REALMENTE MUY EMOCIONANTE
A la hora del té, Julián le habló a la señora Philpot sobre la vieja puerta de la cocina.
—Es una hermosa puerta antigua —dijo el niño—. ¿Cree usted que procede del castillo?
—Sí, eso dicen —contestó la señora Philpot—. Pero el abuelo sabe de eso mucho más que yo.
El abuelo no estaba sentado a la mesa. Se había arrellanado en su enorme y viejo sillón junto a la ventana, con Retaco a sus pies. Estaba fumando su pipa apaciblemente con una taza de té sobre el alféizar de la ventana.
—¿De qué se trata? —preguntó el anciano—. Hablad en voz alta.
Julián repitió lo que había dicho a la señora Philpot, y el anciano inclinó la cabeza asintiendo.
—¡Oh, sí! Esa puerta es desde luego del castillo. Está hecha con la misma madera de roble que las vigas de los graneros y los suelos de los dormitorios de arriba. También ese tipo americano me ha estado fastidiando con eso. Me ofreció cincuenta libras por la puerta. ¡Cincuenta libras! ¡No aceptaría ni mil! ¿Qué pinta esa vieja puerta colgada en una casa recién construida de ese país americano? No. He dicho que no y lo seguiré diciendo hasta quedarme ronco.
—Está bien, abuelo, no se irrite —dijo la señora Philpot, que luego le indicó a Julián en voz baja—: Cambia rápidamente de tema, o el abuelo empezará con su manía de siempre, pobre viejo.
Julián se estrujó los sesos para buscar un tema nuevo, y afortunadamente recordó los gallineros. En seguida le empezó a contar al abuelo todo lo que habían hecho aquella tarde, y el anciano se calmó inmediatamente y escuchó con placer. Retaco, que había corrido asustado hacia los gemelos tan pronto como el anciano había empezado a gritar, volvió junto a él y se tendió a sus pies. Tim decidió también acercarse a ellos, y pronto el abuelo volvía a sentirse completamente feliz chupando su vieja pipa, con un perro a sus pies y el otro descansando la cabezota sobre su rodilla. Estaba demostrado que Tim quería, en efecto, al abuelo.
El señor Henning no regresó aquella noche, para alivio de todos, pero llegó al día siguiente poco antes de la comida, trayendo con él a un delgado hombrecillo que portaba gruesas gafas y al que presentó como señor Richard Durleston.
—¡El gran señor Durleston! —dijo orgullosamente—. Sabe más de las viejas casas de Inglaterra que cualquier otra persona del país. Me gustaría enseñarle esa vieja puerta después de la comida, señora Philpot, y esa extraña abertura en la pared del dormitorio de arriba que se usaba para conservar ascuas y ladrillos para calentar las camas hace siglos.
Afortunadamente, el abuelo no estaba allí para poner objeciones, y después que hubieron comido, la señora Philpot condujo al señor Durleston hasta la vieja puerta tachonada de hierro.
—¡Ah, sí! —dijo el forastero—. Completamente auténtica. Un ejemplar muy hermoso. Yo que usted, ofrecería doscientas libras, señor Henning.
¡Cómo le habría gustado a la señora Philpot aceptar semejante oferta! ¡Qué diferencia sería para ella en el modo de llevar su casa! Sacudió la cabeza.
—Tendrían ustedes que hablar con el abuelo —dijo—. Pero me temo que dirá que no. Ahora le llevaré a usted a ver el extraño hueco que hay en uno de los dormitorios.
Llevó al señor Henning y al señor Durleston arriba, y los cuatro niños fueron detrás, seguidos por Tim. Realmente era una extraña abertura la que había en la pared. Tenía una portezuela de hierro forjado bastante parecida a la portezuela de una antigua estufa. Dentro había una gran cavidad que indudablemente se había utilizado como una especie de estufa donde colocar ladrillos para llevarlos a las camas frías. Algunos de los viejos ladrillos todavía estaban allí, efectivamente, ennegrecidos por el calor que habían recibido siglos atrás. La señora Philpot sacó lo que parecía ser una pesada bandeja de hierro de bordes ornamentados. Había en ella antiquísimos pedazos de carbón.
—Esta bandeja se utilizaba para conservar las ascuas antes de meterlas en los calientacamas —dijo—. Todavía conservamos uno de esos calientacamas; ahí en la pared, miren ustedes.
