Capítulo XIII

JUNIOR MONTA UNA SORPRESA

Los seis niños sintieron de pronto una oleada de excitación. A Tim le pasó lo mismo y se puso a ladrar ruidosamente. Retaco se unió al estrépito, y la urraca empezó a bailar de un hombro al otro de Enrique chascando roncamente. Junior, que los había visto ponerse en marcha y que estaba espiándolos, miraba sorprendido desde detrás de un matojo en un seto próximo. ¿A qué se debería toda aquella excitación? ¿Qué habrían encontrado Tim y Retaco?

Vio cómo los seis niños se desperdigaban y empezaban a subir despacio por la gran ladera de la colina. Tim los seguía, bastante perplejo. Le habría gustado saber qué era lo que estaban buscando, y entonces también él podría husmear. Junior seguía a salvo detrás del seto. Comprendía que si iba demasiado cerca detrás de los niños, Tim se daría cuenta y se pondría a ladrar.

De pronto, los Enriques lanzaron un grito.

—¡Eh! —Los otros interrumpieron su búsqueda y vieron como los gemelos se ponían a hacer señales muy nerviosos—. ¿Qué nos decís de esto? ¡Venid y mirad!

Todos corrieron hacia los gemelos, que estaban al borde de una pequeña loma a unos doscientos metros por debajo de la cresta de la colina que subía suavemente.

—¡Mirad! —dijo Enrique, haciendo un movimiento circular con el brazo—. ¿No sería éste un lugar probable para el asentamiento del castillo?

Los cuatro se quedaron mirando la gran depresión superficial que señalaban los gemelos. Su forma era como la de un plato muy llano, desde luego lo bastante grande para que allí hubiera estado construido un castillo. Estaba cubierto de hierba muy espesa, de color un poco más oscuro que las hierbas de los alrededores.

Julián dio una palmadita en el hombro a Enrique.

—Sí, señor. Me apuesto algo a que aquí es donde estuvo en tiempos el castillo. ¿Por qué, si no, el terreno iba a mostrar de pronto esta depresión, como si se hubiera hundido por una u otra causa? La única razón podría ser la de que aquí hubo en tiempos un edificio enormemente pesado, y no podría ser otro que el castillo.

—No está muy lejos del basurero, ¿verdad? —preguntó Ana ansiosamente, volviendo la vista hacia la madriguera de los conejos para calcular la distancia.

—No, está a la distancia apropiada —contestó Julián—. No podían tenerlo demasiado cerca, porque olería mal, sobre todo con los calores. Pues sí, gemelos, creo que habéis localizado perfectamente el sitio del castillo, y estoy seguro de que si tuviéramos maquinaria para excavar, descubriríamos aquí calabozos, bodegas, pasadizos subterráneos y todo lo que contienen.

Los gemelos se pusieron rojos de excitación y miraron solemnemente aquella hondura circular verde de hierba.

—¿Qué dirá nuestra madre? —exclamaron los dos al mismo tiempo.

—Muchas cosas —contestó Dick—. Ésta puede ser la salvación de vuestra granja. Pero todavía no hay que decir una palabra, no vaya a enterarse el señor Henning. Vamos a ver a Bill y a pedirle que nos preste picos y azadones. Le diremos que hemos encontrado algunas conchas y huesos interesantes en la colina y queremos excavar un poco. Pronto sabremos si éste es efectivamente el lugar donde estuvo el castillo.

—Buena idea —dijo Julián, excitado por el pensamiento de ser uno de los primeros que penetrase en los viejos calabozos—. Vamos a recorrer este paraje y a ver qué extensión tiene.

Dieron una vuelta alrededor y llegaron a la conclusión de que era bastante grande para haber sostenido un amplio castillo. Una vez más pensaron que era extraño que la hierba tuviese allí un color diferente.

—Pero es que a veces ocurre que la hierba marca los sitios donde estuvieron en tiempos viejos edificios —dijo Julián—. Yo creo que esto es lo más misterioso que nos haya ocurrido nunca, y me alegra mucho que hayan sido los gemelos los primeros en averiguar el lugar. Al fin y al cabo, ésta es su granja.

—¿No es aquél Junior, el que va corriendo por allí? —exclamó Jorge repentinamente al ver que Tim enderezaba las orejas y volvía la nariz al viento—. Sí, es él. Nos ha estado espiando, el muy intrigante. ¡Allá va, mirad!

—Bueno, no puede haberse enterado de mucho —dijo Julián, siguiendo con la mirada a la figurilla que corría—. Seguramente ni siquiera sabe que en estas tierras hubo en tiempos un castillo, y desde luego no podrá imaginarse que estamos buscando los restos. Está curioseando, eso es todo.

