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Para comprender lo que estaba sucediendo en Wastelands, es necesario volver tres meses atrás, al día en que Solly Lucas, un abogado de Los Ángeles, se metió la pistola automática en la boca y se levantó la tapa de su calva cabeza.

Como portavoz de los gangsters, Solly Lucas tenía una malísima reputación, estaba considerado, en general, como ion tipo vivísimo que tenía contacto con el Mercado de Valores. Tenía sesenta y cinco años cuando puso fin a su vida. Los últimos treinta años había sido el testaferro de uno de los más notables criminales que hubo desde Al Capone: un hombre conocido como Big Jim Kramer.

Kramer, ahora cerca de los sesenta años, había empezado su carrera criminal como guardaespalda de Roger Touhy. Había progresado lenta y sanguinariamente como jefe de una banda y había sido elegido miembro de Criminales Incorporados, siendo finalmente la mano de hierro que dirigió la Unión de Panaderos y Lecheros; un hombre que por último había amasado una fortuna de seis millones de dólares, desde los bajos fondos y había sido lo bastante listo como para pagar algunos de sus impuestos.

Aunque el FBI sabía que Kramer era un gran criminal, un virrey y el cerebro que había llevado a cabo algunos de los más importantes asaltos a bancos, nunca había podido probarle un cargo. La combinación de las estratagemas de Kramer con la brillante cortina de humo legal de Lucas demostraba demasiado lo que eran.

Cuando llegó a los cincuenta y cinco años, Kramer decidió abandonar el hampa. Nunca es fácil para un jefe de banda abandonar esta vida. En general, cuando está a punto de hacerlo, aparece un enmascarado con una pistola, y este es el fin del «jefe»; pero Kramer no era tonto. Sabía muy bien todo esto. Tenía seis millones ahorrados. Empezó con dos millones para comprar su seguridad y su paz futura. Estos dos millones de dólares cubrían tan bien su retirada, que resultó ser uno de los pocos «jefes» importantes capaces de abandonar su banda y retirarse para vivir en el anonimato con confort y seguridad.

Con cuatro millones de dólares y Lucas como consejero financiero, Kramer no temía al futuro. Se compró una lujosa finca en Paradise City, cerca de Los Ángeles y se instaló allí para gozar de una vida retirada dentro de la sociedad.

Mientras era jefe de la banda se había casado con una cantante de «night club», Helene Doors, una rubia delgada, de ojos grandes, mayor de lo que parecía, y que aceptó a Kramer tal cual era, no por su dinero ni por su poder, sino porque fue lo bastante desgraciada para enamorarse de él.

Pero una vez alejado de sus actividades criminales y de sus socios, Kramer se transformó en un hombre de mentalidad siempre sorprendente que jugaba al golf de manera excelente, así como al bridge, podía beber sin excederse, y fue adoptado por la sociedad de Paradise City —que no tenía conocimiento de sus anteriores actividades— como un hombre de negocios retirado, después de haber triunfado en la vida, y fue generalmente muy popular. La sociedad de Paradise City adoptó también a Helene, quien, aunque tenía ahora cierta tendencia a engordar y estaba algo avejentada, conservaba todavía una voz lírica, alegre y se podía sentar al piano e improvisar canciones un poco «risqué», pero nunca vulgares, trayendo alegría al Country Club durante esas veladas que a veces se ponían pesadas.

Había veces, cuando Kramer estaba solo porque Helene se iba a Los Ángeles a hacer sus compras, cuando la lluvia le obligaba cancelar un partido de golf, le entraba como deseos de volver de nuevo a la vida excitante de jefe de banda. Aunque añoraba su pasado poder, no hizo nada de lo que soñaba. Estaba absuelto, y eso pocas veces le sucedía a un hombre con un pasado criminal como el suyo. El FBI nunca le había podido coger. Solly manejaba su dinero, que le producía una espléndida renta anual. Estaba y quería mantenerse —de manera definitiva— fuera del hampa: era un hombre afortunado.

