El jueves por la mañana, mientras Kramer comía jamón con huevos y Helene, que nunca comía en el desayuno, se estaba sirviendo su segunda taza de café, él dijo como de pasada:
—Moe Zegetti está volando para venir a verme esta mañana, querida. Se quedará a almorzar.
Helene derramó el café cuando se volvió para mirar con asombro a su marido.
—¿Quién?
—Moe Zegetti. Te acuerdas de él, ¿no? —dijo Kramer sin mirarla. Tomó una tostada y comenzó a untarla con mantequilla.
—¿Quieres decir… ese truhán? Acaba de salir de la cárcel, ¿verdad?
—Estuvo encerrado durante dos años —dijo Kramer en tono suave—. Es un buen muchacho. A ti te gustaba, Helene.
Helene se sentó bruscamente. Se había puesto un poco pálida.
—¿Qué quiere?
—Nada. Ahora tiene su negocio propio —dijo Kramer, sorbiendo su café—. Me llamó por teléfono ayer. Viene a Paradise City por negocios. Sabiendo que yo estaba aquí, pensó que podría visitarme. Estoy contento de volver a verle. Es un buen muchacho.
—¡Es un truhán! —repitió Helene furiosa—. ¡Jim! Me prometiste alejarte de esos tipos. ¡Tienes que recordar nuestra posición! Suponte que alguien se entera de que un ex presidiario ha venido a visitarnos.
Kramer controló con dificultad su genio.
—Vamos, Helene, tranquilízate. Es un viejo amigo. El que haya estado en la cárcel no significa nada. Ahora anda derecho. Ya te lo he dicho… dirige su propio negocio.
Helene miró a su marido con mirada escrutadora. El se esforzó para encontrar su mirada y le sonrió.
—¿Qué clase de negocio?
Kramer se encogió de hombros.
—No sé. ¡Se lo preguntarás cuando lo veas!
—No lo quiero ver. ¡No lo quiero aquí! —lanzó un profundo suspiro y luego continuó—: Mira, Jim, saliste del hampa hace ya cinco años; ¡mantente fuera!
Kramer terminó el último bocado de jamón y empujó el plato. Encendió un cigarrillo.
Hubo un largo silencio y luego dijo con un tono algo cortante:
—Nadie debe decirme lo que tengo que hacer, Helene, ya lo sabes: ni siquiera tú. Tranquilízate. Moe viene a almorzar. Viene porque es un viejo amigo mío: no hay ningún otro motivo… así que tranquilízate.
Helene vio un destello duro en los ojos gris pizarra, y titubeó. Siempre le había temido un poco a su marido cuando miraba de esa manera. Sabía que ya no era joven, que había aumentado de peso, y cuando examinaba su cara en el espejo todas las mañanas, se desesperaba al ver su aspecto marchito. Kramer, aunque tenía sesenta años, era todavía vigoroso y lozano. Hasta ahora no había mirado a otra mujer, pero ella tenía el temor creciente de que, si no tenía mucho cuidado en el modo de tratarlo, pudiera mirar hacia otro lado.
Cuando se puso de pie, trató de sonreírle.
—Muy bien, querido. Voy a preparar algo bueno para él. No digo nada más. Sólo me he alarmado que pudiera volver aquí… a revolver el pasado.
Kramer la observó.
—No hay nada que te pueda inquietar —le dijo, y se puso de pie—. Bueno, me voy al aeropuerto. Regresaremos alrededor de las doce y media. Hasta luego, querida —le dio una palmada detrás con mano pesada, la besó en la mejilla y salió del cuarto.
Helene volvió a su silla y se sentó. Sintió de repente que tenía las piernas flojas. ¡Moe Zegetti! Sus pensamientos volvieron a aquellos años en que Moe era el brazo derecho de Jim. Personalmente no tenía nada contra Moe: lo que la asustaba era el motivo de su visita, que no conocía. ¡Un ex presidiario! Aquí en Paradise City, donde ella y Jim habían conquistado una posición en la sociedad y eran considerados como gente respetable, invitándolos siempre, cuando se organizaba alguna reunión. ¡Pensar que alguien pudiera saber que Moe había estado almorzando con ellos! Se cubrió la cara con las manos. ¿En qué estaba pensando Jim?
El inspector Jay Dennison y el agente especial Tom Harper, ambos de la F. B. I., esperaban impacientes en el vestíbulo del aeropuerto que su vuelo a Washington fuese anunciado.
