UNA CHARLA MUY EXCITANTE
Los muchachos estaban ocupados dando martillazos y aserrando, y las niñas se sentaron a esperar que cesase el ruido. Estaba por allí Retaco, dando saltos ridículos con pedacitos de madera en la boca, y Nariguda, la urraca, se había enamorado de pronto de las virutas que ahora cubrían el suelo, y corría entre ellas dando chasquidos y picoteándolas.
Afuera, las gallinas cacareaban y cloqueaban, y no lejos de allí los patos parpaban ruidosamente.
—Ésos son los ruidos que a mí me gusta oír —dijo Ana, sentándose en un saco que había en un rincón. Alzó la voz y sobre el estruendo de los martillazos le gritó a Dick—: ¿Necesitas que te echemos una mano, Dick?
—No, gracias —respondió Dick—. Vamos a acabar esta parte y luego haremos un descanso para escuchar lo que tengáis que contarnos. Vosotras sentaos y admirad nuestra maravillosa obra de carpintería. Sinceramente, creo que ganaría muchas libras a la semana si me dedicase a esto.
—¡Ten cuidado, la urraca va a quitarte los clavos! —gritó Jorge. Tim dio un salto como si fuera a perseguir a Nariguda, y la urraca voló prontamente hasta una viga y se puso a soltar allí graznidos que parecían risotadas. Tim pensó que era desde luego un pájaro muy exasperante. Volvió a tenderse de golpe.
Por último, los niños acabaron la tarea en que estaban empeñados y se sentaron, pasándose las manos por las mojadas frentes.
—Bueno, ahora podéis contarnos las novedades —dijo Dick—. Menos mal que nos hemos librado del pelmazo de Junior; no habría sido raro que le hubiese clavado por error unas cuantas puntas si hubiese venido a molestarnos esta tarde. —Imitó el habla quejumbrosa de Junior—: ¡Por favor, déjame ir contigo, papaíto!
Afuera, con la oreja pegada al agujero, Junior apretó los puños. Gustosamente le habría clavado unas cuantas puntas a Dick en aquel momento.
Jorge y Ana empezaron a contar a los cuatro niños lo que el viejo señor Finniston les había referido aquella mañana.
—Se trata del castillo Finniston —dijo Ana—. El viejo castillo que dio su nombre al pueblo y a la granja. El anciano que nos contó todo esto se llama también Finniston y aunque parezca raro es descendiente de los Finnistons que vivieron en el castillo hace muchos siglos.
—Parece que se ha pasado la mayor parte de su vida tratando de descubrir todo lo relativo al viejo castillo —dijo Jorge—. Dice que ha rebuscado en las viejas bibliotecas y en los documentos antiquísimos que se conservan en la iglesia para poder averiguar algo que le permita reconstruir la historia del castillo.
Fuera del gallinero, Junior contenía el aliento para no perder ni una sola palabra. ¿Cómo? Su padre le había dicho que no podía sacarle una sola palabra a aquel viejo señor Finniston de la tienda de antigüedades, ni una palabra sobre el castillo y sobre su historia, y ni siquiera sobre dónde se hallan las ruinas… Entonces, ¿por qué se lo había contado a Ana y a aquel antipático muchacho que era Jorge? Junior se sentía irritado y se dispuso a escuchar con mayor avidez aún.
—Cuenta la historia que en el siglo XII unos enemigos vinieron a atacar el castillo una noche y que ya había traidores en el interior, quienes le prendieron fuego, por lo que la gente del castillo tuvo que dedicarse a combatir el incendio y no estaban preparados para la lucha —dijo Jorge—. El interior del castillo se quemó hasta los cimientos, y luego los grandes muros de piedra se derrumbaron hacia adentro, formando enormes montones que cubrieron el sitio donde se había alzado el castillo.
—¡Uf! —dijo Dick, imaginándoselo todo—. ¡Qué nochecita debió de ser ésa! Supongo que todo el mundo perecería por las armas o por el fuego, ¿no?
—No, a la señora del castillo no la mataron, y se dice que trasladó a sus hijos a la capillita que está cerca de la casa de campo (por cierto, gemelos, tenemos que ir a verla) y que allí permanecieron a salvo. Como quiera que sea, algunos miembros de la familia debieron escapar, porque uno de sus descendientes es el propietario de esa tiendecita de antigüedades, el viejo señor Finniston.
