UN RELATO MUY INTERESANTE
Ana y Jorge miraban fascinadas al extravagante viejecillo mientras éste les iba contando cosas. Estaba allí tras el mostrador de su oscura tiendecita de antigüedades, rodeado por cosas mucho más viejas que él mismo; un hombrecillo encorvado con sólo unos cuantos cabellos en la cabeza. Tenía una carita arrugada con ojos tan tapados por párpados caídos, que parecían mirar a través de las rendijas.
Las dos niñas se sintieron sobrecogidas al oír que el anciano señor Finniston descendía realmente de los remotos Finnistons que vivieron en el castillo Finniston.
—Por eso se llama usted así, ¿verdad? —preguntó Ana—. Háblenos del castillo. Sólo hoy nos lo han mencionado por primera vez. Pero ni siquiera sabemos exactamente dónde estuvo. No he visto una sola piedra cuando esta mañana dimos una vuelta por toda la finca.
—No, no podríais —dijo el señor Finniston—. Fue incendiado hasta los cimientos, y a lo largo de los siglos la gente ha ido cogiendo las piedras viejas para construir cercados. Sí, fue hace mucho, muchísimo tiempo.
—¿Cuánto? —preguntó Jorge.
—Veamos: lo quemaron en 1192, siglo doce —dijo el señor Finniston—. En la época normanda, ya sabéis. ¿Habéis oído hablar alguna vez de los normandos? Hoy no enseñan en las escuelas como en mis tiempos, así es que tal vez…
—¡Claro que hemos oído hablar de los normandos! —dijo Jorge, indignada—. Cualquier niño lo sabe. Conquistaron Inglaterra, y el primer rey normando fue Guillermo I el Conquistador, en 1066.
—¡Vaya, está bien! Se ve que habéis estudiado algo —dijo el señor Finniston—. Bueno, era un castillo normando; mirad, como el de este cuadro, ¿veis?
Y les mostró una copia de un viejo grabado. Las niñas se quedaron mirando el castillo de piedra allí representado.
—Sí. Es un castillo normando —dijo Jorge—. ¿Era igual el castillo Finniston?
—Tengo una copia de un viejo dibujo donde está representado —dijo el anciano—. Ya la buscaré y os la enseñaré algún día. Un castillo pequeño, por supuesto, pero un ejemplar muy hermoso. Bueno, bueno, no creo que os interesen mucho estos detalles. El cómo lo quemaron no lo sé. Todavía no se ha podido aclarar con certeza. Corre la leyenda de que fue atacado de noche por el enemigo y que dentro del castillo había traidores que le prendieron fuego, y mientras la gente del castillo estaba combatiendo el incendio, el enemigo entró y los mató a casi todos.
—Entonces, supongo que después de eso el castillo no seguiría siendo habitable —dijo Ana—. Pero es extraño que por ninguna parte se vea ni siquiera una sola piedra.
—¡Oh, en eso te equivocas! —dijo el señor Finniston con tono triunfal—. Hay piedras del castillo, las hay por toda la granja. Pero sólo yo y el abuelo sabemos dónde están ahora. Hay una vieja pared con algunas de las piedras del castillo en la parte de abajo, y hay un pozo… pero no, no debo deciros estos secretos. Podríais contárselos a los americanos que vienen por aquí a comprar todos nuestros viejos tesoros.
—Nunca haremos eso, lo prometemos —dijeron ambas niñas al mismo tiempo, y Tim golpeó con la cola en el suelo como si también él quisiera dar su palabra.
—Bueno, quizás el abuelo quiera mostraros una o dos de las viejas piedras del castillo —dijo el señor Finniston—. Pero lo dudo, lo dudo. Os diré una cosa que podéis ver en la casa de campo. Como todo el mundo lo sabe, no es ningún secreto. ¿Habéis visto la vieja puerta de la cocina, la que da al patio?