Dennison, un hombre corpulento y musculoso con un bigote color jengibre y un puente de pecas atravesándole la nariz, estaba llegando a los cuarenta y ocho años: era un agente federal recto y trabajador, cuyas oficinas generales estaban establecidas en Paradise City. Harper parecía un muchacho al lado del inspector. Era alto, algo encorvado y unos veinte años menor que él; se estaba abriendo camino. El mismo Dennison, que era un maestro severo, estaba satisfecho de la manera en que se estaba formando Harper. Los dos hombres se querían mucho, y ahora Harper tenía proyectos de casarse con la hija de Dennison.
Mientras estaban sentados, apartados del torbellino de la multitud, Dennison puso de pronto su mano en el brazo de Harper.
—Mire quien llega ahí —dijo—. Ese hombrecillo gordo que pasa en este momento por la puerta de entrada.
Harper miró al hombre bajo y gordo, con cabellos grises y una cara sudorosa, rolliza y redonda, que en ese instante entraba en el vestíbulo. Harper miró inquisitivamente a su jefe. Dennison se puso de pie.
—Ande con cuidado —dijo—. Ese tipo me interesa.
Los dos hombres caminaron despacio tras el hombrecillo que llevaba una maleta nueva de buena calidad. Cuando lie gaba a la doble puerta de vidrios que daba al aparcamiento donde esperaban filas de taxis y automóviles particulares, Dennison se detuvo.
—Ese es Moe Zegetti —dijo, observando a Moe que estaba mirando a derecha e izquierda, indeciso—. ¿Se acuerda de él? No le debe haber visto nunca… no es de su tiempo, pero puede recordar su expediente.
—Así que ese es Zegetti —dijo Harper, demostrando mucho interés—. Claro que recuerdo su expediente. Era el secuaz de Kramer y uno de los tipos importantes del hampa en otro tiempo. Le metieron en la cárcel por seis años y estuvo dos: desde entonces ha andado derecho. Mire como se ve que le va bien. Es un buen traje el que lleva puesto.
Dennison miró a Harper y movió la cabeza en un gesto de aprobación.
—Este es el tipo. Ahora me pregunto qué puede estar haciendo aquí.
—Mire… a su izquierda. ¡Es el mismo Kramer!
Una voz anunció por el sistema de altavoces que todos los pasajeros para Washington debían ir en el acto a la Puerta 5.
Los dos agentes federales se demoraron lo suficiente para ver a Kramer hacer señas con la mano y a Moe Zegetti ir hacia él, antes de volverse de mala gana y encaminarse hacia la Puerta 5.
—Kramer y Zegetti… una combinación invencible —dijo Dennison pensativo—. Puede traer líos.
—¿No pensará que Kramer está saliendo de su retiro? —dijo Harper—. No puede ser tan tonto con todo el dinero que tiene.
Dennison se encogió de hombros.
—No sé. Me estaba preguntando por qué se suicidó Solly Lucas. Se ocupaba del dinero de Kramer. Bien, vamos a observarles con cuidado. Voy a alertar a los muchachos cuando estemos en el avión. He esperado veintiún años para cazar a Kramer. Si deja el retiro, puede ser mi oportunidad.
Sin darse cuenta de que era vigilado, Moe comenzó a cruzar el lugar hacia Kramer, que venía a su encuentro. Cuando estuvieron cerca, los dos hombres se miraron, estudiándose mutuamente, curiosos por ver los cambios producidos en ellos desde la última vez que se habían visto siete años antes.
Para Moe, Kramer estaba muy bien y bronceado por el sol, aunque algo más pesado. Había perdido aquella manera de caminar inquieta y elástica que a Moe le era tan familiar, pero esto no le sorprendió mucho. Después de todo, Big Jim debía tener ahora sesenta años, y a esa edad ya no se camina como un muchacho joven. Kramer llevaba puestos una chaqueta de golf de gamuza marrón oscuro, pantalones de gabardina color ciervo y una gorra con visera blanca. Tenía aspecto floreciente y tranquilo.
Kramer observó que Moe estaba más gordo y pálido. Parecía gozar de poca salud y tenía aspecto de debilidad. Este descubrimiento hizo que Kramer estudiara con más detenimiento a Moe. Entonces se dio cuenta de la expresión de inquietud, casi de miedo que había en los ojos oscuros de Moe y el movimiento nervioso con que apretaba y aflojaba los labios. En cuanto a la confianza que podía inspirarle, pensó Kramer, tenía buen aspecto. No puede estar tan hundido, cuando puede usar un traje como el que lleva puesto.
