Capítulo VII

LOS GEMELOS CAMBIAN DE ACTITUD

Los gemelos, Enrique y Enriqueta, habían tomado su desayuno hacía ya algún tiempo. Ahora entraban en la gran cocina, Retaco pisándoles los talones, y fruncieron el ceño al ver que los Cinco todavía estaban desayunándose allí. Ana no hacía más que soltar carcajadas escuchando el relato de Jorge sobre la manera como había tratado a Junior.

—Tendríais que haber visto la cara que puso cuando le dejé caer la bandeja del desayuno sobre las rodillas y el café hirviendo lo salpicó —decía Jorge—. Soltó un grito que sobresaltó incluso al viejo Tim. Y cuando me propinó un golpe y Tim subió a la cama y lo tiró al suelo, los ojos casi se le salían de las órbitas.

—No es de extrañar, entonces, que haya decidido bajar todas las mañanas a tomar su desayuno aquí —dijo Julián—. Le aterraba pensar verte aparecer de nuevo con la bandeja del desayuno.

Los gemelos escuchaban todo aquello estupefactos. Se miraron y se hicieron una inclinación de cabeza. Luego se acercaron a la mesa y por primera vez sólo habló uno de los gemelos. Nadie sabía si era Enrique o Enriqueta, porque ambos eran idénticos como dos gotas de agua.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el gemelo a Jorge—. ¿Por qué subiste tú la bandeja con el desayuno de Junior?

—Porque estábamos ya hartos de la forma dominantona como Junior y su papi tratan a tu madre —dijo Jorge—. Hay que ver lo que significa tener que llevarle a un muchacho el desayuno a la cama.

—Así es que a Jorge se le metió en la cabeza subir el desayuno ella en persona, y estaba diciendo que le ha dado una lección tal que en lo sucesivo será más considerado con vuestra madre —dijo Dick—. Pero aún hay más: fui lo bastante idiota para apostarme con Jorge que no sería capaz de hacerlo, y ahora me ha ganado el mejor cortaplumas que he tenido nunca, ¡mirad!

Jorge enseñó orgullosamente la navajita. Los gemelos soltaron una alegre risotada que sorprendió muchísimo a los demás.

—¡Bueno, bendito sea Dios! —dijo Dick—. Me imaginaba que no sabíais reír. Os mostráis siempre tan altivos y tan hoscos… Bueno, ya que os habéis dignado hablarnos, permitid que os diga que vuestra madre está apuradísima y que en vez de ocasionarle más molestias, todos la vamos a ayudar cuanto podamos. ¿De acuerdo?

Los dos gemelos estaban sonriendo ahora ampliamente. Hablaban por turno, lo que realmente resultaba mucho más agradable que su acostumbrada manera rígida de hablar al unísono.

—¡Junior nos es muy antipático! —dijo uno de los gemelos—. Cree que nuestra madre es una especie de esclava que ha de acudir cuando él toca el timbre o le da un grito.

—Su padre es lo mismo —dijo el otro gemelo—. A cada momento está queriendo esto o lo otro y mandando a nuestra madre a que vaya a buscárselo aquí o allá. ¿Por qué razón no se marcha y se queda en un hotel?

—No lo hace porque está husmeando entre nuestras cosas antiguas y se empeña en comprarlas —dijo el otro gemelo—. Sé de cierto que mamá le ha vendido algunas cosas de ella, pero no tenía más remedio que hacerse de dinero, porque ahora las cosas cuestan muy caras, y los trajes se nos quedan chicos en seguida.

—Resulta muy agradable oíros hablar como Dios manda —dijo Julián, dando una palmadita en la espalda a uno de los gemelos—. Y si no os importa nos gustaría que nos dejarais saber quién es cada cual. Yo sé que uno es un niño y otro una niña, pero los dos os parecéis tanto que no hay forma de distinguiros. Los dos podríais ser muchachos.

