Capítulo XVII

¡ATRAPADOS!

Los seis niños fueron dando tropezones por el túnel, oyendo todavía el lejano ruido de las taladradoras y temiendo que en cualquier momento las bodegas fuesen descubiertas por el señor Henning, quien sin duda estaría vigilando ansiosamente desde arriba.

Llegaron hasta donde pensaban que debía estar la madriguera por la que Dick había abierto el agujero, pero en lugar de eso no había más que una gran masa de tierra de la que una parte se iba deslizando dentro del túnel. Julián se quedó mirando aquello a la luz de su linterna, consternado.

—¡Se ha derrumbado la madriguera! —dijo, temblándole la voz—. ¿Qué vamos a hacer? No tenemos palas para abrirnos camino.

—Podemos usar las manos —dijo Dick, y empezó a escarbar en la tierra caída, barriéndola hacia el túnel. Pero a medida que escarbaba, más y más tierra caía en la ensanchada madriguera, y Julián paró a Dick inmediatamente.

—No sigas, Dick, podrías provocar un desprendimiento de tierras y todos quedaríamos enterrados vivos. ¡Oh, esto es espantoso! Tenemos que retroceder por el pasillo y procurar que los hombres que están arriba nos oigan gritar. Claro que eso significará que el señor Henning se enterará de todo.

—No creo que los hombres estén mucho más tiempo —dijo Dick mirando su reloj—. Acaban a las cinco y ya casi es esa hora. ¡Dios mío, hemos tardado mucho tiempo; la señora Philpot estará preguntándose dónde estamos todos!

—La taladradora ha dejado de funcionar —dijo Ana—. Ya no tengo en los oídos ese estrépito espantoso.

—En ese caso, no sirve de nada retroceder por el túnel —dijo Julián—. Se habrán ido antes de que lleguemos allí. Os digo que esto es una cosa muy seria. Yo debía haber pensado en eso: cualquier idiota sabe que las entradas de tierra a los túneles han de reforzarse si están recién abiertas.

—Bueno, siempre podemos volver a las bodegas y esperar allí a que vengan mañana los hombres —dijo Jorge fingiendo una alegría que no sentía.

—¿Cómo vamos a saber que vendrán mañana? —dijo Dick—. Henning puede haberlos despedido hoy si no han respondido a sus esperanzas.

—No seas tan pesimista —replicó Jorge, dándose cuenta de que los gemelos se iban llenando de pánico. Desde luego estaban preocupados, pero más por el susto terrible de su madre al no verlos volver que por su propia seguridad.

Tim había permanecido pacientemente junto a Jorge, esperando salir del agujero. Por último, cansado de esperar, se alejó con un trotecillo, pero túnel abajo, no túnel arriba.

—¡Tim! ¿Adónde vas? —gritó Jorge, alumbrándolo con la linterna. El perro volvió la cabeza y la miró, mostrando con toda claridad por su actitud que estaba cansado de aquella espera y que tenía el propósito de descubrir adonde llevaba el túnel.

—¡Julián, mira a Tim! Quiere llevarnos túnel abajo —exclamó Jorge—. ¿Cómo no hemos pensado en eso?

—No lo sé. Me temo que sea porque haya creído que es una especie de callejón sin salida —dijo Julián—. Y lo sigo creyendo. Nadie sabe dónde está la entrada al túnel por la capilla, ¿verdad, gemelos?

—No —dijeron ambos a la vez—. Que nosotros sepamos, nunca la han descubierto.

—De cualquier modo, vale la pena intentarlo —dijo Jorge, sonándole la voz amortiguada al descender por el pasadizo detrás del impaciente Tim—. Aquí me asfixio.

Siguieron los demás, con Retaco bailando a la cola, pensando que todo aquello era una broma magnífica. El túnel, como los niños se habían imaginado, descendía siguiendo una línea más o menos recta. Había trechos en los que se había hundido un poco, pero agachando la cabeza y encorvándose, era fácil pasar. Finalmente llegaron a un gran desprendimiento de tierra del techo y tuvieron que pasar andando a gatas. A Ana no le gustó en absoluto aquella parte.