—Estoy contento de volver a verle —dijo Kramer apretando la mano de Moe—. ¿Cómo le va?
Sintiendo ésa garra de hierro, Moe se dio cuenta de su flojo apretón de manos. Dijo que estaba bien y contento de volver a ver a Kramer. Los dos hombres caminaron hasta un fulgurante Cadillac negro.
—¿Es suyo, Jim? —preguntó Moe impresionado.
—Sí, pero estoy en trámites para conseguir el nuevo modelo —dijo Kramer incapaz de no fanfarronear—. Suba. Helene está preparando algo especial para el almuerzo. No quiero que me tiren de las orejas por llegar tarde.
Kramer preguntó por Dolí cuando llegaron a la carretera. Moe le contó en qué situación se hallaba.
Kramer se quedó impresionado. Quería mucho a Do 11.
—Ya saldrá de esto —dijo—. Es fuerte, Moe. Sabe… esta clase de cosas nos suceden a todos tarde o temprano, pero salimos adelante y así le sucederá a ella.
Como de pasada, habló de San Quintín. Por el rabo del ojo vio que las manos de Moe se volvían puños. Moe dijo con voz estrangulada que había sido bastante duro.
—Me imagino —dijo Kramer secamente y sacudió la cabeza. Este pensamiento turbaba su sueño. Sabía que había escapado de San Quintín por un pelo—. Bueno, eso ya pasó. Así es como tiene que pensar en eso… ya quedó atrás.
Durante el resto de los treinta y tantos kilómetros de camino, los dos hombres charlaron de una cosa y otra, recordando el pasado, mencionando nombres de gente que habían conocido, lugares que habían visitado juntos. No se habló del motivo que tenía Kramer para querer ver a Moe.
El almuerzo transcurrió bastante bien. Helene había hecho preparar ricos manjares, aunque tal vez algo pesados, pero Moe no tardó en advertir que su visita no le era grata, y esto le desagradó.
En la mitad de la comida, Helene le preguntó a boca de jarro a qué se dedicaba ahora.
Moe contestó que tenía un restaurante y que le iba muy bien.
—Entonces ¿qué está haciendo en Paradise City? —preguntó Helene ocultando apenas su hostilidad.
Como Moe dudaba molesto, Kramer intervino.
—Está pensando instalar otro restaurante. Es una gran idea. Nos podría convenir un buen restaurante italiano en Paradise City.
Después de almorzar, Helene anunció que bajaría a la ciudad y luego al Club de Bridge.
Cuando los dos hombres se quedaron solos, Kramer propuso:
—Vamos a mi despacho, Moe. Quiero hablarle.
Moe, que se había quedado muy impresionado con la casa, el jardín, los espléndidos muebles y decoraciones de la casa de Kramer, siguió a éste al despacho. Miró atónito la rosaleda a través del gran ventanal y movió la cabeza con envidia.
—En verdad ha encontrado un lugar precioso, Jim —dijo, mientras Kramer se dirigía a su sillón—. Debe estar contento aquí.
Kramer se sentó, empujó una caja de cigarros hacia Moe, antes de servirse uno.
—Está muy bien —asintió; se detuvo y luego prosiguió—: ¿Se acuerda de Solly Lucas?
Moe frunció el ceño, y movió la cabeza.
—Por supuesto. ¿Qué hace ahora?… ¿todavía trabaja para usted, Jim?
Kramer se echó para atrás, su rostro parecía de granito.
—Se suicidó hace un par de semanas. Hizo ese trabajito antes de que yo pudiera hacer nada.
Moe titubeó y echó el cuerpo hacia atrás en su sillón, mirando con fijeza a Kramer.
—Sí —prosiguió Kramer—. Me hundió por cuatro millones de dólares. Esto entre usted y yo, Moe. Helene no lo sabe, y yo no quiero que lo sepa —sonrió con abatimiento—. Creo que usted tiene más dólares que yo centavos.
Moe estaba tan atontado que no encontró nada que decir. Sólo miraba a Kramer. Big Jim… despojado de cuatro millones de dólares. ¡Era increíble!
—He decidido hacer de nuevo un montón de dinero —prosiguió Kramer—. Lo puedo hacer, pero necesito ayuda. Usted es el primero en quien he pensado. Usted y yo juntos siempre hemos andado bien. Podemos hacer un buen trabajo.
A Moe no se le ocurría nada que decir.