—Sí. ¿Se refiere usted a la puerta de roble tachonada de clavos de hierro? —preguntó Ana inmediatamente—. Ahora están muy de moda como portones en las casas corrientes. No irá usted a decirnos que esa puerta de casa de campo es verdaderamente antigua.
El señor Finniston se llevó las manos a la cabeza y gimió como si le doliera.
—¡De moda! ¡De moda! ¿Adónde vamos a parar? ¿Cómo es posible confundir esa hermosa puerta antigua con las ridículas copias que veis en las casas modernas? ¿Adónde va el mundo, Señor? ¿No os dais cuenta de que esa puerta es verdadera, vieja de siglos, y que una vez colgó sobre grandes goznes en un castillo? ¿No os dais cuenta de cuándo las cosas son venerables con el paso de los años?
—Bueno —dijo Ana, bastante turbada—, no me he fijado en la puerta, pero es que, mire usted, aquella parte está muy oscura y realmente no podemos verla muy bien.
—Sí, sí, mucha gente va siempre con los ojos casi cerrados —dijo el señor Finniston—. Echad una ojeada a esa puerta, palpadla, mirad el gran llamador que tiene. Pensad en la vieja gente normanda que hace siglos martilleaba la puerta con ese llamador.
Jorge suspiró. Aquel tipo de cosas no le interesaba a ella tanto como a Ana. De pronto se le ocurrió una idea.
—Pero, señor Finniston, si el castillo estaba construido de piedra, ¿cómo es que se quemó hasta los cimientos? —preguntó—. ¿Qué sucedió?
—No he podido averiguarlo —dijo el señor Finniston tristemente—. He estado en todas las bibliotecas antiguas del condado y he examinado todos los viejos libros de aquella época, y he rebuscado entre los viejos pergaminos de la iglesia de Finniston. Lo único que he podido sacar en claro es que el castillo fue asaltado por enemigos y, como ya he dicho, un traidor que estaba dentro prendió fuego al castillo al mismo tiempo. Los techos cedieron, y el castillo se vio envuelto en llamas desde las almenas a los fosos. Los grandes muros se derrumbaron hacia dentro y cubrieron la base, y la familia Finniston huyó. A lord Finniston lo mataron, pero su mujer recogió a los niños y los escondió. Se dice que los escondió en la vieja capilla, la que está cerca de los graneros de la granja. Tal vez los llevó por un pasadizo secreto subterráneo que iría desde los calabozos hasta la capilla misma.
—¿Qué dice? ¿Que todavía hay allí una vieja capilla? —preguntó Ana—. ¿No la quemaron también?
—No, no la quemaron. Todavía está en pie —dijo el señor Finniston—. El abuelo os la enseñará. —Movió la cabeza pesarosamente—. Ahora es un almacén para granos. ¡Lástima, lástima! Pero, fijaos, veréis que todavía está llena de oraciones.
Las niñas se quedaron mirándolo, preguntándose qué habría querido decir. Empezaban a pensar que debía estar un poco loco. Permaneció allí un rato con la cabeza inclinada sin decir nada. Luego alzó los ojos.
—Bueno, ésa es la historia, jovencitas, no un cuento cualquiera, sino historia de verdad. Ocurrió hace más de setecientos años. Y os voy a decir algo más.
—¿Qué? —preguntaron las dos niñas.
—Aquel castillo tenía bodegas y calabozos —dijo el anciano—. El fuego sólo quemó hasta el suelo de la planta baja, que estaba hecho de tierra apisonada, no de madera, y por eso no pudo arder. Las bodegas y los sótanos no pueden haber sido destruidos, continúan allí sin haber sufrido daños. Eso es lo que llevo pensando desde que tengo uso de razón. Pero ¿dónde están esas bodegas que deben hallarse intactas?
Hablaba con una voz tan hueca, que las niñas llegaron a sentirse amedrentadas. Jorge fue la primera en tranquilizarse.