A pesar de su determinación de permanecer alejado del hampa, Kramer pasaba parte de sus horas libres planeando algún robo espectacular, un rapto o el asalto a un Banco. Estos proyectos de ejecución, planeados hasta el último detalle, le ayudaban a pasar el tiempo, y para él era como resolver problemas de ajedrez. Elegiría el Chase National Bank de Los Ángeles y concebiría un plan, donde cinco hombres podrían entrar en el banco y salir con un millón de dólares. Una tarde lluviosa, mientras Helene trabajaba en su «petit point», había planeado él la ejecución del rapto de la hija de un billonario de Texas, con un rescate de varios millones de dólares. Este ejercicio de crímenes no sólo le divertía, sino que mantenía despierta su mente. No tema ninguna intención de ponerlo en práctica. Ni una sola vez le había confiado a Helene lo que pensaba durante esas largas horas en que se sentaba, silencioso, mirando fijamente el fuego. Si ella hubiera imaginado alguna vez lo que pasaba por la mente de Jim, se habría sentido horrorizada.

Esa mañana en que Solly Lucas se suicidó, Kramer había hecho uno de sus mejores partidos de golf. El y su compañero entraron en el bar del club y pidieron una ginebra doble con una rodaja de limón.

Mientras Kramer estaba sentado con su vaso en la mano, después de haber apagado su sed con la bebida fría, el barman dijo:

—Hay una llamada de Los Ángeles para usted, Mr. Kramer.

Kramer se puso de pie y se dirigió a la cabina del teléfono, encerrándose en ella. Levantó el receptor, canturreando despacio y feliz. El tarareo cesó pronto. La voz áspera, vacilante de Abe Jacobs, el secretario privado de Solly Lucas, le dio la noticia.

—¿Se ha suicidado? —repitió Kramer, y sintió de repente un inmenso vacío dentro de él.

Hacía treinta años que conocía a Solly. Lo había conocido como un brillante abogado, aunque bastante pervertido, con un instinto innato para hacer dinero, pero también era mujeriego, y un extravagante e incansable jugador. Lucas no se hubiese matado a no ser que hubiese tocado fondo en el pozo de las finanzas. Kramer sintió un sudor frío en la frente. De pronto tuvo un miedo morboso, pensando en sus cuatro millones de dólares.

Pasó dos semanas con la mente concentrada en descubrir por qué Solly había puesto fin a su vida. Parecía tener clientes importantes… Kramer era uno de ellos. Cada uno de estos clientes le confiaba una gran suma de dinero. Lucas había usado ese dinero para sus propios fines. Tuvo mala suerte o tal vez se había vuelto un poco viejo para aventurarse en especulaciones.

Había cogido dinero, una y otra vez, de sus clientes para impedir el desastre. Las especulaciones en tierras, construcciones y acciones le habían hundido al fin en un pozo sin fondo. Cuando vino la bancarrota tenía un descubierto de nueve millones de dólares, que incluían los cuatro millones de Kramer. Lucas conocía a Kramer. Era algo que él nunca perdonaría. Le evitó a Kramer el mal rato de matarlo. Se suicidó.

Pasó algún tiempo antes de que Kramer aceptara el hecho de que Lucas, quien había sido su apoyo y su amigo durante treinta años, le había hundido en la pobreza. Quitando los cinco mil dólares que tenía en su caja de caudales, lo demás, sus ahorros, sus acciones y hasta el efectivo que tenía depositado, había desparecido con la muerte de Lucas.

Se sentó en el amplio y lujoso despacho de Lucas, frente a Abe Jacobs, un hombre alto y delgado con cabeza en forma de huevo y ojos muy juntos y astutos.

—Ahí está, Mr. Kramer —dijo Jacobs sin alterarse—. Lo siento mucho. No tengo idea de lo que estaba haciendo. Nunca confió en mí. Usted no es el único. Perdió cerca de nueve millones de dólares en dos años. Yo creo que debía de estar loco.

Kramer se puso lentamente de pie. Por primera vez en su vida se sintió viejo.

—Manténgame fuera de esto, Abe —dijo—. Yo no he perdido un penique, ¿me oye? ¡Si la prensa me persigue, yo le perseguiré a usted!

Salió a la calle, bañada de sol y subió al auto. Se sentó unos minutos, mirando como atontado a través de la ventanilla, no viendo más que su porvenir desierto, sin dólares. ¿Debería decírselo a Helene? Decidió no decirle nada, al menos por el momento. Pero él, ¿qué iba a hacer? ¿Cómo iba a poder vivir? Pensó en el nuevo Cadillac que había encargado. Estaba esa estola de visón que le había prometido a Helene para su cumpleaños. Había reservado una «suite» en un lujoso trasatlántico que viajaba al Lejano Oriente; todavía no lo había pagado, pero Helene estaba enormemente entusiasmada y no hablaba de otra cosa. Tenía varios compromisos que implicaban gran cantidad de dinero. Antes de una semana se habría tragado esos miserables cinco mil dólares que tenía en la caja, si trataba de hacer frente a esos compromisos.