—Eso es tremendamente interesante —dijo Julián—. ¿Dónde estaba situado el castillo? Debería reconocerse fácilmente a causa de las grandes masas de piedras que cayeron cuando se derrumbaron los muros.
—Pues no, ahora no están allí —dijo Jorge—. El señor Finniston opina que cuando el viento y los cambios de temperaturas las rompieron en trozos más pequeños fueron retiradas por los granjeros y campesinos que vivían por los alrededores, para construir cercados o brocales de pozo. Dice que hay algunas en esta granja. Él tampoco sabe dónde estuvo en tiempos el castillo, porque el paraje debe de estar cubierto de hierbas, y si no ha quedado ninguna piedra como referencia, no sería fácil localizarlo.
—¡Pero, oh, Julián, cuánto me gustaría que pudiéramos encontrarlo! —exclamó Ana con voz excitada—. Porque, como dice el señor Finniston, las bodegas y los calabozos, probablemente siguen donde estaban, intactos. Haceos cargo, nadie pudo descubrirlos durante años a causa de las pesadas piedras allí amontonadas, y cuando se llevaron las piedras, la gente se había olvidado de todo lo relativo al castillo y a los calabozos.
—¡Caramba!, entonces todavía pueden seguir donde estaban, con lo que quiera que se hubiese guardado en ellos hace centenares de años —dijo Dick, excitado—. Puede que haya allí cosas de un valor incalculable, tan viejas como las colinas. Quiero decir que incluso una vieja espada rota valdría su peso en oro por ser tan antiquísima. Bueno, no digamos ni una palabra de todo esto delante del americano, porque es capaz de ponerse a excavar en toda la finca.
—Eso, ni pensarlo —dijo Jorge—. No se enterará de una sola palabra.
¡Ay! Poco sospechaba Jorge que ni una sola palabra se le había escapado a Junior, cuya oreja izquierda todavía estaba pegada al agujero de la madera. Tenía la cara roja de sorpresa y satisfacción. ¡Vaya un secreto! ¿Qué diría su padre? ¡Calabozos! ¡Quizá llenos de oro y de joyas y de toda clase de cosas! Se frotó las manos encantado pensando que pronto daría una lección a aquellos niños antipáticos, pues en cuanto su padre regresara, se lo contaría todo. ¡Qué gracia!
Tim oyó el ruidito que hizo Junior al frotarse las manos, y se irguió, gruñendo, con las orejas empinadas. Retaco gruñó también, un ruidito en miniatura que nadie tomó en serio. Tim oyó luego cómo Junior se escabullía con el mayor silencio posible, lleno de miedo porque había oído gruñir al perrazo. Tim gruñó de nuevo y seguidamente ladró con fuerza, corriendo hacia la puerta cerrada del gallinero, que se puso a arañar con las manos.
—¡Alguien está afuera, pronto! ¡Si es Junior, lo echaré al montón de estiércol! —gritó Dick, y abrió la puerta de par en par. Todos salieron en tropel y miraron en torno, pero no había nadie. Junior había puesto pies en polvorosa y estaba ahora a salvo detrás del seto más próximo.
—¿Qué era, Tim? —preguntó Jorge. Se volvió hacia los demás—. Puede que haya oído a las gallinas escarbando cerca de la puerta —explicó—. No hay nadie por aquí. Por un momento temí que fuera esa sabandija de Junior. No dejaría de contárselo todo a su papaíto.
—Escuchad, gemelos: el señor Finniston nos dijo que una de las cosas que se salvó del castillo, o que tal vez se encontró después, fue una gran puerta de roble con tachones de hierro —dijo Ana, que se había acordado de pronto—. ¿No es ésa una de las puertas de vuestra cocina?
—Sí, debe de ser la puerta que da al pasillo oscuro —dijo Enrique—. Vosotros no os habréis fijado mucho porque casi siempre está abierta, y aquella parte está muy oscura. Ahora que lo decís, caigo en la cuenta de que muy bien podría provenir del castillo. Es enormemente gruesa y fuerte. Me pregunto si papá estará enterado.
