Capítulo V

ANOCHECER EN LA GRANJA

Jorge y Ana salieron a buscar a los demás en el establo. Había allí muchísimas vacas que agitaban alegremente sus colas. El ordeño estaba casi terminado y los gemelos conducían de nuevo a algunas vacas a su pastizal.

—¿Qué, cómo se os ha dado la cosa? —preguntó Ana.

—Estupendamente, ha sido muy divertido —dijo Dick—. Pero mis vacas se han portado mejor que las de Julián. Claro que les he estado cantando todo el tiempo y eso les gusta.

—¡Tonto! —dijo Jorge—. ¿Habéis hablado con el granjero?

—Sí, dice que tiene un viejo «Land-Rover» y que nos llevará mañana a dar una vuelta por la finca —contestó Dick, complacido—. Y podremos montarnos en el tractor si Bill, uno de sus encargados, nos deja. El granjero dice que Bill no montaría a Junior en el tractor por nada del mundo, así es que tal vez haya jaleo si nos ve.

—Bueno, estoy preparada para cualquier jaleo, y a Tim le pasa lo mismo —dijo Jorge ceñudamente—. Más tarde o más temprano voy a cantarle a Junior unas cuantas verdades.

—A todos nos gustaría hacerlo —dijo Julián—. Pero contengámonos hasta que se presente una buena ocasión. No me gustaría que la simpática señora Philpot tuviese un disgusto, y ya os imagináis que se lo daríamos si perdiera a los americanos. Sufriría bastante… en el bolsillo, se entiende. Me apuesto algo a que le pagan bien.

—Tienes razón, Ju —dijo Jorge—. Yo te comprendo, pero Tim no. Está deseando darle un susto a Junior.

—Y yo comparto sus sentimientos —dijo Dick, acariciando la cabezota del perro—. ¿Qué hora es? ¿Damos un paseo?

—No —dijo Julián—. Todavía me duelen las piernas de tanto pedalear por las colinas de Dorset. Voto por que demos una vueltecita sin recorrer kilómetros.

Los Cinco se pusieron en marcha mirando con curiosidad los diversos edificios de la granja. Todos eran muy viejos y algunos de ellos se desmoronaban. Los tejados tenían grandes tejas de Dorset, hechas de piedra, desiguales y bastas de forma. Eran de un bonito gris y brillaban de liquen y musgo.

—¿No son deliciosas? —dijo Jorge, parándose para mirar las tejas de una casita—. Fijaos en esos líquenes: ¿habéis visto alguna vez un naranja tan brillante? Pero, qué lástima: la mitad han desaparecido del tejado y alguien las ha sustituido con feas tejas baratas.

—Tal vez las hayan vendido los Philpots —dijo Julián—. Viejas tejas como ésas, brillantes de liquen, pueden producir un montón de dinero, especialmente de los americanos. Hay muchos graneros en América cubiertos con viejas tejas de este país, con su musgo y todo. ¡Un trozo de la vieja Inglaterra!

—Si yo tuviese un lugar bonito y atractivo como éste, no vendería una sola teja ni una pizca de musgo —dijo Jorge muy orgullosamente.

—Tal vez no las vendieran —dijo Dick—, pero alguien tendría que hacerlo si le tienen bastante amor a su granja y no quieren verla convertirse en una ruina por falta de dinero. Para ellos, sus campos deben de ser de más valor que las tejas viejas.

—Me apuesto algo a que el viejo abuelo no las vendería si pudiera evitarlo —dijo Ana—. Me pregunto si el americano habrá tratado de comprar alguna de estas tejas. Sospecho que sí.

Pasaron un buen rato curioseando por los alrededores. Encontraron un viejo granero atestado de cosas desechadas, y Julián se puso a rebuscar con gran interés.

—Mirad esta gigantesca rueda de carreta —dijo, señalando una rueda apoyada en la pared en un oscuro rincón—. Es casi tan alta como yo. Seguramente hacían todos sus propias ruedas aquí, en este mismo cobertizo quizá. Y tal vez también se hacían sus propios útiles de labranza. Mirad esta vieja herramienta, ¿para qué podrá servir?

