«LA AVENTURA MÁS EXCITANTE QUE HEMOS TENIDO NUNCA»
Después de la excitación de toda la tarde, los niños se sentían cansados. Los gemelos salieron a dar pienso a los pollitos.
—Más vale tarde que nunca —dijeron simultáneamente.
—¿Dónde están el señor Henning y el señor Durleston y ese antipático Junior, señora Philpot? —preguntó Jorge, disponiéndose a ayudarla en el fregado de la vajilla del té.
—El señor Henning entró un momento para decir que él y el señor Durleston se iban a cenar a un hotel y que se llevaban también a Junior —dijo la señora Philpot—. Parecía encontrarse muy satisfecho. Dijo que habían taladrado hasta las bodegas del viejo castillo y que esperaban grandes cosas y que tal vez llegaría pronto un segundo cheque de doscientas cincuenta libras.
—Pero usted no lo aceptará, ¿verdad, señora Philpot? —dijo Julián rápidamente al oír lo que estaban hablando—. Las cosas que hay en esa bodega valen mucho más que cualquier dinero que le ofrezca el señor Henning. Él no piensa más que en llevárselas a América y venderlas allí por grandes cantidades y obtener enormes ganancias. ¿Por qué iba a dejarle usted hacer eso?
—Ese viejecito encantador, el señor Finniston, el de la tiendecita de antigüedades, debe de saber muy bien lo que vale cada cosa —dijo Jorge—. Y es un descendiente de los remotos Finniston del castillo Finniston. Se entusiasmará cuando se entere de lo que está ocurriendo.
—Le mandaremos razón para que suba mañana —decidió la señora Philpot—. Al fin y al cabo, el señor Henning tiene su consejero, ese hosco señor Durleston. Nosotros tendremos como consejero nuestro al señor Finniston. Al abuelo eso le encantará: son muy amigos.
Pero no hubo necesidad de mandar a buscar al señor Finniston porque el abuelo en persona había bajado a comunicarle la gran noticia a su viejo camarada. ¡Qué charla tuvieron!
—¡Monedas de oro, joyas, armaduras, espadas y sabe Dios cuántas cosas más! —decía el abuelo por vigésima vez, y el anciano señor Finniston escuchaba gravemente, asintiendo con la cabeza.
—Ese espléndido espadón —continuaba el abuelo, recordando—. Pintiparado para mí, Guillermo. Mira, si es que he vivido antes alguna vez, esa vieja espada me perteneció. Es la sensación que me da. Es una cosa que no vendería nunca. La conservaré aunque sólo sea para blandiría por encima de mi cabeza cuando tengo los nervios disparados.
—Bueno, bueno, pero me imagino que te asegurarás de que estás en el centro de una habitación vacía si haces eso —dijo el señor Finniston, un poco alarmado ante la mirada de fiereza que veía en los ojos del anciano—. No os permitirán quedaros con todo el dinero, me temo; hay una cosa que se llama «derechos sobre tesoros», ya lo sabes, en virtud de los cuales algunos hallazgos pasan a la Corona, y me temo que éste sea uno de ellos. Pero con las joyas no pasa lo mismo, ni con las armaduras, ni con las espadas. Sólo con eso podréis hacer un montón de dinero.
—¿Lo bastante como para dos tractores nuevos? —preguntó el abuelo—. ¿Y como para un «Land-Rover»? El que tiene mi nieto me descoyunta los huesos. Mira, Guillermo, hemos de contratar a hombres que excaven en aquel lugar y descubran todo lo que haya que descubrir en las bodegas. ¿Qué me dices de quedarnos con los hombres que consiguió Henning? A él no le dejaremos excavicar, o como quiera que se llame eso, ni un momento más. Es un individuo que me ataca los nervios y que me pone de mal humor. Ahora puedo decirle que se vaya. Y mira, Guillermo, tú cerrarás esta tienda y te vendrás conmigo para ser mi consejero, ¿quieres? No me hace gracia que el americano me hable por encima del hombro, o ese otro tipo de Durleston.