—Tengo una idea —dijo Kramer, y luego se hizo un silencio—. Podemos hacer mucho dinero si jugamos bien. Yo organizo y manejo el negocio, pero le necesito a usted. No me mire tan azorado, Moe. Le quiero decir lo siguiente: ¡no hay riesgo alguno! ¡Yo se lo prometo! Ningún riesgo… ¿entiende? —miró a Moe de manera inquisitiva—. No lo hubiera metido en esto, Moe, si pudiera haber dificultades. Ya sé lo terrible que puede haber sido San Quintín. Escuche… Le doy mi palabra que nunca más volverá allí si trabaja conmigo. No hay ningún riesgo en este trabajo; de otro modo, a mi edad no estaría exponiendo mi pescuezo ni el suyo.
Los temores de Moe desaparecieron como por encanto. Si Big Jim decía que podía hacerle ganar un cuarto de millón de dólares sin correr ningún riesgo, aunque pareciera increíble, Big Jim lo haría. Durante los quince años que Moe había trabajado con Kramer, nunca había tenido dificultades. Todavía tenía una fe absoluta en él: cuando prometía algo con esa mirada fría en sus ojos… era realmente una promesa.
—¿Cómo es el negocio, entonces? —preguntó Moe, mostrando en su rostro cierta excitación.
Kramer estiró sus largas piernas y lanzó hacia el techo una nube de humo perfumada.
—¿Ha oído hablar alguna vez de John Van Wylie?
Mirándolo perplejo, Moe movió la cabeza.
—Es un magnate del petróleo de Tejas. Puede no creerlo, porque es difícil de creer, pero se considera que tiene más de un billón de dólares.
Moe parpadeó.
—Nadie puede tener tanto —dijo—. ¡Un billón de dólares! ¿Cómo un tipo puede haber amasado semejante fortuna?
—Su padre extrajo petróleo allá por el noventa —dijo Kramer—. El viejo compró acres de tierra en Tejas por una bicoca. Donde buscaba petróleo, lo encontraba. Ni siquiera una vez dio con un pozo vacío… ¡imagínese! El hijo se hizo cargo de todo cuando murió el viejo; fue mucho más vivo que el padre para los negocios. Cada dólar que había hecho el padre, John Van Wylie tuvo la habilidad de convertirlo en diez. Ya le digo, ahora tiene más de un billón de dólares.
Moe se secó el rostro bañado en sudor.
—Había oído que esas cosas sucedían, pero nunca lo había creído.
—Siempre he estado oyendo hablar de él durante años —dijo Kramer—. El tipo me fascinaba —se levantó y abrió un cajón del escritorio. Sacó una cantidad de recortes de diarios—. Cada uno de estos recortes se refieren a la familia de Van Wylie. Ahora sé tanto de ellos como ellos saben de nosotros —volvió a colocar los papeles en el cajón, se dirigió a su silla y se sentó en ella—. De vez en cuando me divierto imaginando planes para hacer mucho dinero, pero nunca creí que iba a tener que entrar de nuevo en el juego. Bueno, ahora tengo que entrar, y estas ideas mías me van a servir —dio unos ligeros golpes a su cigarro para hacer caer la ceniza y luego prosiguió—. Van Wylie ha perdido a su mujer… cáncer. Tiene una hija. Se parece a la madre. El hecho es que es lo único que significa en la vida de Van Wylie.
Kramer se quedó mirando durante un buen rato la colilla de su cigarro encendido, y luego continuó:
—Van Wylie tiene todo lo que pueda necesitar un hombre. No puede, aunque quiera, gastar toda la fortuna que tiene. No valora nada porque en cuanto pierde algo tiene el dinero necesario para reemplazarlo —hizo una larga pausa, luego dijo suavemente—: Pero no puede reemplazar a su hija.
Moe no dijo nada. Esperó, sintiendo que el corazón comenzaba a latirle con fuerza.
Kramer se echó hacia atrás, el rostro duro, los ojos brillantes.
—Entonces nosotros le raptamos la hija y nos entendemos con él en privado para conseguir cuatro millones de dólares.
Moe se quedó mudo. El ritmo de su corazón se aceleró. Sus ojos oscuros se abrieron muy grandes.
—¡Espere un momento, Jim! —su voz subió de tono—. ¡Es un delito federal! ¡Podríamos ir a parar a la cámara de gas!