Encendió un cigarro, puso en marcha el motor del auto y se dirigió sin prisas hacia Paradise City. Durante el viaje, su mente seguía activa. Había que hacer algo y hacerlo pronto.

Kramer no figuraba como un peligroso criminal para nadie. Muy bien, se dijo a sí mismo, masticando en forma nerviosa la punta del cigarro, había sido aniquilado financieramente. Bien, no era demasiado viejo para empezar de nuevo, ¿pero cómo? Ese era el problema… ¿cómo? Para hacer cuatro millones de dólares cuando uno tiene sesenta años es necesario hacer algo… una tarea imposible… a menos que…

Sus ojos color gris pizarra se entrecerraron. Su cara grande, quemada por el sol, con mandíbula cuadrada, una boca sin labios y una nariz larga y ancha, parecía una máscara inexpresiva mientras su cerebro buscaba e indagaba algún medio de salir de su catástrofe financiera.

Llegó a su casa, donde Helene se estaba preparando para salir. Le miró con expresión ansiosa.

—¿Supiste por qué había hecho eso? —le preguntó mientras él entraba paso a paso en la antecámara.

—Lo cogieron —dijo Kramer en tono cortante—. Era un poco demasiado vivo… lo mismo que todos ellos. Mira, querida, ve a dar una vuelta. Tengo muchas cosas que pensar.

—¿Quieres decir que se quedó arruinado? —Helene lo miró fijamente; sus ojos de color gris azulado estaban horrorizados. Siempre había considerado a Solly Lucas como una especie de mago de las finanzas. Era imposible para ella pensar que Solly perdiera su fortuna como todo el mundo.

Kramer sonrió abatido.

—Así es. Se arruinó por completo.

—¿Por qué no acudió a nosotros? Hubiésemos podido tal vez ayudarle —dijo Helene retorciéndose las manos—. ¡Pobre Solly! ¿Por qué no recurrió a nosotros?

—¿Vas a salir? —le dijo Kramer con expresión dura—. Tengo mucho que hacer.

—Creo que debo ir a la ciudad… la estola de visón. La chica quiere que vea las pieles.

Kramer titubeó unos breves instantes. No era el momento de comprar una estola de visón, se dijo a sí mismo, pero se lo había prometido a Helene. Todavía estaría a tiempo de cancelar la orden si las cosas se ponían feas. Hizo un ademán con la mano.

—Sigue adelante. Te veré luego —y entró en su despacho: una amplia habitación con libros, un escritorio, tres cómodos sillones y una preciosa vista sobre la rosaleda.

Cerró la puerta y se sentó detrás de su escritorio. Encendió un cigarro. Oyó a Helene que se iba conduciendo su Jag de dos asientos. Tenía dos horas por delante, tal vez más, para considerar su situación antes de que Helene regresara. Los dos sirvientes de color que corrían con la casa no le iban a distraer. Se quedó sentado, abstraído, sus ojos grises color pizarra fijos, mirando sin ver, los anillos de humo de su cigarro. Las manecillas del reloj de su escritorio se movían. No había ningún ruido en el cuarto, excepto el apagado tic-tac del reloj de pared y la respiración pesada de Kramer. Se sentó allí, meditando, lleno de amargura, decidido a recuperar su perdida fortuna, en cuanto se le ocurriera la manera de hacerlo.

Había estado reflexionando durante poco menos de una hora, cuando se puso bruscamente de pie. Se dirigió a la ventana y miró hacia afuera, hacia el fino césped y los macizos de rosas. Luego atravesó la habitación, abrió con la llave uno de los cajones de su escritorio y sacó un archivo que había allí. Lo abrió y buscó pensativo unos cuantos recortes de prensa que estaban cuidadosamente prendidos en el viejo archivo. Separó los recortes, ensombrecido su frío rostro por los pensamientos que lo acosaban. Por fin cerró el archivo y lo volvió a colocar en el cajón.