Pero Junior estaba muy bien enterado de todo lo referente al viejo castillo, porque había sorprendido la conversación de los niños en el gallinero. Y sabía muy bien lo que estaban buscando. Los había seguido lo más cerca posible, había escuchado sus gritos y comprendía ahora que había llegado el momento de correr junto a su padre y contarle todo lo que sabía.

Encontró a su padre, quien estaba todavía con el señor Durleston examinando una vieja chimenea.

—Esto vale la pena comprarlo —decía el señor Durleston—. Puede usted hacer que la desmonten y que la trasladen a su propia casa, porque es una cosa espléndida. Muy antigua. Y…

—¡Papaíto! ¡Mira, papaíto! ¡Escucha! —gritó Junior irrumpiendo bruscamente.

El señor Durleston lo miró con enojo. ¡Otra vez el molesto arrapiezo! Pero Junior no se preocupó de la fría acogida del anciano, y tiró insistentemente de la manga a su padre.

—¡Papá, ya sé cuál es el sitio donde el castillo estuvo en tiempos! ¡Y hay allí bodegas y calabozos subterráneos, llenos de tesoros, lo sé muy bien! Papá, esos chiquillos descubrieron el sitio, pero no saben que yo los vi.

—¿Qué tonterías estás diciendo, Junior? —le reprochó su padre también un poco molesto—. No digas estupideces. ¿Qué vas a saber tú de castillos y calabozos y todo lo demás?

—¡Lo sé, lo sé! Oí todo lo que estuvieron hablando en el gallinero, te digo que lo sé —gritó Junior, volviendo a tirar de la manga a su padre—. Papá, encontraron también un viejo montón de basuras que corresponde al castillo; le daban un nombre muy raro, algo así como…

—¿Un viertecocina? —preguntó el señor Durleston, interesándose repentinamente.

—Sí, eso es. Un viertecocina —dijo Junior triunfalmente—. Con huesos y conchas. Y luego buscaron el sitio donde podía haber estado construido el viejo castillo; decían que no podía estar lejos, y…

—Pues tenían razón —dijo el señor Durleston—. Un viertecocina es un punto de referencia muy claro. Señor Henning, esto es extremadamente interesante. Si usted consiguiera un permiso para excavar, sería…

—¡Oh, muchacho! —dijo el señor Henning, interrumpiendo, con los ojos casi fuera de las órbitas—. Imagínate lo que dirían los periódicos: «Un americano descubre restos de un castillo que estuvieron ocultos durante siglos. Excava calabozos, encuentra huesos de prisioneros de muchos siglos atrás, cajas llenas de monedas de oro…».

—No tan aprisa, no tan aprisa —dijo el señor Durleston desaprobadoramente—. Puede que no haya nada de eso. No contemos los pollos antes que salgan del cascarón. Y desde luego, ni una palabra a los periódicos, Henning. No tendría ninguna gracia que se llenara esto de gente, con lo que se elevaría el precio de la granja.

—No había pensado en eso —dijo el señor Henning, un poco avergonzado—. Está bien, procederemos con cuidado. ¿Qué aconseja usted?

—Yo aconsejaría que abordase usted al señor Philpot, no al abuelo, sino al granjero, y que le ofreciese, digamos, doscientas cincuenta libras por el derecho a excavar en la colina en cuestión —dijo el señor Durleston—. Luego, si tropieza usted con algo interesante, puede ofrecer otra suma más, pongamos otras doscientas cincuenta libras, por los hallazgos que realice allí. Si se encuentra algo será extremadamente valioso, antiguo, muy antiguo. Sí, ése es mi consejo.

—Y me parece muy acertado —dijo el señor Henning, lleno otra vez de excitación—. Usted se quedará aquí y me asesorará, ¿no es cierto, Durleston?

—Desde luego, desde luego, si está usted dispuesto a pagar mis honorarios —dijo el señor Durleston—. Creo que quizá convenga que sea yo el que aborde al señor Philpot, no usted, Henning. A usted podría escapársele alguna palabra con el nerviosismo. Ni que decir tiene, vendrá usted conmigo, pero deje que sea yo el que hable.

—Muy bien, muchacho, usted se encarga de todo —dijo el señor Henning, lleno de simpatía por todo el mundo. Le dio una palmadita en la espalda a Junior, que no había perdido palabra—. ¡Bien hecho, hijo! Puede que nos hayas guiado hacia algo bueno. Y ahora, que no se te escape ni una sola palabra a nadie, ¿comprendes?

