A las cinco y treinta y siete de lo que prometía ser una radiante mañana estival, Víctor Dermott se despertó bruscamente bañado en un sudor frío y con sensación de miedo.
Víctor Dermott tenía treinta y ocho años. Tenía una buena figura y era alto y moreno. A veces, algunos cazadores de autógrafos algo cortos de vista le habían confundido con Gregory Peck. En cierto modo esto le gustaba, pero en el fondo le producía fastidio. Durante los últimos diez años había escrito cuatro comedias de mucho éxito, que habían sido representadas en Broadway y que todavía le estaban dando sustanciosas ganancias en las principales ciudades de Europa. Su éxito no le había engreído. Todo aquel que le conocía le consideraba como un buen muchacho; tal como lo era. Se había casado con una pelirroja de veintiocho años, que le adoraba tanto como él la adoraba a ella, y eran muy felices. Tenían un hijito de diez meses.
Dos meses antes de esta calurosa mañana, Vic Dermott había concebido una idea para su próxima comedia. Fue una de esas inspiraciones repentinas que tienen que ser escritas en seguida y sin interrupción, sin que el ruido del timbre del teléfono le moleste y sin tener que atender a compromiso social alguno.
Dermott le había pedido a su secretaria, una mujer eficiente de cabello gris, llamada Vera Synder, que le buscara un lugar donde pudiera trabajar durante tres meses en un aislamiento absoluto. A los dos días le había encontrado lo que necesitaba: un sólido y lujoso rancho en el límite del desierto de Nevada, a unos ochenta kilómetros de Pitt City y a unos treinta y dos de Boston Creek.
Pitt City era un pueblo importante, pero Boston Creek tenía poco que ofrecer: sólo una estación de servicio, algunos cafés y un almacén de ramos generales.
El rancho se llamaba Wastelands. Era propiedad de un matrimonio de cierta edad, que pasaba la mayor parte de su tiempo viajando por Europa. Estaban contentos de haber alquilado su casa a una persona tan conocida como Victor Dermott.
El rancho tenía una larga avenida privada que llevaba a un camino de tierra que a su vez desembocaba, después de recorrer unos veinticinco kilómetros a través de terrenos bajos y arenosos, en la carretera principal de Pitt City. Hubiese sido difícil encontrar mayor aislamiento y un lugar tan lujoso y confortable para vivir, que Wastelands.
Vic Dermott había viajado con su mujer, Carrie, para ver el rancho antes de alquilarlo. Inmediatamente se dio cuenta de que era exactamente lo que deseaba y firmó un contrato por tres meses sin ningún inconveniente.
Wastelands constaba de un gran salón, comedor, despacho y sala de armas, tres dormitorios, tres cuartos de baño, una cocina bien equipada y una piscina. También tenía garaje para cuatro automóviles y una cancha de tenis. Unos doscientos metros más allá había una cabaña de madera con cinco habitaciones para el personal.
El alquiler resultó un poco elevado, pero como Vic no tenía problemas de dinero y le gustaba el lugar, no hizo hincapié en el precio.
Pero antes de decidirse a tomar el rancho, lo había discutido con Carrie.
—Podría ser muy triste para ti —le había dicho—. No vamos a ver a nadie hasta que la obra esté terminada. Tal vez sería mejor que te quedaras en casa y fuese yo solo.
Carrie no quiso siquiera oír hablar de ello. Tendría mucho que hacer, dijo. Tenía que cuidar a Júnior. Le serviría a Vic de mecanógrafa. Se ocuparía de la cocina y se llevaría un par de cuadros sin terminar que había estado pintando.
Decidieron llevar sólo un sirviente: un joven vietnamita, Di-Long, que había estado con ellos un año. No sólo era un criado de categoría, sino también un mecánico experto. Estando tan lejos como estaban de una estación de servicio, Dermott había decidido tener cerca de él a alguien que pudiera arreglar cualquier avería del coche.
Después de dos meses de trabajo duro y concentrado, la comedia estuvo prácticamente terminada. Vic estaba puliendo los diálogos y luchando con el final del segundo acto que no le satisfacía del todo. Estaña seguro de que en dos semanas más, la obra estaría lista para su estreno y que obtendría otro gran éxito.