—Se lo diremos —dijo Enriqueta—. Bueno, ¿y si alguna vez saliéramos a buscar el sitio donde estuvo el castillo? ¡Si pudiéramos encontrarlo! ¿Creéis que si encontramos las bodegas y los calabozos llenos de cajas y de cosas, nos pertenecerían? La granja desde luego pertenece a nuestra familia, y toda la tierra de los alrededores.
—¿Sí? Bueno, pues entonces, naturalmente, todo lo que se encuentre en esta tierra será vuestro —dijo Julián.
—¡Podríamos comprar un nuevo tractor! —dijeron los gemelos, al unísono, con idéntica voz excitada.
—Vamos a buscar ahora mismo —propuso Jorge, con voz tan enérgica, que Tim se incorporó y se puso a ladrar.
—No. Debemos acabar antes este trabajo —dijo Julián—. Prometimos que lo haríamos. Sobra tiempo para husmear, puesto que nadie está enterado de esto excepto nosotros.
Naturalmente, Julián estaba equivocado. Junior lo sabía, y Junior pensaba contarle a su padre todo el secreto tan pronto como pudiese. Le costaba trabajo aguardar su regreso.
—Bueno, será mejor que volvamos a casa —dijo Jorge—. Le prometimos a la señora Philpot que cogeríamos algunas frambuesas para la cena, así es que vamos a buscar cestillos y a empezar. ¡Oh, espero que localizaremos el paraje del castillo! Estoy segura de que soñaré con él esta noche.
—Bueno, procura soñar dónde está el sitio —dijo Julián, con una carcajada—. Así, mañana por la mañana podrás llevarnos sin titubear al lugar exacto. Supongo que vosotros no tendréis la menor idea de dónde es, ¿verdad, gemelos?
—No —dijeron los dos, frunciendo el ceño—. Ni la menor idea.
Y Enriqueta añadió:
—Habéis visto lo grande que es la finca, y supongo que pudo estar construido en alguna parte de nuestros terrenos.
—Sí, pero probablemente cerca de la cresta de una colina —dijo Julián—. Como sabéis, los castillos solían dominar el terreno de los alrededores, para poder divisar fácilmente a los enemigos que se acercaran. Y además, Jorge dijo que el señor Finniston les habló de que la señora del castillo escapó con sus hijos y los llevó a salvo a la capilla, que no debería de estar muy lejos. Sospecho que el paraje del castillo no debía estar a más distancia que a medio kilómetro de la capilla, lo que reduce la extensión donde hay que buscar. A propósito: tenemos que echar una ojeada a esa capilla; resulta interesante, aunque la hayan utilizado como almacén durante años.
Las niñas estuvieron cogiendo frambuesas el resto de la tarde, y los muchachos acabaron sus tareas. Regresaron a la casa de campo para tomar el té, sintiéndose agradablemente cansados. Las niñas ya estaban allí, poniendo la mesa. Se precipitaron hacia los gemelos, y Jorge habló excitadamente:
—¡Gemelos! Hemos estado mirando la vieja puerta tachonada de clavos. ¡Es magnífica! Venid a verla, Julián y Dick. Si no procede del viejo castillo, yo soy la emperatriz de Hungría.
Los condujo hasta la gran puerta que se abría desde la cocina al pasillo que llevaba al patio. Con mucha dificultad, la movió para cerrarla. Todos miraron atentamente. Se comprendía que a Jorge le hubiese costado trabajo moverla. Era maciza y fuerte, hecha de roble viejísimo. Grandes tachones de hierro habían sido introducidos en la madera tan profunda y firmemente, que sólo destruyendo la puerta se habrían podido quitar. Había un curioso llamador de hierro en el centro de la parte exterior, y Jorge lo levantó y lo dejó caer dulcemente. Un sordo retumbo resonó en la cocina e hizo dar a los demás un respingo.
—Supongo que era el llamador que utilizaban las visitas que iban al castillo —dijo Jorge, riéndose ante las caras de sorpresa de los demás—. Forma bastante ruido para despertar a cualquiera y dar la alerta a los centinelas. ¿Creéis que era la puerta principal del castillo? Es lo bastante grande para eso. Debe de pesar unos cuantos cientos de kilos.
—¡Mirad, allí está Junior! —dijo Ana en voz baja—. Está sonriendo muy maliciosamente. ¿Qué creéis que estará tramando? Me gustaría saberlo.