Los gemelos soltaron unas risitas repentinas y maliciosas.

—Bueno, pero no se lo digáis a Junior —dijo uno de ellos—. A mí siempre podréis distinguirme por esta cicatriz que tengo en la mano, ¿veis? Enriqueta no tiene ninguna cicatriz. Yo soy Enrique.

Los cuatro se quedaron mirando la larga y delgada cicatriz que había en la mano del muchacho.

—Me la hice al rajarme el dorso de la mano con alambre de púas —dijo Enrique—. Ahora podréis distinguirnos a los dos. Bueno, contadnos todo lo de Jorge y lo de la bandeja del desayuno, desde el principio hasta el final. Formidable, Jorge. Se parece a un muchacho tanto como Enriqueta.

Era muy agradable ver tan cariñosos a los gemelos, después de su envaramiento tan estirado y súbito. Los cuatro sentían por ellos la mayor simpatía, y cuando la señora Philpot apareció de pronto en la cocina para limpiar el servicio del desayuno, se quedó atónita al ver como sus gemelos charlaban y reían alegremente con los demás niños. Se detuvo y se quedó mirando con una sonrisa de complacencia en su rostro.

—¡Mamá! ¡Junior no va a tomar ya nunca más el desayuno en la cama! —dijo Enrique—. Escucha el porqué.

Y la historia hubo de ser contada de nuevo. Jorge se puso colorada. Casi le daba miedo de que la señora Philpot se disgustase. Pero no; la señora echó atrás la cabeza y se echó a reír.

—¡Oh, realmente me hace mucha gracia! —dijo—. Pero espero que Junior no le diga nada a su padre y vayan a marcharse aprisa y corriendo. Nos hace falta su dinero, vosotros comprendéis, por mucho que me desagrade tenerlos aquí. Bueno, ahora voy a despejar todo esto.

—No, eso no es cosa de usted. Es faena nuestra —dijo Ana—. ¿No es verdad, gemelos?

—Sí —dijeron los dos gemelos al unísono—. Ahora somos todos amigos, mamá; deja que pertenezcan a la familia.

—Bueno, entonces iré a echar una ojeada a los pollitos, si os encargáis de ordenar todo esto —dijo la señora Philpot—. Sabéis fregar también, ¡Dios os bendiga!

—Mirad, ¿os gustaría dar hoy una vuelta a la finca en nuestro viejo «Land-Rover»? —propuso Enrique a los demás—. Es la mejor manera de ver toda la granja. Creo que Bill va a dar una vuelta esta mañana para ver como están los campos y el ganado. Os llevará si yo se lo pido.

—¡Estupendo! —dijo Julián—. ¿A qué hora?

—Dentro de media hora —respondió Enrique—. Iré a buscar a Bill y cuando oigáis la bocina salid. A propósito, Bill no es muy locuaz que digamos, pero si le caéis en gracia, se mostrará de lo más agradable.

—Entendido —dijo Julián—. ¿Podemos Dick y yo hacer algo mientras las niñas están poniendo las cosas en orden?

—¡Uf, Dios mío, siempre hay algo que hacer en una granja! —dijo Enrique—. Venid con nosotros hasta los gallineros: Enriqueta y yo estamos poniéndoles parches para que no se cuele la lluvia.

Julián y Dick, con Tim detrás de ellos, salieron inmediatamente en pos de los gemelos, ahora tan alegres y amigables como antes habían sido hoscos y huraños. ¡Qué cambio!

—Bueno, gracias a Dios que se me ocurrió subirle el desayuno a Junior y darle una lección —decía Jorge en la cocina mientras plegaba el mantel—. Por lo visto era la única cosa que podía romper el hielo con los mellizos. ¡Oye, Ana, creo que baja Junior!

