la verja. El visitante tiene que llamar por teléfono a la casa, y uno de los sirvientes quita el cerrojo de la puerta y corta la electricidad de los alambres, por medio de una llave.
»La chica sale de su casa alrededor de las nueve. Llega a la verja a las nueve y diez —Kramer hizo una pausa y miró a Chita—. Ese es tu trabajo, de modo que escucha atentamente. Estarás al lado de afuera de la reja a las nueve. Tendrás un auto. Te conseguiré uno. A las nueve y diez abrirás el capó del auto como si hubieses tenido una avería en el motor. No estés demasiado temprano; si no, algún muchacho servicial vendrá a meter las narices en el auto. Moe estará contigo, pero escondido. Yo he examinado el lugar. Hay un grupo de arbustos donde puede permanecer sin alejarse del punto donde usted está estacionada. La chica tiene que bajarse del auto para abrir la verja. Vas hacía ella, le dices que tienes una avería en el motor y le preguntas si te quiere llevar hasta la próxima estación de servicio. No te negará este favor. Tú eres una verdadera señorita. No podrá sospechar nada. Te subes al auto de ella que te llevará hacia San Bernardino.
»Moe saldrá entonces de su escondite, subirá a tu auto y te seguirá —Kramer hizo una pausa, sus codos en las rodillas, la cara entre las manos—. Aquí es donde empiezas a ganar tu dinero. Durante el camino tienes que convencerla que cumpla de la manera más exacta posible lo que le digas. Irás provista de los medios necesarios para eso —sacó del bolsillo de su chaqueta un frasquito plano—. Esto contiene ácido sulfúrico. Aprietas la parte superior del tapón del frasco y el ácido se proyectará con fuerza considerable. Le dirás que si no hace lo que le dices recibirá el ácido en la cara. Hazle una demostración; derrama un pequeña cantidad de ácido en la funda de cuero del auto. Ten mucho cuidado al hacer esto. Cuando ella vea el resultado, obedecerá. Te la garantizo.
Chita asintió levantándose para coger el frasco.
—Ya lo arreglaré —dijo—. Es fácil. Ya he manejado este chisme antes.
Kramer y Moe cambiaron una mirada. Moe levantó una ceja mientras le decía:
—Ya le había prevenido, ¿no es así?
—Tienes que llevarla directamente al aparcamiento de Macklin Square. Es un aparcamiento público muy grande, y a esa hora no va a tener ninguna dificultad en encontrar lugar para el auto. Moe estará detrás de ti. Junto con la chica abandonarás entonces el auto y te trasladarás al de Moe, subiéndote a la parte trasera. Tienes que observarla. Ella no va a hacer ningún disparate, pero no debes descuidarte ni un momento… ¿entendido?
Chita asintió.
Kramer miró a Moe.
—Usted los conduce a Wastelands. Ha visto el mapa y sabe dónde queda. Tiene que llegar alrededor de mediodía. ¿De acuerdo?
—Sí —dijo Moe.
—¿Wastelands? ¿Qué es eso? —preguntó Chita.
Kramer la ignoró. En ese momento estaba mirando a Riff.
—Ahora abre tú bien los oídos y escúchame con atención. Ya te va llegando el turno. Lo principal en este asunto es encontrar un lugar para esconder a la chica donde nadie pueda pensar en buscarla y también encontrar a alguien que arregle los términos del rescate. Ninguno de nosotros se pondrá en contacto con el padre. He encontrado un muchacho para hacer este trabajo. ¿Habéis oído hablar alguna vez de Victor Dermott?
—Hay un joven de ese nombre que escribe obras de teatro —dijo Chita—. No se refiere a él, ¿verdad?
—Sí, es él —dijo Kramer—. Tiene una gran reputación. La gente tiene muy buen concepto de él. Lo he elegido para que hable con el padre. Le convenza para que pague y mantenga a los polizontes alejados de nosotros.
—¿Cómo diablos lo hará? —preguntó Riff, con ceño adusto.
—Porque resulta que tiene una preciosa esposa y un niño —dijo Kramer sonriendo con expresión perversa—. Usted, Moe, la chica y tú —señaló a Chita—, estaréis en su casa. Tu trabajo consiste en asustar de tal manera a ese muchacho como para conseguir que haga todo lo que se le diga —Kramer miraba la cara de Riff, cortada, lastimada y con cicatrices. Perfecto, este estúpido era tramposo, pero Moe ha elegido lo mejor. Si él no logra infundir miedo a un hombre con su mujer y su hijo, entonces nadie podría hacerlo.