—¿Cree que no he pensado en eso? —preguntó Kramer con impaciencia—. Ya le digo: esto va a ser un asunto secreto, bueno y seguro, y así tiene que ser. Recapacite un poco. Van Wylie pierde a su hija… lo único que tiene algún valor para él. Cuatro millones de dólares son un gramo de anís para un hombre como Van Wylie. Imagínese lo que sentiría usted si alguien le raptara a su hija y le ofreciera devolvérsela, sana y salva, por veinte billetes. Pagaría, ¿no es así? Estaría feliz de tenerla nuevamente a su lado. ¿Llamaría a la Policía? Con seguridad que no. Estaría contento de poder pagar. ¡Cuatro millones de dólares para un hombre de la fortuna de Van Wylie es una bicoca! ¿Se da cuenta? El quiere que se le devuelva a su hija sin alboroto, sin líos, y pierde lo que para usted sería veinte billetes.
Pero Moe no estaba convencido. Sentía horror por cualquier asuntó que pudiera acabar en una sentencia de muerte.
—Pero cuando la recupere, lanzará a los Federales sobre nuestra pista —dijo golpeando con sus puños sus gruesas rodillas—. Un tipo así no es capaz de desprenderse de todo ese dinero sin tratar de devolver el golpe.
—Está equivocado —dijo Kramer—. Yo le convenceré de que si trata de hacer alguna viveza por el estilo, por más que guarde a su hija con el mayor cuidado, en cualquier momento llegaremos con un revólver y éste será el final de su hija. Instalo el miedo en él. Le convenzo de que tarde o temprano será castigado, aunque tardemos un par de años. Entenderá razones. No se puede tener vigilada una chica durante años. Se dará cuenta de eso.
Moe reflexionó durante un rato largo, luego asintió.
—Bueno, muy bien, Jim. Siempre confiaré en usted. Si usted dice que es así, así será —recapacitó un poco y luego preguntó—: En realidad, ¿qué quiere usted de mí?
—A usted le toca la parte más fácil en este asunto —dijo Kramer—. Usted realiza el rapto… no estará solo, por supuesto. Necesitamos dos muchachos más. Esto es lo que le confío a usted. Yo conocía a un montón de sujetos que nos hubiesen podido ayudar, pero ahora he perdido contacto. Necesitamos a un par de muchachos jóvenes, fuertes y con los nervios bien templados. Los arreglaremos con cinco mil dólares… no necesitamos despilfarrar nuestro dinero. Por cinco mil dólares usted podrá encontrar alguno.
Moe estaba tan fuera de contacto como Kramer con la gente que vive en las sombras de los bajos fondos, pero calculó que podía serle fatal confesarlo. Kramer no se desprendería de un cuarto de millón por nada. Moe conocía a Kramer. Mientras uno se entregara, estaba con él, pero si uno llegaba a vacilar o confesaba su ignorancia de algo, le dejaba fuera.
Su mente trabajaba con agilidad. Tuvo una repentina inspiración.
—Conozco a un par de muchachos que podrían servir… los Crane. Sí, pensándolo bien, podrían resultarnos regios para este trabajo.
Kramer dio una chupada a su cigarro y echó el humo.
—¿Los Crane? ¿Quiénes son?
—Viven en el apartamento que está debajo del mío. Bastante salvajes. Son mellizos. Hermano y hermana. Usted sabe lo que son estos sujetos… él dirige una pandilla. A ellos les gusta mandar, pero en realidad tienen agallas.
Kramer sonrió. Había manejado salvajes toda su vida.
—Yo los manejaré —dijo. Sacudió la ceniza en el cenicero—. Hábleme de ellos. ¿Qué hacen para vivir?
—Nada —respondió Moe—. Nunca han hecho nada. Como le digo, son salvajes —hizo una pausa para apagar el cigarro—. Su padre era un pistolero; asaltaba pequeños negocios de estaciones de servicio, situados en lugares apartados; cogió a su mujer acostada con un sujeto vulgar. Estaba borracho en ese momento y los mató a los dos. Le encerraron por quince años. A los tres meses lo encontraron colgado en su celda. Su madre era una de las rateras más hábiles del hampa. Se llevó con ella a los chicos y ellos fueron más ladinos aún que ella. Tenían diez años cuando perdieron a sus padres. Vivieron como pudieron, robando su comida y huyendo de los polizontes y benefactores. Estos chicos son muy vivos. Nunca se han dejado atrapar. No tienen antecedentes en la policía. Ahora están dirigiendo esa pandilla de forajidos. Ponen el ojo sobre cualquiera que puedan chantajear. La chica aprovecha su atractivo sexual, y cuando cae un idiota, llega el muchacho, le da una paliza y le roba hasta el último centavo… este chico es muy fuerte. Creo que ahora están maduros para un trabajo importante… Tienen fibra y cinismo y no le tienen miedo a nada. Es una idea, Jim, de tener una chica en el juego. Puede resultar útil.