—Pierde cuidado, papá —dijo Junior—. ¿Crees que soy tonto? Desde ahora tendré un candado en la boca. ¿Cómo se me va a escapar nada, si estoy deseando darles una lección a esos niños tan engreídos? Tú ve a esa colina cuando ellos no estén y echa un vistazo por allí. El señor Durleston verá si es el sitio exacto o no.

Así, pues, cuando los seis niños y los perros no estaban a la vista, sino que se habían ido a ayudar en las diversas faenas de la granja, el señor Henning y el señor Durleston fueron con Junior a ver el viertecocina y el lugar donde se suponía que se había alzado el castillo. El señor Henning se puso muy excitado e incluso el minucioso señor Durleston resplandecía de satisfacción y movía la cabeza una y otra vez, asintiendo.

—Parece que es el sitio, en efecto —dijo—. Sí, esta noche, después que el terrible viejo, el abuelo, se haya acostado, empezaremos la gestión. Él podría estropeárnoslo todo. Es tan viejo como las colinas, pero listo como un lince.

Y así, aquella noche, cuando el abuelo se había ido a la cama, el señor Henning y el señor Durleston tuvieron una conversación muy reservada con el señor y la señora Philpot. El granjero y su esposa escucharon estupefactos. Cuando se enteraron de que el señor Henning se proponía darles un cheque de doscientas cincuenta libras, meramente por el derecho a hacer algunas excavaciones, la señora Philpot casi se echó a llorar.

—Y le he aconsejado al señor Henning que le ofrezca a usted nuevas sumas si él realiza hallazgos de cosas que le guste llevarlas a los Estados Unidos como recuerdos de su estancia tan agradable aquí —explicó el señor Durleston.

—Parece demasiado hermoso para ser cierto —dijo la señora Philpot—. Pero es un dinero que nos vendrá muy bien, ¿no es verdad, Trevor?

El señor Henning sacó su talonario de cheques y su pluma estilográfica antes de que el señor Philpot pudiera decir una palabra. Escribió la suma de doscientas cincuenta libras y firmó el cheque con un arabesco. Se lo presentó luego al señor Philpot.

—Y espero que podré darle más cheques en lo sucesivo —dijo—. Mañana traeré hombres que empiecen a excavar.

—Yo redactaré un contrato en debida forma —dijo el señor Durleston, pensando que veía una expresión de suspicacia en el rostro del señor Philpot cuando recogió el cheque—. Pero usted puede cobrar el cheque cuando quiera. Bueno, los dejamos para que hablen de esto.

Cuando a la mañana siguiente los gemelos y los cuatro se enteraron de lo ocurrido, se quedaron atónitos. La señora Philpot se lo contó primero a los gemelos, y Enrique y Enriqueta corrieron inmediatamente a buscar a los demás. Escucharon, asombrados y furiosos.

—¿Cómo es posible que se hayan enterado de todo eso? ¿Cómo han podido averiguar el sitio donde estuvo el castillo? —exclamó Dick con furia—. Me apostaría algo a que ha sido el intrigante de Junior quien ha organizado todo esto. Seguramente estuvo espiándonos. Y ayer creo que vi a dos personas en la colina, después de la hora del té. Debían de ser el señor Henning y ese amigo suyo, con Junior. ¡Cómo me gustaría darle un buen tirón de orejas a ese mocoso descarado!

—Bueno, me temo que ahora ya no podemos hacer nada —dijo Jorge malhumoradamente—. De un momento a otro llegarán camiones con hombres y picos y azadones y excavadoras y sabe Dios cuántas cosas más.

Tenía toda la razón. Aquella misma mañana la colina se convirtió en un lugar muy animado. El señor Henning había contratado ya a cuatro hombres y éstos recorrieron la colina en su camión, pasaron junto al montículo del antiguo basurero y llegaron hasta la superficial depresión en forma de estanque, cerca ya de la cresta. En el camión rechinaban picos, palas y rastrillos. Junior estaba loco de alegría y bailaba a una distancia donde no podían alcanzarlo, gritando desafiante a los seis niños:

—Creíais que no sabía nada, ¿eh? Lo oí todo. Os lo tenéis bien merecido.

—¡Tim, persíguelo! —ordenó Jorge con voz furiosa—. Pero con cuidado, no vayas a hacerle daño. ¡Anda, ve!

Y Tim arrancó al galope, y si Junior no hubiese saltado dentro del camión y agarrado una pala, Tim lo habría hecho rodar más de una vez por el suelo.

¿Qué se podía hacer ahora? Los niños casi se daban por vencidos, pero no del todo. Tenía que haber una solución, algo que ellos pudieran hacer. ¿Por qué de pronto Julián se mostraba tan excitado?