Caminando en silencio, fue hacia la puerta del despacho, abriéndola, escuchó. Abajo podía oír las voces apagadas de Sam y Martha, sus servidores, conversando en la cocina. Cerró la puerta, fue hacia el escritorio, registró el cajón de arriba a la derecha hasta que encontró una pequeña y gastada libreta de direcciones. Se sentó y la consultó.

Por fin encontró el número de teléfono que deseaba. Le pidió a la operadora que le comunicara con San Francisco. Le dio el número que había encontrado en el libro. La operadora dijo que le llamaría.

Volvió a colocar el receptor, apagó su cigarro y se dejó caer en el sillón del escritorio. Su rostro era ahora una máscara de piedra sin expresión. Su mirada era muy fría.

Hubo una larga espera, pero al fin la operadora le llamó.

—Su comunicación está ahora en línea —dijo—. El número ha sido cambiado —le gritó irritada que debía haber puesto más atención en lo que hacía.

Kramer oía los golpes secos en la línea. Oyó una voz de hombre que decía:

—¡Hola! ¿Quién es?

—Deseo hablar con Moe Zegetti.

—Soy Zegetti. ¿Quién llama? —preguntó el hombre.

—No había reconocido su voz, Moe —contestó Kramer—. Me parece que hace mucho tiempo… siete años, ¿no es así?

—¿Quién es? —interrumpió la voz del hombre.

—¿Quién se imagina que soy? —le preguntó Kramer con una sonrisa sarcástica—. Hace mucho tiempo que no le veo, Moe. ¿Cómo le va?

—¡Jim! ¡Por amor de Dios! ¿Es usted Jim?

—¿Qué otro podía ser? —preguntó Kramer.

Moe Zegetti apenas podía creer que estaba oyendo la voz de Big Jim Kramer. Se quedó tan atónito como si le hubiesen dicho que le llamaba el presidente de los Estados Unidos.

Durante quince años Moe había sido la mano derecha de Kramer. Había sido el responsable de los asaltos a bancos más importantes planeados por Kramer. Durante estos quince años, Moe había llegado a ser considerado por la policía y el hampa como uno de los mayores artífices de los negocios. Parecía como si no hubiese nada que no pudiera efectuar con sus manos. Entre otras muchas cosas, sabía abrir la más complicada cerradura, ser carterista, confeccionar un billete de cien dólares, habérselas con los más seguros timbres de alarma, manejar autos usados, marcar el canto de una carta con una 38 automática. Pero a pesar de su pericia técnica, Moe carecía por completo de habilidad para organizar. Cuando se le daba un plan de ejecución para un trabajo, lo realizaba con éxito, pero si lo dirigía él y planeaba su propio modus operandi lo echaba todo a perder irremisiblemente.

Descubrió esto cuando Kramer se retiró. Moe intentó un trabajo fácil ideado por él, basado en sus propios planes. Fue atrapado en seguida, y pasó sus años terribles en la penitenciaría de San Quintín; y como la policía estaba segura de que era el responsable de numerosos atracos a bancos realizados con mucho éxito, la voz llegó a los guardianes, y Moe lo pasó muy mal.

Salió con el espíritu quebrantado de la penitenciaría. En esa época tenía cuarenta y ocho años, varios kilos más y un riñón enfermo, gracias a una de las brutales palizas que le habían administrado en la prisión. Ahora era sólo la sombra del hombre conocido como el técnico más inteligente del hampa.

Aunque había acumulado una enorme cantidad de dinero durante su carrera criminal, siempre había sido algo blando y un jugador descuidado. Salió de la prisión sin un céntimo, pero por lo menos tenía un refugio donde cobijarse, su madre.

Dolí Zegetti, de setenta y dos años, administraba dos burdeles de lujo que había en San Francisco. Era una mujer maciza, robusta, que adoraba a su hijo, como él la adoraba a ella. Se impresionó por el cambio que notó en él cuando llegó a su apartamento amueblado, el día que salió de San Quintín. Se dio cuenta de que tenía los nervios rotos; si quería volver a ponerlo en forma, tendría que mimarlo con mucho cuidado.

Lo instaló en su apartamento, de tres habitaciones, y lo obligó a descansar. El pasaba largas horas sentado en una silla cerca de la ventana, observando el movimiento de los barcos en el puerto y sin hacer nada. El mero pensamiento de volver al crimen le ponía la carne de gallina.