Kramer reflexionó un largo rato y luego asintió.
—Iré a Frisco y les veré —dijo—. Usted me los prepara, Moe. Si me parece bien, los utilizaremos. ¿De acuerdo?
—Yo les hablaré —dijo Moe—. Cuando se enteren de que usted está detrás de esto, les faltará tiempo para aceptar —Kramer sonrió con sarcasmo.
—Claro que sí, pero no les diga en qué consiste el asunto, Moe. Quiero verlos antes. Dígales solamente que tienen una oportunidad de trabajar para Big Jim Kramer.
Moe miró a Kramer con admiración.
—Se lo diré —dijo.
Chita Crane estaba apoyada contra un farol, indiferente a la ligera llovizna que caía, con un cigarrillo entre sus labios llenos y pintados muy rojos, sus grandes ojos fijos con una expresión concentrada en la entrada del Giza Club, en la acera de enfrente.
Eran un poco más de las tres de la mañana. Ya muy pronto, vendrían los asaltantes. Uno de ellos, y tenía que ser sólo uno, la apercibiría y se le acercaría. Estaría un poco borracho y quizá muy borracho. Le ofrecería dar un paseo en su auto.
Chita pesaba un poco más de lo normal, tenía anchos hombros, un busto que atraía la mirada de cualquier hombre, caderas delgadas y largas piernas. Llevaba puestos pantalones de cuero negro, lustrosos y grasientos por el constante uso y una cazadora de cuero negro, en cuya espalda estaba pintada una figura realista de «Papaíto Piernas Largas» para darle su nombre popular, que era el distintivo de los Crane. Esta indumentaria era el uniforme que usaban ella y Riff, su hermano. Entre las pandillas de su barrio eran conocidos como los Chaquetas de cuero los que, como todos sabían, eran las larvas de los Zancudos.
Cuando Chita podía, se teñía el pelo negro de rubio, pero la mayor parte de las veces no podía, y su pelo tenía apariencia de suciedad, con unas vetas rubias y negras. Tenía altos pómulos, grandes ojos azules y una nariz bien formada. Nadia podía decir que fuese hermosa, ni siquiera bonita, pero tenía mucho atractivo sensual para los hombres. Sus ojos llenos de promesas sexuales perversas, ejercían una atracción magnética. Era igual que su hermano, cruel, insensible y viciosa. Siempre es arduo convencerse de que no se pueda encontrar en una persona ni siquiera un rasgo que la pueda redimir, sin embargo, era imposible hallarlo en ninguno de los Crane. Los dos eran mentirosos empedernidos, deshonestos y tramposos. También eran egoístas, despreciables y antisociales. Tal vez lo único bueno —si podemos decirlo así— que podía encontrarse en su manera de ser, era el cariño extraordinario que se profesaban mutuamente. Eran mellizos idénticos: les unía un lazo que contrarrestaba todas sus querellas y sus constantes peleas; a menudo luchaban igual que animales: Chita pegaba tan fuerte como podía. Pero si uno de ellos caía enfermo, lo que sucedía muy pocas veces, o tenía dificultades, lo que sucedía con frecuencia, el otro estaba siempre allí prestándole ayuda, estuviera donde estuviere. Se tenían una confianza absoluta. Compartían su buena o mala suerte, y para ellos era inimaginable que uno de los dos pudiera tener un dólar sin que de manera automática lo repartiera con el otro.
Al otro lado de la calle se hallaba escondido en un callejón oscuro Riff Crane. Era un poco más alto que su hermana. Sus altos pómulos y sus grandes ojos brillantes eran igual que los de ella, pero se había roto la nariz en una pelea cuando era chico, y unos meses después, un enemigo lo había cogido desprevenido y le había cortado la cara con una navaja desde el ojo derecho hasta abajo del pómulo. Estas dos cicatrices le daban un aspecto vicioso que asustaba a la gente y para él eran motivo de orgullo. Chita y él habían tendido una trampa al hombre que le había acuchillado en esa forma. El asunto se había llevado a cabo con éxito. El hombre ahora andaba conducido por su mujer, medio ciego e idiota, debido a las repetidas patadas que le habían dado en la cabeza. Chita y Riff siempre usaban botas de ski. Iban bien con su uniforme y eran armas terribles para las refriegas callejeras.