Los cuatro, tan interesados como los dos hombres, miraron el calientacamas de cobre, reluciendo en la pared con un fuerte brillo rojizo.
—Las ascuas se metían ahí —explicó la señora Philpot a los niños—, y luego esa especie de sartén era llevada con un largo mango por todos los dormitorios y se la dejaba reposar unos minutos sobre cada cama para calentarla. Y esta curiosa cavidad de la pared es, como ya os he dicho, el sitio donde la gente de hace muchos, muchísimos años, metía las ascuas y los ladrillos que, una vez calentados, eran envueltos en franela para ponerlos en las camas.
—¡Vaya, vaya! Todo esto es muy interesante. Y es muy raro ver cosas así tan bien conservadas —dijo el señor Durleston, mirando la abertura a través de los gruesos cristales de sus gafas—. También podría usted hacer una oferta por estas cosas, señor Henning. Es un interesante lugar antiguo éste. Creo que deberíamos echar un vistazo también a los graneros y a los edificios exteriores. Puede que haya algunas cuantas cosas que pueda usted adquirir ventajosamente.
Jorge pensó que era una suerte que los gemelos no estuviesen allí y no pudieran por tanto escuchar aquellas palabras. Parecían compartir con el abuelo la misma aversión a desprenderse de cualquiera de los tesoros pertenecientes a la vieja casa de campo. La señora Philpot guió a los dos hombres escaleras abajo, y los cuatro niños fueron detrás.
—Yo me encargaré de llevar al señor Durleston a la vieja capilla, señora —dijo el señor Henning, y la señora Philpot aprobó con una inclinación de cabeza.
Se apartó de ellos y se apresuró a volver a la cocina, donde tenía un pastel puesto en el horno. Los cuatro se miraron y Julián señaló a los dos hombres, que en aquel momento salían de la casa.
—¿Vamos nosotros también? —propuso—. Todavía no hemos visto esa capilla.
Así, pues, siguieron a los dos hombres y pronto llegaron ante un alto y extraño edificio con hermosas ventanitas de arcos abiertas en lo alto de los muros. Se quedaron a la puerta, a algunos pasos de distancia de los dos hombres, y miraron maravillados.
—Sí, en seguida se nota que fue en tiempos una capilla —dijo Julián, hablando instintivamente en voz baja—. Esas ventanas tan bonitas, ese arco de allá…
—Y la impresión que causa —dijo Ana—. Ahora comprendo por qué el anciano señor Finniston dijo en la tienda que aunque la capilla era ahora un granero, estaba todavía llena de oraciones. Se nota que aquí la gente venía a rezar, ¿no os da esa sensación? ¡Qué capillita tan linda! ¡Qué lástima que la utilicen como almacén!
—Me contó un viejo del pueblo, uno que tiene una tienda de antigüedades —dijo inopinadamente el señor Durleston—, que una tal lady Phillippa, que fue en tiempos la señora del castillo, traía aquí a sus quince hijos a enseñarles las oraciones. Es una historia bonita y probablemente cierta. Las capillas se solían construir cerca de los castillos. Me pregunto qué camino cogerían para ir desde el castillo a la capilla. Claro que como del castillo no queda el menor rastro, no lo podremos saber nunca.
—Me gustaría comprar esta capilla, derribarla y llevarla piedra a piedra a mi propiedad en los Estados Unidos —dijo el norteamericano entusiásticamente—. Es un bonito ejemplar, ¿verdad? Causaría un efecto maravilloso en mis tierras.
—No puedo aconsejarle eso —dijo el señor Durleston, meneando la cabeza—. No sería de buen gusto. Vayamos a esos edificios exteriores. Puede que haya algo interesante entre los viejos trastos.
Salieron, y los niños se quedaron detrás extasiados con la capillita. Había allí ordenadas pilas de sacos de granos y de productos que parecían fertilizantes. Una gata tenía tres gatitos acurrucados en uno de los sacos, y una paloma arrullaba en alguno de los arcos del techo. Era un sonido muy apacible, el más apropiado para aquel sitio pequeño y silencioso. Los niños salieron calladamente sin sentirse inclinados a seguir por más tiempo al jactancioso señor Henning.
—Menos mal que el otro hombre le ha quitado de la cabeza la absurda idea de desmontar la capilla piedra a piedra —dijo Ana—. Me resultaría insoportable ver cómo este antiguo y delicioso edificio era derribado hasta los cimientos para trasladarlo a continuación a sabe Dios qué sitio.
