TÚNEL ARRIBA HACIA LAS BODEGAS
Dick alzó su linterna hacia el agujero para que los otros viesen por dónde tenían que bajar. Uno a uno fueron deslizándose al interior del negro túnel demasiado excitados para poder hablar. Tim bajó también y lo mismo hizo Retaco, pero la urraca lo pensó mejor y se quedó al borde de la agrandada abertura de la madriguera, chascando ruidosamente.
Los niños balanceaban sus linternas de un lado a otro.
—Ése debe de ser el camino que baja hasta la vieja capilla —dijo Julián iluminando con su linterna una parte del túnel. Tenían que mantenerse allí agachados, todos excepto Tim, porque el techo era bajo. El perro husmeaba con desconfianza aquí y allá y se mantenía pegado a Jorge.
—Bueno, vamos —dijo Julián, temblándole un poco la voz por la excitación—. Iremos hacia arriba para ver dónde acaba el pasadizo. Me cuesta trabajo esperar a ver lo que haya al final.
Avanzaban lentamente por el pasadizo. De vez en cuando se desprendía tierra del techo, pero no en tan gran cantidad como para preocuparlos. A veces tropezaban con raíces de árboles blanquecinas y retorcidas.
—Es curioso —dijo Enrique, sorprendido—. En esta parte de la colina no crecen árboles. ¿Cómo hay entonces aquí estas raíces?
—Pueden ser los restos de raíces de árboles que hace mucho tiempo crecerían en la colina —dijo Julián iluminando con su linterna parte del pasadizo, esperando contra toda esperanza que no habría obstáculo serio para el avance—. ¡Caramba!, ¿qué es esto que tengo en los pies? ¡Dos plumas! ¿Cómo han podido llegar dos plumas aquí?
Era un enigma. Los niños las examinaron seriamente a la luz de sus linternas. Eran plumas que parecían además completamente nuevas. ¿Cómo habían llegado hasta allí? ¿Habría otro camino cualquiera en el pasadizo y lo habrían encontrado los pájaros?
Dick soltó una carcajada que hizo que todos se sobresaltaran.
—Somos idiotas. Son dos plumas de la urraca; debieron caérsele del ala herida cuando bajó por la madriguera y se metió por este pasadizo perseguida por Retaco.
—Naturalmente. ¿Cómo no se me habrá ocurrido? —dijo Julián.
Continuaron avanzando y de pronto Julián volvió a detenerse. Un extraño ruido bajaba zumbando por el oscuro y reducido túnel, una vibración que parecía meterse en la cabeza.
—¿Qué es eso? —preguntó Ana, muy alarmada—. No me gusta ni pizca.
Todos se quedaron parados, sintiendo, como Ana, que el ruido parecía metérseles en la cabeza. Se pusieron los dedos en los oídos, pero aquello no servía de nada. La extraña vibración continuaba.
—Esto me resulta demasiado misterioso —dijo Ana, bastante asustada—. No creo que me atreva a seguir más adelante.
El ruido cesó e inmediatamente todos se sintieron mejor, pero casi en seguida empezó de nuevo. Con gran sorpresa por parte de todos, Jorge se echó a reír.
—No pasa nada. Son únicamente los hombres que están trabajando en las ruinas del castillo. Lo que oímos son sus máquinas taladradoras. Deben de haber vuelto ya de la fonda. ¡Ánimo todo el mundo!
Sonrieron todos, aliviados, aunque las manos de Ana todavía temblaban un poco mientras con su linterna iba creando luz entre las tinieblas.
—No hay mucho aire aquí —dijo—. Espero que llegaremos pronto a las bodegas.
—No pueden estar lejos —dijo Julián—. El túnel avanza en una línea bastante recta, tal como habíamos pensado. Si hace algún recodo es porque los antiguos que lo construyeron tropezarían de vez en cuando con raíces que les cerrarían el paso. De cualquier modo, como ahora podemos oír tan ruidosamente el zumbido de las taladradoras, eso indica que no estamos lejos de las ruinas del castillo.
Estaban más cerca de lo que creían. La linterna de Julián alumbró súbitamente los restos de una gran puerta tirada en el suelo delante de él: la puerta que en tiempos separaba a las bodegas del pasadizo. El túnel terminaba allí mismo, y las linternas brillaron en un amplio lugar subterráneo silencioso y lleno de sombras.