Se escondió detrás del aparador mientras Ana ponía en orden las sillas alrededor de la mesa. Junior entró deslizándose muy quedamente y miró en torno con expresión temerosa. Pareció muy aliviado al encontrar allí solamente a Ana. Consideraba que era completamente inofensiva.

—¿Dónde está ese perro? —preguntó.

—¿Qué perro? —dijo Ana, fingiendo la mayor inocencia—. ¿Retaco?

—No, ese gran chucho horroroso y el repugnante muchacho al que pertenece —replicó Junior todavía lleno de miedo.

—¡Ah, te refieres a Jorge, supongo! —dijo Ana, divertida con la idea de que Junior creyese que Jorge era un muchacho—. Bueno, mira aquí.

Junior vio que Jorge avanzaba hacia él desde detrás del aparador, soltó un grito de angustia y huyó temiendo que el perro estuviese por allí cerca. Jorge se echó a reír.

—No nos molestará mucho en lo sucesivo —dijo—. Espero que tampoco le habrá dicho nada a su papá.

Al cabo de un rato oyeron afuera el sonido de una bocina.

—Ése es el «Land-Rover» —dijo Jorge, excitada—. Bueno, ya hemos acabado el fregado. Cuelga a secar los paños de cocina, Ana. Yo pondré todos estos platos en el escurridero.

A los pocos momentos, cruzaban la gran parte de la cocina y bajaban por el pasillo que llevaba al patio. No lejos estaba un coche tipo furgoneta, el «Land-Rover». Era un vehículo muy viejo, muy sucio y un poco ladeado. Dick y Julián gritaron a las niñas:

—¡Daos prisa! ¿No habéis oído la bocina?

Las niñas corrieron hacia el «Land-Rover». Bill, el encargado, estaba al volante. Les sonrió y las saludó con una inclinación de cabeza. Tim acogió a Jorge como si no la hubiese visto desde hacía años, y casi la derribó con sus caricias.

—¡Tim, no seas bruto! —dijo Jorge—. ¿A quién se le ocurre ponerme encima las patas llenas de fango? ¿Dónde están los gemelos? ¿Es que no van a venir?

—No —dijo Bill—. Tienen mucho que hacer.

Se subieron las niñas, y estaba el coche a punto de arrancar cuando apareció alguien.

—¡Esperad! ¡Yo también voy! ¡Esperad os digo!

Y empezó a correr Junior, tan poseído de sí mismo como de costumbre.

—Baja, Tim, dale un susto —dijo Jorge en voz baja. Y, muy gustosamente en realidad, Tim bajó y corrió a toda prisa hacia el inadvertido Junior. Éste lanzó un gran grito, dio media vuelta y echó a correr como alguien a quien le fuese la vida en ello.

—Bueno, ésa es una buena manera de desembarazarse de él —dijo Dick, con mucha satisfacción—. Mirad a Tim: se está riendo con toda su cara llena de pelos. Te gusta gastar bromas, ¿verdad, Tim?

Parecía en realidad como si Tim estuviera riéndose, porque tenía la boca abierta de par en par, mostraba toda la dentadura y la lengua le colgaba felizmente. Volvió a saltar al interior del coche.

—Un perro inteligente ese —dijo Bill, y luego recayó en su acostumbrado silencio cuando puso en marcha el «Land-Rover» con un ruido realmente escalofriante. El vehículo empezó a avanzar hacia los campos.

¡Cómo traqueteaba! Los cuatro asientos a los costados de la furgoneta casi de desencajaban cuando el «Land-Rover» iba abriéndose camino por los campos, colina arriba y colina abajo, bamboleándose sobre profundos surcos, pareciendo que a cada momento iba a volcarse. Ana no estaba muy segura de que aquello le gustase mucho, pero los demás parecían disfrutar de lo lindo.

—Ahora vais a ver la finca —dijo Bill cuando llegaron a lo alto de la colina—. Mirad abajo. Podría ser la granja más hermosa del condado si el señor Philpot tuviese el dinero necesario.