Durante los dos meses que habían pasado en Wastelands, Vic y Carrie le habían tomado cariño al lugar. Sentían tener que volver dentro de unas pocas semanas a su bulliciosa casa de Los Ángeles. Por primera vez, desde su luna de miel, tenían la oportunidad de estar completamente solos, y esta nueva experiencia les había encantado. Ahora se daban cuenta de la tensión que les producía su vida de sociedad; las continuas fiestas, las constantes llamadas telefónicas, les habían privado del placer de conocerse el uno al otro más íntimamente y de tener tiempo para ver crecer a su hijito.
Aunque Wastelands había sido un paraíso para los Dermott, no había sido lo mismo para su sirviente vietnamita, quien estaba cada vez más triste a medida que iban pasando las semanas, y también se le veía más indiferente respecto de su trabajo.
A Vic y Carrie les daba lástima el hombrecillo. Hubiesen querido que tuviese una esposa para consolarlo. Le querían convencer para que tomara el segundo autobús para Pitt City y que fuera al cine, pero comprendieron, ante la reacción nerviosa del criado, que la película tendría que ser muy buena para merecer que se hiciesen ochenta kilómetros de viaje ida y vuelta en un día.
A menudo Vic había perdido la paciencia, haciéndole notar a Carrie que a Di-Long se le pagaba tres veces más de lo que le hubiese pagado cualquiera en su sano juicio a un sirviente. Carrie, que tenía una conciencia escrupulosa a este respecto, argüía que Di-Long, a pesar de lo mucho que se le pagaba, tenía razón de quejarse de su soledad.
Esta historia comenzó en una mañana de julio, un poco después de las cinco y media, cuando Vic Dermott se despertó con una sensación de tener el cuerpo bañado en sudor frío, y su corazón le latía tan violentamente que tenía dificultad para respirar.
Permaneció sin hacer un movimiento; todos sus sentidos estaban alerta. Podía oír el tic-tac del reloj y el tenue ruido del refrigerador de la cocina cuando se ponía en marcha, pero el resto del rancho estaba en silencio.
No recordaba haber tenido una pesadilla que pudiera haberle asustado y, sin embargo, allí estaba, despertándose de un sueño profundo y más aterrado de lo que nunca había estado en su vida.
Levantó la cabeza durante un momento y miró la cama gemela en que Carrie dormía muy tranquila. Luego miró a través del cuarto donde estaba Júnior también durmiendo apaciblemente.
Tomó su pañuelo de debajo de su almohada y se secó el sudor del rostro. El silencio, la habitación familiar y el hecho de que sus dos más preciosos tesoros estaban tranquilos, disminuyeron ese extraño miedo que se había apoderado de él, y después de unos segundos, los latidos de su corazón volvieron a normalizarse poco a poco.
Debo haber estado soñando, pensó, pero es raro que no pueda acordarme.
No satisfecho, arrojó las sábanas y bajó de la cama.
Sin hacer ningún ruido para no despertar a Carrie, se puso la bata y las zapatillas. Luego atravesó la habitación, abrió con cuidado la puerta del dormitorio y entró en la gran antecámara cuadrada.
Aunque los latidos de su corazón eran ahora normales, todavía persistía en él una sensación de agudo malestar. Tranquilamente entró en el gran salón de fumar y miró en derredor. Cada cosa estaba donde él la había dejado la noche anterior. Cruzó la habitación y miró a través de la gran ventana más allá del patio; la fuente que arrojaba su vivida cascada de agua, las cómodas sillas y las revistas que Carrie había dejado tiradas en la terraza.
Entró en su despacho y miró en torno. Se asomó a la ventana y vio la cabaña del personal a irnos doscientos metros, donde estaba durmiendo Di-Long. No había señal de vida, pero eso no le sorprendió porque Di-Long no se levantaba nunca antes de las siete y media.
Incapaz de encontrar una explicación a su malestar, empezó a sentirse nervioso, y se dirigió a la cocina. Sabía que no podría dormir si volvía a la cama. Más bien podría hacer café, se dijo a sí mismo, y comenzó a preparar la cafetera.