—¡Ya hemos llegado! —dijo Julián en un susurro que se propagó en la oscuridad y que volvió como un extraño eco que dijera «ado, ado, ado».
—Esa puerta caída seguramente se pudrió con el paso de los siglos —dijo Ana con respeto. Tocó una esquina de la puerta con el pie, y la madera se deshizo en polvo con un extraño y leve suspiro.
Retaco se puso al frente de la comitiva y corrió hacia las bodegas. Soltó un corto ladrido como para decir: «Vamos, no tengáis miedo. Yo ya he estado aquí antes».
—¡Oh, Retaco, ten cuidado! —dijo Ana, temiendo que todo se derrumbase con el ruido formado por las pisadas de Retaco.
—Sigamos, pero con cuidado —dijo Julián—. Todo está deseando deshacerse en polvo, a menos que esté hecho de metal. Es una maravilla que la puerta se haya conservado así; parece bastante buena, pero estoy seguro de que si uno de nosotros estornudara se desharía como por ensalmo.
—Por favor, no me hagas reír, Julián —dijo Dick, dando cuidadosamente un rodeo a la puerta caída—. Incluso una carcajada puede provocar aquí un derrumbamiento.
Pronto estaban todos en medio de las tinieblas de las bodegas. Bambolearon en torno sus linternas.
—¡Qué sitio más grande! —dijo Julián—. Pero no veo que haya por aquí ningún calabozo.
—¡Gracias a Dios! —dijeron Enriqueta y Ana al mismo tiempo. Las dos habían temido tropezar con viejos huesos de prisioneros de otras épocas.
—Mirad, aquí hay un arco —dijo Jorge apuntando con su linterna hacia la derecha—. Y es un hermoso arco semicircular, hecho de piedra, y allí hay otro. Me inclino a creer que debían llevar a la cámara principal subterránea. No hay mucho que ver aquí excepto montones de basura. Y todo huele a polvo.
—Bueno, seguidme con cuidado —dijo Julián, y abrió camino hacia los arcos de piedra, su linterna brillando limpiamente.
Llegaron a uno de los hermosos arcos semicirculares y se pararon allí, las cuatro linternas luciendo brillantemente en una gran habitación subterránea.
—No hay nada de bodegas aquí, sino nada más que este gran almacén subterráneo —dijo Julián—. El techo estaba reforzado con grandes vigas; mirad, algunas se han caído. Y esos arcos de piedra deben de haber soportado la mayor parte del peso. Ni uno siquiera se ha hundido. Deben de estar ahí desde hace siglos. ¡Qué trabajo tan maravilloso!
—¿Creéis que habrá algún tesoro? —susurró Ana, y el eco rebotó la frase lúgubremente, en un susurro también.
—Los susurros parecen despertar más el eco que nuestras voces corrientes —comentó Julián—. ¡Hola!, ¿qué es esto?
Dirigieron las luces de sus linternas hacia el suelo, donde había lo que parecía ser un montón de metal ennegrecido. Julián se agachó y profirió luego una exclamación ruidosa.
—¿Veis lo que es esto? Nada menos que una armadura. Casi perfecta todavía. Mirad, debe de ser antiquísima, y aquí hay otra y otra. ¿Serían las viejas, las desechadas, o serían las de repuesto? Mirad este casco. Es grandioso.
Le dio un suave golpecito con el pie, y el casco despidió un sonido metálico y rodó un poco.
—¿Valdrá eso algo ahora? —preguntó Enrique ansiosamente.
—¿Que si valdrá? Valdrá lo que pese en oro, diría yo —afirmó Julián, con voz tan excitada, que todos se sintieron más emocionados aún. Enriqueta lo llamó urgentemente.
—Julián, aquí hay una caja rara. Pronto.
Fueron lentamente hacia donde estaba la niña, porque ya habían aprendido que cualquier movimiento rápido levantaba nubes de un polvo fino que los hacía toser. Enriqueta señalaba una gran caja oscura con las cantoneras reforzadas con hierros, y con abrazaderas de hierro alrededor de la madera.
Ésta era tan negra, por el paso de los años, que parecía hierro también.
—¿Qué habrá dentro, qué crees? —susurró Enriqueta, e inmediatamente su susurro fue devuelto por el eco desde todos los rincones: «Crees, crees, crees…».