Este estado de cosas continuó durante dieciocho meses. A menudo Moe pensaba en Kramer, por quien tenía verdadero culto, admirándolo por haber sido tan inteligente como para lograr abandonar el hampa con cuatro millones de dólares antes de caer bajo el cuchillo. Nunca cruzó por su mente el pensamiento de engañar a Kramer. No se le ocurrió la idea de que su antiguo jefe podría ayudarle en alguna forma.

Entonces empezó a irle mal a Dolí. El capitán O’Hardy de la vicepatrulla se retiró, y una persona nueva ocupó su sitio. Era el capitán Capshaw, un cuáquero enjuto de mirada dura, que odiaba la prostitución y no era hombre a quien se pudiera sobornar. A las tres semanas de su nombramiento había cerrado las dos casas de Dolí y había arrestado a todas las chicas. Dolí se encontró de golpe sin ningún dinero y cubierta de deudas. El golpe pareció paralizarla. Enfermó, y ahora estaba en el hospital para someterse a ciertos reconocimientos; esa incertidumbre tenía a Moe desesperado.

Cortada la asignación semanal que le aseguraba Dolí, Moe se hallaba en aprietos. Se mudó, dejó el apartamento de tres habitaciones y tomó un cuarto en un sórdido bloc de viviendas cerca de los muelles de Frisco. Antes de buscar trabajo empeñó su ropa y los varios objetos que había podido reunir; luego se vio abocado a la perspectiva de pasar hambre, y de mala gana comenzó a buscar trabajo. Finalmente consiguió un empleo en un pequeño restaurante italiano. Lo único sensato que hizo fue informar a la oficina telefónica de Frisco que había cambiado de número. Y fue gracias a esa previsión como Kramer lo encontró.

Tardó varios minutos en comprobar que Kramer estaba verdaderamente al otro lado de la línea. Tuvo que dominar su excitación cuando dijo:

—¡Big Jim! ¡Nunca pensé volver a oír su voz!

La estruendosa risa tan familiar de Kramer le llegó a través de la línea.

—¿Cómo le va, Moe? ¿Cómo le está yendo… muy bien?

Moe miró el pequeño restaurante con las mesas muy jimias y grasientas, los empañados vidrios de sus ventanas y los restos de alimentos tirados esperando que él limpiara. Se vio en el gran espejo colocado detrás del bar: un hombrecillo bajo y gordo con un mechón de cabellos grises, anchas cejas, rostro blanco y sudoroso y ojos oscuros y asustados.

—Me va muy bien —mintió. Nunca dejaría que Big Jim supiera en qué líos andaba metido. Conocía a Big Jim: no le gustaban los fracasados. Echó una mirada a Fransioli, su patrón, que estaba contando su dinero, luego, bajando la voz, prosiguió—: Ahora tengo mi propio negocio… me va bien.

—¡Espléndido! —contestó Kramer—. Mire, Moe, quiero verle. Ha surgido algo que puede interesarle. Hay mucho dinero de por medio… cuando yo digo mucho quiero decir mucho. Puede ser un cuarto de millón. ¿Le interesa?

Moe se sintió empapado en sudor.

—Esta línea no es buena —dijo—. ¿Qué pasa de nuevo?

—Le digo que ha surgido algo —repitió Kramer más despacio—. Para usted puede haber un cuarto de millón de dólares.

Moe cerró los ojos. Bruscamente se encontraba de nuevo en la pequeña celda, agazapado en la pared de enfrente, cuando dos guardianes entraron sonriendo con sarcasmo.

Traían cinturones de cuero enrollados en sus fuertes puños. Sintió la bilis que le subía a la boca y el recuerdo de las horribles palizas que le habían dado le hizo temblar de miedo.

—¿Hola? —la voz de Kramer se había vuelto impaciente—. ¿Está ahí, Moe?

—Desde luego… parece bueno. Pero ¿qué es, Jim?

—No puedo hablar por teléfono —dijo Kramer con voz cortante—. Le necesito aquí. Conversaremos sobre todo esto. Usted sabe dónde estoy… Paradise City. ¿Cuándo va a venir?

Moe miró con consternación su ropa raída. El otro traje que tenía estaba casi igual que éste. Sabía cuál era el tren de vida que llevaba Big Jim. El pasaje a Paradise City costaría alrededor de veinte dólares, y él no tenía veinte dólares. No había días libres en el restaurante, trabajaba hasta los domingos, pero algo olvidado desde mucho tiempo atrás, se agitaba dentro de él. Big Jim nunca le había fallado.