Entró en la cocina, quitó el cerrojo y abrió la puerta que daba a otro pequeño patio, donde había una puerta que los Dermott dejaban siempre abierta para que Bruno, su perro ais aciano, pudiera recorrer el lugar y dormir en su casilla durante la noche.
Vic silbó al perro y luego conectó la cafetera. Puso el tazón que contenía la comida de Bruno en el piso al lado de la puerta, atravesando luego el pasillo para entrar en el cuarto de baño.
Diez minutos después, afeitado, duchado y vestido con un jersey blanco sin cuello, pantalones de algodón azul y zapatillas blancas, volvió a la cocina. Estaba a punto de desconectar la cafetera, cuando se detuvo y frunció el ceño.
El desayuno de Bruno estaba intacto. No había señales del perro.
Mientras miraba la comida intacta en el recipiente, Vic tuvo nuevamente la aguda sensación de miedo que le recorría la espina dorsal. Nunca había sucedido esto desde que los Dermott se habían instalado en el rancho. Un solo silbido agudo, bastaba siempre para atraer a Bruno, que saltando, entraba en la cocina.
Vic cruzó con paso rápido el patio y examinó la perrera. Estaba vacía. Silbó de nuevo y estuvo un rato esperando y escuchando, luego se dirigió a la puerta y miró hacia afuera al chaparral y a la arena, pero no había señales del perro.
Era temprano, se dijo. En general se levantaba alrededor de las siete. Estaría probablemente persiguiendo una marmota, pero era muy raro… era tina mañana muy rara.
Volvió a la cocina, se sirvió café, le agregó crema y se llevó la taza al despacho. Se sentó ante su escritorio y tomó un sorbo de café antes de encender un cigarrillo.
Tomó el manuscrito completo que tenía a mano y empezó a leer las últimas páginas. Dio la vuelta a una hoja y entonces se dio cuenta de que no había puesto ninguna atención «n lo que acababa de leer. Con impaciencia, volvió a dar la vuelta a la hoja y comenzó a leer de nuevo, pero su mente estaba absorbida por Bruno. ¿Dónde estaba el perro? Apartó el manuscrito, terminó su café y volvió a la cocina.
El desayuno de Bruno seguía intacto.
De nuevo atravesó el patio hasta la puerta. Silbó otra vez y miró hacia las blancas dunas de arena.
Tuvo un sentimiento repentino de soledad y sintió la urgente necesidad de hablar con Carrie, pero después de pensarlo, decidió no molestarla. Volvió a su despacho, se sentó en el sillón.
Desde donde estaba sentado podía ver, a través de la gran ventana, la salida del sol detrás de las dunas. Miró cómo aparecía el globo rojo, cómo sus luces coloreaban de rosa la vasta extensión del desierto. En general, esta vista le fascinaba, pero esta mañana sólo le interesaba la amplitud del espacio que rodeaba el rancho y por primera vez desde que había llegado a Wastelands, se daba cuenta de su aislamiento.
El repentino llanto de su hijo le hizo ponerse de pie. Atravesó rápidamente el pasillo y entró en el dormitorio.
Júnior estaba pidiendo a gritos su desayuno. Carrie ya estaba sentada en la cama, desperezándose. Le sonrió cuando se paró en el umbral de la puerta.
—Estás madrugador. ¿Qué hora es? —le preguntó y se puso a bostezar.
—Las seis y media —dijo Vic y se dirigió a la cuna. Alzó a Júnior quien en el acto dejó de llorar al sentir el fuerte contacto familiar de su padre y le hizo una mueca con su boquita desdentada.
—¿No podías dormir? —preguntó Carrie bajándose de la cama.
—Estaba desvelado.
Vic se sentó en el borde de la cama y levantó a Júnior. Observaba a su mujer que cruzaba el dormitorio y entraba en el cuarto de baño. Sintió una oleada de placer al verla en su camisón transparente, que dejaba entrever su cuerpo joven e incitante y sus largas piernas.
Quince minutos después, Carrie estaba alimentando a Júnior mientras Vic, tendido en la cama, les miraba… Este era un momento que siempre le encantaba.
—¿Oíste anoche la motocicleta? —preguntó Carrie bruscamente.
Con el rito del alimento del niño, Vic había olvidado sus temores, pero estas palabras de Carrie le pusieron súbitamente alerta.