Contemplaron la extraña herramienta curvada, todavía tan fuerte y tan sólida como lo había sido dos o tres siglos antes. Era pesada, y Julián pensó que no le habría gustado tener que usarla más de diez minutos seguidos.

—Pero me apuesto algo a que el abuelo podría usarla un día entero y no cansarse —dijo—. Cuando era joven, quiero decir. Entonces debió ser tan fuerte como un buey.

—Bueno, recuerda lo que nos contó la mujer de la tienda —indicó Ana—. Dijo que una vez había luchado con un toro y lo había derribado. Debemos preguntárselo a él. Me figuro que le gustará contárnoslo.

—Es un personaje verdaderamente antiguo —dijo Julián—. Me resulta simpático a pesar de sus gritos y de su mal humor. Bueno, vámonos, se está haciendo tarde. No preguntamos a qué hora es la cena. No sabemos cuándo debemos estar.

—A las siete y media —dijo Jorge—. Yo lo pregunté. Será mejor que volvamos ya, porque tenemos que lavarnos, y Ana y yo queremos ayudar a poner la mesa.

—Perfectamente. Volvamos pues —dijo Julián—. Vamos, Tim. Deja de husmear entre estas antiguallas. No creo que vayas a oler por aquí nada excitante.

Volvieron a la casa de campo, y las muchachas fueron a lavarse en el fregadero, viendo que la señora Philpot ya estaba preparando la cena.

—No tardaremos un minuto —prometió Ana—. Nosotras le pelaremos las patatas, señora Philpot. Oiga, qué granja tan bonita es ésta. Hemos estado explorando los viejos cobertizos.

—Sí, necesitan un buen limpiado —dijo la señora Philpot, que tenía mejor aspecto después del rato que había estado descansando—. Pero el abuelo no quiere que nadie toque nada. Dice que le prometió a su abuelo que no dejaría que nadie lo hiciese. Pero vendimos una vez alguna de esas bonitas y antiguas tejas grises, a un americano, desde luego, un amigo del señor Henning, y el abuelo casi se volvió loco. Estuvo gritando día y noche, pobre viejo, y se puso de guardia con una horca en la mano por si algún desconocido se atrevía a entrar en el campo. Nos hizo pasar un mal rato.

—¡Cielo santo! —dijo Ana, imaginándose al imponente anciano rondando por los campos, gritando y blandiendo una gran horca.

La cena fue una comida muy agradable, pues el señor Henning y Junior no comparecieron. En la mesa hubo mucha charla y muchas risas, aunque los gemelos, como de costumbre, apenas dijeron nada. Ana los miraba intrigada. ¿Por qué tenían que ser tan huraños? Les sonrió una o dos veces, pero ellos apartaban siempre la mirada. Retaco estaba tendido a sus pies, y Tim echado debajo de la mesa. No estaban ni el abuelo ni el señor Philpot.

—Aprovechan hasta el máximo la luz del día —explicó la señora Philpot—. Ahora hay mucho que hacer en la granja.

Los niños disfrutaron con el pastel de carne que había cocido la señora Philpot y con las ciruelas pasas y la rica crema que vinieron a continuación. De pronto Ana soltó un amplio bostezo.

—¡Perdón! —dijo—. No he sabido contenerlo. No sé por qué siento tanto sueño.

—Ya me has contagiado —dijo Dick, y se puso la mano en la boca para disimular un bostezo aún mayor—. Bueno, no me extraña que tengamos sueño. Ju y yo estamos levantados desde el amanecer, y vosotras habéis tenido un pesado viaje en autobús.

—Bueno, podéis iros a la cama todos en cuanto queráis —dijo la señora Philpot—. Espero que por la mañana bien tempranito estaréis completamente descansados. Los Enriques se levantan siempre a las seis, no les gusta quedarse en la cama.

—¿Y a qué hora se levanta Junior? —preguntó Jorge, con una sonrisa burlona—. ¿También a las seis?

—¡Oh, no! Por lo general, nunca antes de las nueve —dijo la señora Philpot—. El señor Henning baja a eso de las once; le gusta tomar el desayuno en la cama. Lo mismo le pasa a Junior.