Llegaron por último a un extraño y pequeño lugar donde el túnel acababa bruscamente. Era como una bóveda de piedra: una diminuta cámara de metro y medio de altura y unos dos metros de suelo cuadrado. Julián alzó la mirada temerosamente hacia el bajo techo. ¿Era de piedra? Si es así, estaban atrapados. Nunca podrían levantar una pesada losa de piedra.

Pero, no, no todo el techo estaba hecho de piedra. En el centro había como una trampilla de madera que descansaba en resaltes cortados en la piedra.

—Parece como una trampilla —dijo Julián, examinándola a la luz de su linterna—. Me pregunto si no estaremos justamente bajo el suelo de la vieja capilla. Dick, si tú, Enrique y yo empujamos todos al mismo tiempo, podremos mover esta trampilla.

Así, pues, todos empujaron. Jorge también, pero aunque la puertecita se elevó un poco por uno de los bordes, resultaba imposible empujarla hacia arriba.

—Ya sé por qué no podemos moverla —dijo Enrique, con la cara roja por el esfuerzo—. En el suelo de la vieja capilla hay sacos de grano y fertilizantes y toda clase de herramientas. Pesan como plomo. Nunca podremos mover esta trampilla si tiene dos o tres sacos encima.

—¡Cielos, nunca pensé en eso! —dijo Julián, con el corazón encogido—. ¿Sabíais que había esta entrada para el túnel, gemelos?

—De ninguna manera —dijo Enrique—. Nadie lo ha sabido nunca. Creo que ahora puedo explicarme el porqué: en un almacén como éste, el suelo está siempre cubierto con sacos de algo o con los derrames de esos sacos. Es posible que no lo hayan limpiado ni barrido durante siglos.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer ahora? —preguntó Dick—. No podemos quedarnos en este lugar tan pequeño y tan asfixiante.

—¡Escuchad, creo oír algo! —dijo repentinamente Jorge—. Ruidos allá arriba.

Escucharon intensamente y a través de la bien encajada trampilla de roble oyeron una voz enérgica que gritaba:

—¡Échanos una mano, Bill!, ¿quieres?

—Es Jaime. Los hombres están trabajando horas extras esta semana —explicó Enrique—. Habrán venido a sacar algo de la capilla. ¡Pronto, gritemos todos y demos golpes en la trampilla con lo que sea que tengamos para hacer ruido!

Inmediatamente se organizó debajo de la trampilla un perfecto pandemónium de gritos, chillidos, ladridos y golpeteo de los puños de las espadas y de algunas piedras en la trampilla que tenían sobre sus cabezas. Luego los niños cesaron de dar golpes y de gritar y se mantuvieron en silencio, escuchando. Oyeron la voz de Jaime que denotaba un gran asombro.

—Bill, ¿qué son esos ruidos? ¿Crees que puede tratarse de una pelea de ratas?

—Nos han oído —dijo Julián, excitado—. Vamos a empezar otra vez. Y tú ladra todo lo que puedas, Tim.

Tim estaba más que dispuesto a hacerlo, porque ya se sentía muy cansado de túneles y de habitaciones oscuras llenas de ecos. Ladró larga y furiosamente, asustando tanto a Retaco, que el pobre perrito echó a correr túnel arriba. Entre los ladridos de Tim, los gritos de los niños y el golpeteo en la trampilla, el ruido fue mucho más estruendoso que antes, y Bill y Jaime escuchaban con asombro.

—Viene de aquí abajo —dijo Bill—. No me imagino lo que pueda ser. Si fuera de noche, creería que son los espíritus que se dedican a jugar. Ven, vamos a averiguarlo.

Aquel sitio estaba tan lleno de sacos, que los dos hombres tuvieron que saltar sobre las pilas molestando a la gata y a sus gatitos. Ella se había hecho un ovillo sobre sus hijos, espantada por el inesperado estrépito.