—Está escribiendo una comedia —explicó Kramer—. Yo conocía al que le alquiló el rancho. He visto el lugar. He estado allí hace un par de años. Es el paraje más horrible, solitario, olvidado de Dios que uno pueda imaginar, pero es el lugar indicado para un muchacho que necesita paz y tranquilidad para escribir su obra. El está ahora allí con su mujer, su hijo, un sirviente vietnamita y un perro alsaciano —Kramer se detuvo para aplastar su cigarro, y luego señaló con el dedo a Riff—. Tu primer trabajo es poner fuera de combate al sirviente y al perro, y luego darle un susto mayúsculo a los Dermott. ¿Comprendido?
—Yo puedo poner fuera de combate al perro —dijo Riff, mirando a Kramer con mirada escrutadora—, pero qué quiere decir… ¿liquidar al sirviente?
—Estos vietnamitas pueden ser tramposos. Tendrás más facilidad para observar a los Dermott —dijo Kramer—. Si encierras al sirviente en sus dependencias, puede hacerse fuerte y meternos en un lío.
Riff miró a Chita que lo estaba contemplando con mirada vacía. Se encogió de hombros con impaciencia.
—Allí tendrás que desconectar el teléfono y dejar los autos en condiciones de que no se puedan usar. Tienen armas. Busca dónde se guardan y elimínalas. Asegúrate de que no hay otras armas en la casa. Después quédate por allí hasta que llegue Moe, que será alrededor de medianoche, la víspera del rapto.
Riff se puso de pie y cruzó la habitación hacia la ventana. Miró a través de las cortinas sin tocarlas.
—¿Qué vamos a hacer con ese tipo de ahí abajo? —preguntó.
—Absolutamente nada. Vosotros dos bajáis al bar y tomáis un trago. No os mováis de allí hasta dentro de media hora y después os vais. El sujeto de abajo no os conoce, pero aseguraos de que no os siguen. Es casi seguro que no os seguirán, pero de todos modos fijaos. Moe se va ahora. Ellos le conocen y le seguirán, pero Moe ya ha sido perseguido antes. Yo me iré después de almorzar. Me seguirán —dejó ver sus grandes dientes amarillos en una sonrisa sarcástica—. Y yo también he sido perseguido antes —se levantó del sillón y buscó una cartera. De ella sacó un sobre delgado, que pasó a Riff—. Ahí están todos los datos para vosotros dos. Mapas, horarios y todo el plan. Cuando os hayáis metido todo eso en la cabeza lo quemáis. Realizaremos el rapto dentro de ocho días. Entretanto, Moe se mantendrá oculto. El día anterior al rapto, deberéis estar en Twin Creek Tavern, a las cinco. Moe estará allí. El os dará las últimas instrucciones y verificará si sabéis bien lo que tenéis que hacer. ¿Lo habéis entendido todo?
Riff, que había estado escuchando con atención, asintió.
—¿Qué le parece algún adelanto ahora? —preguntó—. Nos hemos quedado sin un dólar.
—Encontraréis ahí cien —dijo Kramer, señalando el sobre que Riff tenía en la mano—. Con esto podréis tirar. Moe os dará más cuando os volváis a encontrar. También tiene un auto para vosotros —sus ojos pequeños y duros se dirigieron a Chita—. Ahora bajad al bar y recordad que si jugáis sucio, tendréis que véroslas conmigo tanto como con los federales.
Los Crane se fueron, dejando a Kramer y a Moe juntos.
El jueves por la noche, Riff Crane viajó en su motocicleta desde Pitt City hacia Boston Creek. Anduvo unos veinticinco kilómetros por la carretera principal, luego giró y tomó un camino de tierra, por el cual anduvo otros veinticinco kilómetros hasta llegar a la verja que guardaba la entrada de Wastelands.
Era una calurosa noche de luna. Riff se colocó a un lado de la verja y se sentó un momento observando el largo camino que según le había dicho Moe llevaba a la casa del rancho.
Riff vestía su uniforme de cuero negro, un par de pesadas gafas que le cubrían la mitad de la cara. Estaba sudoroso e inquieto. Este era su primer trabajo importante, y sabía cuáles serían las consecuencias si las cosas tomaban mal cariz.