Bajando la voz para que Fransioli no pudiera oír lo que decía, murmuró:

—Podría ir para allá el sábado. Estoy bastante ocupado en este momento.

—Qué día es hoy… ¿martes? Esto es urgente, Moe. Yo le necesito antes del sábado. Venga el jueves. No todos los días va a poder agarrar tal cantidad de dinero. ¿Qué le parece el jueves?

Moe se secó el sudor de los ojos con el dorso de la mano.

—Como usted diga, Jim. Claro… Estaré allí el jueves.

Se dio cuenta de que Fransioli le escuchaba y lo observaba con mirada maligna.

—Venga en avión —le dijo Kramer—. Estaré en el aeropuerto. Hay un avión que llega a las once y cuarenta y tres. Podemos llegar aquí para almorzar. ¿Le parece bien?

Esto le costaría su empleo, pensaba Moe, pero ¡estar de nuevo prendido a Jim!…

—Estaré allí.

—Muy bien… hasta la vista, Moe —y cortó la comunicación.

Sin ninguna prisa, Moe depositó el receptor.

Fransioli, oliendo a sudor y a vino dulce, se acercó a él.

—¿Qué significa todo eso? —preguntó—. ¿Piensa ir a alguna parte?

—No es nada —dijo Moe frotándose las manos en el delantal sucio.

—Sólo un trago. Le conozco desde hace muchos años. Es medio estúpido.

Fransioli lo observó con suspicacia.

—Igual que usted —dijo y comenzó a lavar vasos.

El resto del día transcurrió muy lentamente para Moe. Las palabras mágicas «un cuarto de millón de dólares» le quemaban el cerebro.

Alrededor de las cuatro de la tarde, Moe daba vueltas en su cama colocada en el vestíbulo. Tenía dos horas libres antes de volver al restaurante. Andaba como una persona que estuviera muy atribulada. Se pasó la maquinilla eléctrica por la barba oscura y crecida. Se puso una camisa limpia y su mejor traje. Mientras se estaba cambiando se oyó un sonido estridente como de trompeta que provenía de una radio de transistores del apartamento de abajo.

No prestó atención al ruido, pero se dio prisa en acabar de vestirse. Bajó corriendo los cuatro tramos de la escalera y se encontró en la calle recalentada. La parada del trolebús estaba cerca. En el camino se detuvo a comprar un ramito de violetas. Todos los días compraba violetas para Dolí. Eran sus flores preferidas.

El trolebús le llevó hasta la puerta del hospital. Subió las escaleras, caminó a lo largo de varios corredores hasta que por fin llegó a la larga y deprimente sala llena de mujeres avejentadas, enfermas o moribundas, que observaban su largo paseo por el pulido pasillo hasta que llegó a la cama en la cual yacía su madre.

Siempre le impresionaba volver a verla; parecía que se estaba achicando. Su fuerte y hermoso rostro estaba tomando el color del marfil viejo. El dolor había trazado profundos surcos alrededor de su boca y ahora, por primera vez, vio en sus ojos una expresión como si se sintiera vencida.

Se sentó en la silla dura que había a su lado y le tomó la mano. Ella le dijo que se sentía bastante bien y que no había ningún motivo para que se afligiera por su salud. En un par de semanas estaría levantada y entonces verían lo que se podía hacer con el Capitán Capshaw. Aún se percibía un destello de lucha en sus ojos, pero Moe tuvo la triste impresión de que nunca volvería a pisar el suelo con sus pies grandes y firmes.

Moe le habló de la llamada telefónica que había recibido de Kramer.

—No sé lo que significa todo esto —dijo—, pero ya conoces a Big Jim… nunca me falló.

Dolí respiró larga y lentamente. Le dolía el costado como nunca le había dolido. Siempre había admirado a Big Jim que había frecuentado a menudo sus casas, tratando con torpeza a sus pupilas y bebiendo después una media botella de Scotch antes de irse. ¡Era un hombre! ¡Astuto, inteligente y muy, pero muy apuesto! Un hombre que había abandonado el hampa con cuatro millones de dólares, ¡y ahora necesitaba a su hijo!

—Tienes que verle, Moe —le dijo—. ¡Big Jim nunca se equivocó! ¡Un cuarto de millón! ¡Piensa en eso!