—Será mejor que dejes de hablar un poco, viejo; se te está poniendo la cara demasiado colorada —dijo el señor Finniston—. Te dará una apoplejía si sigues excitándote así. Vete ahora a casa y yo subiré mañana por la mañana. Me encargaré también de arreglar todo lo relativo a los trabajadores. Y no gastes demasiadas bromas con esa vieja espada; podrías cortarle a alguien la cabeza por error.
—Podría ser, podría ser —dijo el abuelo con una mirada maliciosa en sus brillantes ojos—. Porque si ese Junior se pone por medio cuando estoy blandiendo mi espada… está bien, Guillermo, está bien. No son más que bromas, ya lo sabes, las bromas mías.
Y ahogando una risita en su larga barba, el abuelo salió, dobló por el senderillo y regresó a la casa de campo, sintiéndose realmente muy satisfecho con la vida.
El señor Henning, el señor Durleston y Junior no regresaron aquella noche. Por lo visto, estaban todos tan excitados con lo de las excavaciones que habían hecho hasta taladrar el techo de la bodega, que permanecieron demasiado tiempo en el hotel y decidieron pasar la noche allí, lo que significó un gran alivio para la señora Philpot.
—A esta gente del campo les gusta acostarse a eso de las nueve —dijo el señor Henning—, y ya han dado. Iremos mañana por la mañana y les haremos que firmen ese contrato que usted ha redactado, Durleston. Están tan escasos de dinero, que firmarán cualquier cosa. Y tenga usted cuidado de no decir lo que creemos haber encontrado, no vayan a esperar más de doscientas cincuenta libras. Vamos a hacer nuestra fortunita con esto.
Así, a la mañana siguiente, los dos hombres, con un Junior excitado a quien el señor Durleston encontraba muy molesto, llegaron a la casa de campo a eso de las diez. Habían telefoneado para decir que llegarían sobre esa hora, que llevarían el contrato preparado y…
—… y el cheque, señora Philpot, el cheque —gangueó por el teléfono el señor Henning.
Cuando llegaron, había allí toda una compañía para recibirlos. Estaban el viejo abuelo, su nieto el señor Philpot y su esposa, los gemelos, desde luego, y el anciano señor Finniston, que husmeaba una pelea, con sus cansados ojos, que aquella mañana brillaban por primera vez en muchos años. Estaba sentado en la parte de atrás, preguntándose qué iba a suceder.
También estaban los Cinco sin faltar ni uno, Tim preguntándose a qué se debería aquella agitación. Se mantenía tan cerca de Jorge como le era posible y le gruñía a Retaco cada vez que el excitado perrito se le acercaba. A Retaco eso lo tenía sin cuidado. Siempre le era posible gruñir también a él.
Un coche chirrió en el camino y al poco rato entraron el señor Henning, el señor Durleston y Junior, en cuya cara se dibujaba una gran mueca.
—¡Hola, gentes! —dijo Junior con sus acostumbrados modales groseros—. ¿Cómo van las cosas?
No contestó nadie excepto Tim, que soltó un pequeño gruñido que obligó a Junior a apartarse rápidamente.
—A ver si te callas la boca —le dijo a Tim.
—¿Tomaste el desayuno en la cama en el hotel, muchachito? —preguntó de pronto Jorge—. ¿Te acuerdas de la última vez que lo tomaste aquí en la cama y el perro te sacó de mala manera?
—¡Pamplinas! —dijo Junior sombríamente—. Tenlo bien agarrado.
Se aplacó después de eso y se sentó junto a su padre. Luego empezó una reunión breve, dura y satisfactoria desde el punto de vista del señor Philpot.
—Bueno, señor Philpot, tengo mucho gusto en decirle que el señor Durleston me ha aconsejado que le ofrezca otro cheque de doscientas cincuenta libras —dijo el señor Henning con desenvoltura—. Si bien estamos bastante desanimados sobre lo que parece haber en las bodegas del castillo, comprendemos que es justo ofrecerle a usted la suma que sugerimos anteriormente. ¿No es verdad, señor Durleston?