—Parece que te has enfadado de verdad, Ana. Casi estás tan furiosa como el abuelo —dijo Julián, agarrando a su hermana del brazo—. No creo que el señor Henning pueda comprar la capilla. Ni aunque ofreciera por ella un millón de dólares.
—A mí me son muy simpáticos los americanos —dijo Ana—. Pero no precisamente el señor Henning. Éste quiere comprar historia como quien compra bombones o caramelos.
Los demás se echaron a reír.
—Bueno —dijo Julián—, ¿qué me decís de dar una vueltecita ahora para ver qué plan trazamos respecto a la localización del castillo? Me imagino que todos estamos de acuerdo en que no puede estar muy lejos de la capilla.
—Sí, en eso estamos de acuerdo —dijo Dick—. Y también lo estamos en que el castillo debió de estar probablemente en una colina. Lo malo es que en esta granja hay tantas colinas, que tardaríamos un año en recorrerlas todas.
—Vayamos por lo pronto a la colina más próxima —dijo Jorge—. ¡Ah, mirad, ahí están los gemelos! Vamos a llamarlos. Puede que les guste venir.
Los gemelos se acercaron y dijeron que sí, que desde luego les gustaría mucho tratar de localizar los restos del castillo.
—Pero podríamos tardar años —dijo Enrique—. Puede estar en cualquier parte de la granja.
—Por lo pronto nos proponemos examinar esta primera colina —dijo Julián—. Vamos, Tim; vamos, Retaco. ¡Caramba, aquí está también la urraca Nariguda! No te me pongas en los hombros, Nariguda. Tengo en mucho aprecio a mis orejas.
—Chack —graznó la urraca, y voló hacia los gemelos.
Subieron por la colina. Pero allí no se veía más que hierba. Hierba por todos lados. Llegaron a un gran montículo y se quedaron mirándolo.
—Un topo muy grande es el que tiene que haber hecho esto —dijo Dick.
La frase hizo reír a todos, porque el montículo era tan alto que les llegaba a los hombros. Al pie podían verse madrigueras de conejos, aunque era poco probable que las utilizaran, ya que la gran enfermedad de los conejos, la mixomatosis, prácticamente los había exterminado a todos en la granja Finniston.
Tim no podía ver una madriguera de conejos sin ponerse a escarbar inmediatamente, y pronto él y Retaco estaban echando tierra sobre todo el mundo. Retaco era lo bastante pequeño como para colarse en una de las madrigueras. Fue lo que hizo, y volvió a los pocos segundos trayendo algo rarísimo: una cáscara de ostra. Julián, estupefacto, se la quitó de la boca.
—¡Mirad, una concha de ostra, y estamos a centenares de kilómetros del mar! ¿Cómo ha podido llegar aquí? Entra otra vez, Retaco. Escarba fuerte, Tim. ¡Ánimo! Se me está ocurriendo una idea.
Al poco tiempo, entre el trabajo de Tim y las exploraciones de Retaco, ya había sobre la hierba toda una colección de conchas de almejas y de huesos de distintos tamaños.
—¡Huesos! —dijo Ana—. No serán huesos de persona. No vayas a decirme, Julián, que este montículo tapaba una tumba antigua o algo por el estilo.
—No. Pero es algo más excitante todavía —dijo Julián—. Estoy casi seguro de que se trata de un viejo viertecocina.
—¿Un viertecocina? ¿Qué palabreja es ésa? —dijo Jorge—. ¡Oh, mirad, Tim trae otro montón de conchas!
—Un viertecocina es lo que podríamos llamar el basurero de las épocas antiguas —explicó Julián, al mismo tiempo que recogía algunas de las conchas—. A menudo era muy grande, cuando abarcaba toda la basura que salía de las casas solariegas… o de los castillos. Cosas como huesos y conchas no se pudren como otra basura, y creo que hemos encontrado el viertecocina del viejo castillo. ¡Qué hallazgo más magnífico! Ahora sabemos algo muy importante.
—¿Qué? —preguntaron todos, excitados.
—Pues sabemos que el castillo debió de estar situado en alguna parte de esta colina —dijo Julián—. Lo probable es que el viertecocina no estuviera lejos de sus muros. Estamos sobre la pista, exploradores, estamos sobre la pista. ¡Vamos, adelante, continuemos! Desplegarse. Examinad todo el terreno palmo a palmo.