Tim se puso a husmear la caja, y no hizo más que tocarla cuando, con gran asombro por su parte, se desintegró inmediatamente. Con lentitud y suavidad, los costados y la gran tapa cayeron en polvo que se depositó suavemente en el suelo. Sólo quedaron las cantoneras y las abrazaderas de hierro. Resultaba extraño ver cómo una cosa se deshacía así ante sus ojos.
«Parece magia», pensó Ana.
Cuando las partes de madera de la caja se desmoronaron, algo brilló con fuerza a la luz de las linternas, algo que se movió y se deslizó fuera de la caja cuando desaparecieron los costados, algo que cayó con un sonido argentino y tintineante que resultaba curioso oír en aquella callada oscuridad.
Los niños se quedaron mirando atónitos, sin querer creer en lo que veían sus ojos. Ana pellizcó a Julián, haciéndole dar un salto.
—Julián, ¿qué es? ¿Es oro?
Julián se agachó para recoger una de las piezas caídas.
—Sí, es oro, no cabe la menor duda. El oro nunca se ennegrece, siempre se mantiene brillante. Éstas son monedas de oro de no sé qué clase, atesoradas y escondidas aquí. No debió tener tiempo para llevárselas cuando la castellana huyó con sus hijos, y ninguna otra persona pudo recobrarlas después, porque el castillo se había incendiado y se había hundido completamente al desplomarse los muros. Este montón de oro debe de llevar aquí intocado cientos y cientos de años.
—Esperando a que llegásemos nosotros —dijo Jorge—. Gemelos, vuestra madre y vuestro padre no tienen que preocuparse ya más de la granja. Hay aquí oro bastante para que compren todos los tractores que necesiten. Y eso puede ser únicamente el comienzo de los tesoros que hay aquí. Julián, mira, aquí hay otra caja como la primera, pero más pequeña y que está empezando a deshacerse. Veamos qué tiene dentro. Me imagino que más oro.
Pero la segunda caja no contenía monedas de oro, sino un tesoro de tipo distinto. Uno de los costados estaba abierto y el contenido se había derramado.
—¡Anillos! —dijo Ana, recogiéndolos del medio del polvo donde yacían.
—¡Un cinturón de oro! —dijo Jorge—. Y mirad, estas cadenas ennegrecidas deben de ser collares, porque tienen engastadas piedras azules. Aquí debió de ser donde la urraca encontró aquel anillo.
—Nosotros también hemos encontrado algo —gritó Enrique, con voz tan excitada, que sobresaltó a sus oyentes—. Mirad, panoplias de espadas y puñales. Algunos están también bellamente tallados.
Pegadas a las paredes había panoplias de hierro sujetas por grandes varillas de hierro empotradas en el duro adobe de la pared. Algunas varillas se habían soltado y las panoplias colgaban torcidas, con los puñales y espadas en posición oblicua o caídos en el suelo. Retaco corrió a coger uno, como había hecho cuando él y Nariguda habían sido los primeros en entrar en los sótanos.
—¡Qué espada tan maravillosa! —dijo Julián agarrando una—. ¡Uf, lo que pesa! Apenas puedo sostenerla. ¡Dios mío!, ¿qué ha sido eso?
Algo había caído del techo de la habitación donde se encontraban: un gran pedazo de vieja madera que había estado colocada allí como parte de la techumbre. Al mismo tiempo, el continuo zumbido de la taladradora de arriba se transformó en un rugido que hizo dar un salto a los niños.
Julián gritó:
—¡Fuera de aquí, pronto! Esos hombres van a llegar al techo y éste puede derrumbarse y encerrarnos. Hemos de irnos inmediatamente.
Arrancó un puñal de la panoplia y todavía con la espada en la mano corrió hacia la entrada del pasadizo secreto tirando de Ana. Los gemelos fueron los últimos en salir, porque habían corrido a coger un puñado de oro y dos de los collares y anillos. Tenían que mostrarle a su madre algunos de los tesoros, tenían que nacerlo.
Justamente cuando llegaban a la entrada, se derrumbó otra parte del techo.
—Hemos de decir que no excaven más —se lamentó Julián, volviendo la vista atrás—. Si el techo se derrumba, puede destruir muchos de los viejos tesoros que hay aquí.
Se precipitaron por el túnel bajo y oscuro, experimentando la mayor emoción que habían sentido nunca en la vida. Tim iba a la cabeza contento al pensar que de nuevo iban a salir al aire libre.
—¿Qué dirá mamá? —no dejaban de decirse los gemelos uno a otro—. ¿Qué dirá cuando lo sepa?