—Completamente —dijo el señor Durleston con voz de hombre de negocios, y miró en torno a través de sus gafas de concha—. Tengo aquí el contrato. El señor Henning se muestra muy generoso. Mucho. Las bodegas son totalmente decepcionantes.
—Lo siento —dijo el señor Philpot—. Mantengo una opinión diferente, y mi consejero, el señor Finniston, me da la razón en esto. Vamos a excavar el paraje nosotros mismos, señor Henning, y por tanto, si alguna decepción hay en los hallazgos, la sufriremos nosotros, pero no usted.
—¿Qué significa esto? —dijo el señor Henning, lanzando miradas llameantes en torno—. Durleston, ¿qué dice usted a eso? Se trata de que doble la oferta, ¿no?
—Ofrézcale usted quinientas libras —dijo el señor Durleston pareciendo sentirse sorprendido por aquel revés.
—Puede usted ofrecerme cinco mil, si quiere, pero, se lo digo, prefiero hacer la excavación yo mismo en mi propio terreno —dijo el señor Philpot—. Y lo que es más, le devolveré a usted el cheque que me entregó ayer, y como tengo la intención de seguir con los hombres que contrató usted, yo mismo les pagaré por su trabajo. Así es que no se moleste en despedirlos. Ahora van a trabajar para mí.
—¡Pero esto es monstruoso! —gritó el señor Henning, perdiendo los estribos y poniéndose en pie. Dio un puñetazo en la mesa y miró con ojos llameantes al señor y a la señora Philpot—. ¿Qué esperan ustedes encontrar en esas viejas bodegas abandonadas? Taladramos ayer el techo y vimos que allí prácticamente no hay nada. Le hice a usted una oferta muy generosa. La elevaré hasta mil libras.
—No —dijo el señor Philpot calmosamente.
Pero el abuelo estaba ya harto de los gritos y de las destemplanzas del señor Henning. Se levantó también y gritó con tanta fuerza que todo el mundo dio un respingo y Tim empezó a ladrar. Retaco corrió inmediatamente a esconderse en la alacena de la cocina.
—Ahora me va a escuchar usted a mí —tronó el abuelo—. Esta granja me pertenece a mí y a mi nieto, que está sentado ahí, y pasará a mis bisnietos. Nunca hubo una granja más hermosa, y mi familia la tuvo durante cientos de años, y muy triste ha sido para mí ver cómo se echaba a perder por falta de dinero. Pero ahora veo dinero, mucho dinero, abajo, en esas bodegas. Todo el dinero que necesitamos para tractores y transportes y máquinas y Dios sabe qué. No queremos el dinero que usted pueda darnos. No, señor. Guárdese usted sus dólares, quédese con ellos. Ofrézcame cinco mil, si quiere, y ya verá lo que le digo.
El señor Henning se volvió rápidamente y miró al señor Durleston, quien en seguida le hizo una inclinación de cabeza.
—Está bien —dijo el americano al abuelo—. Cinco mil. ¿Trato hecho?
—No —bramó el abuelo disfrutando más de lo que lo había hecho durante años—. En esas bodegas hay oro, joyas, armaduras, espadas, puñales, dagas, todo de una antigüedad de siglos y…
—No me venga con cuentos —dijo el señor Henning despectivamente—. ¡Viejo embustero!
El abuelo descargó el puño cerrado sobre la mesa e hizo que casi todos se cayeran de sus sillas.
—¡Gemelos! —rugió—. Id a buscar esas cosas que sacasteis ayer, buscadlas y traédmelas aquí. Voy a demostrarle a este americano que no tengo nada de embustero.
Y entonces, ante los ojos atónitos del señor Henning y del señor Durleston, y también de Junior, los gemelos desplegaron sobre la mesa las monedas de oro, las joyas, las espadas y los puñales. El señor Durleston se quedó mirando aquellas cosas como si no pudiera creer en lo que veían sus ojos.