—Es por aquí, Bill —dijo Jaime, parándose entre dos pilas de sacos. Se llevó las manos a la boca y mugió como un toro.

—¿Hay alguien por ahí?

Los seis que estaban abajo contestaron frenéticamente con toda la fuerza de sus pulmones. Tim volvió a ladrar.

—Se oyen también los ladridos de un perro —dijo Bill, rascándose la cabeza, perplejo, echando una mirada a los sacos como si pensase que podía haber un perro en uno de ellos.

—No sólo un perro; hay gente también —dijo Jaime, atónito—. ¿Dónde estarán? No pueden estar bajo estos sacos.

—Quizás estén en ese almacenillo que encontramos un día debajo del suelo —sugirió Bill—. ¿Recuerdas? Bajo una trampilla rodeada por una gran losa. ¿Recuerdas ahora, hombre?

—¡Ah, sí! —dijo Jaime, y entonces el clamor empezó de nuevo, pues los niños estaban ya casi desesperados.

—Vamos, Bill —dijo Jaime, notando el tono de urgencia, aunque no podía entender ni una sola de las palabras que llegaban de abajo—. Vamos a apartar estos sacos. Hay que dejar el suelo al descubierto.

Apartaron una docena de sacos y por último vieron la trampilla. La losa que en tiempos la había ocultado fue removida años antes por los dos hombres y ahora estaba apoyada contra la pared. No se habían molestado en volverla a poner en su sitio, sin sospechar que el «almacenillo subterráneo», como ellos habían creído, era realmente la entrada a un pasadizo secreto olvidado desde hacía siglos. Fue una suerte para los niños que sólo la vieja trampilla de madera se interpusiese entre ellos y los hombres, porque si la losa de piedra hubiese estado allí también, ninguno de sus gritos habría podido oírse en la capilla.

—Ahora, la trampilla —dijo Bill. Dio un zapatazo con sus pesadas botas—. ¿Quién está ahí abajo? —preguntó, sin sospechar cuál iba a ser la respuesta.

—¡Nosotros! —gritaron los gemelos, y los demás gritaron también mientras Tim ladraba de nuevo frenéticamente.

—¡Dios nos bendiga! ¡Son las voces de los gemelos! —dijo Jaime—. ¿Cómo han podido entrar en ese almacenillo sin mover estos sacos?

Dando un gran tirón, los hombres apartaron la pesada trampilla de madera y miraron con el mayor asombro la pequeña multitud que había allá abajo. Les costaba trabajo creer lo que veían. Tim fue el primero en salir. Dio un gran salto y aterrizó junto a los hombres, moviendo su gran cola y lamiéndolos ávidamente.

—¡Oh, gracias, Bill, gracias, Jaime! —exclamaron los gemelos cuando los dos hombres los hubieron aupado—. ¡Qué suerte que estuvierais trabajando a deshora y que se os ocurriese venir por aquí!

—Vuestra mamá está preocupadísima por vosotros —dijo Bill con tono de reproche—. ¿Y no dijisteis que me ibais a ayudar con las pértigas?

—¿Cómo habéis bajado aquí? —preguntó Jaime mientras ayudaba a salir a los demás uno a uno. Julián fue el último y alargó primeramente al pobre y asustado Retaco, que pensaba que ya habían sido demasiadas aventuras en sólo un día.

—¡Oh, es una historia demasiado larga para contárosla ahora! —dijo Enrique—. Pero de nuevo, gracias, muchísimas gracias, Bill y Jaime. ¿Podéis poner de nuevo esa losa? No le digáis a nadie que estuvimos aquí abajo hasta que os contemos cómo ha ocurrido todo. Ahora tenemos que darnos prisa para decirle a mamá que todos estamos bien.

Y todos se alejaron, ansiosos de tomar el té, cansadísimos, llenos de agradecimiento por su escape a través de la habitacioncita de piedra bajo el suelo de la capilla. ¿Qué dirían todos cuando desplegasen los tesoros que llevaban consigo?