De repente apareció un hombre en el umbral del Night club. Miró a derecha e izquierda, observó con mucha atención a Chita y luego caminó calle abajo con las manos en los bolsillos.
Chita le miró irse con indiferencia. El éxodo había empezado: más tarde o más temprano, algún individuo vendría hacia ella. Vio a su hermano sacudiendo la ceniza de su cigarrillo encendido entrar en la calle y moverse con cuidado en las sombras.
Hombres y mujeres empezaron a aparecer en la puerta del Night club. Las puertas de los autos se cerraban con fuertes portazos. Los coches se marchaban. Chita esperó todavía un rato. Entonces un hombrecillo, vistiendo un impermeable y un sombrero echado a los ojos, bajó las escaleras del Night club y se detuvo en la puerta. Chita le miró con interés y encendió otro cigarrillo, sosteniendo el fósforo encendido en la mano para que le iluminara la cara.
El sujeto le sonrió satisfecho cuando se le acercó: Los ojos experimentados de Chita notaron la calidad del impermeable, los zapatos hechos a mano y el brillo de la pulsera de oro de su reloj. Este podría ser el sujeto que ella esperaba.
El hombrecillo la miró con insistencia mientras se le acercaba. Parecía muy satisfecho de sí mismo. Se movió ágilmente: su rostro delgado y astuto estaba quemado por el sol como si pasara mucho tiempo al aire libre.
—Hola, chiquita —dijo parándose al lado de ella—. ¿Estás esperando a alguien?
Chita echó el humo por la nariz. Luego le dirigió una amplia sonrisa profesional.
—Hola, Mac —dijo ella—. Estaba esperando a alguien. Ya ve, lo he encontrado, ¿no es así?
El hombrecillo la examinó con mucha detención. Lo que vio pareció gustarle.
—Muy bien: ¿supongo que nos pondremos al resguardo de la lluvia? Tengo un coche por allí. Espero que encontraremos algún lugar tranquilo y solitario. Vamos a tener mucho que conversar.
Chita rio. Enarcó el pecho hacia él y levantó sus oscuras cejas en señal de invitación.
—Parece una buena idea: ¿A qué punto solitario y adónde?
—¿Qué te parece un hotel, chiquita? —el hombrecillo hizo un guiño—. Tengo dinero como para tirar para arriba. ¿Conoces algún precioso tugurio bien tranquilo donde podamos ir?
Esto era fácil… casi demasiado fácil. Chita se permitió titubear antes de decir:
—Bueno… si eso es lo que quieres, querido, por mí vamos. Conozco un lugar. Te lo mostraré.
Ella levantó su cigarrillo encendido muy alto. Era una señal convenida previamente con Riff, para hacerle saber adónde llevaba al individuo.
El hombrecillo tenía un Buick descapotable. Se subieron a él, y cuando Chita se sentó a su lado, él le dijo:
—Tienes un buen anzuelo. Te sienta. ¿Qué significa el «Papaíto piernas largas»?
—Es la firma que he adoptado —respondió Chita. Ya estaba aburrida del sujeto. Su única esperanza era que tuviera una billetera bien llena. Le echó una ojeada a la pulsera de oro del reloj. Esto por lo menos compensaría su fastidio.
Cinco minutos después se estaban registrando en un sórdido hotel del muelle. El recepcionista, un hombre viejo y sucio, le hizo un guiño a Chita, y ella se lo devolvió. Los dos sabían que dentro de unos pocos minutos Riff habría llegado.
Se fueron para arriba y entraron en un amplio cuarto en el que había una cama simple, dos sillones, un lavatorio y una alfombra muy gastada.
Chita se sentó sobre la cama y sonrió al hombre, quien se quitó el impermeable y el sombrero. Colgó ambas cosas en una percha en la parte de atrás de la puerta. Vestía un traje oscuro hecho a medida. Tenía el aspecto de un hombre de fortuna.
—Quisiera mi regalo —dijo Chita—. Treinta billetes.
El hombrecillo la miró divertido, sonrió y se dirigió a la ventana. Corrió la sucia cortina y miró hacia afuera a la calle mojada por la lluvia. Llegó a tiempo para ver a Riff bajarse de su motocicleta, subirla a la acera y luego atravesar la calle hacia el hotel.
—¿Qué estás mirando? —le preguntó Chita con voz cortante—. Ven aquí… Quiero mi regalo.