—¿Cómo? ¿Quiere usted decir que le lleva el desayuno a ese haragán? —dijo Dick, estupefacto—. ¿Por qué no lo saca usted de la cama por las orejas?

—Bueno, son huéspedes y pagan bien por estar aquí —dijo la señora Philpot.

—Yo le llevaré a Junior su desayuno —dijo Jorge en medio del asombro de todos—. Tim y yo. Nos gustará hacerlo. ¿No es verdad, Tim?

Desde debajo de la mesa, Tim hizo un ruido muy peculiar.

—A mí eso me ha sonado como una carcajada —dijo Dick—. Y no me extraña. Me gustaría ver la cara de Junior si tú y Tim entraseis en su habitación para llevarle el desayuno.

—¿Es que te crees que no lo haré? ¿Qué te apuestas? —preguntó Jorge, picado su amor propio.

—Me apuesto mi cortaplumas nuevo a que no lo harás —dijo Dick inmediatamente.

—Aceptada la apuesta —dijo Jorge.

La señora Philpot escuchaba con expresión de perplejidad.

—No, no, queridos míos —dijo—. No puedo permitir que uno de mis huéspedes atienda a otro. Aunque debo confesar que esas escaleras son una prueba para mis piernas, sobre todo cuando llevo bandejas.

—Yo subiré la bandeja de Junior y también la del señor Henning, si usted quiere —dijo Jorge con voz medio amable, medio desafiante.

—La del señor Henning no —dijo Julián, lanzando a Jorge una mirada de advertencia—. No vayas demasiado lejos, muchacha. Con la bandeja de Junior habrá bastante.

—Está bien, está bien —dijo Jorge algo sombríamente—. ¿El señor Henning y Junior no van a venir a cenar?

—Esta noche no —respondió la señora Philpot con tono de alivio—. Creo que están comiendo en algún hotel de Dorchester. Supongo que están un poco cansados de nuestras sencillas comidas caseras. Espero que no vuelvan demasiado tarde. Porque al abuelo le gusta echar la llave muy pronto.

Los niños se sintieron realmente contentos cuando se quitó la mesa y se fregó la vajilla, pues estaban muertos de sueño. El aire fuerte y puro, el día excitante y los muchos trabajos cumplidos los habían cansado de verdad.

—Buenas noches, señora Philpot —dijeron cuando todo estuvo hecho—. Nos vamos a acostar. ¿Vienen también los gemelos?

Efectivamente, los gemelos condescendieron a inclinar la cabeza en señal de asentimiento. Parecían estar cansados. Julián se preguntó dónde estarían el señor Philpot y el abuelo. Supuso que todavía trabajando. Bostezó. Bueno, se iba a la cama, y aunque tuviese que dormir en el suelo pelado aquella noche, estaba seguro de que dormiría bien. Pensó complacido que lo esperaba un buen catre.

Cada cual tomó su camino: los gemelos y Julián y Dick al granero grande, las niñas al piso de arriba, a la habitación frente a la de Junior, a la cual Jorge echó un vistazo al pasar. Estaba todavía más desordenada que antes e indudablemente Junior debía de haber estado comiendo nueces allí, porque el suelo estaba lleno de cáscaras.

Pronto estaban todos acostados, niños y animales, las niñas juntas en la cama inmensa, antigua y más bien dura, los niños en sus catres independientes. Tim a los pies de Jorge; Retaco primeramente durmió a los pies de uno de los gemelos, luego a los pies del otro. Siempre era perfectamente imparcial en sus favores.

Dos horas más tarde, un ruido ensordecedor despertó a las niñas, que se incorporaron, alarmadas, en la cama. Tim empezó a ladrar. Jorge salió al rellano, oyó cómo sonaba abajo la voz poderosa del abuelo y luego volvió junto a Ana.

—Son el señor Henning y Junior, que han regresado —explicó—. Por lo visto, el abuelo ya había echado la llave, y ellos se han vuelto locos tirando del llamador. ¡Dios mío, qué ruido! ¡Aquí viene Junior!

Y efectivamente, Junior venía dando zapatazos en la escalera y cantando a todo pulmón.

—¡Impertinente! —masculló Jorge—. ¡Que se prepare para el desayuno que le llevaré mañana!