El y Chita habían hablado y hablado sin parar sobre este trabajo durante los últimos siete días. Los dos estaban como hipnotizados con el pensamiento de llegar a tener en sus manos diez mil dólares, pero al mismo tiempo los dos se daban cuenta de que se estaban jugando la vida. Este no era su mísero tiempo de pequeños robos; de pronto se había convertido en la gran época; pero en cambio, si el asunto andaba mal, sería su fin. Los dos estuvieron de acuerdo después de interminables discusiones, en que el lance se justificaba. Una persona del carácter de Kramer, y viejo como era, no arriesgaría su cabeza a menos de estar seguro de que el trabajo tendría éxito.
Por lo tanto, ahora Riff estaba ya comprometido en el lance. Dentro de nueve horas Chita estaría también comprometida. Ya no podrían echarse atrás ninguno de los dos. ¡Tenían que triunfar!
Abrió la verja y llevó su motocicleta al borde del prado. Moe le había dicho que llevara la máquina a la casa. Riff anduvo con muchas precauciones, con la mirada fija delante de él. No tenía estómago para un encuentro súbito con el perro alsaciano. Había venido provisto con un pedazo de carne envenenada, pero sabía que si el perro le veía a él antes que a la carne, sería él quien sufriría las consecuencias.
Tardó más de una hora en divisar la casa del rancho a la luz de la lima, y entonces el sudor le corría por el cuerpo. Dejó su máquina sobre la yerba y caminando en forma rápida se acercó a la casa.
Tuvo suerte. Vio al perro antes de que éste oyera u oliera su proximidad. Riff se tendió en el suelo. El perro estaba parado al viento, mirando más allá en la oscuridad. Había unos cuarenta metros hasta la casa, y por la forma en que permanecía el perro, sus orejas echadas para atrás, Riff presentía alguna dificultad.
Sacó la carne de la maleta de plástico y calculó la distancia; luego con un rápido movimiento del brazo, lanzó la carne hacia el perro. Fue un buen tiro; la carne cayó a unos pocos pies del animal. Este se volvió mirando en la dirección en | que se hallaba Riff, pero éste ya se había aplastado contra la arena, seguro de que se haría invisible con su uniforme negro.
Permaneció allí sudando, con la cara hundida en sus brazos, queriendo adivinar dónde estaba el perro y sabiendo que el más leve movimiento podría serle fatal. Permaneció así unos cinco minutos, que le parecieron eternos, sintiendo que el corazón le daba fuertes golpes, luego muy despacio, levantó la cabeza. Vio la negra sombra del perro tumbada de costado. Miró atónito; esperó; entonces, como el perro no había hecho ningún movimiento, se puso de pie. Se le acercó con mucho cuidado.
Diez minutos después, usando una pala que había traído, terminó de enterrar al animal. Pasó otros cinco minutos colocando la arena de nuevo en su lugar, y luego, satisfecho de que nadie podría adivinar dónde estaban los restos del perro, volvió a buscar su motocicleta.
Llevó la máquina hacia la casa. Dejándola detrás del garaje, se detuvo para observar los alrededores.
Moe le había provisto de un plano detallado de la casa y de las dependencias. No tardó en reconocer la cabaña del personal. En ella debía de estar el sirviente vietnamita. Dudó un buen rato para decidir si acababa primero con el sirviente o si iba a la casa. Por fin decidió ir a la casa. Moviéndose como una larga sombra negra, dio la vuelta al edificio, silenciosamente. Muy pronto encontró los hilos del teléfono. Los cortó y los ató con una delgada cuerda negra, de la que le había provisto Moe.
A la izquierda de la casa había ventanas francesas que daban a la sala de armas. Le costó poco abrir la falleba de la puerta y entró sin hacer ruido en la amplia habitación. Nunca había entrado en esa forma a una casa, y estaba nervioso. Permaneció en la oscuridad paseando la luz de una poderosa linterna alrededor del cuarto y escuchando con atención. La luz alcanzó el armero. Dejó las armas en el suelo, luego actuando según las instrucciones de Moe, registró los cajones del escritorio. Encontró una 38 automática que deslizó en su bolsillo. Luego volviendo a levantar las armas del suelo, caminó a la luz de la luna. Cuando estuvo a varios metros de la casa, enterró las armas en una duna de arena.
Todo esto le llevó tiempo. Cuando regresó eran poco más de las dos. Cerró las ventanas francesas, y con la ayuda de un delgado cortaplumas atrancó el pestillo para volverlo a su lugar.
Entonces se dirigió rápidamente hasta el garaje. La puerta estaba sin llave. La descorrió, entró y volvió a colocar la puerta como estaba. Encendió la luz eléctrica. Trabajando con rapidez, quitó las bujías de ambos autos. Las envolvió en su pañuelo. Las llevó al mismo lugar donde había enterrado las armas y las enterró también.