—¿Motocicleta? No oí nada… ¿anoche?
—Alguien vino aquí en una motocicleta —dijo Carrie. Puso de nuevo a Júnior en su cuna—. Eran más o menos las dos. No oí marcharse la moto.
Vic se pasó la mano por el pelo.
—¿Qué significa eso, mi vida?
Carrie se separó de la cuna y se sentó en la cama.
—No oí salir la motocicleta —repitió—. La oí llegar. La máquina se detuvo… después nada.
—Sería probablemente la Patrulla de Carretera —dijo Vic, y buscó en el bolsillo un paquete de cigarrillos—. Viene por aquí de vez en cuando… ¿te acuerdas?
—Pero no volvió a salir —dijo Carrie.
—Claro que se fue. ¿No puedes haberte quedado dormida? No la oíste irse. Si no se hubiese ido estaría ahora aquí, ¿no es verdad? Y no está.
Carrie le miró de manera insistente.
—Pero ¿cómo sabes que no está todavía aquí?
Vic se movió con impaciencia.
—Mira, querida… ¿por qué tendría que estar? De cualquier manera, Bruno hubiese ladrado… —Vic se detuvo y frunció el ceño—. A propósito… No he visto a Bruno esta mañana. Le he silbado, pero no ha venido. Es endiabladamente raro —se puso de pie y se dirigió con paso rápido a la cocina. El tazón de la comida permanecía intacto. Fue a la puerta y silbó de nuevo.
—¿Dónde puede estar? —preguntó Carrie acercándosele.
—Cazando algo, me imagino. Voy a ir a buscarlo.
Júnior, sintiéndose abandonado, comenzó a chillar, y Carrie volvió corriendo al dormitorio. Vic vaciló, luego se dirigió por la larga avenida hacia la verja de la entrada. Pasó al lado de la cabaña del personal que se hallaba completamente cerrada. Ahora eran las siete. Di-Long tenía todavía una hora por delante antes de salir de su cabaña. Mientras Vic caminaba por la larga avenida, se detenía de vez en cuando para emitir un largo y penetrante silbido.
Por fin llegó a la verja de cinco barras y miró a un lado y a otro del angosto camino de tierra, sin advertir a lo lejos el menor movimiento ni señal de vida alguna.
Entonces miró hacia el camino de arena. Entre las huellas de su auto, vio la inconfundible impresión de la huella de dos ruedas simples, las huellas de una motocicleta. Estas huellas dejadas desde lejos se dirigían hacia la entrada y se detenían allí. Miró a su izquierda, pero las huellas ya no eran visibles. Parecía que alguien hubiera viajado desde la carretera de Pitt City, por el camino de tierra; hasta la entrada. El conductor y su máquina se habían desvanecido en el espacio… No había ninguna señal de que la motocicleta hubiese vuelto al camino, ni de que se hubiese ido a Boston Creek. La máquina se había parado en la entrada, y al parecer se había disuelto en la nada.
Durante varios minutos, Vic observó la huellas de la motocicleta y el camino de tierra por todos lados, luego se volvió y miró con atención hacia la avenida. El extraño y molesto sentimiento de soledad se volvió a cernir sobre él, y emprendió el regreso al rancho a un paso acelerado que le hacía sudar; el calor iba en aumento a medida que se levantaba el sol.
Al pasar por la cabaña pudo ver la casa. Carrie estaba de pie en el umbral de la puerta abierta y le hacía señas. Sus ademanes eran rápidos y apremiantes. Al acercarse a ella, exclamó:
—¿Qué pasa?
—¡Vic! Las armas han desaparecido.
Ahora había llegado junto a ella. Pudo ver que estaba asustada. Sus ojos azules demostraban miedo.
—¿Las armas? ¿Desaparecidas?
—He ido a tu cuarto… ¡las armas no están en el armario!
Se dirigió sin la menor demora a la sala de armas. El armero no se veía desde su escritorio; se hallaba al otro lado del cuarto en forma de L. Se detuvo y miró con cuidado el armero vacío. Había siempre en el armero cuatro escopetas, una pistola 45 y dos rifles 22. Ahora estaba vacío.
Vic lo miró con asombro, sintiendo erizársele los cabellos en la nuca. Se volvió y se encontró con Carrie, que le estaba observando.
