Capítulo X

UNA BUENA RACIÓN DE GRITOS

Ana y Jorge, con Tim corriendo delante de ellas, regresaron a la granja para buscar a los muchachos, pero no pudieron verlos por ninguna parte y se dieron por vencidas. Entraron en la casa y encontraron a la señora Philpot pelando guisantes. Inmediatamente se hicieron cargo de la faena.

—Los muchachos están todavía ayudando a arreglar el gallinero —dijo la señora Philpot—. Los Enriques se sienten muy complacidos al tener dos pares de manos más que los ayuden. Siempre hay algo que necesita reparación. Si pudiéramos adquirir unas cuantas cosas que necesitamos con urgencia, un tractor nuevo, por ejemplo… ¡Pero cuestan tanto! También hay que reparar los graneros, y en cuanto a los gallineros, están casi derrumbándose.

—Espero que la cosecha será buena este año —dijo Ana—. Eso será una ayuda, ¿no?

—¡Oh, sí, no dejamos de rezar para que continúe el buen tiempo! —dijo la señora Philpot—. Gracias a Dios, las vacas dan mucha leche. No sé qué íbamos a hacer sin el dinero que sacamos de la leche. Pero, ¿para qué voy a molestaros con mis problemas, si habéis venido aquí a pasar unas alegres vacaciones?

—Usted no nos molesta y creemos que es muy amable por su parte que nos deje ayudarla un poco —dijo Ana—. Nos disgustaría que no nos lo permitiese.

Las niñas no tuvieron ninguna oportunidad de poder decir a los muchachos lo que el viejo señor Finniston les había contado. Ellos estaban en los gallineros con los dos Enriques y Retaco, martilleando y aserrando alegremente. Retaco estaba encantado de tener a tanta gente que silbaba con alegría en torno de él, y se afanaba en transportar trozos de madera de un niño a otro, en la equivocada creencia de que estaba prestando una gran ayuda.

Nariguda, la urraca, estaba allí también, pero no se granjeaba tantas simpatías como Retaco. Se lanzaba contra cualquier clavo o tornillo brillante que veía y levantaba el vuelo con él sin preocuparse de los indignados gritos que la seguían.

—¡Otra vez esa estúpida urraca! —dijo Julián, alzando la cabeza, enfurecido—. Acaba de quitarme el clavo justo que me hacía falta. ¡Nariguda de nombre y descarada por naturaleza!

Los gemelos reían. Ahora parecían niños completamente diferentes: amistosos, divertidos, serviciales y formalitos. Julián y Dick los admiraban: ningún trabajo era demasiado difícil para ellos, ninguna hora era demasiado larga para ellos si podían ayudar a su padre o a su madre.

—Nos irritaba pensar que ibais a venir, porque nos imaginábamos que eso le daría a mamá mucho más trabajo —explicó Enrique—. Pensamos que si nos mostrábamos groseros con vosotros os marcharíais. Pero no habéis venido para dar más trabajo. Ayudáis muchísimo. Es agradable teneros aquí.

—Espero que las niñas hayan vuelto ya —dijo Dick—. Sé que vuestra madre necesitará ayuda para los guisantes, con la cantidad tan enorme que tendrá que pelar para tanta gente… Veamos, contando a vuestro abuelo, casi doce personas para la comida. ¡Uf, confío en que las niñas hayan llegado! ¡Ah, ahí viene otra vez la urraca descarada! ¡Ten cuidado, Julián, te va a quitar uno de esos tornillos! ¡Retaco, échala!

El diminuto perro de aguas se lanzó contra la picuda urraca, ladrándole con su aguda vocecita, muy contento de tener tantos niños alrededor. Nariguda voló hasta lo alto del gallinero y movió las alas queriendo decir con sus chasquidos cosas muy groseras en voz muy alta realmente.

La comida fue más bien casi un banquete, por el número de personas que concurrió. El abuelo frunció el ceño cuando vio entrar al señor Henning con Junior. Éste se dirigió a su sitio en la mesa lanzando a Jorge su mejor mohín. Pero ella era tan buena como Junior en lo de hacer mohines, y el señor Henning, que por casualidad la vio hacer aquella mueca gigantesca, se escandalizó.

—Vamos, vamos, muchacho —le dijo—. ¿Por qué pones una cara tan fea?