—Pero ¿por qué no se han descubierto nunca los calabozos? —preguntó—. Quiero decir, seguramente alguien pensó en ellos y se preguntó asimismo dónde estarían situados.
—Bueno, cuando el castillo se derrumbó y se cayeron los muros, cualesquiera entradas subterráneas debieron de quedar cubiertas completamente con piedras enormemente pesadas —dijo el señor Finniston, mirando a las niñas con gran seriedad—. Los campesinos y jornaleros que vivían alrededor seguramente no podían moverlas y es probable también que estuviesen asustados. Quizás esas piedras estuvieron en el mismo sitio durante años y más años hasta que el viento y los cambios de temperatura fueron rompiéndolas. Entonces se las llevaron para construir cercados y brocales de pozo. Pero ya por ese tiempo todo el mundo se había olvidado de los calabozos. Porque esto debió de ocurrir siglos después.
Se detuvo y estuvo rumiando algún tiempo. Las niñas esperaban cortésmente que continuase.
—Sí, todo el mundo se olvidó, y todo el mundo sigue olvidándose —dijo—. Algunas veces me despierto en mitad de la noche y me pregunto qué habrá en aquellos sótanos. ¿Huesos de prisioneros? ¿Cajones de monedas? ¿Cosas metidas allí por la señora del castillo? No dejo de nacerme tales preguntas.
Ana se sentía incómoda. ¡Pobre viejo! Vivía absolutamente en el pasado. Su imaginación le había tejido una fantasía viviente, una historia que no tenía fundamento cierto ni verdad demostrable. Le daba lástima. Deseaba poder ir y ver el sitio donde se había alzado en tiempos el viejo castillo. Estaría todo cubierto de hierbas y yerbajos, se mecerían allí las ortigas, y en verano ondearían las amapolas. Probablemente no habría nada en absoluto que mostrar en el sitio donde en tiempos se había alzado un orgulloso castillo, recortadas sus torres contra el cielo, con las banderas flameando en las almenas. La niña podía casi oír los gritos del enemigo que se acercaba en un galope furioso, y el ruido temible del choque de las espadas. Tuvo un escalofrío y se enderezó.
«Estoy tan loca como ese pobre viejo —pensó—. Me dejo llevar de la fantasía. Pero es que es un cuento tan bonito. A los muchachos les gustará oírlo. Me pregunto si el americano estará enterado».
—¿Conoce ese americano, el señor Henning, la vieja historia? —preguntó, y el anciano se puso rígido de repente.
—La historia completa, no; sólo lo que ha oído en el pueblo —dijo—. Viene aquí y no hace más que fastidiarme. Le gustaría traer hombres y excavar todo el paraje. Lo sé. Sería capaz de comprar toda la granja nada más que por localizar la situación del castillo, si realmente supiera que había algo de valor en los sótanos del edificio desaparecido. No le contaréis nada de lo que os he dicho, ¿verdad? He hablado demasiado. Siempre me pasa lo mismo cuando alguien me saca de quicio. ¡Ah, pensar que mis antepasados vivieron en el castillo Finniston y que ahora yo estoy aquí: un pobre viejo en una tiendecita de antigüedades a la que no viene nadie!
—Bueno, nosotros vendremos —dijo Ana—. Quería comprarle algunos arreos de caballo, pero ya lo haré otra vez. Ahora está usted nervioso. Será mejor que descanse.
Salieron de la tiendecita casi de puntillas.
—¡Cielo santo! —exclamó Jorge, excitada—. No veo la hora de contárselo a los muchachos. ¡Qué historia! Y en realidad parece que tiene un gran fondo de verdad, ¿no crees, Ana? Propongo que nos dediquemos a descubrir dónde estuvo realmente ese viejo castillo. Y luego haremos un registro a fondo. ¿Quién sabe lo que podremos encontrar? ¡Anda, volvamos a la granja lo antes posible!