—Estaban aquí anoche —dijo con voz apagada y asustada.
—Es cierto —Vic fue al escritorio y abrió el cajón de abajo. En ese cajón guardaba una automática 38 de la Policía Especial que le había regalado el Jefe de Policía de Los Ángeles.
Tuvo una sensación de náusea cuando vio el cajón vacío con una ligera mancha de aceite donde había estado el arma.
—¿También tu pistola? —preguntó Carrie, yendo hacia él. Vic trató de dominar la sensación de pánico que se apoderaba de él, y dándose la vuelta, le sonrió: una sonrisa forzada, pero una sonrisa al fin.
—Parece que alguien estuvo aquí anoche y se llevó todas las armas —dijo—. Creo que será mejor que llame a la Policía.
—La motocicleta que oí…
—Podría ser. Voy a llamar a la Policía.
En el momento que levantaba el receptor del teléfono, Carrie dijo, alzando un poco la voz:
—El… él podría estar aquí todavía. Ya te he dicho… No le oí irse.
Vic apenas oyó lo que ella le decía, pues en el momento en que se llevaba el receptor al oído y empezaba a marcar, se dio cuenta de que el teléfono estaba desconectado.
Hablando con la mayor calma que le fue posible, Vic dijo:
—Parece que el teléfono no funciona —lentamente volvió a colocar el receptor.
—Andaba muy bien anoche —dijo Carrie sin aliento—. Tuvimos aquella llamada de…
—Ya sé —le interrumpió Vic—. Bueno, ahora no funciona.
Se miraron uno al otro.
—¿Qué pasa con Bruno? —preguntó Carrie. Cruzó los brazos sobre el pecho, abriendo mucho los ojos azules—. ¿Piensas…?
—Ahora no me dejas pensar —dijo Vic en forma cortante—. Alguien estuvo aquí anoche, desconectó el teléfono y se apoderó de las armas. Es posible que haya puesto a Bruno fuera de acción.
Carrie vaciló.
—¿Quieres decir que… Bruno está muerto?
—No sé querida. Quizá ahogado… No sé.
Carrie entró en el cuarto y corrió hacia Vic, rodeándolo con sus brazos. El la estrechó contra sí, sintiendo su pequeño cuerpo tembloroso.
—¡Oh Vic, estoy asustada! ¿Qué es esto? ¿Qué vamos a hacer?
La acarició manteniéndola apretada contra su pecho, dándose cuenta de que él también estaba un poco asustado; dándose cuenta también de la soledad del lugar. Pensó en Di-Long.
—Mira, vuelve al lado de Júnior, yo voy a despertar a Di Long. Le voy a decir que se quede contigo mientras voy a echar un vistazo por ahí. Vamos Carrie, no tienes que estar tan aterrada.
Rodeándola con sus brazos, entró con ella al dormitorio, donde Júnior, en su cuna, estaba jugando con sus piernitas gordas y haciendo sus habituales gorjeos.
—Tú te quedas quieta aquí. Yo estaré de vuelta dentro de unos minutos.
—¡No! —Carrie se aferró a sus brazos—. No me dejes, Vic. ¡No me debes dejar!
—Pero querida…
—¡Por favor! ¡No me dejes!
Vaciló, luego accedió.
—Bueno, bueno, ahora no haré nada.
Se dirigió a la ventana que estaba abierta, de donde se veía la cabaña del personal, unos doscientos metros más allá.
Inclinándose hacia afuera, gritó:
—¡Di-Long! ¡Eh! ¡Di-Long!
Sólo el silencio recibió su grito. La pequeña cabaña con sus persianas verdes completamente cerradas no dio señales de vida.
—¡Di-Long!
Carrie se estaba vistiendo con unos pantalones flojos y un jersey ligero. Sus movimientos eran rápidos y nerviosos.
Se volvió hacia la ventana.
—Este muchacho duerme como si estuviese muerto —dijo—. ¡Vamos, Carrie! Salgamos y vayamos a despertarlo. Trae a Júnior.
Con Carrie llevando en brazos al bebé, recorrieron el camino entre las dos zonas de césped, que se mantenían verdes por un sistema de riego disimulado, hacia la cabaña del personal.