—Bueno, ¿qué me dicen ustedes de esto? —preguntó el abuelo, volviendo a dar un puñetazo en la mesa.
El señor Durleston se recostó en su silla y dijo una sola palabra.
—¡Chatarra!
Entonces le tocó el turno al señor Finniston de ponerse en pie y decir unas pocas palabras. El señor Durleston, que no se había fijado en el calmoso anciano que estaba sentado en un segundo término, se horrorizó al verlo allí. Sabía que era un experto conocedor, pues él mismo había estado tratando de tirarle de la lengua respecto al viejo castillo.
—Señoras y caballeros —dijo el señor Finniston como si estuviera dirigiéndose a una ceremoniosa reunión—, lamento decir que, hablando como anticuario de reputación, no considero que el señor Durleston sepa lo que se dice si afirma que estos artículos son chatarra. Las cosas que están sobre la mesa valen una pequeña fortuna para cualquier coleccionista auténtico. Yo mismo podría venderlas mañana en Londres por una suma mucho mayor que la que el señor Durleston le ha aconsejado ofrecer al señor Henning. Gracias por haberme escuchado, señoras y caballeros.
Y se sentó, haciendo una cortés reverencia a la gente allí reunida. Ana sintió deseos de aplaudirle.
—Bueno, no creo que haya nada más que decir —dijo el señor Philpot, poniéndose en pie—. Si me comunica usted en qué hotel va a residir, señor Henning, me encargaré de que se le lleven allí sus cosas, porque desde luego usted no querrá permanecer aquí más tiempo.
—¡Papá, yo no quiero irme, quiero quedarme aquí! —se puso a gritar Junior de modo muy sorprendente—. Quiero ver cómo exca… excavotan las bodegas. Quiero escarbar yo. Quiero quedarme.
—Pero nosotros no queremos que te quedes —dijo Enrique furiosamente—. Tú y tu espionaje y tu estar siempre curioseando y escuchando y fanfarroneando y diciendo mentiras. ¡Niño repipi! ¡El desayuno en la cama! ¡No sabe limpiarse los zapatos! ¡Lloriquea cuando no se sale con la suya! Se pone a gritar cuando…
—Basta ya, Enrique —dijo su madre severamente y muy escandalizada—. No me importa que Junior continúe aquí si se modera un poco. No es culpa suya todo lo que ha ocurrido.
—¡Quiero quedarme! —lloriqueó Junior, y se puso a dar patadas bajo la mesa. Desgraciadamente acertó a Tim en la nariz, y el perro se irguió encolerizado, gruñendo y enseñando los dientes. Junior huyó como alma que lleva el diablo.
—¿Quieres quedarte ahora? —le gritó Jorge al pasar, y la respuesta le llegó inmediata:
—No.
—Bueno, gracias, Tim, por haberlo ayudado a decidirse —dijo Jorge dando unas palmaditas al perrazo.
El señor Henning parecía como si estuviese a punto de estallar.
—Si ese perro muerde a mi muchacho, te lo habría hecho pagar caro —dijo—. Voy a ponerles una denuncia, voy a…
—Por favor, váyase —dijo la señora Philpot con repentino aire de cansancio—. Tengo mucho que hacer en la cocina.
—Me tomaré mi tiempo —dijo el señor Henning pomposamente—. No voy a salir así de pronto como si no hubiera pagado mis facturas.
—¿Ve usted esta espada, Henning? —dijo el abuelo súbitamente, recogiendo de la mesa el espadón que tanto le gustaba—. Una hermosura, ¿verdad? Los hombres de antaño sabían cómo tratar a sus enemigos, ¿no le parece? Blandían espadas como ésta, hacían así y…
—¡Oiga, deténgase! ¡Es usted peligroso! ¡Casi me corta! —gritó el señor Henning presa de un pánico repentino—. ¿Quiere soltarla de una vez?