Se encontraba menos nervioso. Todo le iba saliendo tal cual Moe le había dicho. El perro ya no existía, las armas enterradas, los coches inmovilizados y el teléfono desconectado. Ahora tenía que ocuparse del sirviente vietnamita.
De un ancho bolsillo, que abarcaba todo el largo de la pierna izquierda de su pantalón, sacó una cadena de bicicleta. Esta era el arma favorita de Riff en las peleas. Con mucho cuidado enrolló la cadena como si fuera un vendaje alrededor de su puño derecho. Flexionó los dedos para asegurarse de que no tenía la cadena demasiado apretada; entonces, satisfecho, se dirigió hacia la cabaña del personal.
Di-Long era un hombre muy pequeño; de huesos endebles, delgado y nervioso. Unos minutos después de las dos se había despertado de un sueño desagradable. En general, dormía toda la noche, y el despertarse así de golpe le alarmó. Se quedó un momento en la oscuridad, pensando qué era lo que podría haberle despertado, luego encendió la luz de su mesa de noche y bajó de la cama. Sintió sed y fue a la cocina, sacó una botella de refresco de la nevera y le quitó la tapa. Con la botella en la mano, fue a la puerta de la cabaña, dio la vuelta a la llave y abrió la puerta. Salió a la luz de la lima, mirando hacia la casa del rancho. Mientras estaba allí, Riff llegó silenciosamente a un lado de la cabaña.
Los dos hombres se detuvieron y se miraron. La luz de la luna caía de lleno sobre Di-Long, y Riff le vio con toda claridad, mientras él estaba en las sombras y Di-Long sólo pudo ver una enorme sombra negra, que le paralizó, presa de terror. La botella de gaseosa se derramó entre sus dedos, y sin ruido fue cayendo gota a gota en la arena. La bebida derramada hizo una mancha negra, donde Riff, recobrándose primero, con los nervios en terrible tensión, se echó hacia atrás. Pudo ver a Di-Long abriendo la boca. Sabía que un segundo después el silencio de la noche sería roto por el grito de Di-Long pidiendo ayuda. Su puño derecho, envuelto en la cadena, avanzó con la fuerza que da el pánico y la velocidad sorprendente de un rayo.
Riff sintió su puño estrellarse contra un lado de la cara de Di-Long. Sintió el choque en todo el brazo. El vietnamita cayó hacia atrás dentro de la cabaña y rodó sobre el piso. Sólo sus delgados tobillos y sus pequeños pies calzados con sandalias de paja quedaron expuestos a la luz de la luna.
No debí haberle golpeado tan fuerte, pensó Riff, sintiendo que le corría un frío por la espina dorsal.
Se dio cuenta de que había dado al hombrecillo un terrible golpe y tenía el angustioso presentimiento de que un hombre de ese tamaño no podría recobrarse de semejante trauma.
Miró hacia la casa sintiendo que le bajaba por la cara un sudor frío.
¡Mala suerte!, pensó. ¿Qué estaba haciendo él allí? ¡Judas! ¡Me estaba observando! ¡Judas! ¡Me estaba observando! ¡Iba a gritar! ¡Tuve que golpearle! Desenrolló la cadena y comenzaba a introducirla en el bolsillo, cuando advirtió que la cadena estaba mojada y viscosa. Haciendo una mueca, salió de la sombra de la cabaña y contempló la oscuridad brillante de la mancha que ocupaba tres cuartos de la medida de la cadena. Sabía que era sangre, y restregó furiosamente la cadena en la arena, para limpiarla. Satisfecho de cómo había quedado, se la volvió a meter en el bolsillo. Entonces prendió un cigarrillo, buscó en su bolsillo y sacó su linterna. Contempló los pequeños pies que yacían a la luz de la luna. ¿Habría matado a ese sujeto amarillo? Suponiendo que así fuera, el golpe se volvería contra él. Kramer había asegurado que no corrían ningún riesgo como si hubiese estado convencido de que podría hablar al padre de la chica raptada, que éste le pagaría y que podría mantener a los polizontes fuera del asunto, pero si este pequeño sujeto estaba muerto, ¿podría Kramer mantener alejada a la policía?
Maldiciendo en voz baja y con el corazón latiéndole con pánico, Riff apretó el botón de la linterna y dirigió el rayo de luz a la cara sin vida de Di-Long, completamente destrozada.