Vic llamó a la puerta. Esperaron con el sol que ya estaba alto quemándoles la espalda. Júnior parpadeaba a la luz del sol, doblaba sus deditos, trataba de empujar su puño en el ojo de Carrie, pero ella estaba acostumbrada a ese juego y evitaba el puñito con un rápido movimiento de la cabeza.
—Voy a entrar —dijo Vic con impaciencia—. Tú me esperas aquí.
Dio la vuelta al picaporte, y la puerta cedió.
Entró en el vestíbulo.
—¡Di-Long!
No hubo ningún movimiento. Se oía un gotear constante en la cocina. No había otro ruido.
Vic vaciló, luego cruzó la habitación y empujó la puerta que daba al dormitorio, de donde salía un tenue olor ácido y estaba a oscuras. Buscó la llave de la luz, la encontró y la apretó.
El cuarto, pequeño y limpio, estaba vacío. La única cama, contra la pared de enfrente, mostraba señales de que se había dormido en ella. Vic pudo ver la marca de la cabeza de Di-Long en la almohada. La sábana había sido arrojada a un lado; la sábana de abajo estaba ligeramente arrugada.
Se detuvo el tiempo necesario para asegurarse de que Di Long no estaba allí, y luego se dirigió a la cocina. Después de una rápida mirada en derredor, volvió a donde estaba Carrie.
—¡Se ha ido!
Carrie se tranquilizó visiblemente.
—¿Quieres decir que es él quien ha robado las armas… y Bruno? ¿Piensas que puede haber hecho eso? —preguntó apretando con fuerza contra sí a Júnior.
—Podría ser —Vic estaba confundido, pero ahora él también se tranquilizó—. Esto parece ser la solución del misterio. No era feliz aquí. Adoraba a Bruno. Sí… Creo que es él quien ha hecho todo esto. Probablemente ha encontrado a algún amigóte que lo lleve en la motocicleta.
—Pero ¿las armas?
—Sí —Vic se rascó la cabeza y frunció el ceño.
—Uno nunca puede estar seguro con estos vietnamitas —dijo después de pensar un momento—. Puede que pertenezca a alguna sociedad secreta que necesita armas. Parece que él mismo ha debido desconectar el teléfono para asegurarse la partida.
—Pero ¿cómo pudo haberse llevado todas esas armas en una motocicleta… y a Bruno? —preguntó Carrie.
—Tal vez se haya llevado, uno de los autos. Voy a ver. Mira, vamos a bajar a Pitt City. Traeremos a la Policía aquí. Eso es lo que tenemos que hacer.
Carrie asintió. Vic no quería verla más asustada.
—Yo voy a preparar las cosas de Júnior. Ve a buscar el coche.
Vic la vio ir corriendo a la casa. El se fue hacia el garaje, y de pronto se detuvo. Se le ocurrió una idea. Volvió al dormitorio de Di-Long. El armario donde Di-Long guardaba su ropa y sus cosas se hallaba contra la pared, a la izquierda de la cama. Vic abrió las puertas. Examinó los tres trajes limpios y los blancos uniformes que Di-Long mantenía siempre inmaculados. En uno de los estantes estaba la afeitadora eléctrica que Vic le había regalado para la última Navidad. Al lado había una cámara fotográfica Kodak, que también le había regalado Vic cuando la había reemplazado por una Leica: dos de los objetos que más quería Di-Long.
Vic se quedó mirándolos, sintiendo que su corazón comenzaba a latirle con más violencia. Di-Long no hubiera abandonado nunca estas dos cosas si no le estuviese sucediendo algo extraordinario que lo obligara… pero ¿qué pudo haber sucedido?
Se volvió de golpe, llegó a grandes zancadas al garaje y abrió la gran puerta corredera. El Cadillac azul y blanco y la camioneta Mercury estaban al lado uno de otro. Fue un alivio verlos allí. Se subió al Cadillac. La llave estaba puesta, y la hizo girar; puso el pie en el arranque para poner en marcha el motor. Se produjo un zumbido, pero no se puso en marcha. Tres veces trató de hacer arrancar el auto, pero no fue posible. Se bajó del coche y se subió a la camioneta, tratando de ponerla en marcha. De nuevo, se vio sorprendido con el zumbido, y otra vez el motor se negó a arrancar.