—No. Es mía. No voy a venderla —dijo el abuelo, blandiendo de nuevo la espada. Dio con ella en la bombilla que tenía sobre la cabeza y el cristal se rompió con un estampido. El señor Durleston abandonó al señor Henning y huyó de la cocina con la máxima velocidad. Tropezó violentamente con Bill, que estaba entrando en aquel momento.
—¡Cuidado, se ha vuelto loco, el viejo se ha vuelto loco! —gritaba el señor Durleston—. ¡Henning, véngase usted antes de que le corte la cabeza!
El señor Henning huyó también. El abuelo lo persiguió hasta la puerta, echando espumarajos por la boca, y los dos perros aullaban encantados. Todo el mundo empezó a reír inconteniblemente.
—Abuelo, ¿qué mosca le ha picado? —dijo el señor Philpot cuando el anciano blandió de nuevo la espada con los ojos brillantes y una ancha sonrisa en su arrugado rostro.
—No me ha pasado nada. Sencillamente que pensé que sólo con esta espada podríamos librarnos de esos individuos. ¿Sabes cómo los llamo? ¡Chatarra! ¡Qué lástima, podía habérseme ocurrido cuando estaba aquí! ¡Chatarra! Guillermo Finniston, ¿has oído eso?
—Ahora lo que tienes que hacer es soltar esa espada, no vayas a estropearla —dijo el señor Finniston, que sabía cómo tratar al abuelo—, y tú y yo nos vamos a la vieja posada para hablar sobre todo lo que tenemos que hacer respecto al hallazgo del tesoro. Te digo que primero sueltes la espada. No, abuelo, no voy a llevarte a la posada cargado con esa espada.
La señora Philpot lanzó un suspiro de alivio cuando los dos ancianos empezaron a descender por el sendero dejando la espada a salvo en casa. Ella se sentó y, para horror de los niños, se echó a llorar.
—No, no, no me hagáis caso —dijo cuando los gemelos corrieron hacia ella consternados—. Estoy llorando de alegría: por haberme librado de ellos, por saber que no tengo que andar ahorrando y escatimando, que no tengo que admitir a huéspedes. Por pensar que vuestro padre podrá comprar la maquinaria agrícola que necesita y… ¡Oh, Dios mío, qué tonta soy comportándome así!
—Oiga usted, señora Philpot, ¿quiere que nos vayamos nosotros también? —preguntó Ana al darse cuenta de improviso que también ella y los demás podían ser calificados de huéspedes y eran una carga suplementaria para la buena señora.
—¡Oh, no, querida mía, en realidad vosotros no sois huéspedes, vosotros sois amigos! —dijo la señora Philpot sonriendo entre sus lágrimas—. Y lo que es más, no les voy a cobrar a vuestras madres un solo penique por teneros aquí, en vista de la buena suerte que nos habéis traído.
—Muy bien, nos quedaremos. También a nosotros nos gustará —dijo Ana—. No querríamos perdernos por nada del mundo ver las demás cosas que haya en esas bodegas del castillo. ¿No es verdad, Jorge?
—Desde luego —dijo Jorge—. Queremos verlo todo. Ésta es la aventura más excitante que hemos tenido nunca.
—Siempre decimos lo mismo —dijo Ana—. Pero la parte hermosa de esta última no ha terminado todavía. Podremos ir a ver trabajar a los excavadores con sus taladradoras. Podremos ayudar a trasladar todas las cosas antiguas desde los sitios donde están ocultas, nos enteraremos de los precios que dan por ellas y veremos el nuevo tractor. Sinceramente, creo que la segunda parte de esta aventura será mejor que la primera. ¿No lo crees tú así, Tim?
—¡Guau! —dijo Tim, y movió la cola con tanta fuerza que derribó a Retaco.
Bueno, ¡adiós, Cinco! ¡Disfrutad el resto de vuestras aventuras y pasadlo bien, y aseguraos de que el abuelo tiene cuidado con ese grande y antiguo espadón!
F I N