Nadie le explicó que Jorge era una niña. La señora Philpot se sentía en realidad muy divertida. Le tenía simpatía a Jorge y no podía menos de pensar que realmente habría sido un muchacho muy agradable.

—Oiga… señor Philpot, ¿le molestaría que trajese mañana aquí a un amigo para la comida del mediodía? —preguntó el señor Henning—. Se llama Durleston, señor Durleston, y es una gran autoridad en antigüedades. Va a darme algunos consejos. Como recordará, usted me habló de que tenía una vieja caldera empotrada en la pared de uno de los dormitorios y donde en otros tiempos la gente solía meter ascuas para preparar calientacamas y ladrillos y meterlos entre las sábanas. He pensado que…

—Supongo que ha pensado usted que la podría comprar —vociferó de pronto el viejo abuelo desde su sitio en la cabecera de la mesa. Golpeó en el mantel con el mango del cuchillo—. Pues lo primero que tiene que hacer es pedirme permiso a mí, ¿sabe? Esta casa es mía aún. Soy un viejo, tengo cerca de noventa años, pero todavía conservo la cabeza firme. No me gusta que se vendan las cosas que han pertenecido a nuestra familia durante centenares de años. No me gusta. Y le digo…

—Vamos, vamos, abuelo, no se excite usted —dijo la señora Philpot con su voz más suave—. ¿No le parece que es mejor vender cosas viejas que no vamos a utilizar nunca, para comprar herramientas nuevas o madera para reparar los graneros?

—¿Por qué no vendérselas entonces a nuestra propia gente? —vociferó el abuelo, dando golpes otra vez con el cuchillo—. ¡Sacarlas de nuestro país! ¡Forman parte de nuestra historia! ¡Vender nuestro derecho de primogenitura por un plato de lentejas, eso es lo que estamos haciendo! Y eso lo dice la Biblia, permítame que se lo diga, señor Henning, en caso de que no lo sepa.

—Claro que lo sé —dijo el señor Henning poniéndose en pie y vociferando como el abuelo—. No soy tan ignorante como parece que usted cree de mí. Debiera alegrarle que un país pobre, arruinado y retrógrado como Bretaña haya conservado algo que vender a un país hermoso y floreciente como Norteamérica. Usted…

—Basta ya, señor Henning —dijo la señora Philpot, con tal dignidad, que el señor Henning se puso colorado y se sentó a toda prisa.

—Lo siento, señora —dijo—. Pero ese viejo me saca de mis casillas. Ésa es la verdad. ¿Qué mosca le ha picado? Todo lo que quiero es comprar cosas que ustedes quieren vender. Ustedes necesitan tractores nuevos, yo quiero trastos viejos, y estoy dispuesto a pagarlos. Sólo se trata de eso: de comprar y vender.

—¡Trastos viejos! —vociferó de nuevo el abuelo, golpeando esta vez con su vaso—. ¿Llama usted trasto viejo a esa antigua rueda de carreta que nos compró? ¡Pero si tiene más de doscientos años! La hizo mi bisabuelo, él me lo contó, cuando yo no era más que un chiquillo. No encontrará usted otra rueda como ésa en Inglaterra. Esa rueda se hizo antes de que hubiera nacido el primer norteamericano. Le digo a usted…

—Vamos, vamos, abuelo, ya sabe que se pondrá enfermo si sigue así —dijo la señora Philpot, y se levantó y se dirigió al anciano, que estaba temblando de furia—. Usted pertenece a los viejos tiempos, y no le gustan los tiempos nuevos, y yo no se lo censuro. Pero las cosas cambian, ya sabe usted. Cálmese y venga conmigo y tiéndase un ratito.

Sorprendentemente, el anciano permitió que la señora Philpot lo sacase de la estancia. Los siete niños habían permanecido en completo silencio mientras se desarrolló la discusión. El señor Philpot, con aire disgustado, rompió su silencio habitual y dirigió unas pocas palabras al señor Henning, quien también tenía una expresión de disgusto.

—Una tormenta en un vaso de agua —dijo—. Pronto despejará.

—¡Hum! —dijo el señor Henning—. Me ha estropeado la comida. Viejo egoísta, ignorante y rudo.