Se bajó de la camioneta y se secó las manos sudorosas en los costados del pantalón de algodón. Entonces abrió el capot del Cadillac. No entendía mucho de automóviles, pero vio en seguida que habían quitado las bujías. Una mirada rápida a la camioneta le hizo ver que ésta había corrido la misma suerte.
Alguien había quitado las bujías de los dos coches y ahora no se podían utilizar.
Vic se quedó inmóvil en el gran garaje entre los dos coches inútiles. Sintió correr por su rostro una gota de sudor frío, y se la secó con el dorso de la mano. Si hubiese estado solo, la situación habría sido un desafío para él; pero pensó en Carrie y el bebé y se sintió espantado. ¿Qué irá a suceder?, se preguntó a sí mismo. Sin Bruno, sin Di-Long, sin armas, sin teléfono, y ahora sin autos.
De pronto se acordó de que Carrie estaba sola con Júnior en la casa del rancho. Abandonó el garaje a grandes zancadas y atravesó el césped.
Encontró a Carrie en el dormitorio, llenando una pequeña maleta con los efectos del niño. Se volvió cuando él entró en la habitación y se quedó parada. Ambos se miraron. El advirtió su expresión dura. Ella se llevó la mano a la boca. Se dio cuenta de que no ocultaba su temor y trató de dominarse, sin mucho éxito.
—¿Qué pasa? —preguntó Carrie cortante.
—Podría haber dificultades —dijo él—. Los automóviles han sido inutilizados. Estamos aquí como en uña isla desierta. No sé lo que significa todo esto.
Carrie se sentó de repente en la cama como si nunca más pudiera volver a levantarse.
—¿Qué les ha pasado a los autos?
—Alguien les ha quitado las bujías. Di-Long se ha dejado su cámara fotográfica y su afeitadora eléctrica. Apostaría a que no se las habría dejado jamás a menos que… —Vic se detuvo, frunció el ceño, luego se sentó en la cama al lado de Carrie—. No quisiera asustarte, pero esto puede ser serio. No sé lo que todo esto significa, pero el asunto es que alguien ha estado aquí… alguien que… —se paró en seco, dándose cuenta de que estaba hablando demasiado.
Carrie le miró fijamente, su rostro palideció.
—Entonces ¿no crees que ha sido Di-Long quien ha robado las armas?
—Ahora no. No habría dejado su cámara y su máquina de afeitar si nos hubiese abandonado. En realidad, no sé qué pensar.
—Entonces ¿qué le ha pasado? ¿Qué le pasó a Bruno?
—No sé.
Carrie se puso bruscamente de pie.
—¡Vámonos de aquí, Vic! —su voz era temblorosa—. ¡Ahora no quiero quedarme aquí!
—¡No nos podemos ir de aquí! —dijo Vic—. Hay veinticinco kilómetros hasta la carretera principal. El sol está alto. No podemos caminar tanto con Júnior.
—¡Yo no me quedo! ¡Caminaremos! ¡Cualquier cosa menos quedarnos aquí! Tú llevarás a Júnior. Voy a traer sus cosas. No me quedo aquí ni un momento más.
Vic se levantó indeciso, y luego tomó una resolución.
—Va a ser un infierno esa caminata. Muy bien. Caminaremos entonces. Tenemos que llevar algo que beber. Voy a llenar una botella vacía. Dentro de una hora el sol va a ser insoportable…
—No me importa… ¡date prisa, Vic!
Se fue a la cocina y llenó una botella con Coca-Cola fría. Puso dos paquetes de cigarrillos en el bolsillo, y volvió al dormitorio.
—¡Será mejor que lleves el sombrero para el sol! Yo usaré una sombrilla para cubrir a Júnior —dijo—. Llévate tus alhajas, Carrie. Vamos a…
Se calló de golpe cuando Carrie de repente lanzó un grito. Le miraba los pies; todo color había desaparecido de su rostro.
Vic siguió su mirada y vio sus zapatillas blancas; la derecha, por la parte de adentro, estaba manchada de rojo… el rojo no dejaba lugar a duda.
En alguna parte, durante su paseo alrededor de la propiedad, había pisado un charco de sangre.