—Sí… cuando Big Jim dice una cosa, la cumple —Moe se sintió molesto—. Pero Mamma, no puedo seguirle el tren… quiere que viaje hasta allí en avión. No tengo dinero. Yo… yo le he dicho que me va bien… que he comprado el restaurante. Conoces a Jim. No le puedo decir en qué aprietos andamos.

Dolí se dio cuenta de lo que significaba, y asintió.

—Tengo el dinero, Moe —le dijo—. Cuando vayas, tienes que ponerte a tono —buscó en el cajón que tenía al lado de la cama y sacó un bolso de cocodrilo negro, una de las poquísimas cosas de antes que había podido conservar. Tomó un sobre y se lo dio—. Usalo, Moe. Cómprate un buen traje. Prepárate bien. Vas a necesitar pijamas, camisas y otras cosas por el estilo. Cómprate una maleta vistosa. Big Jim se fija mucho en esas cosas.

Moe examinó el sobre. Se quedó azorado cuando vio que contenía diez billetes de cien dólares.

—Por el amor de Dios, ¡Mamma! ¿De dónde has sacado esto?

Dolí sonrió satisfecha.

—Lo tengo desde hace mucho tiempo. Es mi dinero de emergencia, hijo. Ahora es tuyo. Gástalo con cuidado. No tengo nada más que decirte.

—Pero ¡lo necesitas, Mamma! —Moe miraba asombrado el dinero como si estuviese hipnotizado—. No lo puedo coger. Necesitarás hasta el último centavo que puedas encontrar cuando estés bien.

Dolí se apretó el costado con la mano. El molesto dolor le volvía de nuevo y la hacía sudar.

—Vas a ganar un cuarto de millón, tonto —dijo—. Tendremos todo el dinero que necesitemos después que hayas hablado con Jim. Tómalo.

Moe tomó el dinero. Volvió al restaurante y le dijo a Fransioli que se iba. Fransioli se encogió de hombros.

—Camareros —dijo— vienen por docenas.

No le dio la mano cuando se fue Moe, y esto no le gustó. Estos días Moe se desconcertaba con mucha facilidad.

Pasó todo el miércoles comprando todo lo que necesitaba. Luego volvió a su sórdido cuartito y estuvo un rato metiendo su ropa en la maleta de piel de cerdo que había comprado y poniéndose el traje nuevo. Se había cortado el pelo y se había hecho arreglar las manos por una manicura. Examinándose en el espejo, no le fue fácil reconocer al hombre con apariencia de prosperidad que le devolvía la mirada.

Llevando la maleta, corrió al hospital, sin olvidarse de comprar unas violetas en el camino. La enfermera de guardia le dijo en tono cortante que su madre no podía recibir visitas ese día. Estaba un poco dolorida y era mejor no molestarla.

Moe miró a la delicada rubia, con una sensación de total desolación y temor que le apretaba el corazón.

—No es nada grave, ¿verdad? —le preguntó con timidez.

—Oh, no. Está un poco molesta. Ahora descansa. Probablemente la podrá ver mañana —moviendo la cabeza, la enfermera se fue, ajustándose el cinturón con descuido, su mente seguramente ocupada en otra cosa.

Moe permaneció indeciso, luego con paso lento se dirigió a la salida. Sólo al llegar a la calle se dio cuenta de que aún tenía el ramo de violetas en las manos. Volvió hasta donde se hallaba la florista y le dio las violetas.

—Mamma no está bien hoy —le dijo—. Tómelas. Compraré otras mañana. A ella le gustaría que usted las tuviera.

De vuelta en su cuarto, se sentó sobre la cama y se cubrió la cara con las manos. Se quedó así hasta que las sombras se alargaron y el cuarto quedó oscuro. Se había olvidado cómo se rezaba, pero trató de hacerlo. Todo lo que pudo murmurar una y otra vez fue:

—Dulce Jesús, atiende a Mamma. Cuídala; quédate cerca de ella. Yo la necesito.

Era lo mejor que podía hacer.

Cuando la radio a transistores del apartamento de abajo lanzó su estridente sonido, bajó a la cabina telefónica atravesando la calle y llamó al hospital.

Una voz impersonal de mujer le dijo que su madre estaba todavía un poco molesta. Cuando pidió hablar con el médico encargado le contestaron que estaba ocupado.

Moe pasó el resto de la tarde en un bar. Se bebió dos botellas de vino Chianti, y cuando por fin volvió a su cuarto, estaba algo ebrio.