El hombre le dirigió una sonrisa divertida y se retiró de la ventana.
—No hay regalo, chiquita —dijo—. Nada para ti. Quiero ver al truhán de tu hermano.
Chita se quedó mirándole.
—¿Mi hermano? ¿De qué diablos estás hablando?
—La semana pasada atrapaste a un amigo mío —dijo el hombrecillo—. Lo trajiste aquí. Tú y tu hermano lo desplumasteis y después el truhán de tu hermano le golpeó. Ahora me toca a mí.
Chita lo miró con súbito interés. Parecía bastante inofensivo, de huesos pequeños, ligero y aun frágil. Riff podría matarlo de un puñetazo.
—Sé razonable —dijo ella tranquilizante—. No queremos disgustos, pero tú los tendrás si no andas con cuidado. Riff podría manejar a diez como tú. Si no quieres ser víctima de un accidente, entrega tu billetera y tu reloj. Creo que Riff no te va a lastimar.
El hombrecillo se encogió de hombros. Parecía estar muy divertido.
—¡Los Chaqueta de cuero! Dos chicos estúpidos que no son capaces de ganarse un centavo a menos que usen la fuerza bruta. Nena, esto se ha ido acumulando para vosotros dos desde hace mucho, mucho tiempo. Ahora se os acabó.
Mientras hablaba, la puerta del dormitorio se abrió y entró Riff. En general, cuando entraba en este sórdido cuarto, Chita se había quitado la ropa y yacía desnuda en la cama, lo que le daba la posibilidad de actuar como un hermano indignado. Al verla sentada en la cama, completamente vestida y observando al hombre que se hallaba de pie en medio del cuarto, sonriendo aún, se detuvo sorprendido.
—Ven aquí, truhán —dijo el hombrecito—, estaba deseando encontrarte.
Riff miró a Chita, quien se encogió de hombros.
—No me preguntes nada —dijo, pero estaba un poco molesta—. Me imagino que está un poco chiflado.
Riff entró y cerró la puerta. Había en sus ojos una expresión de alerta, de observación. Sus grandes puños se balancearon a sus costados.
—Muy bien, Mac —dijo—. El reloj y la billetera. Suéltelos. Quiero dormir algo esta noche aunque usted no quiera.
—No tengo ninguna prisa por dormir —dijo el hombrecillo, y se encogió de hombros. Parecía estar pasando un buen rato, y su falta de miedo hacía echar chispas al temperamento perverso de Riff.
—Suéltelos —gruñó y empezó a avanzar.
El hombre retrocedió en forma velocísima hasta que estuvo contra la pared.
—¿Quiere mi billetera? —preguntó y puso la mano en el bolsillo de su chaqueta.
—¡Míralo! —dijo Chita con vivacidad.
Riff se detuvo. El hombrecillo tenía una pistola en la mano. Apuntaba a Riff.
—¡Vamos, idiota! —dijo alegremente—. No esperaba verse en éstas, ¿no?
Riff gruñó.
—Si disparas ese cacharro, te verás envuelto en muchos líos —dijo.
Hizo un movimiento simulado hacia la derecha y luego embistió al hombre. Chita retuvo su respiración. Le pareció una locura lo que hacía su hermano.
Vio que Riff se tambaleaba y se llevaba las manos a la cara y al mismo tiempo sintió el vaho caliente del amoníaco.
Riff cayó sobre sus rodillas, apretándose los ojos con las manos y aullando como un animal herido. Encogiéndose de hombros, el otro le miraba. Cuando Chita se levantó, él giró sobre sí mismo y dirigió hacia ella la pistola de amoníaco. Ella sólo atinó a cubrirse los ojos con las manos cuando la bomba de amoníaco la golpeó al estallar. Salvó sus ojos, pero estaba entre las emanaciones del gas. Gritando, se dejó caer de la cama al suelo.
El hombre miraba su maniobra con satisfacción. Se volvió a colocar la pistola en el bolsillo. Tomó su impermeable de la percha y se lo puso. Luego se colocó el sombrero medio ladeado. Se detuvo un largo rato para contemplar a los Crane retorciéndose como lombrices en el suelo, luego salió del cuarto y se encaminó, muy airoso, hacia el automóvil.
Los Crane nunca supieron quién era. Cuando se divulgó la noticia del castigo que les habían administrado, aquellos que habían sufrido por su culpa, miraron a aquel hombrecillo anónimo como un símbolo de justicia.