—No es verdad —dijo uno de los gemelos, con una voz que temblaba de cólera—. Es…

—¡Basta ya, Enrique! —dijo su padre, con voz tan severa, que Enrique se calló de improviso, pero empezó a rechinar los dientes para mostrar que todavía estaba enfadado, haciendo un ruido muy curioso en la mesa, que entonces se había quedado silenciosa. Junior había permanecido callado como un ratón todo el tiempo, asustado ante el furioso anciano. Tim había soltado unos pocos y pequeños gruñidos, y Retaco había salido disparado de la cocina tan pronto el abuelo había empezado a gritar.

La señora Philpot volvió y se sentó, con aire de tristeza y de cansancio. Julián empezó a hablarle de Juanita y de los almendrados, y pronto consiguió hacerla sonreír. Incluso se rió alegremente cuando Jorge le contó que habían traído seis almendrados para dárselos a Bill por haberlos llevado en el «Land-Rover».

—Yo sé cómo son esos almendrados —declaró Junior—. Una semana compré más de treinta. Son sencillamente maravillosos.

—¡Treinta! No es de extrañar entonces que tengas esa cara de luna llena —dijo Jorge, antes de poder contenerse.

—¡Cara de luna llena, tú! —replicó Junior, sintiéndose a salvo con su padre al lado.

Oyó un repentino y ominoso gruñido bajo la mesa, sintió un cálido aliento en la desnuda pierna y decidió no decir nada más. Se había olvidado completamente del vigilante Timoteo.

Julián pensó que había llegado la hora de tener una conversación algo más alegre y empezó a hablarle a la señora Philpot de los gallineros y de la buena tarea que estaban haciendo remendándolos contra la lluvia. El señor Philpot escuchaba también, asintiendo de vez en cuando con una inclinación de cabeza, hasta llegar a tomar parte en la conversación.

—Sí, sabéis manejar bien las manos, muchachos. Eché una ojeada cuando pasé por allí. ¡Buen trabajo!

—También Enriqueta es buena —dijo Enrique inmediatamente—. Ella ha reparado ese rincón por donde entraban las ratas. ¿No es verdad, Enrique?

—Yo quería ayudar, papaíto, pero me echaron como si fuera un perro sarnoso —dijo Junior con tono de queja—. No quieren que esté con ellos. Eso me hace sentirme solo, papaíto. ¿No podría salir contigo esta tarde?

—No —dijo el padre tajantemente.

—Por favor, papaíto —insistió Junior con voz quejumbrosa—. ¡Déjame ir contigo, papá!

—¡No! —repitió el padre, exasperado.

Tim soltó un nuevo gruñido. No le gustaban las voces irritadas. No podía comprender por qué había allí tantas disputas y permanecía en pie, tenso y al acecho, hasta que Jorge le dio un suave golpecito con la punta del pie. Entonces se tendió, poniendo la cabeza sobre los pies de su ama.

Todo el mundo se sintió contento cuando la comida terminó, aunque los platos habían sido deliciosos. Las niñas y Enriqueta insistieron en que la señora Philpot debía retirarse a descansar mientras ellas quitaban la mesa y fregaban la vajilla.

—Bueno, procurad mostraros amables con Junior esta tarde —dijo ella al marcharse—. Se quedará completamente solo cuando su padre se vaya. Permitidle que esté con vosotros.

Nadie contestó. No tenían la menor intención de permitir que Junior estuviese con ellos. «¡Mocoso mimado y sin educación!», pensó Jorge, barriendo con tanta fuerza que casi derribó a Ana.

—Julián —dijo en voz baja, agarrándolo junto a la puerta cuando el muchacho salía—, Ana y yo tenemos algo interesante que contaros. ¿Dónde estaréis esta tarde?

—Supongo que en los gallineros —dijo Julián—. Allí os esperaremos a ti y a Ana. Podremos vernos dentro de una media hora.

Junior tenía buen oído. Escuchó exactamente lo que Jorge había dicho, y en seguida se sintió lleno de curiosidad. ¿Qué era esa cosa tan interesante que Jorge quería contarle a los muchachos? ¿Era un secreto? Perfectamente; ya procuraría él enterarse.

Y así, cuando las niñas acabaron su trabajo y se pusieron en marcha hacia los gallineros, Junior las siguió discretamente a cierta distancia. Se mantuvo sin ser visto hasta que observó como Jorge y Ana desaparecían en un gallinero donde los demás estaban trabajando, y entonces se arrastró hasta un rincón del exterior y pegó la oreja a un agujero que había en la madera. «¡Voy a hacer que se arrepientan de tenerme tan apartado! ¡Ya verán como lo consigo!».